Jorge Amado en el paraíso (1997)

En 1982 estuve en Salvador, Bahía, para el setenta cumpleaños de Jorge Amado, y quedé maravillado por el entusiasmo con que la gente de la calle lo celebró. Sabía que era una figura popular en la tierra a la que su fantasía y su prosa han hecho famosa en el mundo, pero nunca imaginé que ese prestigio y cariño echaran raíces en todos los sectores sociales, empezando por los más pobres, donde es improbable que se lean sus libros. "Vaya tierra original, pensé, donde los escritores son tan famosos como los futbolistas". Pero, no eran los escritores: era Jorge Amado. No exagero nada. Aquella celebración comenzó en el Mercado central de la ciudad, donde aquél era reconocido por todo el mundo y donde vendedores de pescado o raspadura, compradores de verduras, titiriteros o inspectores municipales se acercaban a darle la enhorabuena. Pero, todavía más sorprendente fue descubrir que el novelista conocía a esa multitud de admiradores por su nombre y apellido, pues a cada persona la trataba de tú y vos y con cada cual tenía algún recuerdo que compartir.

Que los bahianos se sientan felices de tener a alguien como Jorge Amado (nacido en un pueblo del interior, Ferradas, en La Hacienda Auricidia, en 1912, y que lleva sus 85 años con una insolente salud de cuerpo y de espíritu) es poco menos que un acto de justicia. Y no sólo por la vasta obra literaria que ha salido de su fértil imaginación; también porque Jorge Amado suma, a su talento de fabulador de historias, una humanidad generosa y sin dobleces, que se prodiga a manos llenas y crea en torno suyo, donde esté, una atmósfera cálida y estimulante que, a quien tiene la suerte de acogerse a ella, lo reconcilia con la vida y le hace pensar que, después de todo, los hombres y las mujeres de este planeta sean acaso mejores de lo que parecen.

Yo lo conocí como lector cuando era estudiante universitario, en la Lima de los años cincuenta, y recuerdo, incluso, los dos primeros libros suyos que leí: su novela juvenil, Cacao, y su biografía novelada del líder comunista brasileño, figura mítica de la época, Luiz Carlos Prestes, O Cavaleiro da Esperança. En aquellos años —los de la guerra fría en el mundo y de las dictaduras militares en América Latina, no lo olvidemos— su figura pública y su obra literaria se identificaban con la idea del escritor militante, que utiliza su pluma como un arma para denunciar las injusticias sociales, las tiranías y la explotación, y para ganar prosélitos al socialismo.

Los escritos del Jorge Amado de entonces, como los de sus contemporáneos hispanoamericanos de la época, el Pablo Neruda del Canto general o el Miguel Angel Asturias de Week-end en Guatemala, Viento fuerte y El Papa verde, parecían animados por un ideal cívico y moral (revolucionario era la palabra indispensable) al mismo tiempo que estético, y, a menudo, como en los libros citados, aquél estragaba a este último. Lo que salvó al Jorge Amado de entonces de la trampa en que cayeron muchos escritores latinoamericanos `comprometidos', que se convirtieron, como quería Stalin, en `ingenieros de almas', es decir en meros propagandistas, fue que en sus novelas políticas un elemento intuitivo, instintivo y vital derrotaba siempre al ideológico y hacía saltar los esquemas racionales. Pero, aun así, con la perspectiva que da el tiempo y los cataclismos históricos que en estas décadas sirvieron para mostrar las ilusiones y los mitos que embellecían al socialismo real, aquellos escritos suyos han perdido la pugnacidad y la frescura que tenían cuando mi generación los leyó con avidez. En otras palabras, envejecido.

Pero, el primero en advertirlo fue el propio Jorge Amado, quien, aunque sin el escándalo de una ruptura ni los traumatismos que destruyeron tantas carreras literarias, más bien con la elegante discreción y la permanente bonhomía con que ha circulado siempre por la vida, dio un vuelco profundo a su literatura, despolitizándola, purgándola de presupuestos ideológicos y tentaciones pedadógicas y abriéndola de par en par a otras manifestaciones de la vida, empezando por el humor y terminando por los placeres del cuerpo y los juegos del intelecto. Habiendo empezado a escribir en su adolescencia como un escritor maduro —casi un viejo—, Jorge Amado procedió luego a rejuvenecer, con esas historias deliciosas que son Doña Flor e Seus Dois maridos, Gabriela, Cravo e Canela, Teresa Batista Cansada de Guerra, Tieta do Agreste, Farda Fardao Camisola de Dormir (regocijante sátira de intrigas entre académicos, menos difundida que las otras pese a su humor sutil y a su devastadora crítica de la cultura burocratizada) y las que han seguido, en un curioso desacato a la cronología mental, algo que, como escritor, ha hecho de él una suerte de Dorian Grey, un novelista que, libro tras libro, juega, se divierte y se exhibe como un niño genial, con sus travesuras verbales, sensuales y anecdóticas, en verdaderas fiestas narrativas.

En el enorme éxito que han alcanzado sus libros en lectores de tantas culturas diferentes, no debe verse, únicamente, la buena factura artesanal con que sabe armar las historias, la picardía y el color de los diálogos, la gracia con que dibuja sus personajes y enreda y desenreda los argumentos, aunque todo ello, por supuesto, haya sido decisivo para que sus novelas sintonicen con un público tan heterogéneo. También debe haber influido la espléndida salud moral que ellas transpiran, el optimismo con que el destino humano está encarado en aquellas ficciones, sin que esto signifique que la visión que proponen de la condición humana peque de ingenua o de tonta, como ocurre por desgracia con muchos escritores contemporáneos que se han tomado en serio el espantoso eslógan de la publicidad: "Pensar en positivo". Nada de eso. En las novelas de Jorge Amado no hay inconsciencia ni miopía sobre la adversidad, las horrendas pruebas a que se enfrenta cotidianamente la inmensa mayoría. Sufrimiento, engaño, abuso, mentira, estupidez, comparecen en ellas, ni más ni menos que en las vidas de sus lectores. Pero, en sus novelas —y es uno de los mayores encantos que lucen— todas las desventuras del mundo no son suficientes para quebrar la voluntad de supervivencia, la alegría de vivir, el ingenio risueño para sacarle siempre la vuelta al infortunio, que animan a sus personajes. El amor a la vida es tan grande en ellos que son capaces, como le ocurre a la excelente doña Flor con su marido difunto, de resucitar a los muertos y devolverlos a una existencia que con todas las miserias que ella conlleve, está repleta de ocasiones de goce y felicidad. Esa fruición por los placeres menudos, al alcance del ser anónimo, que chisporrotea en todas sus historias —paladear un vaso de cerveza fría, una sabrosa conversación, contar un chiste colorado, piropear un cuerpo deseable que pasa, la fraterna amistad, la visión de un ave que rasga un cielo inmarcesible— es intenso y contagia a sus lectores, que suelen salir persuadidos de estas páginas de que, no importa cuan ruin sea la circunstancia que se vive, siempre habrá en la vida humana un resquicio para la diversión y otro para la esperanza.

En pocos escritores modernos encontramos una visión tan "sana" de la existencia como la que emana de la obra de Jorge Amado. Por lo general (y creo que hay pocas excepciones a esta tendencia) el talento de los grandes creadores de nuestro tiempo ha testimoniado, ante todo, sobre el destino trágico del hombre, explorado los sombríos abismos por los que puede despeñarse. Como lo explicó Bataille, la literatura ha representado principalmente "el mal", la vertiente más destructora y ácida del fenómeno humano. Jorge Amado, en cambio, como solían hacerlo los clásicos, ha exaltado el reverso de aquella medalla, la cuota de bondad, alegría, plenitud y grandeza espiritual que contiene también la existencia, y que, en sus novelas, hechas las sumas y las restas, termina siempre ganando la batalla en casi todos los destinos individuales. No sé si esta concepción es más justa que, digamos, la de un Faulkner o un Onetti que está en sus antípodas. Pero gracias a su hechicería de consumado escribidor y la convicción con que la fantasea en sus historias, no hay duda de que Jorge Amado ha sido capaz de seducir con ella a millones de agradecidos lectores.

En los años setenta, cuando, lleno de temor pero también de excitación, emprendí la aventura de escribir La guerra del fin del mundo, una novela basada en Euclides da Cunha y la guerra de Canudos, tuve ocasión de experimentar en carne propia la generosidad de Jorge Amado (y, por supuesto, de Zélia, la maravillosa compañera, anarquista por la gracia de Dios). Sin la ayuda de Jorge, que dedicó mucho tiempo y energía a darme consejos, recomendarme y presentarme a gente amiga —citaré, entre muchos, a Antonio Celestino, Renato Ferraz y el historiador José Calazans— jamás hubiera podido recorrer el sertón bahiano y adentrarme por los vericuetos de Salvador. Allí pude ver de cerca la manera como Jorge Amado regala su tiempo echando una mano a quienquiera que se le acerca, desviviéndose, a costa de su propio trabajo, por facilitar las cosas y abrirle puertas a quien pinta, compone, esculpe, baila o escribe, la sabiduría con que cultiva la amistad y evita esos deportes —las intrigas, las rivalidades, los chismes— que avinagran las vidas de tantos escritores, su incombustible sencillez de persona que no parece haberse enterado todavía de que la vanidad y la solemnidad también son de este mundo e infaliblemente aquejan a quienes alcanzan una fama como la que él se ha ganado.

Cuando era joven, con un amigo jugábamos a adivinar qué escritores de muestro tiempo, caso de existir el cielo, entrarían allí. Hacíamos unas listas muy exclusivas, que nos costaba un trabajo endemoniado elaborar, y, lo peor, era que, tarde o temprano, los calificados se las arreglaban para que tuviéramos que sacarlos de allí. En mi lista actual, desde hace ya mucho tiempo, queda un solo nombre. Y meto mis manos al fuego que no hay una sola persona en este mundo que haya conocido y leído a Jorge Amado a la que se le ocurriría expulsarlo de allí.

Artículos y ensayos
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