7
—¿Y qué pasó después? —Judie escuchaba la historia entusiasmada, sentada en el sofá de cuero de su pequeño despacho, en la oficina de la tienda—. ¿Volviste a la casa?
Era el día siguiente, a la una y media del mediodía. Tras aparecer con unas tremendas ojeras y un desesperado «necesito contarte una cosa», Judie había echado el cierre tras lograr despachar a una turista británica que parecía decidida a conocer todos y cada uno de los detalles de la construcción de casas-faro en miniatura (Judie tenía tres de ellas y no había conseguido venderlas en cinco años; esta vez tampoco lo consiguió).
Nos habíamos recluido en la pequeña trastienda, un sitio oscuro cercado por armarios atiborrados de cosas que Judie había decorado con lamparitas de papel, budas y otros abalorios orientales hasta darle el aspecto de un «templo del buen karma». Tenía un buen par de sofás de piel, viejos pero muy cómodos, y una mesita de té que la señora Houllihan había dejado como legado. Una jarra llena de té verde humeaba en el centro, y a su lado, sobre un cenicero grabado con el símbolo del yin y el yang, ardía un pequeño canuto de marihuana. Judie guardaba el nombre de su camello como un secreto nacional, aunque yo creía saber quién era: uno de esos músicos que de vez en cuando recalaban por allí.
—Volvimos juntos —respondí sorbiendo el té—. Al principio me insistieron en que me quedase allí con ellos, pero yo estaba seguro de que había dejado la puerta abierta, y aquella mujer, fuera quien fuese, en el recibidor de mi casa. Leo insistió en que no condujese el coche. Marie y él se vistieron a toda prisa y me acompañaron a casa.
—¿Y? —Judie me observaba con sus inmensos ojos azules aún más abiertos que de costumbre.
Yo iba dictando las escenas casi como si todavía estuviera allí.
—Nada. La casa estaba a oscuras, en silencio. La puerta estaba cerrada y no había nadie en el recibidor, ni siquiera unas míseras huellas. Y la valla del jardín, que había visto partida y derribada en el suelo, estaba en su sitio, de una pieza. La tierra estaba seca, no había ni rastro de la lluvia que me había empapado al salir de casa.
—Joder —dijo Judie. Tomó el canuto y le dio un tiro. Puff, Puff, el dragón volador. Después me lo pasó.
—Da escalofríos.
—Dímelo a mí —dije expulsando el humo, muy despacio—. Estaba tan seguro de que esa mujer seguía allí que les dije que llamáramos a la policía antes de entrar.
»Leo se tomó el consejo muy en serio, pero dijo que no podíamos esperar. Salió del coche, rodeó la casa y al cabo de unos minutos regresó al coche. Me preguntó si tenía las llaves y le respondí que sí, que estaban en el mismo llavero que las del coche. “¿Has visto algo?”, le pregunté. Me dijo que no, pero que debíamos asegurarnos. Iría por la puerta de atrás y me pidió que yo tratase de entrar por la puerta principal. Marie se quedaría en el coche vigilando el camino por si salía alguien.
—Madre mía, parece sacado de Starsky & Hutch. Pero claro, Leo fue poli o algo parecido, ¿verdad?
—Detective —corregí—. Pero aun así era sorprendente verle, a sus sesenta años, desenvolverse con tanta sangre fría.
—Sigue —dijo Judie—. Entonces…
—Leo y yo nos encontramos en el salón. El recibidor estaba impoluto, ni una sola huella. El sofá, donde había dormido, estaba revuelto, y en las partituras del piano estaban los últimos apuntes que recordaba haber hecho antes de irme a dormir. Registramos el resto de la casa. Nada. Nadie. La mujer no había estado allí.
—No al menos en el mundo real.
Una vez en la casa hicimos té, seguí contando, y Leo y Marie me pidieron que tratase de reconstruir la «pesadilla». Marie lo escuchó todo con un gesto muy incómodo en el rostro: «No es agradable saberse la protagonista de una pesadilla en alta definición —dijo. Al final terminó bromeando sobre el tema—: Que tu vecino sueñe contigo, en camisón, debajo de la lluvia no es algo que oigas todos los días».
—¿Y Leo? —preguntó Judie—. ¿Qué dijo él?
—Bueno, ya le conoces. Intentó tomárselo con sentido del humor; me contó la historia de un tipo que se rompió las piernas tras caerse del tercer piso de su hotel mientras caminaba sonámbulo por su habitación. Para él, todo se resumía a eso: sonambulismo.
—¿Es posible que seas sonámbulo? Duermes como un maldito tronco, Peter. Ni siquiera hablas en sueños.
—Tampoco Clem me dijo nada en diez años de casados. Además, yo tuve un tío sonámbulo, mi tío Edwin. Algunas noches meaba en la nevera, otras salía en pijama a darse una vuelta en medio de la noche, pero jamás recordaba nada de lo que hacía. Su mujer salía a perseguirle en bata y se lo llevaba de vuelta a casa. A veces hasta dos veces por noche, pero jamás recordaba lo que le había hecho levantarse, ni lo que buscaba. Yo en cambio soy capaz de recordar todo lo que hice, y no solo eso, soy capaz de recordar la razón de mis actos. Conduje mi Volvo y eso era REAL.
—Yo tampoco creo que se trate de un caso de sonambulismo —repuso Judie—, no al menos de uno corriente. Lo que me acabas de describir se parece más a un caso de delirio onírico, o un sueño lúcido.
Me miró y supongo que vio un gran símbolo de interrogación en mi mirada.
—Es algo raro —continuó mientras servía más té en dos pequeñas tacitas con dibujos de dragones chinos—, pero ocurre. Algunas personas se despiertan en medio de un sueño y «se dan cuenta» de que están soñando. Ocurre más a menudo durante la infancia y la adolescencia, pero se conocen casos entre adultos, y de hecho hay personas que conservan esta capacidad de forma permanente en sus vidas. —Entonces se calló un instante—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?
—Nada —dije sonriendo—, es que acabo de recordar que la chica de la tienda de inciensos y yoga es, además, licenciada universitaria en psicología.
—Idiota…
—¿Crees que eso pudo pasarme a mí? —continué—. ¿Un sueño? Pero si era un sueño, ¿cuándo desperté?
—Esa es la parte de tu historia que resulta inexplicable. Quizá te despertaste en cuanto saliste de tu casa y montaste en el coche. Quizá más tarde. Has mencionado que la tormenta «desapareció» súbitamente. Ese pudo ser el momento. He oído hablar de sonámbulos que son capaces de conducir millas en su coche, comprar una hamburguesa y volver a casa, pero en tu caso parece algo diferente. Puede que sea una secuela del accidente con el rayo.
Había pensado eso durante la mañana, cuando me desperté. El dolor de cabeza seguía allí, a pesar de que ya me había fulminado medio blister de pastillas. Mientras desayunaba pasé un rato investigando en internet y había encontrado casos parecidos al mío. Pesadillas muy reales, despertares bruscos o incluso ataques epilépticos parciales parecían habituales después de un shock eléctrico. Todas las disfunciones del sueño que ese rayo podría haberme provocado no cabían en un solo libro.
Pero ¿por qué había tenido esa visión y no otra? ¿Por qué no, por ejemplo, una gran orgía de focas en la playa? ¿O un autobús de chicas Playboy extraviado en medio de la noche? ¿O un mundo de colores y gatos parlantes como el de Alicia en el país de las maravillas?
—¿Crees que debería volver al hospital? ¿Hablar de todo esto con la doctora?
—Es mejor que esperes —respondió Judie—. En el hospital solo te darán más pastillas, quizás ansiolíticos o algo más fuerte. Veneno para amortiguar tu mente. Deja pasar unos días. Quizá solo sea cuestión de tiempo. Mientras tanto, si te vuelve a ocurrir… —se levantó y fue a su escritorio; regresó con una pequeña libreta de anillas, en las que estaba adherido un pequeño lapicero— intenta escribirlo. Dicen que ayuda.
El CD de The Frames que sonaba en la vieja cadena musical se había acabado hacía rato. Judie posó el canuto en el cenicero y me dijo que iba a salir a hacer un recado y que me quedase allí hasta que ella volviera. «Esta noche te quedarás aquí, Pete. No tengo a nadie en la pensión y no creo que te apetezca volver a esa casa, solo, después de lo que ha pasado».
Me quedé dormido, y cuando desperté otra vez eran cerca de las ocho. Una serie de timbrazos me devolvieron al mundo. Oí a Judie hablando con alguien en la puerta. Después regresó y me encontró con los ojos abiertos, en su sofá.
—Lo siento —dijo, cogiendo las llaves de la pensión—. Había esperado tener la pensión para nosotros esta noche, pero acaban de llegar unos clientes inesperados.
Eran, me explicó, unos músicos de Belfast que llegaban para tocar ese fin de semana en el Fagan’s y que buscaban alojamiento en la pensión. Los músicos (cinco en total, con sus novias) ocuparían toda la pensión. Le dije a Judie que no se preocupara.
—No importa. Volveré a Tremore. Está bien.
—De eso nada. Les diré que vayan a Dungloe y se busquen un hotel.
Me negué. Sabía que necesitaba el dinero, aunque jamás aceptaría decirlo. Aun con el negocio de la tienda, los talleres de yoga y la pensión, algunos meses iba al límite. A veces abrías su nevera y solo había leche, mantequilla y una manzana. Pero era demasiado orgullosa para aceptar un préstamo.
—Aún nos queda el sofá cama, ¿no?
—Pero es muy estrecho, y siempre dices que se te clava en el trasero.
—Bueno. Tengo una idea entonces. Emborrachémonos y cuando vuelva a casa no me dolerá el culo.
Y así lo hicimos.
Nada más entrar en el Fagan’s aquella noche, Chester me dio un apretón de manos y comenzó a agitarse como si se estuviera electrocutando. Adrian Cahill, el chico de la tienda de zapatos (donde a veces se improvisaba un pub de última hora), trató de meterme dos bombillas por las orejas para comprobar si se encendían. Todavía pasarían meses hasta que los chistes sobre Peter Chispas se amortiguaran. Era lo que tenía vivir en un pueblito donde nunca ocurre nada.
Un poco más en serio, Donovan el pescatero y sus amigos observaron las quemaduras de mi brazo con curiosidad —eran cada vez menos visibles, pero todavía estaban ahí— y me preguntaron si aún sentía algo. Les hablé del dolor de cabeza que iba y venía. Su diagnóstico fue casi inmediato: «Necesita usted una pinta, señor Harper, ya lo dice el doctor: una Guinness al día».
De acuerdo. La doctora había dicho nada de alcohol y era la segunda vez que me saltaba la regla, pero realmente necesitaba un trago. Sentir la suavidad de la cerveza en mis labios, fumarme un Gauloise en la puerta del pub y charlar con todos y cada uno de los que pasaban por allí. Los músicos llegaron al cabo de un rato y tomaron su mesa junto al fuego. Pronto comenzó a sonar la música.
Leo y Marie también aparecieron por allí sobre las diez. El pub, a esa hora, ya estaba atiborrado. En Clenhburran no había horarios los viernes por la noche; la única regla era beber hasta que la chimenea acabase con la turba o los barriles expidiesen su último litro de oro negro.
Leo sacó una ronda y la trajo a la pequeña mesa esquinera donde Judie y yo nos apretujábamos. Marie brindó por mi salud.
—Mental —añadí. Y todos reímos. Supongo que necesitábamos hacerlo.
Unidos en aquella masa de carne y calor, con los músicos trabajando enfervorizadamente en sus flautas y violines, fui cayendo en una dulce borrachera. No había cenado demasiado y el alcohol trepó rápidamente a mi cabeza, donde la punzada seguía, muy lejana, pero seguía como un reloj, haciendo tictac en el recóndito centro de mi universo cerebral. La gente bailaba en corro en el centro del pub y yo estaba sentado con Leo y otros parroquianos, tratando de aguantarles el ritmo con la bebida. Leo se enzarzó en una gran discusión acerca de la Unión Europea con Donovan y Kelly, las dos mejores mentes políticas del pueblo, y yo me fui distrayendo lentamente hasta perder el hilo del todo.
Alguien vino a despertarme. Marie. Me tomó de la mano y me sacó a bailar con los demás.
—Vamos, señor Harper. Veamos lo que puede hacer con esas dos piernas que Dios le ha dado.
Cometí el error de aceptar la oferta. En el mismo momento en que me puse en pie, el guitarrista empezó a rasgar los acordes de Cotton Eyed Joe y me vi rodeado de una multitud que gritaba «¡Circle Mix!» y empezaba a girar en torno a mí. Sobreviví como pude al caos inicial, y terminé agarrado a las piadosas manos de Marie, que, como una experta bailarina, me hizo girar como una peonza, pero la inercia era demasiado fuerte, y mi borrachera demasiado profunda, y en determinado momento solté a Marie antes de llevármela conmigo y caí sobre una mesa derribando una bonita colección de pintas y regando de cerveza a tres muchachos. Después di con mi culo en el suelo y en ese momento el pub entero explotó en una multitudinaria carcajada.
—Creo que estás un poco borracho, Harper —dijo Judie, echándome una mano para levantarme.
—Sí —asentí, todavía con el susto en el cuerpo—, debo estarlo.
Cuando las aguas hubieron vuelto a su cauce, el suelo estuvo seco y los muchachos tuvieron nuevas pintas en su mesa, Teresa Malone, la cartera, apareció a mi lado en la barra, un tanto borracha también, y comenzó a hablarme. Me explicó que se había preocupado mucho al oír lo de mi accidente. ¿Estaba bien? ¿Me dolía algo? ¿Había algo que ella pudiera hacer por mí? Acompañó sus extradulces palabras con algunas caricias en mi cabello, y antes de que me diera cuenta, había aparcado sus dos grandes tetas en mi pecho. Judie estaba en la otra esquina del pub, hablando con dos de las mujeres de la organización del ciclo de cine y me lanzaba algunas miraditas pícaras mientras la Malone me iba trabajando a fuego lento. ¿Era la única en todo el pueblo que no se había enterado de mi affaire con la señorita Gallagher?
Eran las tres o cuatro de la mañana cuando Judie y yo salimos tambaleándonos del Fagan’s. Se pasó todo el camino bromeando sobre los intentos seductores de Teresa Malone.
—He oído que suele hacer alguna que otra parada «larga» en su ruta diaria… —dijo Judie—. ¿Alguna vez has…?
—¡Oh, vamos, Judie! Si apenas tengo correo.
—Seguro que te lleva algún panfleto. Y si no al tiempo.
Llegamos al incómodo sofá y los muelles se clavaron en nuestros traseros tal y como habíamos pensado que sucedería. Nos besamos y nos acariciamos apasionadamente, pero yo estaba demasiado cansado y me quedé dormido antes de poder llegar más lejos.
A mitad de la noche me despertó un rápido movimiento a mi lado. Era Judie. Otra vez.
«No, por favor —gimoteaba suavemente—. No… no… no…», y movía sus manos bajo las mantas. Trataba de defenderse de algo. De alguien.
Moví mi cabeza en la oscuridad, asustado, pero después me di cuenta de que no pasaba nada. Era Judie, eran sus pesadillas nocturnas, nada más. La abracé y esperé a ver si se le pasaba. A veces tardaba un minuto en volver a tranquilizarse, otras veces —las primeras— había terminado despertándola, asustado por el cariz que iba tomando.
«Por favor, por favor, POR FAVOR».
Me costaba un esfuerzo verla así, sufriendo aquellas horribles pesadillas sin hacer nada, pero ella misma me lo había dicho: «Deja que se pase. Son ataques de pánico. Ansiedad. Estaré bien en un rato».
Noté su delgado cuerpo temblando entre mis dedos. ¿Quién tiembla así por la ansiedad? «¿Y esa cicatriz en tu costado, Judie, eso también es ansiedad?». Una larga carretera que partía de su cadera y subía por detrás, hasta casi su columna. Me la había encontrado acariciándola una de nuestras primeras noches. «Uau… tienes una bonita autopista aquí atrás», le dije. Ella se giró bruscamente en la cama, ocultándola a mi vista. «Fue un accidente de moto —explicó rápidamente—. No me gusta hablar de ello». Después se levantó a hacer el desayuno y yo aprendí algo sobre Judie: que tenía un secreto, que había una parte de su vida sobre la que «no se hablaba».
—Tranquila, cariño. Soy Peter. Estoy aquí —le dije a su preciosa cara asustada.
—No —respondió ella poniendo su mano sobre mi pecho, empujándome un poco, alejándome de ella—. No… por… poooor… favvvoooooor.
«¿Quién fue, Judie? ¿Y qué?», pensé mientras la miraba.
Una vez le había preguntado por los hombres de su vida. No solía meterme en esas cosas, pero una noche ardí de celos cuando me dijo que estaba cenando con un chico argentino que se había alojado en su pensión. No logré pegar ojo. Por supuesto, nunca se lo confesé. A fin de cuentas, éramos un «rollo» adulto sin compromisos. Pero al día siguiente saqué el tema, y de nuevo —estilo Judie— tuve que conformarme con frases telegráficas. «Hubo un hombre. Una relación larga. Salió muy mal». Fin de la historia.
Se fue calmando y yo la acaricié y la besé dulcemente hasta que dejó de temblar del todo. Relajó sus manos y terminó posándolas otra vez sobre el colchón. Todo su cuerpo volvió a quedar suelto. Dijo algo, una frase ininteligible y finalmente pareció caer en un profundo sueño.
Yo aún tardé más en dormirme. La imagen de Marie, como un espectro ante mi puerta, no me dejaba en paz. Recordé el sueño en el que Leo aparecía envuelto en sangre. Recordé la voz que me decía «no salgas de casa» aquella noche de tormenta. Y ahora Judie, sus terribles pesadillas… Por un momento se me ocurrió que quizá todo estaba conectado pero después olvidé esa idea.
Ese fin de semana Leo y yo terminamos de lijar la valla y comenzamos con la pintura. Los días eran idóneos, sin lluvia y con poco viento, así que nos esforzamos para dejar dada una primera capa antes de que el clima cambiara. Al mediodía del domingo, Marie apareció con una quiche que había cocinado el día anterior, y almorzamos sentados en el jardín charlando tranquilamente. Debieron notarme raro, llevándome la mano a la cabeza y los ojos, molesto.
Terminé confesándoles que el dolor de cabeza había comenzado a preocuparme. Tomaba las pastillas con disciplina, tras el desayuno, el almuerzo y la cena, pero solo lograba amortiguar el dolor por unas horas. Durante la noche me despertaba con sensación de vértigo y dolores, y tardaba en volver a dormirme. La doctora me había dado cita para dos semanas más tarde, pero Leo y Marie me aconsejaron efusivamente que llamara para adelantar esa cita. Decidí seguir su consejo y el martes por la mañana me presenté en el Dungloe Community Hospital.
Anita Ryan me recibió con una espléndida sonrisa, perfilada con un pintalabios de color rojo fuego, y me invitó a sentarme.
—¿Y bien, señor Harper, como le va todo?
—El dolor sigue ahí dentro —le dije—, en el interior de mi cabeza.
Y parecía que esas drogas no lograban alcanzarlo, como si no encontrasen el camino a su remoto escondite. Iba y venía. A veces pasaba un día entero sin acordarme de él y de pronto aparecía. Era como un retortijón de tripas, pero en la cabeza. Si esperabas un poco se iba, pero sabías que volvería hasta que te sentases en el trono y echases todo lo que tenías ahí dentro.
La doctora se dedicó a leer mis informes mientras yo hablaba del tema. Después, cuando hube terminado, entrelazó sus dedos, de uñas perfectamente esmaltadas y coronados con una alianza dorada.
—¿Tuvo usted migrañas en el pasado, antes del accidente?
—No —respondí—, exceptuando algún dolor de cabeza después de trabajar mucho, pero siempre se había ido al día siguiente. También he tenido problemas en las cervicales, por mi profesión.
—Ah, su profesión —dijo buscando en sus papeles—, no me consta por aquí…
—Músico. Compositor.
Sus dos ojos verdes se clavaron en mí de una manera distinta. Era una sensación a la que ya estaba acostumbrado.
—Oh, qué interesante. ¿Qué tipo de música compone?
—Contemporánea, bandas sonoras, musicales de vez en cuando.
La doctora Ryan se olvidó por un momento de sus papeles. Sus ojos se habían dilatado, sus labios brillaron en una sonrisa.
—¿Algo que pueda conocer? Soy algo aficionada a la música.
Elegí mi respuesta estándar para ser reconocido en el acto. Le pregunté si había visto La cura, con Helen Beaumont y Mark Hammond. Había sido el estreno más sonado de la BBC hacía un par de años, una serie de enfermeras y soldados ambientada en la Primera Guerra Mundial. Iban ya por su tercera temporada.
—No me diga que la música es suya. Me encanta la melodía del principio. La que empieza con ese piano. No sabía que vivía usted por aquí.
—Solo estoy pasando unos meses en la zona. Terminando una obra.
—Oh, claro, por supuesto. Eso es muy típico de los artistas, ¿no es cierto? En fin. Vaya casualidad. —Las palabras de la doctora se quedaron en el aire unos segundos y después volvió sobre los papeles—. Bueno, veamos, su caso es un poco raro. La cefalea pulsátil que usted describe es un signo habitual de migraña. Y la migraña no es muy habitual tras una lesión por necrosis cerebral, como la caída de un rayo. En su caso sería más normal un dolor continuo, que hubiera ido creciendo hasta impedirle dormir, o algo parecido. Pero una cefalea que viene y va, que desaparece durante un día… es algo raro. Creo que vamos a tener que echarle otro vistazo ahí dentro.
Primero fue una nueva exploración con la luz en los ojos, acompañada de más preguntas sobre el dolor (y las mismas respuestas de hacía tres semanas). Y después, tras una corta espera regresé a mi lugar preferido del hospital: el dónut gigante. La gran máquina del ruido y la claustrofobia. En esta ocasión me hicieron una resonancia magnética nuclear. Ya me estaba acostumbrando a sentirme como una pizza cociéndose en el interior de un microondas.
Ryan me dijo que estudiarían los resultados y que me llamaría por teléfono en uno o dos días. Mientras tanto, volvíamos al maravilloso mundo de las pastillas. Un betabloqueante sería mi nuevo compañero diario (tres al día) para prevenir la aparición de los dolores. Y también unos antimigrañosos para cortar el dolor.
Aproveché un momento en el que ella estaba escribiendo todas estas recetas para hablarle acerca de las visiones y del episodio de sonambulismo que había tenido días atrás. No fui demasiado explícito, básicamente resumí la experiencia en que «creía» haber vivido algo que no viví.
El rostro de Anita Ryan se tornó un poco oscuro al oírme contar todo aquello.
—Las pesadillas y las alucinaciones son algo bastante común entre las secuelas de un impacto de rayo, aunque nunca he oído hablar de un episodio de sonambulismo semejante. Pero bien podría estar provocado por el shock.
—Veo que no lo tiene del todo claro… —dije, y ya fue demasiado tarde cuando me di cuenta de que aquella frase podía haber sonado un tanto arrogante.
Ryan encajó la crítica con una sonrisa.
—Nada es demasiado matemático cuando se trata del cerebro, señor Harper, aunque comprendo su preocupación. Si lo desea, puede consultar a otro especialista.
—Lo siento, no quería decir eso…
—Lo sé, no se preocupe. Ningún médico que se considere profesional pretendería tener la razón absoluta en un asunto como este. Espere un segundo.
Se levantó y se dirigió a una estantería, de la que sacó una pequeña agenda que empezó a revisar de inmediato.
—Hay un hombre en Belfast, un doctor de prestigio en asuntos de sueño. Se llama Kauffman. Ha escrito mucho sobre los tratamientos del sonambulismo y desórdenes del sueño a través de la hipnosis. Es toda una autoridad en la materia, quizá le interese hacerle una visita.
Anita escribió su nombre y teléfono en un papel y me lo entregó junto con el resto de las recetas.
—Aunque si le soy sincera, creo que es cuestión de tiempo que su cefalea desaparezca.
Me mostré de acuerdo, decidido a caerle todo lo simpático que pudiera a la doctora tras mi desliz. Después me despedí y caminé fuera de la consulta recordando lo que Judie me había dicho: «Te darán más drogas», y casi decidiendo que esperaría antes de tomar una sola de aquellas pastillas. Y también antes de llamar a ese doctor de la cabeza de Belfast. Quizá Ryan tuviera razón y todo acabase por solucionarse por sí solo.
Esa tarde no me apetecía estar solo, pero Judie estaba ocupada en la pensión, y cuando pasé por el cruce del Diente de Bill, aunque estuve tentado de bajar donde Leo y Marie a hacer una visita, mis manos terminaron girando el volante en la otra dirección.
Cuando llegué a casa el mar entregaba un suave oleaje sobre la playa y un par de nubes flotaban en el horizonte. Me quité los zapatos y caminé descalzo sobre la hierba. Había segado el césped dos días atrás, pero quizá volviera a darle un repaso. No me apetecía volver a la casa y enfrentarme al piano. Sencillamente sabía que no iba a funcionar y prefería evitarme un atracón de ansiedad.
Terminé parado frente a la valla de madera. Entre Leo y yo habíamos dado la primera capa de blanco a casi la mitad de las astas, cuyo blanco resplandecía en contraste con la hierba.
Me arrodillé y observé la tierra alrededor de las astas, era sólida y plana. La hierba crecía profusamente allí. Ni una sola señal de haber sido removida o cavada. La tomé con mis manos, traté de sacudirla, pero la valla respondió con la firmeza de un árbol.
La recordé tal y como la había visto unas noches atrás. En el suelo, partida en dos. La tierra alrededor de las astas estaba removida. Como si algo, un gran golpe, la hubiera arrancado de cuajo. Me senté en la hierba y estuve allí un buen rato, pensando. ¿Qué podía significar aquello? Algo dentro de mí me decía que aquello era un símbolo, un mensaje.
Al cabo de un rato, se me ocurrió una idea. Volví a casa y rastreé entre carpetas y revistas hasta dar con mi agenda de teléfonos.
La llamada fue para mi amiga Imogen Fitzgerald, de la agencia de multipropiedad. Tuve suerte y la encontré trabajando. Su voz sonó rápida y brillante. Imaginé su cara pecosa y sus bonitos ojos irlandeses distrayéndose un rato de la pantalla de su iMac.
—¿Cómo va todo, Pete?
Había querido llamarla desde hacía dos semanas a cuenta de la alcantarilla de la fosa séptica; pues bien: esa fue la disculpa que rompió el hielo. Le expliqué el problema y ella me prometió que enviarían a alguien a arreglarlo ipso facto (lo que venía a significar un mes más tarde). Mientras tanto, me aconsejó que colocara alguna tapa o rejilla de metal sobre ella, para evitar que mi segadora volviera a caerse por allí. Después me quedé sin más excusas para seguir hablando con ella: «¿Cómo va todo por allí? ¿Te vas habituando a tu nueva vida?».
No sabía cómo plantearle la cuestión, así que decidí ir directamente al grano. Le pregunté desde cuándo trabajaban con aquella propiedad, y si había pasado algo «raro» o reseñable que ella pudiera recordar.
—Tenemos la casa en cartera desde hace cinco años. Pertenece a una familia norteamericana, de Chicago. Ya sabes, descendientes de irlandeses. Vienen un verano, se enamoran de la leyenda y se compran una casa, pero nunca vuelven por aquí. Ha estado alquilada solo tres veces desde entonces. Hace tres años, un verano, por una familia también norteamericana. Hace dos años, primavera y verano, por un estudiante alemán que estaba investigando las aves migratorias. También me consta una ocupación en febrero de 2007; cosa extraña, no dan demasiados datos sobre esta. ¿Algún problema, Pete? ¿Has encontrado un cadáver? ¿O un tesoro tal vez?
—¿Se trataba de una mujer, la que alquiló la casa en febrero? —pregunté.
—No dice nada, Pete, lo siento. Posiblemente fue alguien de dentro de la empresa. A veces lo hacen. Se pagó por transferencia y por adelantado. Podría investigártelo. Pero solo a cambio de que me digas qué demonios está pasando.
—Es una tontería, Imogen, te vas a reír. El otro día vino una amiga y me dijo que notaba… cierta «presencia» en la casa. Estábamos cenando y habíamos bebido un poco. Me dijo que siempre había tenido un sexto sentido, y que notaba la presencia de una mujer.
—¿Un fantasma? Joder, Pete, no me…
—No me lo tomé muy en serio —la interrumpí—, pero me gustaría saber si puede haber algo de verdad en todo esto.
—OK. Lo miraré, Pete. Pero no lo vayas diciendo por ahí. La casa ya es bastante difícil de colocar.
—Vale, Imogen, gracias.
Me despedí de Imogen sintiéndome un poco idiota. Había notado algo de sarcasmo en su tono de voz y, al mismo tiempo, ¿no era un poco ridículo hacer este tipo de preguntas? Tratando de olvidarlo fui al cobertizo, saqué mi segadora y me puse a segar. El ruido del motor irrumpió en la tranquila tarde como un trueno.