Los placeres de la necrofilia (1996)

Probablemente, la Argentina sea el único país en el mundo con las reservas de heroísmo, masoquismo o insensatez necesarias para que, en pleno verano bajo temperaturas saharianas acuda gente al teatro, a asarse viva, oyendo conferencias sobre liberalismo. Lo sé porque yo era el demente que las daba, bañado en sudor ácido, resistiendo la taquicardia y el vahído, en Rosario, Buenos Aires, Tucumán y Mendoza, en el curso de una semana irreal, mientras los diarios anunciaban con incomprensible aire de triunfo que se batían las marcas de calor de todo el siglo (cuarenta y cinco grados a la sombra).

Me acompañaba el infatigable Gerardo Bongiovanni un idealista rosarino convencido de que, cuando se trata de propagar la cultura de la libertad, todo sacrificio es poco, aun si ello supone el brasero, las parrillas o la pira, similes insuficientes para retratar los fuegos de este verano austral. Además de charlas, mesas redondas, seminarios, diálogos, se las arreglaba para organizar desmedidos asados que hubieran desesperado a los vegetarianos, pero que, a mi, carnívoro contumaz, desagraviaban de las ascuas solares y resucitaban.

Una tarde que navegábamos por el ancho Paraná, me sugirió que en vez de reincidir en mis conferencias en aquello de "coger al toro por los cuernos" suprimiese al testado o al verbo, pues, en el contexto lingüístico argentino, la alegoría resultaba técnicamente absurda y de un impudor sangriento. Mi instinto me dice que el humor de Gerardo estuvo detrás de esos caballeros que, a la hora de las preguntas, emergían de los auditorios calurosos a inquirir, con aire cándido, si yo también pensaba, como el Pedro Camacho de La tía Julia y el escribidor, "que los argentinos tenían una predisposición irreprimible al infanticidio y el canibalismo".

Pero quizás nada contribuyó tanto a la sensación de irrealidad estos siete días, como la novela que iba leyendo, a salto de mata, en todos los resquicios de tiempo disponible, mientras tomaba autos y aviones y cambiaba de hoteles y ciudades y mi vida se columpiaba entre la hidropesía y la deshidratación: Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez. Encarezco a los lectores a que, sin vacilar, se zambullan en ella y descubran, como yo, los placeres (literarios) de la necrofilia.

Conocí a su autor a mediados de los sesenta, en mi primer viaje a Buenos Aires, cuando él era periodista estrella del semanario Primera Plana. Hablaba con las erres arrastradas y el alegre deje de los tucumanos, le había besado la mano en público a Lanza del Vasto y se decía de él que, pese a su juventud, como en el verso de Neruda, se casaba de vez en cuando, siempre con modelos bellísimas. Desde entonces me lo he encontrado muchas veces por el mundo —en Venezuela, donde estuvo exiliado en la época del régimen militar de su país, en el París de los alborotos sesentaiochescos, en el Londres de los hippies—, y la última vez en el pueblo más feo del Estado más feo de Estados Unidos —New Brunswick, New Jersey—, donde enseñaba en la Universidad de Rutgers, y, además, dirigía por fax, desde su casa situada en un barrio de familias judías ultraortodoxas, el suplemento literario del diario Página 12, de Buenos Aires. Con semejante prontuario no es de extrañar que Tomás Eloy Martínez sea capaz de cualquier cosa, incluida la hazaña de perpetrar una novela maestra.

Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es también, pero siendo, al mismo tiempo, una biografía, un mural sociopolítico, un reportaje, un documento histórico, una fantasía histérica, una carcajada surrealista y un radioteatro tierno y conmovedor. Tiene la ambición deicida que impulsa los grandes proyectos narrativos, y hay en ella, debajo de los alardes imaginativos y ambatos líricos, un trabajo de hormiga, una pesquisa llevada a cabo con tenacidad de sabueso y una destreza consumada para disponer el riquísimo material en una estructura novelesca que aproveche hasta sus últimos jugos las posibilidades de la anécdota. Como ocum con las ficciones logradas, el libro resulta distinto de lo que parece y, sin duda, de lo que su autor se propuso que fuera.

Lo que el libro parece es una historia del cadáver de Eva Perón desde que el ilustre viudo, apenas escapado el último suspiro del cuerpo de la esposa, lo puso en manos de un embalsamador español —el doctor Ara— para que lo eternizara, hasta que, luego de errar por dos continentes y varios países y protagonizar peripatéticas, rocambolescas aventuras —fue copiado, reverenciado, mutilado, divinizado, acariciado, profanado, escondido en ambulancias, cines, buhardillas, refugios militares, sentinas de barcos hasta que por fin, más de dos décadas después, alcanzó a ser sepultado, como un personaje de García Márquez, en el cementerio de la Recoleta, de Buenos Aires, bajo más toneladas de acero y cemento armado que las que compactan los refugios atómicos.

Trenzada a esta historia, hay otra, la de Evita viva, desde su nacimiento provinciano y bastardo, en Junin, hasta su epifanía política y su muerte gloriosa, 33 años más tarde, con media Argentina a sus pies, luego de una vida truculenta y dificilísima, como actriz de reparto, en radios y teatros de segunda, mariposa nocturna y protegida de gente de la farándula. A partir del encuentro con Perón, en un momento crucial de la carrera política de éste, esa vida cambia de rumbo y se agiganta, hasta convertirse en un factor central, además de símbolo, de esa bendición o catástrofe histórica (depende desde qué perspectiva se juzgue) llamada peronismo, en la que la Argentina sigue todavía atrapada. Esta historia ha sido contada muchas veces, con admiración o con desprecio, por los devotos y adversarios políticos de Evita, pero en la novela parece diferente, inédita, por los matices y ambigüedades que le añaden las otras historias dentro de las que viene disuelta.

Porque, ademas de las que he mencionado —la de Eva Perón viva y la de Eva Perón muerta—, hay dos historias más, en este libro poliédrico: la del puñado de militares vinculados al Servicio de Inteligencia del Ejército, a quienes el régimen militar que derribó a Perón encargó poner el cadáver embalsamado de Evita a salvo de las masas justicialistas que querían rescatarlo, y la del propio autor (un personaje emboscado bajo el apócrifo seudónimo de Tomás Eloy Martínez) en trance de escribir Santa Evita. A estas dos últimas debe la novela sus páginas más imaginativas e insólitas y su mejor personaje, un neurótico digno de figurar en las historias anarquistas de Conrad o en las intrigas católico-político-policíacas de Graham Greene: el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, teórico y práctico de la seguridad, estratego del rumor como pilar del Estado, verdugo y víctima del cuerpo insepulto de Evita, que hace de él un alcohólico, un paranoico tenebroso un fetichista, un amante necrofilico, una piltrafa humana y un loco.

No es la menor de las artimañas de Santa Evita hacernos creer que este personaje existió, o, mejor dicho, que el Moori Koenig que existió era como la novela lo pinta. Esto es tan falso, por supuesto, como imaginar que la Eva Perón de carne y hueso, o la embalsamada o el sobreexcitado o sobredeprimido escribidor que con el nombre de Tomás Eloy Martínez se entromete en la historia para retratarse escribiéndola, son una transcripción, un reflejo, una verdad. No: son un embauco una mentira, una ficción. Han sido sutilmente despojados de su realidad, manipulados con la destreza morbosa con que el doctor Ara —otra maravilla de invención— sacó el cuerpo de Evita del tiempo impuro de la corrosión y lo trasladó al impoluto de la fantasía, y transformados en personajes literarios, es decir, en fantasmas, mitos, embelecos o hechizos que trascienden a sus modelos reales y habitan ese universo soberano opuesto al de la historia, que es el de la ficción.

El poder de persuasión de una novela que produce estas prestidigitaciones reside en lo funcional de su construcción y lo hechicero de su escritura. El orden con que está organizada Santa Evita es asimétrico, laberíntico y muy eficaz; también lo es su lenguaje, dominio en que el autor ha arriesgado mucho y ha estado varias veces a punto de romperse la crisma. Ese abismo por cuyas orillas anduvo al elegir las palabras con que la contó, al frasearla y musicalizarla, es el fascinante y peligrosísimo de la cursilería. En la novela los músicos no interpretan sino "enturbian" el Verano, de Vivaldi; "desmigajan" el Ave María, de Schubert, los pacientes no son sometidos a sino "afrontan cirugías consecutivas", y un guionista describe el rugido de una multitud con estas efusiones retóricas: "El incontinente «ahora» despliega sus alas de murciélago, de mariposa, de nomeolvides. Zumban los «¡ahora!» de los ganados y las mieses; nada detiene su frenesí, su lanza, su eco de mego". Y, para describir un día sin sol y con frío, el narrador estampa esta locura futurista: "Por las calles desiertas se desperezaban las ovejas de la neblina y se las oía balar dentro de los huesos". (Por alegorías menos pastoriles llamó D'Annunzio a Marinetti "poeta cretino con relámpagos de imbecilidad".)

Ahora bien, si separadas de su contexto estas y otras frases similares dan escalofríos, dentro de él son insustituibles y funcionan a la perfección, como ocurre con ciertas cursilerías geniales de García Márquez o Manuel Puig. Tengo la certeza de que, narrada con una lengua más sobria, menos pirotécnica, sin los excesos sensibleros, las insolencias melodramáticas, las metáforas modernistas y los chantajes sentimentales al lector, esta historia truculenta y terrible sería imposible de creer, quedaría aniquilada a cada página por las defensas críticas del lector.

Ella resulta creíble —en verdad, conmovedora e inquietante— por la soberbia adecuación del continente al contenido, pues su autor ha encontrado el preciso matiz de distorsión verbal y estética necesario para referir una peripecia que, aunque congrega todos los excesos del disparate el absurdo, la extravagancia y la estupidez, resuelta por todos sus poros una profunda humanidad.

La magia de las buenas novelas soborna a sus lectores, les hace tragar gato por liebre y los corrompe a su capricho. Confieso que ésta lo consiguió conmigo, que soy baqueano viejo en lo que se refiere a no sucumbir fácilmente a las trampas de la ficción. Santa Evita me derrotó desde la primera página y creí me emocioné, sufrí, gocé y, en el curso de la lectura, contraje vicios nefastos y traicioné mis más caros principios liberales, esos mismos que iba explicando esta semana, entre las llamas y la lava del verano, a los amigos rosarinos, porteños, tucumanos y mendocinos.

Yo, que detesto con toda mi alma a los caudillos y a los hombres fuertes y, más que a ellos todavía, a sus séquitos y a las bovinas muchedumbres que encandilan, me descubrí de pronto, en la madrugada ardiente de mi cuarto con columnas dóricas —sí con columnas dóricas— del Gran Hotel Tucumán, deseando que Evita resucitara y retornara a la Casa Rosada a hacer la revolución peronista regalando casas, trajes de novia y dentaduras postizas por doquier, y, en Mendoza, en las tinieblas de ese hotel Plaza con semblante de templo masónico, fantaseando —¡horror de horrores!— que, después de todo, ¿por qué un cadáver exquisito —luego de inmortalizado—, embellecido y purificado por las artes de ese novio de la muerte, el doctor Arano, podía ser deseable? Cuando una ficción es capaz de inducir a un mortal de firmes principios y austeras costumbres a esos excesos, no hay la menor duda: ella debe ser prohibida (como hizo la Inquisición con todas las novelas en los siglos coloniales por considerar el genero de extremada peligrosidad pública) o leída sin pérdida de tiempo.

por Mario Vargas Llosa para el suplemento "Cultura" de La Nación, febrero de 1996.

© La Nación

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