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El psiquiatra de pelo rizado y gafitas se llamaba John Levey y pasamos toda la mañana del día siguiente charlando en su consulta del hospital. Él preguntaba y yo respondía, no había prisa alguna. Le hablé de mi divorcio, de las razones por las que había salido de Ámsterdam, de mi trabajo, de mis hijos. Le hablé de todo lo que él quiso. No oculté nada, traté de ser educado, civilizado, inofensivo… No en vano, él tenía la llave de mi futuro inmediato: volver a casa… o a ese edificio blanco, rodeado de jardines donde las personas hablan con las moscas.
Hablamos sobre las visiones. Él había charlado con Kauffman el día anterior, con lo que ya estaba al tanto de los episodios, pero quiso escuchar mi versión del asunto. Se lo conté, tratando de no resultar demasiado «emocional», como si estuviera relatando un sueño. El joven doctor, con su camisa de cuello amarillo tras un jersey Lacoste color verde, con su pantalón de pana fina y zapatos Burton Derby, hizo algunas anotaciones y se quedó mirándolas. Era un chico de universidad y máster. Un chico crecido entre hombres importantes que jamás aceptan un error. Ahora tenía un bonito galimatías delante de él, y por nada del mundo iba a admitir que no sabía por dónde cogerlo.
Habló del delirio persecutorio, de la parafrenia y la paranoia. De personas sujetas a un gran estrés emocional (un divorcio reciente, problemas graves en su profesión, ¿le suena?) y con su autoestima rozando los suelos. En estas personas, sobre todo en las más inteligentes, el subsconsciente construye una ilusión. Algo que da un nuevo sentido a sus existencias. Algo nacido de las ganas de sobrevivir al dolor. Pero a veces esa ilusión es deteriorante, nos destruye, nos aleja de la verdadera esencia de la vida. «¿Cree que eso puede estar pasándole a usted, Peter?». «Oh, claro, John, es una posibilidad. Realmente es una posibilidad».
John Levey, el joven psiquiatra de treinta y tres años, quería acertar en su diagnóstico, quería que todos los libros que había leído en su bonita y cara universidad tuvieran sentido, así que dejé que así fuera. Y también dejé que me metieran aquellas tres pastillas debajo de la lengua y me mandaran de vuelta a mi habitación. Quizás es así como empiezan los locos.
«Loco, Pete».
Esa tarde, mientras nadaba en los efectos del calmante, mi mente jugueteaba con aquella posibilidad.
Loco. Acabar loco. Acabar tus días loco. En un sitio, en alguna parte. Ser una de esas almas descarriadas que caminan en bata por un pasillo con olor a desinfectante. Uno de esos que ya no compiten en la vida. Diez pastillas al día. Vivir atontado, capado químicamente, incluso a veces con el cerebro cortado por la mitad. Pasear entre jardines. Sentarse en bancos y pasar el día mirando los pájaros, hablando con las flores. Una jubilación anticipada. Quizá no estuviera del todo mal. No habría que componer, no habría música, ni fracasos.
Ellos hablaban de visiones, de sueños, de sonambulismo, y yo había estado dispuesto a creer todo eso, pero en el fondo estaba seguro, completamente seguro de que había visto, oído y sentido todo aquello. Tenía golpes en el cuerpo y cicatrices sin cerrar en mi mente. El miedo, el terror absoluto al ver a aquellos hombres asaltando mi casa, y el atroz resultado de sus crímenes. Todo era real. No había pesadillas, ni sueños lúcidos, ni viajes astrales. Lo había vivido. Y de pronto, sin otra explicación, todo se desvanecía. Era como una broma macabra. Como el dibujo animado de Michigan J. Frog, la rana que solo cantaba (ópera) cuando estaba a solas con su dueño, pero que se callaba cuando este trataba de mostrársela al mundo.
«Loco».
Quizá ya no hubiera marcha atrás. El rayo rompió algo en mi cabeza y nadie podía verlo. Pero ¿cuántas cosas desconoce la ciencia? Y para toda esa gris confusión de alteraciones incomprensibles existía una palabra:
«Loco».
Y existían lugares que la sociedad había creado para ellos. Y a menos que yo consiguiera resolver aquel enigma, a menos que fuera capaz de responder a la Gran Pregunta, posiblemente estuviera comenzando a estarlo.
«Loco».
Las pastillas, el almuerzo y una noche insomne me cerraron los ojos durante la tarde. Dormí una larga siesta y cuando me desperté ya estaba oscureciendo. El árbol que se veía desde mi ventana se agitaba y desprendía pequeñas ramas. Se había levantado un fuerte viento y el cielo se había oscurecido.
Llamé a la enfermera, que tardó un par de minutos en aparecer. Era una joven de pelo rubio y grandes y aburridos ojos azules.
—Hoy hay muy poco personal —dijo, disculpándose—, ahora le traeré la cena.
Le dije que no se preocupara por la cena y le pregunté por la hora. Me respondió que eran las seis y media de la tarde. Oí el rumor de un trueno a lo lejos.
—¿Viene tormenta?
—Oh, sí, señor —respondió ella—. Una de esas tormentas de verano. Habían anunciado buen tiempo para la noche, pero ya ve.
—Una tormenta… —repetí.
—¿Perdón?
—Nada. Disculpe… ¿sabe si está el doctor Levey? Me gustaría hablar con él.
—No, señor —respondió—. Creo que se ha marchado sobre las cinco y media. Pero hace guardia desde su casa. ¿Necesita algo?
—No, no, déjelo. No es importante. Me gustaría llamar a mis hijos. ¿Le importa alcanzarme mi teléfono? Debería estar en mi chaqueta.
La enfermera abrió el armario y rebuscó en mi chaqueta hasta dar con el teléfono móvil. Me lo acercó y después me preguntó si prefería carne o pescado para cenar. Elegí carne.
Cuando me hube quedado a solas marqué el teléfono de la tienda de Judie. Dejé que sonaran diez tonos en total y nadie respondía. Eran cerca de las siete de la tarde y probablemente ya habría cerrado, pero se suponía que estaba con los niños en la pensión. ¿O no? Después lo intenté con su teléfono móvil, pero tampoco me dio tono. ¿Dónde demonios se habrían metido?
Empecé a ponerme nervioso y de mal humor, sobre todo al pensar en ese maldito John Levey y su sonrisa de niño pijo, y el hecho de que se hubiera marchado dejándome allí una noche más, como si aquello fuese un parque de atracciones en el que a uno le apeteciera quedarse por siempre jamás.
Y por otro lado estaba esa maldita tormenta.
«Una tormenta de verano; son bastante normales en esta época».
Comencé a preguntarme qué pasaría si me levantaba de aquella cama, me vestía y salía por la puerta de aquel hospital. ¿Darían la voz de alarma? ¿Pondrían a la policía tras mis pasos? La doctora Ryan me había dicho que estaba «bajo estricta vigilancia» y mis hijos estaban con Judie porque la dirección del centro había pensado que era «más humanitario» que enviarlos a un centro de acogida. Eso, en resumen, significaba que era mejor no dar un paso en falso. Estaba seguro de que a Levey le encantaría firmar mi orden de ingreso en un psiquiátrico, quizá no muy lejos de allí, y poder convertirme en su cobaya particular. Nunca había llegado a publicar un gran artículo que le hiciera famoso en la comunidad científica, y yo sería una gran historia. Destrozar mi vida y la de mi familia y amigos era un pequeño precio a pagar a cambio.
Volví a intentarlo con el móvil de Judie, y esta vez ni siquiera me dio señal. La voz de la operadora dijo que el abonado no se encontraba disponible o estaba fuera de cobertura.
«¿Dónde demonios te has metido, Judie?».
«He ido a dar un paseo por el pueblo con los niños. Quizás a Monaghan, porque al final nunca les llevaste, o estamos comiendo palomitas en el puerto. Relájate, Peter Harper».
Pasé otra media hora debatiéndome en la cama, mientras oía el viento y los rumores de los truenos a lo lejos, todavía lejos de la costa. «Podría ir hasta Clenhburran a echar un vistazo —pensaba—. Dar un paseo, airearme, asegurarme de que todo el mundo está bien y volver esta misma noche. Judie podría traerme en coche. Seguramente ni se darán cuenta. A fin y al cabo la enfermera se ha quejado de que hay muy poco personal esta noche».
Entonces sentí el teléfono vibrando entre mis dedos. «Bien, Judie —pensé—. Gracias a Dios».
—¿Sí?
—¿Peter? —La voz que sonaba al otro lado del teléfono no era la de Judie. Ni la de Leo ni la de Marie. Tardé un segundo en reconocerla.
—¿Imogen?
—En carne y hueso, querido. ¿Cómo va todo?
Todavía desconcertado por aquella llamada, sin saber a cuento de qué venía Imogen en ese momento, todo lo que acerté a responder fue un corto: «Bien, todo bien».
—Perdón por la tardanza, estuve de viaje viendo unas propiedades en Escocia y volví hace dos días a Londres. ¿Te gustaría vivir en un castillo? He encontrado un torreón reformado a veinte millas de Edimburgo… bueno, pero no te llamaba por eso. Ya tengo lo tuyo.
—¿Lo mío? —pregunté, incapaz de recordar.
—Sí, la investigación, ¿recuerdas? Querías saber si había ocurrido algo extraño en la casa. El fantasma que tu amiga había dicho que presentía.
—¡Ah! Dios. Había olvidado todo eso, perdona.
Un trueno retumbó a lo lejos.
—Bueno, no encontré nada sobre fantasmas, pero estuve hablando con una compañera que llevaba la propiedad antes que yo. Me contó una historia curiosa. ¿Recuerdas que te hablé de un chico alemán que había alquilado la casa antes que tú? El investigador de aves migratorias. Debía ser un tipo un poco extraño, un erudito de la universidad de esos que no saben ni freírse un huevo cuando llegan a casa después de leer su tesis. El tipo vino contando una historia rara sobre tus vecinos, los de la casa que está más allá de la colina. Se quejó de que alguien había invadido su propiedad, y aseguró que habían sido ellos. Laurie, la otra agente, le preguntó si quería poner una denuncia, pero el tipo alemán dijo que no. Que no le faltaba nada, que solo era una intuición. Una vez, desde uno de sus observatorios, los había visto por casualidad reuniéndose con personas «extrañas». Tampoco sabemos de dónde sacó esta historia. Pagó por seis meses pero solo estuvo cinco. Se marchó perdiendo el depósito. ¿Has tenido algún problema por el estilo?
Tardé en responder. El corazón había comenzado a brincar dentro de mi pecho y tenía la boca seca porque el aliento, rápido y ansioso, me la había deshidratado.
—No… no lo sé —terminé diciendo.
—Oye, ¿estás bien, Pete? Si quieres podemos hacer un cambio. No te costará nada, corre de mi cuenta. Hay otras casas libres en la zona. Bueno, no tantas porque acaba de comenzar la temporada, pero siempre podremos encontrar algo.
—No, no hace falta, Imogen. Está bien. Gracias por todo. Ahora tengo que dejarte…
Colgué el teléfono y me di cuenta de lo estúpido que estaba siendo.
Todo iba encajando. Las últimas piezas estaban ya en su sitio. Había llegado…
… La última noche en Tremore Beach.