Esperpento con petróleo (1997)

El telón se levanta y aparece el Congreso de Estados Unidos, que acaba de aprobar, luego de efervescentes debates, la Ley de sanciones a Irán y Libia, llamada Ley D'Amato, por el senador Alfonse D'Amato, de New York, que la promovió. La ley autoriza al presidente Clinton a tomar represalias económicas contra las empresas que inviertan más de 20 millones de dólares anuales en aquellos estados, patrocinadores del terrorismo internacional y empeñados en construir misiles y armas atómicas de destrucción masiva.

La euforia de los congresistas ganadores de la votación, impide que se preste atención al colapso nervioso que sufre, en la galería de visitantes, Archie Dunham, presidente de Conoco, subsidiaria de Du Ponto Co., que había llegado a un acuerdo preliminar con Irán para explotar los campos petroleros de la isla Sirri. El acuerdo, en efecto, será vetado por Clinton en marzo de 1997, lo que desatará una airada protesta de todas las petroleras estadunidenses, con el argumento: ¡Las restricciones de la Ley D'Amato sólo servirán para que nuestros competidores extranjeros se repartan los crudos iraníes! También pasa inadvertido un estúpido gracioso que pregunta a gritos, sin provocar la hilaridad de nadie, por qué el tope para invertir en aquellos estados terroristas es 20 millones y no 15, 75 o dos mil.

El primer acto, que consta de varios cuadros, ocurre un año después y se inicia en París, en el marco de un otoño dorado, de tibias tardes melancólicas. En su elegante despacho del trigésimo piso de un edificio de la banlieu, el apuesto ingeniero Thierry Desmarest, presidente de la compañía francesa Total, anuncia que, asociado con Gazprom de Rusia y Petronas de Malaisia, ha firmado un acuerdo con los ayatolás de Teherán para invertir dos mil millones de dólares en la explotación de las reservas de gas iraní. Cambio al palacio del Elysée, donde el primer ministro, Lionel Jospin, ebrio de felicidad, declara: ¡Este acuerdo me hace feliz! ¡No podemos aceptar que Estados Unidos apruebe leyes de vigencia planetaria! Cambio a un Moscú barrido por los primeros vientos helados, donde, en el Kremlin, frente a las cámaras de televisión, entre hipos de dicha y de vodka, Boris Yeltsin clama: ¡Gracias a Dios que Rusia, Francia e Irán son países independientes y amantes de la libertad y no admiten que ningún país extranjero les dicte su política! Incómodo, el hombre más rico de Rusia, Viktor Chernomyrdin, también primer ministro (y su poderosa familia, accionista de Grosplam) sugiere a los periodistas que, tal vez, el presidente Yeltsin, al hablar de `países amantes de la libertad', en vez de Irán quiso decir Malaisia (El estúpido gracioso se carcajea: ¡La empeoró, la empeoró!).

Cambio a Bruselas donde, la cilíndrica papada conmovida de alegre temblor, el comisario Leon Brittan afirma que todos los países miembros de la Unión Europea respaldan a Total y que, si ésta es víctima de sanciones por parte de Estados Unidos, la Ley D'Amato será denunciada por Europa ante la Organización Mundial de Comercio. Cambio a un friolento New York desde donde el senador D'Amato y el representante Benjamin Gilman telegrafían al presidente Clinton conminándolo a aplicar las represalias contra Total que señala la ley. Cambio a un cariacontecido y confuso Departamento de Estado, en Washington, donde, presa de tartamudeo sofístico, el vocero James Rubin explica que el objetivo de la ley no es imponer sanciones, sino alentar a los aliados europeos a hacer presión sobre Irán. Eso sí, la ley se cumplirá, aunque, naturalmente, sin dañar las relaciones de Estados Unidos con Francia, su leal aliado. (Comentario del estúpido gracioso, señalando a Rubin: ¡Ah, caray, me salió un competidor!).

Retorno a New York donde un indignado William Safire, afamado lingüista y politólogo, revela en su columna de The New York Times que Total, en previsión de posibles sanciones, antes de firmar el acuerdo con Irán, había vendido a Ultramar Diamond Shamrock, de San Antonio, Texas, las 1,600 estaciones de gasolina que tenía en Estados Unidos, de modo que, aunque lo intentara, el gobierno de Estados Unidos no podría ya infligirle perjuicio económico alguno. Salto veloz a una Francia embanderada y emulsionante, donde, en insólito espectáculo de unanimidad nacional, toda la prensa, de L'Humanité comunista a Le Figaro conservador, y todos los segmentos del espectro político, del gaullista Jacques Chirac al fascista Le Pen, se felicitan del contrato de Total que, además de augurar robustos beneficios económicos para el país, ha probado la absoluta independencia nacional de Francia frente a las pretensiones hegemónicas del país de los ghettos negros y la alta criminalidad. (Comentario del estúpido gracioso: Los franceses son inteligentes y cultos y saben que el verdadero enemigo de Francia —y de Europa y de la humanidad— no son los pintorescos entunicados y enturbantados ayatolás de Irán, aunque sea lamentable la existencia de la fatwa y los dos millones y medio de dólares que ofrecen a quien asesine a Salman Rushdie, sino los chuscos yanquis y sus ínfulas de nuevos ricos).

Regreso al piso treinta de la torre de Total, donde, convertido en el héroe del día, el hombre más popular de Francia, el suave ingeniero Thierry Desmarest, ironiza, con elegancia dieciochesca, ante la prensa regocijada: ¿Fue madame Madeleine Albright, la Secretaria de Estado de Estados Unidos, quien dijo que la política consistía en un cincuenta por ciento de principios y otro cincuenta de pragmatismo, no es cierto? (El estúpido gracioso: Uno a cero). El ingeniero exhibe la excelente memoria que le mereció muchos premios en las grandes écoles donde estudió, recordando que, gracias a aquella filosofía tan bien definida por madame Albright, Estados Unidos aplica severas sanciones a Cuba y a Birmania por violar los derechos humanos, pero exonera de ellas a China, que los viola tanto o más que los sátrapas birmanos o el caribeño barbudo. (Dos a cero) Que, además, Washington ha concedido a China el estatuto de nación más favorecida, y generosos créditos, incluso en el campo de la tecnología militar y, pese a que el Pentágono ha hecho saber que dispone de pruebas inequívocas y reiteradas de que Beijing prosigue, impertérrito, su construcción nuclear, Washington se dispone a certificar que el gobierno chino está cumpliendo con los acuerdos de no-proliferación atómica. ¿Por qué deberían, pues, Francia, y los países europeos, ser más clintonianos que el propio presidente Clinton? (El afrancesado estúpido gracioso cierra el segundo acto con estentóreos rugidos: ¡Diez, veinte a cero!).

El tercer acto se inicia en Washington donde, tragando la amarga saliva del ridículo, un portavoz de la Casa Blanca hace saber que el gobierno de Estados Unidos ha decidido no imponer sanciones a Total, al menos, por ahora, no antes de concluir una investigación que, sin duda, será larga. Mudanza a Madrid, al ministerio de Asuntos Exteriores, donde el ministro Abel Matutes hace el primer chiste de su larga carrera política: Son libres de investigar lo que quieran. Despliegue del escenario sobre la vasta Europa, a la que ha sido enviado, de prisa, William Cohen, el secretario de Defensa norteamericano, para limar asperezas con los aliados (El estúpido gracioso apunta: Alguien está loco, pero no soy yo). En Londres, lo desmoraliza, aún más que el jet lag la noticia desplegada en toda la prensa según la cual la Libia del coronel Moammar Gadhafi burla alegremente las sanciones estadunidenses y compra, a través de compañías europeas, toda la tecnología que necesita —ordenadores, refinerías, tuberías, sistemas de perforación— para su proyecto sahareño de largo título, Río-hecho-por-el-Gran Hombre, que, según la CIA, sirve de fachada a una fábrica de armas químicas. Desplazamiento a París. Luego de su gran victoria económico-psicológica sobre Washington, el gobierno hunde en el pecho de su adversario el estilete de la generosidad. El ministro francés de Defensa, Alain Richard, luego de leer con su colega norteamericano un comunicado reafirmando que el acuerdo de Total con Irán no afectará las estrechas relaciones entre ambos aliados, hace saber, sin que ni el asomo de una sonrisa distienda su cara, que cada vez que una acción terrorista por parte de Irán sea comprobada, el gobierno francés sacará las conclusiones debidas. Los ojos húmedos de reconocimiento, su colega, el ministro William Cohen le da la accolade besándolo en las dos mejillas.

Sobre esta fraternal escena, cae el telón. El estúpido gracioso ataja al público: No se vayan, faltan las risas. Efectivamente, mientras se encienden las luces de la sala y el público se despereza, una gran carcajada transcontinental, exótica, africana, medio-oriental, venida de Teherán, de Bagdad, de Trípoli, retumba en las paredes y techos del teatro, despidiendo a los espectadores.

Artículos y ensayos
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