10
Después de dos días viajando por la Anatolia Central, Clem recibió dos avisos casi simultáneos cuando su teléfono por fin tuvo cobertura. En el primer mensaje, Joost Ligtvoet, un agregado de la embajada holandesa en Irlanda, requería que se pusiera en contacto con ella; este era el mensaje que se envió la noche anterior a los hechos, cuando yo había perdido el juicio en la casa y acabado en el hospital. El segundo mensaje era mío. Decía: «Tienes que venir a Donegal cuanto antes. Ha ocurrido algo terrible».
Una conexión aérea Estambul-Londres-Derry, casi sin tiempo para respirar, y llegaron al hospital de Dungloe al día siguiente, sobre las cuatro de la tarde. Pese a mis mensajes (uno por cada cambio de avión), y a las palabras tranquilizadoras del miembro de la embajada que fue a recibirla al aeropuerto, Clem llegó blanca como una vela.
Patrick Harper había llegado unas horas antes. Cogió el taxi más caro de su vida en Dublín (por fin, algo consiguió que saliera de su casa en Liberty Street) y se plantó en Dungloe esa misma mañana. A esas horas decenas de periodistas, policías y curiosos se agolpaban en los pasillos y en los exteriores del edificio y mi padre tragó saliva y apretó los dientes, pensando que se encontraría algo peor. Después, cuando comprobó que su hijo y sus nietos estaban a salvo, tomó el control de la situación, como si volviese a tener su trabajo de jefe de estación. Se hizo cargo de los niños, habló con la Garda, con los periodistas, mantuvo a todo el mundo firme como una vela, lejos de nuestras habitaciones, y cuando Clem apareció por allí, él fue el primero en explicárselo todo: «Hubo un tiroteo, unos hombres asaltaron la casa de Peter, pero los niños se escondieron en la playa, estuvieron allí, en las rocas, hasta que fueron a buscarles de madrugada. Han cogido un resfriado y tienen un par de rasguños, pero están bien».
Clem se lanzó sobre ellos. Los abrazó durante largos cinco minutos, repasó cada centímetro de su piel, de su cabello, y los llenó de besos. Después, y solo después, abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba en Irlanda.
«Jip fue el que dio la alarma, dijo que debíamos correr, y Judie lo entendió todo a la primera. Nos dijo que saliéramos por la puerta de atrás —relató Beatrice a su madre, todavía entre sollozos, ante la estupefacta mirada de Niels y mi padre—. Pero al llegar allí, ella nos dijo que vendría en un minuto. Jip y yo nos lanzamos duna abajo. Jip tiraba de mí como loco. Me dijo que teníamos que ir a las rocas, a escondernos en unas pequeñas cuevas. Estuvimos allí un buen rato, hasta que oímos unos disparos. Yo empecé a llorar, pensaba que habían matado a Judie, pero Jip no me dejó marchar. Más tarde vimos a alguien viniendo a por nosotros. Era papá».
Clem y Niels aparecieron por la puerta a mediodía. Tenían los rostros bronceados y cara de no haber dormido mucho. En cierta forma me alegré de verles. Me agradó que Niels no hiciera la idiotez de quedarse fuera de la habitación o algo por el estilo. Entró, me estrechó la mano y me preguntó cómo me encontraba. Le dije que bien. La última vez que le vi, acababa de partirle el labio de un puñetazo, ahora era yo el que tenía dos costillas rotas y la boca partida. Era un chiste tan sombrío que nos hizo reír a los tres.
«Pero ¿qué ha pasado? La policía no nos cuenta mucho. Solo que hubo un tiroteo en casa de tu vecino, unos asaltantes. Un presentador de las noticias estaba contando que había habido disparos, que tus vecinos resultaron heridos…».
Todo el mundo quería la historia, pero la historia era difícil de contar, y además yo solo estaba preocupado por otras cosas.
¿Alguien sabía algo de Leo o Marie? Lo último que recordaba era que en aquellos rápidos instantes, tras la llegada de la policía y las ambulancias, Judie le taponaba la herida a Marie y yo había salido a buscar a mis hijos a la playa. Después regresé con ellos y vi que introducían a ambas mujeres en una ambulancia. Marie tenía mal aspecto, el rostro blanco como la Luna, cubierto con una máscara de plástico que la ayudaba a respirar. Antes de que pudiéramos decir nada, la ambulancia salió disparada de allí. Y en lo alto del Diente de Bill vi otras sirenas bajando hacia la casa de Leo. Le había dejado en el suelo de su salón, con dos balazos en el cuerpo, y ahora nadie era capaz de decirme si estaba vivo o muerto.
Papá hizo algunas preguntas y volvió a la habitación diciendo que mis vecinos no estaban en Dungloe. «Los han llevado a otro sitio, no sé a dónde, ni por qué».
Más preguntas sin resolver.
«Dicen que estabas en el hospital esa tarde, que habías tenido una crisis nerviosa y que te marchaste sin dar aviso. ¿Es cierto?».
Esa parte de la historia también le interesó mucho a los detectives de la Garda que habían aparecido por allí bien pronto por la mañana. «Cuéntenos exactamente cómo acabó en el pueblo si se suponía que debía usted pasar la noche en el hospital».
No mentí en absoluto. Les dije que me había ido porque había tenido un mal presentimiento sobre mi familia. Les expliqué todo mi viaje desde el hospital de Dungloe a Clenhburran, incluyendo al chico y a la anciana que me llevaron en coche, y que venían de visitar a alguien con tumor de ovarios —se pusieron en contacto con el registro del hospital para confirmar la historia—, mi parada en el Andy’s, y más tarde en la pensión de Judie, donde tomé prestada una bicicleta. Todo absolutamente demostrable, incluso mi accidente en el camino y el hecho de que los criminales me recogieron y que, desde un primer momento, me dieron un mal presentimiento, y que gracias a Dios pude avisar a Leo y Marie con tiempo. Los gardas apuntaron todo, pero no dejaron de intercambiarse miradas de sospecha. «Hábleme otra vez de ese presentimiento; ¿cuándo dice que lo tuvo?».
Les vi en el pasillo, hablando con la doctora Ryan y con John Levey, el psicólogo del hospital. Ambos negaban con la cabeza, aturdidos, y yo podía hacerme una idea de lo que pasaba por sus cabezas: no había ninguna razón para acusarme pero mi historia era difícil de encajar.
Quizá por esa razón hubo dos polis custodiando la puerta de mi habitación durante todo el día, hasta bien entrada la tarde. A esa hora por fin había podido reunirme con Judie y estábamos juntos en la habitación, junto a papá y a Niels. Clem se había ido a dar un paseo con los niños después de que estos hubieran hecho su declaración, y Clem, papá y Niels se habían deshecho en agradecimientos por la valiente reacción de Judie, al quedarse en la casa para hacer frente a los criminales, algo que había pagado con varios golpes y una pequeña brecha en su ceja. No obstante, todo el mundo seguía preguntándose lo mismo: «¿Cómo supisteis que venían a haceros daño? ¿Cómo pudisteis anticiparos a sus intenciones?».
—No me gustó su aspecto —respondió Judie mientras apretaba mi mano—, y además se han oído muchas cosas últimamente. Robos en tiendas. Que desvalijaron una casa cerca de Fortown mientras sus dueños dormían dentro. Cosas así. Sencillamente vi aquella furgoneta y algo me puso en guardia.
—Pues que Dios la bendiga por su instinto, señorita Gallagher —apuntó papá.
Los gardas parecieron tragarse esa historia bastante mejor, quizá Judie y su carita de ángel —adornada con un par de curas plásticas— les inspiraba más confianza.
Después supe que la doctora Ryan, Levey y Kauffman emitieron un informe conjunto sobre mis presuntas «visiones anticipatorias». Lo calificaron como una «afortunada» casualidad que ayudó a prevenirnos de un ataque. «Algo, por supuesto, completamente desconectado de la realidad». En este informe también se mencionó mi visita a la comisaría de Dungloe, y la entrevista con la sargento Ciara Douglas, quien respaldó mi testimonio: «Estaba genuinamente preocupado por la seguridad de su casa. Me pareció un tanto paranoico. Quizás eso le ayudó a sobrevivir a fin de cuentas».
—Son casos aislados —opinó un vecino en las noticias de la RTE, esa misma tarde—, pero antes, según dicen, no había ocurrido jamás. Hay quien dice que se trata de una banda de Europa del Este. Lo que está claro es que no es un bulo que se hayan inventado los vendedores de alarmas; es real, y nuestras pequeñas comunidades aisladas deben estar más protegidas, o defenderse igual que lo hizo el señor Harper, llevándose por delante al que haga falta. Si quiere mi opinión, me alegro: hoy hay cuatro hijos de perra menos en el mundo.
Al anochecer llegaron otros detectives, diferentes, y nos contaron que Leo y Marie habían sido trasladados al hospital de Derry. Estaban vivos, aunque Marie había tenido que ser intervenida de urgencia.
«¿Hay peligro?».
«No se sabrá hasta mañana. Ahora me gustaría repasar algunas notas de la declaración de Leo, si no le importa…».
Había cuatro fiambres, cuatro muertos que explicar. No nos dejaron tranquilos hasta la medianoche.
Algo pareció cambiar al día siguiente. La policía había desaparecido. Nos dijeron que había habido «informaciones de última hora».
También nos comunicaron que Marie estaba fuera de peligro. «Su estado es bastante delicado, pero progresa favorablemente».
Podíamos volver a casa, pero no debíamos salir del país en los siguientes días. Todavía habría más preguntas y alguna visita al juzgado.
Clem y Niels se quedaron un día más, hasta que Judie y yo recibimos el alta en el hospital. Después les insistí que era hora de que volvieran a Ámsterdam, con los niños. Cuanto antes se alejasen de aquel lugar, de aquella casa, antes empezarían a olvidarlo todo. Les prometí que yo no tardaría mucho en volver.
—¿Lo prometes, papá?
—Lo prometo, hija. En cuanto todo este lío se resuelva me encontraré con vosotros en Ámsterdam.
Me costó mucho separarme de ellos ese día, mientras el taxi esperaba junto a la pensión de Judie. Había medio pueblo por allí. Algunos amigos que Beatrice y Jip habían hecho durante aquel corto pero intenso verano en Donegal aparecieron para despedirse y entregarles unas flores y regalos que habían preparado. También estaban Laura O’Rourke, la señora Douglas y media plantilla regular del Fagan’s. Todo el mundo arropando, sin hacer demasiadas preguntas. A esas alturas ya había una historia oficial: «Asaltantes encuentran la muerte al intentar un robo con violencia en Donegal», y ni Judie ni yo íbamos a contradecirla.
Decían que los vendedores de alarmas antirrobo y cursillos de autodefensa se estaban poniendo las botas con la noticia. El señor Durran había comenzado a vender sensores de movimiento para el jardín y alarmas falsas. La chica del Andy’s salió en la tele y, entre risas nerviosas, dijo que los cuatro criminales le habían dado muy mala espina. Que se tomaron cuatro cafés expresos y uno de ellos se olvidó su paquete de tabaco en la mesa. Y que diría que eran de origen caucásico, aunque no estaba segura… al menos su declaración ayudó a aclarar algunas sospechas sobre mí. Dijo que me había visto entrar en la gasolinera esa tarde, que le pregunté por aquellas personas y que después me fui con bastante prisa.
En una pequeña columna aparecida en el editorial del Irish Times del domingo 21 de julio, un comisario de la Garda declaraba sus «serias» dudas de que los asaltantes pertenecieran a una «banda de ladrones común», y decía que la Interpol había comenzado a colaborar en el caso, y que muy pronto tendrían nuevas informaciones.
Esas nuevas informaciones nunca llegaron a publicarse.
Papá se quedó una semana más, durmiendo en la pensión con Judie y conmigo. El viejo cascarrabias había vuelto a nacer. De la noche a la mañana se había convertido en otra persona. Nos preparaba el desayuno y le prohibía a Judie trabajar en la tienda. «Yo me haré cargo, maldita sea, vosotros no estáis en condiciones de hacer nada». Quizá todo lo que necesitaba en la vida era una misión, a fin de cuentas. Me alegré mucho de verle otra vez de mal genio, aunque al cabo de una semana le convencí para que regresara a Dublín. Le aseguré que muy pronto iría por allí.
Mientras tanto, seguíamos sin tener noticias de Leo y Marie. Hice una llamada al hospital de Derry y me dijeron que ya no estaban allí. «La mujer se había recuperado del todo y habían salido en una ambulancia con dirección a Dublín, dos días antes». ¿Destino final? Desconocido.
Sus teléfonos móviles habían dejado de funcionar. Probé con los detectives de la Garda. Me dijeron que Leo y Marie habían ido a Dublín a realizar una declaración en el juzgado, y que se habían reunido con miembros de la embajada norteamericana allí. Al parecer el caso había «pasado a otras manos».
—¿A cuáles?
—Lo ignoro, señor Harper. Pero le puedo decir dos cosas: esos tipos que les atacaron no eran criminales al uso, tal y como cuentan las noticias. No eran ladrones. Y sus amigos tampoco eran dos personas normales y corrientes.
Pasó un mes. El pueblo volvió a una relativa calma. Yo seguía viviendo con Judie en la pensión. Mi casa y la de Leo seguían selladas por la investigación policial. Sin noticias de Leo ni de Marie. Ni una llamada. Nada.
El 26 de agosto se levantó el sello policial de ambas casas. Imogen Fitzgerald arregló mis papeles para que pudiera rescindir el contrato de alquiler sin penalizaciones. Además, se hizo cargo de coordinar a los peritos de la agencia aseguradora y a un batallón de limpieza que devolvió la casa a su estado normal en unos días. También se encargó de ayudarme con la agencia de mudanzas internacionales. El 15 de septiembre entregaría las llaves y diría adiós a Clenhburran.
Judie seguía sin decir nada acerca de Ámsterdam y yo respetaba su silencio. Todavía estábamos heridos. Débiles. Muchas noches me despertaba entre gritos. Tom el Gordo aparecía a los pies de mi cama dispuesto a vengarse. Mi hacha todavía clavada en su cabeza, había partido en dos su sistema nervioso y le hacía temblar la boca y girar los ojos… Judie era la que me despertaba ahora de las pesadillas. Me abrazaba, me daba un dulce beso en la mejilla y al cabo de una o dos horas, volvía a poder dormir.
El 8 de septiembre regresé allí por primera vez desde que todo ocurriera. Judie insistió en acompañarme, pero le dije que prefería ir solo. Necesitaba ir solo.
Era una mañana lluviosa y gris cuando llegué a Tremore Beach. La visión de la valla, reconstruida y sujeta con cuerdas mientras se asentaba, me causó un leve escalofrío.
Rodeé la casa y me dirigí al jardín trasero, al punto donde habría estado el cadáver de Tom el Gordo si nadie lo hubiera metido en una bolsa de plástico y se lo hubieran llevado de allí. Los limpiadores de Imogen le habían dado una mano de pintura de color rojo arcilla a la alcantarilla de la fosa séptica, quizá para disimular alguna mancha que se resistía a irse. Me quedé allí, frente a aquella extraña lápida, y no recé ninguna oración por su alma. Solo me quedé allí, mirando aquel lugar, y pensando en aquella noche. El sonido del cráneo partiéndose en dos aún resonaba en mis oídos. «Tú te lo buscaste, amigo».
Entré en la casa, que me recibió dormida, con el sonido de las gotas de lluvia repiqueteando en el tejado. El mirador tenía un nuevo cristal. La alfombra y los muebles habían sido retirados. Imogen dijo que tardarían mil años en volver a alquilarla, pues ahora la casa tenía una mala leyenda, además de ser cara y estar en una zona demasiado solitaria. Pero era una casa bonita. Ideal para algún artista buscando refugio.
Había unas cuantas cajas de cartón en el desván, de la primera mudanza. Fui a por ellas y las bajé al salón. No había mucho que empaquetar. Ropa y algunos libros, además de los instrumentos. Todo lo enviaría a mi estudio de Ámsterdam. Después pensaría qué hacer. Max Scheiffer me había ofrecido su casa. Pat Dunbar también. El bueno de Pat no había dejado de llamarme desde que el caso saltó a la prensa. De alguna manera (y yo tenía mis sospechas) mi nombre había terminado filtrándose a los medios: «Peter Harper, el compositor, sufre un asalto en su refugio de la costa irlandesa». La noticia era casi épica. Me describía como un héroe que había defendido a sus hijos y vecinos con un hacha, logrando tumbar a un par de asaltantes. Este tipo de noticias, ya se sabe, gustan bastante en los tabloides, y ahora Pat estaba recibiendo diez llamadas semanales para preguntar por mis proyectos. «Publicidad gratis, Pete (bueno, solo me costó un par de costillas rotas), ya no puedes decirme que no. Se huele el dinero. Todo el mundo quiere tener tu música. Tienes que volver a trabajar».
Una hora más tarde estaba sentado en el suelo del salón, empaquetando cosas. La lluvia había amainado y la luz comenzaba a decaer en el exterior. La casa se estaba enfriando, así que me levanté y fui a buscar algo de leña para encender la chimenea. Regresé al salón con las últimas reservas de leños y palitos que quedaban en el cobertizo. Echaría de menos aquel lugar, pensé, a pesar de todo. Levantarme por la mañana y oír los pájaros, las olas del mar. Coger leña y encender un fuego. Segar la hierba. Ver a Leo corriendo por la playa, salir, llamarle e invitarle a una cerveza.
Comencé a formar una pira en la chimenea, mientras pensaba que quizás algunas de esas revistas que se apilaban junto al sofá podrían dar su último servicio a la casa en forma de energía calorífera. Y en el instante en que encendía un fósforo y me disponía a encender una de las bolas de papel de periódico que descansaban en el fondo de la pirámide, en ese mismo momento ocurrieron dos cosas. La primera, que el viento sopló por la chimenea y apagó mi cerilla. La segunda, que alguien llamó a la puerta de la casa.
Tres golpes. En la madera.
El corazón se me encogió y dejé de respirar. No, no podía ser cierto.
Los golpes se repitieron.
Me levanté y caminé sin prisa. Crucé el salón, hasta el recibidor. Ni siquiera pregunté, no alcé la voz. ¿Para qué? Corrí el pestillo, giré la manilla y abrí la puerta.
Una persona esperaba al otro lado. Una persona que conocía. Empapada de los pies a la cabeza. Con una sonrisa en el rostro.
—¡Harper! ¡Menos mal que me ha abierto pronto! —dijo Teresa Malone, la cartera del pueblo—. ¡Estaba a punto de salir corriendo!
—¿Te… Teresa? —dije casi tartamudeando—. ¿Qué hace usted aquí?
Iba forrada con su ropa de plástico, de los pies a la cabeza. Su scooter, cuyo motor no había oído debido al viento y la lluvia, estaba aparcado junto a mi Volvo, en el jardín.
—Judie me dijo que había venido y bueno, pensé que debía…, aunque me daba escalofríos. No sé cómo ha podido volver aquí. Verá, llegó una cosa a su nombre. A-su-nombre, nunca mejor dicho. Un paquete para Peter Harper. Pensé que debía dárselo en persona.
Me lo entregó, envuelto en una bolsa de plástico. Un paquete pequeño, con mi nombre escrito sobre él, nada más, y una frase: «Entregar en persona».
—Venía envuelto en otra caja, con las señas de la oficina de correos. Al abrirlo, vi que ponía su nombre, solo su nombre.
Lo miré.
—¿Sabe desde dónde llegó?
—No había remite, pero el matasellos era británico. Venía en una caja más grande, con la dirección de la oficina postal del pueblo escrita fuera.
—O sea, que es alguien del pueblo. Alguien que nos conocía a los dos.
Nos quedamos mirándonos con una medio sonrisa en el rostro.
—¿Ha sabido algo de ellos en este tiempo? —preguntó Teresa.
Negué con la cabeza.
—Ayer llegaron dos camiones de mudanza —dijo ella—. Vaciaron la casa. Lo sé porque mi primo Chris conoce a un garda de Dungloe que tuvo que actuar como testigo. Preguntó adónde se lo llevaban todo, y le dijeron que a un depósito. Que no tenía destino. De alguna forma, todos nos lo imaginábamos, ¿me entiende? Que nunca volverían por aquí. Y no me extraña. Después de una cosa así. Pero quizá nos hubiéramos esperado alguna despedida. Algo…
Sus ojos se desviaron hacia el paquete que tenía en las manos.
—Gracias, Teresa, gracias por venir a traérmelo.
—He oído que usted también piensa irse. ¿Es cierto? —dijo poniéndome la mano en el antebrazo—. Lamento tanto lo que les sucedió a usted y a sus niños. En el pueblo seguimos horrorizados. Prométame que se despedirá de nosotros antes de irse.
—Se lo prometo, Teresa.
Su mano se deslizó suavemente por mi brazo, hasta mi mano, y allí se quedó.
—No me gustaría nada que usted se fuera sin dejar que yo me despidiera, ¿sabe, Harper? Quiero despedirme de usted.
—Cuando me vaya —dije, retirando la mano suavemente y llevándola a la manilla de la puerta, que comencé a entornar—. Será usted la primera en saberlo. La primera pinta corre de mi cuenta.
Me despedí con una amplia sonrisa y dejé que la señorita Malone volviera a su scooter, bajo la lluvia, y que se despidiera con dos trémulos pitidos de su bocina antes de tomar rumbo al Diente de Bill.
Después cerré la puerta, encendí la chimenea y abrí aquel paquete.
Había una sola cosa en su interior: una carta.
Me arrimé al fuego, la desdoblé y comencé a leerla.
Peter,
Me hubiese gustado tener más tiempo para escribir, pero ignoro dónde estarás dentro de unos meses, ni yo tampoco, y quería asegurarme de que al menos recibieras una explicación. No me está permitido ponerme en contacto contigo y escribo casi en secreto, pero me siento en la obligación de hacerlo. Tengo una gran deuda contigo y tu familia y al menos creo que mereces saber la verdad.
En primer lugar, espero que tus heridas estén cerrando, así como las de Judie, y rezo para que tus hijos estén perfectamente, y para que esta pesadilla de la cual me siento responsable termine convirtiéndose en un recuerdo molesto, que algún día lograrán olvidar, o al menos narrar como una aventura.
Lo siguiente es darte las gracias por salvar nuestras vidas. Marie recibió un disparo peligroso, casi mortal, pero respondió perfectamente a la cirugía y ahora mismo está fuera de peligro, gracias a Dios. Es una mujer fuerte. En cuanto a mi rodilla y al otro balazo en el hombro, supongo que no podré correr tan rápido nunca más, pero al menos estoy vivo para contarlo. Y todo gracias a ti.
Si no hubieras aparecido por la puerta de nuestra casa esa noche… si no hubieras insistido en que llevase un revólver conmigo, todo sería muy diferente. Esa tarde, después de visitarte en el hospital y de que me avisaras de aquella forma, traté de quitarme la idea de la cabeza, pero no pude. Subí al desván y desempolvé un viejo revólver que había comprado años atrás. Al principio decidí dejarlo a mano, en algún lugar del salón quizás, o bajo la almohada. Pero esa noche, la noche en la que ocurrió todo, tus hijos iban a venir a pasar la noche en casa y no quería dejar un arma suelta por ahí, y además estaba esa tormenta… ¿Era posible que tuvieras razón después de todo? Fuera como fuese, el arma terminó en mi tobillo, tú terminaste entrando por la puerta… y nos salvaste la vida, Peter. Le diste a Marie la oportunidad de salir corriendo, frenaste el ataque. Y aunque nos llevamos un par de balazos, supongo que no habríamos tenido la más mínima oportunidad de no ser por ti, por tu cabezonería, por tu locura, por tu don…
Resulta que lo tienes, Pete. No sé de dónde lo has sacado, pero cuídalo, guárdalo como el oro. Sé que has sufrido por él, pero supongo que también podrá darte cosas buenas. Quién sabe. Igual un día ves un número de lotería y de pronto el aire comienza a oler a rosas… El caso es que nadie pudo prever esto más que tú. Tenías razón, siempre la tuviste, desde el primer día. Pero te mentimos, tuvimos que hacerlo. O mejor dicho: evitamos decirte la verdad.
Supongo que ahora debes odiarnos por haber sido tan tozudos. Has sabido desde el primer día que esto iba a ocurrir, y por gracia de nuestra resistencia a admitirlo, hemos puesto en peligro a tu familia. Lo siento, Peter, muchísimo, pero en ningún colegio de este mundo te enseñan a creer en los fantasmas, en las visiones… sobre todo cuando están pronosticando tu peor pesadilla. Supongo que intentamos restarle importancia.
Estuve a punto de contártelo aquella tarde. Cuando hablaste de Daniel, del lienzo que habías encontrado en nuestra estantería…, estuve a punto de salir corriendo detrás de ti, porque sentí que todo aquello era estúpido. Te he sentido como un amigo desde el día en que te conocí, Peter, el primer buen amigo que he hecho en muchos años. Tienes un alma que me gusta. Se puede ver a través de ella, y lo que se ve es bueno, por eso estuve a punto de romper el secreto. Pero las piernas no me dejaron levantarme. Mi vieja y estúpida cabeza me convenció de que no debía hacerlo. «¿Y si te equivocas? —me dije a mí mismo—. ¿Y si el chico esconde algo raro?». Marie confiaba en ti. Ella nunca dudó de que fueras trigo limpio. Dijo que quizás habías presentido algo de manera subconsciente; que quizás habíamos dejado escapar demasiados detalles, o algo que no había encajado en tu mente; que nos habíamos confiado mucho contigo. Yo, en cambio, dudé. Aquella primera noche después de que aparecieras en la puerta de casa me la pasé en vela, tratando de imaginarme todas las posibilidades. «¿Será todo parte de un plan? ¿Estará intentando sonsacarnos algo?». Supongo que es una deformación profesional después de tantos años siendo suspicaz, tratando de no dejarse engañar por las apariencias. Aún más cuando sabes que alguien te busca para matarte.
Hice algunas pesquisas sobre ti. Te investigué, y lo siento muchísimo, pero creo que pedir disculpas es lo único que puedo hacer ahora. Si te sirve de consuelo, lo hice también con el tipo que alquiló la casa antes que tú, un alemán un tanto extraño que se dedicaba a observar pájaros. Aquel tipo me ponía nervioso de verdad, siempre que giraba la cabeza lo veía subido en alguna roca, con los prismáticos apuntando a mi casa. En su caso —y esto es un secreto entre tú y yo porque Marie no sabe nada—, una tarde me colé en su casa para echar un vistazo. Él debió notarlo, pero nunca fue más allá. Se terminó largando al cabo de unos meses.
A estas altura ya debes habértelo imaginado. Sí, Leo y Marie Blanchard somos nosotros. O al menos lo éramos. Nada de Kogan, un apellido un tanto raro por otro lado, y que nunca me gustó. El nuevo, el que nos acaban de asignar, es mucho más normal. También, por seguridad, hemos estrenado nuevos nombres. Como comprenderás no puedo decírtelos, pero suenan bien. Nos pegan a la cara.
Esta es una de las mentiras que te hemos contado y te prometo que no hay muchas más. Casi todo lo demás es cierto: que yo trabajaba en seguridad de hoteles, que Marie pintaba cuadros y viajaba conmigo. Y es cierto que en 2004 yo estaba ya pensando en mi jubilación. Tal y como te dije, llevaba veinticinco años viajando, había vivido en una docena de ciudades, y me sentía cansado. Cansado de mi vida de nómada, de no poder hacer más que dos o tres buenos amigos en cada lugar antes de volver a empezar de nuevo.
Marie y yo planeábamos hacernos con una propiedad cerca de la playa de Phi Phi, en Tailandia, montar un pequeño hotel o una pensión y pasar el resto de nuestra vida allí, bronceándonos al sol y navegando. Dije adiós en el hotel donde trabajaba, dispuesto a comenzar mi nueva vida, pero ese mismo mes, sin buscarlo, recibí una buenísima oferta en un pequeño y nuevo resort «seis» estrellas de Hong Kong. Un contrato de un año como «asesor», para poner en marcha la seguridad del hotel y formar un equipo. «Seis estrellas», ¿sabes lo que significa? El dinero era casi cuatro veces mi sueldo normal. Eso debería de haber encendido las alarmas. En unos años en los que el negocio de la seguridad se estaba volviendo cada vez más barato, ¿de dónde salía esa cantidad de dinero? Pero fue demasiado goloso. Ese dinero ayudaría a cerrar los últimos agujeros de nuestro plan en Tailandia. Acepté y nos mudamos ese mismo verano. Fue el error más caro que he pagado en mi vida.
Comencé a trabajar un 2 de mayo y no tardé mucho tiempo en darme cuenta de que algo iba mal. Después de trabajar muchos años reconoces ciertas cosas, sobre todo las que no encajan, y en aquel sitio había muchas cosas que olían mal, o mejor dicho: que apestaban. El director, un tipo completamente inexperto, me dio un extraño discurso de bienvenida que parecía diseñado para enviar un mensaje entre líneas: «Tenemos unos clientes muy especiales y distinguidos. La discreción es la regla número uno del resort, señor Blanchard. Espero que lo comprenda. Fidelidad y discreción». Y después solo había que comparar la actividad del hotel, relativamente baja, con el dinero que veías moverse a tu alrededor. Aquello olía a pescado muerto. Joder, tendría que haber renunciado ese primer mes, pero no lo hice. Supongo que pensé: «No enredes demasiado en lo que no te incumbe. Termina el contrato, gana en un año lo que en cuatro y lárgate de aquí».
Te podría contar muchas más cosas que me fueron convenciendo de mi error. Los clientes, que eran de todo menos «gente limpia», para empezar. Solo tenías que verles las caras, sus grandes limusinas aparcadas en la entrada, sus matones de trajes baratos, sus putas y las bacanales que se corrían en las suites, y en las que yo solo ponía el pie para sacar a alguna puta borracha, o a alguien con un ojo a la virulé. Día tras día me fui convenciendo de que, tras años de trabajar honradamente, había ido a poner el pie en un nido de serpientes. Aquello era lo que en lenguaje policial se llama «una sede», y yo estaba metido hasta el fondo. Aunque solo parcialmente, pues mi trabajo era de asesor. Montaba cámaras, explicaba procedimientos, pero ellos ponían a su gente en los ordenadores, en las salas de vigilancia. En cualquier caso, yo siempre tenía la llave de toda la información. Sabía cómo hacerlo y, vistas las circunstancias, consideré oportuno guardarme una salida de emergencia.
Por supuesto, «ellos» también me enviaban sus señales. Mucho dinero, regalos. Nos compraron un Porsche para celebrar mis seis meses de contrato y «un trabajo bien hecho, con dedicación y lealtad». Lealtad, esa es la palabra número uno en ese mundillo, Pete. A Marie la agasajaban con joyas casi todos los meses. Joyas que ella no quería aceptar, pero que yo le obligué a no devolver. Más errores. Pero estábamos a mitad de contrato y ya me había dado cuenta de que renunciar era peligroso a esas alturas. Y entonces, más o menos cumplidos los ocho meses, aquel director de pacotilla me llamó a su despacho para ofrecerme un contrato indefinido en «la casa». Estaban muy contentos conmigo y querían «hacerme parte de la gran familia». Tendrías que ver cómo suena eso en labios de un criminal. Y qué cara pone cuando, después de dar las gracias, frunces el ceño y dices que en realidad tenías otros planes. «¿Jubilación? Pero si es usted muy joven, señor Blanchard. Sería decepcionante verle marchar tan pronto. Nuestros inversores se llevarían un pequeño disgusto, ¿sabe?».
Aquello hizo cambiar las cosas. Lo fui notando. Menos trabajo. Menos entrevistas con el director. Me fueron cerrando las puertas y me contenté con ello, al principio. Había enviado el mensaje y lo habían cogido a la primera. Hasta que una noche, al volver a casa, dos coches me flanquearon en la autopista. Me indicaron que saliera por un desvío y me llevaron hasta una zona apartada del puerto. Allí me esperaba una extraña comitiva de hombres trajeados de azul oscuro, presidida por un tipo de canas llamado Howard, que se presentó como un responsable de la Interpol en China.
—Esta misma noche, en Hong Kong, hemos detenido a un asesino a sueldo que portaba esto —dijo mostrándome una carpeta. Dentro había fotografías mías y de Marie, la dirección de nuestra casa, la matrícula de nuestro coche—. Les han dado «la carta de libertad» y se iban a hacer cargo de ustedes a finales de año. Un accidente de carretera o una explosión doméstica, es lo que suelen hacer con los que no «se bautizan». No pueden volver a su vida, señor Blanchard. De ninguna manera, pero pueden hacer algo por ustedes mismos. La Interpol dispone de un programa de protección de testigos similar al WITSEC norteamericano, pero a nivel internacional. Pero para entrar en él, ustedes deben colaborar con nosotros.
Dicho de otro modo, Marie y yo éramos muertos en vida y la Interpol nos ofrecía una resurrección, la única posibilidad que teníamos: darnos un par de nuevos pasaportes y algo de dinero para empezar en alguna otra parte. A cambio, teníamos que ayudarles con algo, y ese algo estaba en los ordenadores del resort. Nombres, teléfonos, fechas a los cuales yo tenía acceso.
Nos dieron muy poco tiempo para pensarlo. Tendrías que habernos visto esa noche, cuando le conté todo a Marie. Salimos de casa andando, sin coger el coche y nos metimos en un centro comercial, rodeados de gente, durante cuatro horas, hasta casi el cierre. Y esa noche dormimos en un hotel, no pasamos por casa. A las cuatro de la madrugada llamé a Howard y le dije que aceptábamos el trato. Mandaron a sus agentes al hotel y allí planeamos lo que ocurriría al día siguiente. Uno de ellos se pasó la noche entera bebiendo café, sentado en el sofá con un revólver en las manos. El otro tomó una silla y guardó la puerta. Nos dijeron que nos alejáramos de las ventanas. Dormimos una o dos horas.
Todavía tenía acceso a ciertas cosas en el resort. Tendría que hacerlo todo en un solo día y desaparecer. Aparecí aquella mañana hecho un manojo de nervios, pero tratando de mantener la compostura. Me había pasado media vida persiguiendo ladrones y ahora iba a ser yo uno de ellos. Elegí a uno de los muchachos menos listos para colarle la mentira. Le dije que iba a comprobar un par de cosas en el software del servidor y que necesitaba entrar a la sala de vigilancia un segundo. Allí hice la descarga: casi mil ficheros en un dispositivo del tamaño de una uña. Me lo metí bajo la lengua para pasar el registro, el mismo que yo les había enseñado a hacer. Después salí de allí diciendo que almorzaría al otro lado de la calle. Nunca volvieron a verme.
Así empezó todo el proceso, nuestra vida como testigos protegidos. Esa misma tarde llegaron más agentes. Un total de ocho en dos coches blindados. Nos dijeron que iríamos a una casa apartada en la bahía de Dashen, aunque eso resultó ser falso. Nuestra sangre valía oro para la Interpol, y eso incluía desconfiar incluso de nosotros mismos, de lo que pudiéramos haber contado a algún conocido. No podríamos volver a casa, nos comprarían ropa nueva, todo lo que necesitáramos, pero nada de exponerse. Dejar atrás nuestra casa, nuestros vecinos, nuestros libros, nuestra ropa, los cuadros de Marie… fue terrible. Recuerdo que entramos en shock. Marie se puso a regar las plantas antes de marcharse. Era todo tan estúpido. ¿Ni siquiera podemos dejarle el gato a la vecina? Ni siquiera.
Vestidos con gorra y sombrero y gafas de sol llegamos a una casa en la frontera china, un antiguo cuartel con cámaras, verjas y guardias permanentes las veinticuatro horas del día. Me sugirieron que enviara un corto mensaje al hotel. Un familiar se había puesto enfermo y debía ausentarme repentinamente. Pronto enviaríamos más noticias.
Estuvimos allí dos semanas, encerrados como delincuentes. Era terrible. Nos trataban como auténtico ganado y en dos ocasiones perdí la paciencia, cuando no nos dejaban ni asomarnos a las malditas verjas. Marie se cansó de llorar y yo también. Fue la única vez en mi vida en la que me alegré de que nuestro hijo Daniel no hubiera vivido para ver aquello.
En la segunda semana de nuestra reclusión nos reunieron para darnos tres noticias: la primera, que la «organización» se había enterado de la jugarreta y nuestros nombres y fotos ya volaban por las redes de criminales a sueldo. Mi cabeza se cotizaba a 100 000 dólares en esos días. No está mal, ¿eh? La segunda, que la Interpol había logrado poner fecha a un juicio, y que solo deberíamos esperar dos meses más para testificar. Entretanto, nos reuniríamos en secreto con el fiscal y el juez que llevaban el caso, una sola vez, en otra localización que no nos sería desvelada. Durante esos dos meses de espera, seríamos trasladados a otro lugar, en Laos.
Tuvimos que dar poderes a un abogado de la Interpol para que se hiciera cargo de todo, la venta de nuestra casa, una transferencia bancaria a Suiza. Firmamos papeles en los que renunciábamos a todo, porque el plan era que íbamos a desaparecer. Tras la declaración jurada, Leo y Marie Blanchard desaparecerían para siempre.
Vivimos en las montañas del norte de Laos durante esos dos meses, junto con cuatro agentes de la Interpol. Después llegó la fecha de la declaración. Volé en un avión privado hasta un aeropuerto de las fuerzas navales chinas en Sai Kung. Desde allí, en una furgoneta camuflada hasta los juzgados. Vestido con pasamontañas y chaleco antibalas, entré por la puerta de atrás. Me senté en una cabina de cristal blindado y juré que iba a decir la verdad. Después hablé frente a un reducido grupo de personas sobre mi contrato en el resort y cómo había accedido a la base de datos que había puesto a disposición de la Interpol. Las preguntas duraron cerca de dos horas y después me dejaron ir. «Gracias y buena suerte», dijo el juez.
Leo y Marie Blanchard fallecieron en una noche estrellada, preciosa. El mar estaba como un plato y soplaba viento del sur. En cuanto cambiamos de barco, en cuanto pusimos los pies en aquella lancha fuera borda y abandonamos el Fury, dejamos atrás nuestras vidas. Nuestros amigos y familiares nunca deberían sospechar nada, y los asesinos a sueldo se confundirían pensando que otro lo habría conseguido antes que ellos. Acordamos un punto, a varias millas de la costa de Macao, donde nos encontraríamos con otra lancha al anochecer. De allí, a un aeropuerto privado en la isla de Phen-Hou. De allí a Singapur. Inglaterra. Europa. Lo más lejos que nadie podría imaginar.
Vivimos en una casa en Londres durante ocho meses, hasta que se hicieron todos los arreglos. Un nuevo apellido: Kogan. Recuerdo que incluso me entró la risa al leerlo. Un nuevo pasaporte, un certificado de nacimiento (Salt Lake City, Utah), dos tarjetas Visa y una cuenta numerada en Suiza donde habían disuelto nuestra casa, coches, velero y los ahorros de toda una vida. Parece fácil, ¿verdad? No lo es, créeme. Pensar que todos tus amigos, todos los que te conocen, te dan por muerto. Que no podrás volver a llamarles para felicitarles la Navidad. Que nunca volverás a saber de ellos. Es como estar muerto realmente. Como ser un fantasma. El mentor del programa de protección nos repitió cien veces lo importante que era no ponerse jamás en contacto con ningún familiar o amigo, ni siquiera a través de una carta sin remite; el mero hecho de saber que seguíamos vivos sería un aliciente para que la «organización» prosiguiera su búsqueda.
«Su coche hizo explosión ayer en Hong Kong, mientras una grúa lo retiraba del aparcamiento donde llevaba estacionado cuatro meses. El conductor resultó herido pero afortunadamente nada más».
En Chelsea, el barrio de Londres donde vivíamos, había una tienda de periódicos internacionales y solíamos echar un vistazo diario. Nada salió a la luz, exceptuando nuestra desaparición, a bordo del Fury, en un diario local de Hong Kong.
Sin embargo, no conseguíamos adaptarnos a aquella nueva vida. Vivíamos enclaustrados, sin mantener demasiado contacto con nadie. Temíamos que cualquier detalle se esparciera, que llegase a la persona que no debía llegar. Supongo que entre nuestros vecinos de aquel barrio nos ganamos la reputación de ser una simpática pero hermética pareja de expatriados. Hacíamos la compra, sonreíamos a nuestros vecinos, pero no participábamos en nada. Si por cualquier razón alguien comenzaba a arrimarse a nuestras vidas, lo evitábamos. Jamás aceptábamos una invitación a una fiesta. Siempre estábamos ocupados.
Aquello comenzó a desgastarnos. No estaba en nuestra naturaleza ser dos fantasmas sin vida. Hablamos de todo esto con el agente del programa y él nos propuso la idea de mudarnos a un lugar más aislado, a una comunidad rural. Conocía otros casos que habían funcionado. El peligro de que nuestras identidades llegaran a los oídos inapropiados era menor en un lugar aislado. «¿Por qué no prueban Irlanda o Escocia? Hay lugares idílicos ahí arriba. Fríos, pero seguros. No hay demasiada gente».
Y así es como llegamos a Clenhburran, Peter, y desde que llegamos aquí supe que echaríamos amarras. No era mi soñada playa en Tailandia, pero era una playa, un retiro, y de cualquier forma ya nos había llegado la edad de hacerlo. Y por primera vez desde que escapamos de Hong Kong, me sentí libre. Marie comenzó a tener amigas, y yo volví a atreverme a hablar, a contar mi vida, siempre con cuidado de no mencionar ese «pequeño episodio», pero nada de mentiras. No funciona si quieres tener amigos de verdad.
Y ese era mi plan, más o menos: quedarme aquí, hacerme viejo junto a mi chimenea, mi esposa y una taza de té. Durar los años que tuviera que durar y después irme en paz, no sin antes escribir una última carta a toda la gente que dejé detrás, para contarles la verdad, la misma verdad que te he contado hoy a ti.
Pero nos encontraron. Y la gente del programa de protección todavía se pregunta cómo pasó. Sugirieron que habría sido un fallo nuestro, que habíamos roto el protocolo de seguridad… pero insistí en que no era cierto. Hemos sido los dos muertos más perfectos de la historia. Jamás volvimos a llamar o a escribir a nadie. Y solo Dios sabe lo que hemos sufrido por eso. Las beatas del pueblo tienen a Marie por una devota sin par, cuando, en realidad, cada vela que enciende es en recuerdo de alguno de los amigos que dejamos atrás y con quien nunca podremos volver a hablar.
Quizá, sencillamente, nuestra historia fue de boca en boca y terminó llegando más lejos de lo que hubiéramos deseado. O quizá los dedos de la mafia son inevitablemente largos. O quizás alguien nos reconoció en la calle y aquello encendió la mecha. Quién sabe. El caso es que nuestro amigo Peter Harper nos salvó la vida, y eso sí que nadie se lo puede explicar.
Así que ahora estamos en camino otra vez. No sé dónde, espero que a un lugar menos frío, cerca del mar, ojalá, donde no sea demasiado caro comprarse un velero. ¿Sabes? Creo que cogeré todo mi dinero y me compraré ese maldito velero de mis sueños. Viviremos en él y puede que, como una última aventura de nuestras vidas, le proponga a Marie cruzar los océanos de este mundo. Desapareceremos, otra vez, en el gran azul, y esta vez será para siempre. Si la vida quiere ser perra conmigo, voy a darle la vuelta. Voy a aprovechar para cumplir un sueño. Ese es el espíritu, ¿no? En fin. Te lo contaré pronto. Eres fácil de seguir. Un tipo famoso.
Y hablando de esto, hemos llegado al capítulo de los consejos. Primero los más prácticos. Ahora que sabes a quién nos hemos enfrentado, quizá te preguntes si habrá una revancha y si debes temer a «la organización». Mis amigos de la Interpol han hecho algunos ajustes en el atestado de la Garda, limpiando tu nombre en todo lo posible. Se menciona que acabasteis con Tom y Manon en defensa propia. Yo hice lo mismo con Randy y Frank se desangró en nuestra alfombra y murió antes de que llegara la primera ambulancia. Así que acabamos con toda la banda, lo cual me alegra. Cuatro malnacidos menos en el mundo. Eran un comando de mercenarios, me dijeron los tipos de la Interpol, y de haber sobrevivido alguno de ellos, probablemente la mafia hubiera ordenado liquidarlos por haber fallado tan estrepitosamente contra dos viejecitos y una familia con hijos. Claro que ellos no contaban con un Peter Harper en sus filas. En cualquier caso, no creo que debas temer nada. Pero nunca estará de más que tengas un ojo abierto. O quizá ni siquiera te haga falta. Solo haz caso a tu instinto.
Siguiente consejo: sobre ti y Judie. Hoy en día se lleva mucho eso de la libertad, pero hay un malentendido con esa palabra. A veces la gente habla de libertad cuando quiere decir «miedo a avanzar en la vida»; vale, ya sé que soy un viejo chocho y puedes coger este consejo y mearte en él, pero si tú eres capaz de ver el futuro, yo soy capaz de ver el corazón de las personas, y te digo que quizá, solo quizás, haya algo de miedo dentro de ti. Miedo a amar de nuevo, igual que el que tiene a tu padre atado a una silla ahí abajo, en Dublín (perdona que sea un metete, pero me puedo permitir el lujo ya que no volveremos a vernos), porque alguien te hizo daño y ahora te has enfadado con el mundo y no le quieres dar ninguna oportunidad. Y eso quizá también se traslada a tu música. Crear es un acto de confianza absoluta. Es lo que me contaste una vez, ¿no? De libertad, auténtica libertad. Y tú has ido a buscarla a una playa, al borde del mar, donde se supone que los hombres son libres, pero en el fondo, sigues atrapado en ese cuarto pequeño, sin ventanas, llamado dolor. Ojalá algo de toda esta maldita pesadilla haya servido para despertarte. Rezo por ello.
Me hubiera gustado poder decirte todo esto en persona, compartir una cerveza belga y mirar juntos el atardecer, mientras arreglábamos el mundo, por última vez. Ha sido un gran placer conocerte y ser tu amigo, Peter. Y espero que esta vida vuelva a juntar nuestros caminos alguna vez.
Marie también os envía un grandísimo beso y sé que os echará de menos. Muy posiblemente, algún día encenderá una vela por ti, Judie, Jip y Beatrice y pensaremos en vosotros, allá donde estemos.
Hasta siempre, Peter.
Tu amigo,
LEO