11
El 15 de septiembre, después de entregar las llaves de la casa y de decir adiós al camión de la mudanza, me vestí mi mejor chaqueta, arranqué un par de flores silvestres del camino de Tremore Beach y me presenté en la tienda de Judie.
La encontré sola, leyendo un libro y dejándose acariciar por un fugaz rayo de sol que en ese momento atravesaba el escaparate de la tienda. Pensé que quizás estaba dispuesta a pasar el resto de su vida en aquel lugar, tranquilo, amable, que ella había elegido. Eso me hizo sentir un tanto culpable sobre lo que estaba a punto de hacer.
Judie sonrió al verme entrar.
—Qué elegante, Peter. ¿Y esas flores?
—Para usted, señorita Gallagher —dije, entregándoselas.
—Oh, muy amable, señor Harper —respondió ella llevándoselas a la nariz—. Flores de despedida. —Su voz sonó oscura, melancólica.
—Verá, estimada señorita —comencé a decir, un poco nervioso—, en realidad no son flores de despedida. Precisamente eso he venido a aclarar. Me gustaría hacerle una pregunta… en realidad, volver a hacérsela. Alguien dijo una vez que a las cosas buenas hay que darles dos oportunidades, o tres o cuatro. Y un viejo amigo me dijo que estas cosas requieren cierta formalidad, así que…
Rodeé el mostrador e hinqué una rodilla en el suelo, frente a Judie, que sonrió y se llevó las manos al pecho, emocionada.
—Judie Gallagher: soy un corazón herido, un corazón miedoso, pero un corazón al fin y al cabo. Y tú eres la mujer más inteligente, dulce y sensual que habría podido soñar encontrarme en este mundo. Y no se me ocurriría pedirte esto si no estuviera completamente seguro, pero lo estoy. Estoy enamorado de ti, Judie. Te quiero y quiero que vengas conmigo. Que empecemos algo juntos. Yo no puedo quedarme, necesito a mis hijos, verlos crecer y ayudarlos, por eso, de una manera ciertamente egoísta, te pido que cruces los mares a mi lado. Sé que es una petición difícil. Que habías encontrado un lugar en el mundo y que ahora te estoy intentando arrancar de él. Pero es lo único que ahora se me ocurre. No me quiero ir sin ti. No quiero dejarte atrás. Eres algo… demasiado bueno.
Le brillaban los ojos. Una lágrima logró escapar de allí y surcó su bonita mejilla hasta la comisura de su labio. Se sorbió la nariz, buscó un pañuelo, sin soltar las flores de las manos.
—Peter…
—Sí o no, Judie —dije—. Lo aceptaré si es un no. Te querré siempre, pero necesito saberlo ahora.
Ella se deslizó desde la silla al suelo y me cogió el rostro con sus dos manos. Nos besamos. Un beso largo y dulce, con los ojos cerrados, que nos secuestró del mundo, que nos hizo soñar juntos, que nos elevó… hasta que oímos abrirse la puerta de la tienda y la señora Douglas nos encontró de rodillas tras el mostrador.
—¿Os encontráis bien, muchachos?
—Sí —dijo Judie—. Sí, señora Douglas. Perfectamente. —Después se levantó y me cogió de la mano para que me levantara yo también—. Oiga —dijo apretando mis dedos entre los suyos—, ¿conoce a alguien interesado en llevar esta tienda? Creo que acabo de renunciar.
Una semana más tarde, el día antes de coger el avión para Ámsterdam, estaba en casa de papá, en Dublín. Habíamos ido a cenar al pub y habíamos cantado The Irish Rover juntos, y Molly Malone, y nos habíamos bebido cinco pintas cada uno. Estábamos celebrando la vida, me dijo. «La vida hay que celebrarla». Judie vendría a Holanda en un par de meses, después de liquidar sus asuntos en Donegal, y papá vendría también. Dijo que quería viajar más. Estar cerca de los suyos.
Después del pub lo había tenido que arrastrar por la cuesta del Christ Church hasta Thomas Street, donde meamos juntos en una esquina, padre e hijo unidos en el crimen. Fuimos cantando por toda la calle, despertando a los vecinos. Después en casa lo subí a su dormitorio y lo dejé roncando sobre la cama, con la ropa puesta. Le di un beso en la frente y bajé al salón por las escaleras, con cuidado de no matarme de la borrachera que llevaba.
Me eché en el sofá del salón y no tardé en dormirme. Ya no tenía dolor de cabeza, y las pesadillas se habían ido esfumando. Al principio, una noche de sueño completo era como una victoria. Ahora, lentamente, se había ido convirtiendo en mi rutina. Eso le dije a Kauffman unos días antes, en una llamada en la que cancelé mis citas con él. Él se alegró por mí, aunque le apenaba alejarse de aquel caso tan interesante. Dijo que le hubiera gustado seguir con la hipnosis. Comprender de dónde había sacado aquella especie de premonición. Mi consejo fue que lo olvidara si no quería terminar viendo su nombre mezclado en las estanterías de ocultismo de los centros comerciales…
Pero esa noche, en Dublín, después de haber caído en el sueño de aquella feliz borrachera, ocurrió otra vez.
Abrí los ojos en medio de la noche y vi a mi madre sentada en la mesa del salón, con su bata verde, mirándome.
Esta vez no tenía ninguna muestra de la enfermedad en su piel. Su cabello estaba allí, tan sano y brillante como siempre. Sus ojos entornados, con una sonrisa entre los labios.
Me señalaba el piano, el viejo piano de pared. Me estaba diciendo que fuera hacia él, que tocara para ella una vez más, como cuando era niño. En esas tardes de lluvia en las que ella tarareaba las piezas que yo tenía que ensayar una y otra vez.
Lo hice. Me senté en el taburete, abrí la tapa y empecé a tocar. Una melodía lenta, preciosa, que parecía haber estado allí siempre, esperándome. Una pieza entera, revelada en el sueño.
Cuando me desperté, mi madre ya no estaba, pero la música seguía allí en mi mente.
Le di las gracias, busqué un cuaderno y me puse a escribir.