El Capitán en su laberinto (2001)

Hay algo de las elegantes y barrocas paradojas de los cuentos de Borges en la situación actual del capitán Vladimiro Montesinos, sepultado vivo en una de las mazmorras para terroristas de alta peligrosidad que diseñó él mismo, en la Base Naval del Callao, a fin de encerrar en ellas a Abimael Guzmán —el Camarada Gonzalo de Sendero Luminoso— y Víctor Polay, del MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), los líderes de las dos organizaciones que pusieron a sangre y fuego el Perú durante los ochenta. La nota risueña e irónica, también muy borgiana, es que el hombre de mano de Fujimori se declarase en huelga de hambre en protesta por las condiciones inicuas de semejante ergástulo, pero que —mentiroso y goloso hasta la muerte— hiciera trampas durante su dulce huelga alimentándose de chocolates que llevaba escondidos en los pantalones.

Montesinos pertenece a un antiguo linaje: el de esos discretos y feroces malhechores que son como la sombra de los tiranos, a los que sirven y de los que se sirven, operando en una clandestinidad oficial, que ejercitan el terror y perpetran los grandes crímenes de Estado al mismo tiempo que los robos más cuantiosos, a las órdenes y en estrecha complicidad con unos amos a los que se vuelven imprescindibles y que, sin embargo, siempre, y no sin razón, los miran con extrema desconfianza. Las dictaduras los supuran como las infecciones al pus, y casi todos ellos, del Beria de Stalin al Brujo López Rega de Perón, del Pedro Estrada de Pérez Jiménez al coronel Abbes García de Trujillo, suelen morir —millonarios y en París o de misteriosa muerte violenta— sin abrir la boca, llevándose al infierno los pormenores de sus fechorías.

Ésta es la gran diferencia entre los protagonistas de esta historia universal de la infamia autoritaria y el ahora celebérrimo Vladimiro Montesinos. A diferencia de sus congéneres, que callaron sus crímenes, éste va a hablar. Ya comenzó a hacerlo, como una verdadera cotorra, tratando de demostrar que nadie es un pillo en una sociedad donde todos son pillos, y donde la pillería es la única norma política y moral universalmente respetada. Para probarlo, dice tener unos treinta mil vídeos que documentan la vileza ética y la suciedad cívica de sus compatriotas, algo que, si es cierto, haría de él, no el facineroso de marras del que habla la prensa, sino, simplemente, un esforzado peruano que, gracias a sus habilidades y maquiavelismos, creó las condiciones para que un inmenso número de sus conciudadanos pudiera materializar una recóndita predisposición: la de venderse y alquilarse a una dictadura para llenarse los bolsillos en el menor tiempo posible.

Es improbable que esta apocalíptica línea de defensa tenga éxito y, más bien, es casi seguro que —si las estrellas de aquella extraordinaria videoteca no se las arreglan antes para que muera de un infarto o de un suicidio— la justicia decida que el singular personaje se pase, como Abimael Guzmán y Víctor Polay, con quienes comparte la crueldad y la desmesurada falta de escrúpulos, buena parte de lo que le queda de vida entre rejas. Nada sería más justo, desde luego, porque, aunque la larga lista de tiranías que ha padecido el Perú ha generado buen número de rufianes, torturadores y saqueadores de los bienes públicos, nunca antes alguno de ellos llegó a detentar el formidable poder que acumuló ni hacer tanto daño como este oscuro capitán expulsado del Ejército por vender secretos militares a la CIA, abogado y testaferro de narcotraficantes, componedor "jurídico" de los desafueros legales de Fujimori y su brazo derecho en el golpe de Estado que destruyó la democracia peruana en 1992, contrabandista de armas para guerrillas colombianas, representante de grandes carteles de la droga a cuyo servicio puso el Ejército y el territorio amazónico nacional, jefe y director intelectual de los comandos terroristas del Estado que, entre 1990 y 2000 torturaron, asesinaron y desaparecieron a miles de personas bajo la sospecha de subversión, chantajista, ladrón y manipulador sistemático del Poder Judicial y de los medios de comunicación a los que, con excepciones para las que sobran los dedos de una mano, compró, sobornó o intimidó hasta ponerlos incondicionalmente al servicio de los abusos y atropellos de la dictadura.

Un matemático se ha tomado el trabajo de calcular cuántas horas de grabación requerían aquellos treinta mil vídeos —suponiendo un promedio de dos horas para cada uno— y concluido que los diez años de fujimorismo son insuficientes para tal superproducción mediática, a menos que, además de su oficina en el Servicio de Inteligencia, a la que Montesinos convirtió en un estudio secreto de filmación desde que Fujimori tomó el poder en 1990 y lo instaló en ese codiciado cargo, hubiera habido varios otros estudios camuflados donde el SIN filmaba también a ocultas otras operaciones de rapiña e intriga política del régimen. Esto último no puede descartarse, desde luego. Pero es probable que aquella cifra sea exagerada, la jactancia desesperada del alguacil alguacilado para asustar a sus presuntos acusadores. Ahora bien. Aun cuando sólo exista la décima parte de vídeos, y, al igual que hizo Fujimori cuando invadió la casa de Montesinos para rescatar aquellas cintas que lo incriminaban y fugarse con ellas al Japón, muchos otros jerarcas de la mafia fujimorista hayan conseguido birlar o desaparecer aquellos vídeos donde ellos son estrellas, lo que queda —hay unos 1,500 en manos del Poder Judicial— es un documento precioso, inusitado, sin precedentes en la Historia, para conocer de manera directa y viviente los mecanismos y los alcances —alucinantes— de la corrupción que engendra un régimen autoritario. Sólo por esto, los historiadores futuros quedarán siempre reconocidos a Vladimiro Montesinos.

Mucho se ha conjeturado sobre las razones que lo impulsaron a filmar desde el primer momento aquellas escenas en las que, a la vez que comprometía legal y políticamente a los militares, profesionales, jueces, empresarios, banqueros, periodistas, alcaldes y parlamentarios del régimen o de la oposición, se incriminaba él mismo con un documento que, en un brusco cambio de régimen como el que ocurrió, equivalía poco menos que a un harakiri. La tesis aceptada es que filmó a sus cómplices para tener un instrumento de chantaje y doblegarlos en caso de necesidad. No hay duda de que tener filmados, por ejemplo, a aquellos ministros de Fujimori a los que él —bajo las cámaras secretas— les completaba el salario regalándoles cada mes treinta mil dólares, convertía a estos pobres diablos mercenarios en diligentes servidores del jefe del SIN a la hora de firmar cualquier decreto. Y que no es de extrañar que, aquellos directores de periódicos o dueños de canales de televisión que recibieron miles o millones de dólares —que debieron contar, billete por billete, pacientemente, observados por la cámara oculta— fueran luego dóciles propagandistas de la política gubernamental e implacables denostadores de todo aquel que se atrevía a hacer críticas.

Pero, cuando uno ve esos vídeos, o lee las transcripciones de esos diálogos, descubre que en ellos hay algo más que un método de coerción. Una cierta visión, infinitamente despectiva, del ser humano; una comprobación reiterada de lo baratos, lo sucios y lo abyectos que podían ser, cuando entraban a ese recinto donde el hombre fuerte de la dictadura tronaba a sus anchas y los tentaba, esos personajes que, en la vida pública del país, gozaban de tanto prestigio y figuración, por su cargo, su influencia, su dinero, sus galones, su apellido o ciertos servicios prestados en el pasado que los habían revestido de autoridad. Hay toda una filosofía detrás de esa larga secuencia de imágenes donde la escena se repite, con personas y voces distintas y mínimas variantes, una y otra vez: unos prolegómenos elusivos e hipócritas, para justificar con argumentos gaseosos la inminente operación, y, luego, en pocas palabras, lo esencial: ¿Cuánto? ¡Tanto! De inmediato y cash.

Por la oficina de Montesinos, en los diez años que duró la dictadura de Fujimori —acaso la más siniestra y disolvente que hayamos padecido y sin la más mínima duda la más corrupta— pasaron no sólo las mediocridades oportunistas y los politicastros consabidos que, como las alimañas en las aguas pútridas, prosperan siempre en los regímenes de fuerza. También gentes que parecían respetables, con unas credenciales, en su vida profesional o política, bastante dignas, y buen número de empresarios exitosos —entre ellos, uno de los hombres más ricos del Perú— a quienes, por su influencia, poder y riqueza, uno hubiera creído incapaces de protagonizar semejantes tráficos ignominiosos. A algunas de esas inmundicias humanas que fueron a la oficina de Montesinos a venderse y a vender lo mejor que tenía el Perú —un sistema democrático a duras penas restablecido en 1980 después de doce años de dictadura militar— por puñados o maletas llenas de dólares, por exoneraciones de impuestos para sus empresas, para ganar un juicio, obtener una licitación, un ministerio o una diputación— yo los conocí, y hasta pensé que su adhesión a la dictadura era "pura", producto de ese triste convencimiento tan extendido en la indebidamente llamada clase dirigente peruana: que un país como el nuestro necesita una mano dura para salir adelante porque el pueblo peruano todavía no está preparado para la democracia.

Espero que el Gobierno de Alejandro Toledo, limpiamente nacido en unas elecciones que nadie cuestiona y que inaugura su gestión en estos días, demuestre al mundo que esa creencia es tan falsa como esos falsarios que, diciendo sustentarla, en verdad sólo buscaban coartadas para su envilecimiento. Es evidente que este nuevo Gobierno no está en condiciones de resolver los inmensos problemas que enfrenta el pueblo peruano, y que la dictadura se encargó de agravar, además de añadirles otros nuevos. Pero sí puede y debe sentar las bases para su solución futura, cerrando de una vez por todas la posibilidad de un nuevo desplome del orden constitucional. Para ello, hay que proseguir la moralización iniciada, de manera muy firme, dando a los jueces todo el apoyo debido para que juzguen y sancionen a los criminales y a los ladrones, empezando por los más encumbrados. La oportunidad es única. La putrefacción del régimen de Fujimori llegó a tal extremo que, al desplomarse, con él se vinieron abajo todas las instituciones. Lo cual significa, entre otras cosas, que ahora todas ellas —Fuerzas Armadas, Poder Judicial, Administración, etcétera— se pueden reformar de raíz. Y los vídeos que sin proponérselo, en buena hora ha legado a la democracia Montesinos, deberían permitirle a ésta renovar sus cuadros y sus dirigentes mediante una limpieza lustral.

Artículos y ensayos
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