6
No había un solo coche repostando en ese momento. El viento esparcía las hojas de un periódico por entre los surtidores. En los altavoces de la gasolinera sonaba la retransmisión de un partido de hurling entre Leinster y Munster.
Una de esas hojas de periódico fue a meterse bajo el chasis de aquella furgoneta General Motors que, bajo la tenue luz del aparcamiento, parecía estar vacía.
«No puede ser. Solo voy a echar un vistazo para descartar esta ridícula idea. Uno no puede tener tanta suerte».
Me acerqué al edificio simulando mirar las cosas que se vendían fuera de la tienda. Leña y turba para las chimeneas, hielo en bolsas de plástico, pienso para perros, periódicos. A veces la gente no se quiere ni bajar de sus coches para comprar el periódico. Y después se preguntan por qué el infarto es la causa número uno de muertes en Irlanda.
Llegué a la esquina. El monovolumen gris era el que estaba aparcado más cerca del edificio y a continuación estaba la furgoneta GMC.
Noté que las piernas empezaban a temblarme.
Era una brillante y nueva GMC modelo Savana color cereza, matrícula de Belfast. Había muchas, claro, había muchas furgonetas como esa en el mundo. Una General Motors Savana color cereza, pero ¿cuántas tenían las llantas cromadas? Supongo que algunas menos.
Estaba tan jodido que cerré los ojos y me dije: «Despiértate en el hospital, ahora mismo, y cómete la cena». Pero cuando los volví a abrir, allí seguía.
El parabrisas era una gran masacre de mosquitos, por lo que supuse que llevaría viajando unas cuantas horas. También me fijé en el ambientador que colgaba en su espejo retrovisor y que tenía dibujado el logotipo de Hertz. «De alquiler», pensé, como si aquello tuviera sentido.
Me entretuve mirando unos envases de aceite para coche mientras trataba de recordar la matrícula. Pensé que la tenía, pero la olvidé un minuto más tarde. Mi cabeza iba a cien por hora.
Caminé hasta la entrada de la gasolinera y las puertas mecánicas se abrieron ante mí. A la izquierda, tras el mostrador, una adolescente con acné me saludó amablemente. Le devolví el saludo con la cabeza. Con mi garganta seca y estrangulada por el miedo no hubiera podido emitir una sola palabra en ese momento. A la derecha se encontraba la zona de la cafetería y el minisupermercado. Caminé entre dos estanterías llenas de revistas, paquetes de patatas fritas y chocolatinas hasta que finalmente superé una columna que me impedía ver a los clientes que estaban sentados en las mesas de la cafetería. Cogí una revista de la estantería e hice como que la miraba. Podría haber sido una revista porno con animales y no me hubiera dado cuenta.
Había dos mesas ocupadas en ese momento. En una de ellas cenaba una familia —supuestamente los dueños del monovolumen gris que estaba aparcado junto a la GMC—. Dos niños de la edad de Jip corrían alrededor de la mesa peleándose por la posesión de algún juguete, mientras que sus padres almorzaban en silencio, compensando con expresión avergonzada el estruendo de sus vástagos.
El otro grupo estaba junto a una de las ventanas. Allí había cuatro personas. A tres de ellas —una mujer morena, un hombre muy grueso y otro más delgado, con gafas de sol redondas y el pelo pegado a la cabeza, y cortado a lo casco— ya las conocía. El cuarto, al que no había visto antes, era un tipo fornido y alto que se sentaba junto a la mujer y que en esos momentos estudiaba un mapa de carreteras. Los demás bebían café y comían sándwiches en silencio, ojeando sus teléfonos móviles o atendiendo al mapa. Parecía que estaban buscando algo y que todavía no lo habían encontrado. ¿Tremore Beach?
Es difícil describir lo que me pasaba por la cabeza en esos instantes. Trataba de sujetar la revista entre mis manos y de mantener mis labios cerrados, pese a que quería ponerme a gritar. Pensé en intentar frenarles allí mismo. Matarlos. Rociarlos de gasolina y prenderles fuego.
Los observé durante un largo minuto mientras trataba de pensar qué era lo que debía hacer ahora. Cuatro personajes con cierto aire exótico, a los que uno podría confundir con hombres de negocios o quizá personas del mundo del cine. Yo era el único que sabía quiénes eran, y también el único que sabía lo que se proponían hacer. Dejé la revista en su sitio. Fui al mostrador y compré un paquete de chicles. La adolescente con acné me ofreció un 3 × 2 si rellenaba una encuesta. Le dije que no tenía tiempo y le dejé un billete de diez euros en el mostrador.
—Una sola cosa, querida —le dije—. ¿Ves a esos cuatro tipos sentados allí en el fondo?
—Sí.
—No me refiero a la familia, sino a los tres hombres y la mujer. ¿Los ves?
—Sí, sí, claro.
—Han venido en esa furgoneta, ¿verdad? —dije señalando a la GMC que se podía ver a través de la ventana—, la de color cereza. La puedes ver, ¿verdad?
—Sí —respondió ella—, ¿por qué?
—Oh, por nada. Me pareció verles esta mañana en Dungloe, creo que son gente del cine. Quizás están buscando una localización para una película.
—¿En serio? —dijo la chica, abriendo los ojos como platos—. Mi hermana Sarah quiere ser actriz.
—Entonces quizá deberías hablar con ellos cuando se marchen.
Salí de allí, caminando despacio hasta la carretera, sintiendo mi cabeza y mi estómago a punto de estallar por los nervios. Crucé con cuidado. En ese momento hubiera sido fácil que un camión me pasara por encima. Además, aquellos cuatro asesinos estaban cerca de la ventana y no quería que vieran a nadie corriendo despavorido en dirección al pueblo.
Una vez estuve al otro lado de la carretera, saqué el teléfono móvil de mi chaqueta y marqué el número de Judie. Esta vez, la voz de una operadora me dijo que el teléfono no estaba disponible. Después lo intenté con Leo y Marie. El teléfono de su casa comunicaba y los móviles ni siquiera daban tono. Miré el frente tormentoso, retumbando a lo lejos. Supuse que el mal tiempo habría comenzado a interferir en los teléfonos. Por otro lado, reconozco que no pensaba mucho en aquellos momentos. No tenía claridad de ideas, solo un terrible pánico. Podría haber suplicado ayuda a algún conductor (¿pasó alguno realmente?), o incluso podría haberme desviado hacia High Street y pasar por el Fagan’s y alertar a todos los que estuvieran allí, pero todo cuanto hice fue correr. Quería llegar a la tienda de Judie, poner a mis hijos a salvo y entonces hacer las mil llamadas que tenía que hacer, comenzando por la casa de Leo y Marie, la policía, el ejército, lo que fuera.
Enfilé la pequeña comarcal de Clenhburran. Primero a paso normal y después, cuando vi que ya me había alejado lo suficiente de la gasolinera, acelerando las piernas hasta que finalmente me encontré corriendo al límite de mis fuerzas.
Aguanté diez minutos a ese ritmo, corriendo como no había corrido en los últimos diez años. Después tuve que parar a tomar aire y a reprimir unas terribles náuseas. Supongo que las pastillas que había tomado en el hospital no ayudaban precisamente, ni los diez cigarrillos diarios. Odié mi cuerpo blandengue y llorón mientras trataba de meter aire en mis pulmones y evitar un inconveniente arranque de vómito.
Miré hacia la carretera. Me imaginaba que en cualquier momento aquella furgoneta me adelantaría y entonces solo me quedaría gritar o lanzarme bajo sus ruedas. Comencé a caminar apresuradamente, una especie de marcha desesperada y agotada, mientras que mis pulmones hacían asmáticos esfuerzos por seguir llenándose de aire.
Cuando finalmente alcancé las primeras casas de Clenhburran había comenzado a llover. El pueblo estaba desierto, todo el mundo, imaginé, estaría cobijándose en el Fagan’s, con cerveza y una amplia reserva de conversación e historias que debía durar el resto de la noche.
Bajé por Main Street sin cruzarme con nadie excepto dos niños que me miraron con una malévola sonrisa al verme caminar con aquellas prisas y falto de aliento. La tienda de Judie estaba cerrada, y a través del escaparate no podía verse luz alguna. Me dirigí directamente a la puerta de la pensión y allí descargué unos apresurados y fuertes golpes, como si fuera mi último acto antes de caerme muerto.
Tras unos segundos de silencio, en los que aproveché para recobrar algo de aliento, oí unos pasos corriendo escaleras abajo.
«Judie —pensé—. Gracias a Dios».
Pero la persona que me abrió no era Judie, sino un tipo grande, de abundante barba pelirroja, al que creía haber visto alguna vez, pero que no podía recordar.
—¿Qué se le ofrece, amigo?
Tragué saliva antes de hablar.
—¿Dónde… está Judie? —Mi voz sonaba ahogada y ronca, el tipo no ocultó su sorpresa. Se plantó con los brazos en jarras ocupando todo el ancho de la puerta.
—¿Judie? —dijo el barbudo, mirándome de arriba abajo. Supongo que debía tener un aspecto terrible en esos instantes—. ¿Quién lo pregunta?
Hubiese deseado gritarle, pero no tenía fuerzas para eso.
—Está con mis hijos… por favor, dígale que soy Peter.
Estas palabras le hicieron reaccionar.
—¡Ah, claro! Usted es el padre de los niños. ¿Ya ha salido del hospital? Judie pensaba que se quedaría usted una noche más…
—Me… me dieron el alta —respondí.
—Oh, bueno, felicidades. Verá, Judie no está aquí. Se fue a la casa de unos amigos suyos, en la playa.
Al escuchar aquello sentí que el suelo se abría bajo mis piernas.
—¿Cómo…?
—… creo que es culpa nuestra, ¿sabe? —continuó diciendo el tipo, ahora muy amigable conmigo—. Hemos aparecido de improviso esta tarde. Como la pensión suele estar vacía casi siempre ni siquiera llamamos, y Judie no quiso dejarnos en la calle.
Entonces recordé de qué conocía a aquel tipo. Era uno de los músicos que solían tocar en el Fagan’s. Por su maldita culpa mis hijos todavía estaban en peligro. ¡Judie los había llevado al lugar donde todo estaba a punto de pasar… precisamente esa noche!
—¿Tiene un coche? Necesito que me preste su coche.
—Nunca conducimos cuando venimos aquí. Ya sabe —dijo, guiñándome un ojo y haciendo el gesto de beber con una mano—. Pero si quiere le puedo prestar una bicicleta. Judie tiene unas cuantas en el jardín de atrás.
Miré a un lado y al otro de la calle, que estaba desierta. Si entraba en el Fagan’s pidiendo ayuda quizás alguien se prestara a llevarme… pero quizá tardase demasiado en convencer a alguien. La furgoneta no había aparecido en todo ese tiempo y recordé a los tipos, cómodamente sentados y bebiendo sus cafés. Quizás estuvieran haciendo tiempo hasta que fuese realmente tarde. Pero eso era algo sobre lo que no tenía ninguna certeza.
—Sí —dije finalmente—, cogeré una de esas bicis.
El fantasma seguía creciendo en el horizonte. Negro, cada vez más negro. Una gigantesca cabeza se había formado en el centro de aquella pared de nubes, una especie de planeta a punto de estallar sobre nosotros.
Pedaleando la vieja bicicleta, sentía mis piernas duras y atenazadas. El viento de la tormenta frenaba mis esfuerzos por avanzar. La lluvia saturaba mis ojos, y la escasa luz de esas horas no ayudaba a ver con claridad las caprichosas curvas del camino.
Nunca había recorrido el trecho entre Clenhburran y el Diente de Bill andando, ni siquiera en los días de buen tiempo. Siempre había conducido por allí, y como casi nunca me cruzaba con nadie (excepto quizá Leo y Marie), solía ir rápido, unas cincuenta o sesenta millas por hora, con lo que solía tardar unos quince minutos en atravesarlo. Esa noche, en cambio, el camino parecía eterno. Llevaba quince o veinte minutos pedaleando con todas mis fuerzas y todavía no atisbaba a ver el mar. Era como si los duendes hubieran retorcido el camino para que no acabara.
Alcancé una primera elevación del terreno, donde un árbol muerto y solitario me saludó con sus ramas en forma de garra retorcida. Allí paré un segundo a tomar aire después de luchar contra aquella inclinación. Si no recordaba mal, estaba más o menos en el primer tercio de la distancia. Miré hacia atrás y vi las luces de Clenhburran difuminadas en la lluvia como una pintura hecha a acuarela. No se veía ningún vehículo acercándose por el camino.
Volví a intentarlo con el teléfono, pero esta vez ni siquiera llegué a escuchar a la operadora. Allí, en medio de la turbera, el icono de cobertura de red no mostraba ni una raya.
«Vamos. Sigue —me dije—. No pares ni muerto».
Comenzaba una larga cuesta abajo y me lancé por ella sin dejar de pedalear. Recordaba que había una curva no mucho después de terminar la cuesta y me preparé para girar. Pero la curva llegó antes de lo previsto. Supongo que iba demasiado rápido, o que tomé la curva por el lado que no debía. En cualquier caso, ya era demasiado tarde cuando percibí el borde del camino bajo mis ruedas, y demasiado tarde para mis frenos, que de todos modos resbalaron antes de causar ningún efecto en las ruedas. Sentí que la bicicleta salía proyectada por el aire. Después se golpeó con tres o cuatro piedras antes de pararse en seco con algún obstáculo mayor y hacerme perder el equilibrio. Caí de lado contra un suelo esponjoso y húmedo, y me golpeé el hombro de lleno contra algo bien duro.
Escuché un crac, pero ni siquiera tenía aliento para gemir de dolor.
«Mierda. Mierda. Mierda», le grité a aquel suelo yermo y estepario, mientras la lluvia acababa de empapar la parte de mi cuerpo que todavía no se había embadurnado de barro y agua.
Sentí un terrible dolor en el hombro izquierdo. No estaba roto, porque podía moverlo un poco, pero seguramente se había dislocado o resquebrajado un poco. Me levanté. Encontré la bicicleta a un lado del camino. La tomé con el brazo derecho y la devolví al asfalto. Después me monté con cuidado, tratando de no apoyar mi brazo en el manillar, y puse el pie en el pedal derecho. Tomé impulso pero entonces noté que el pedal se resistía a girar.
Me desmonté y, después de maldecir a todos los demonios y duendes de Irlanda por aquella mala suerte, tumbé la bicicleta en la carretera y la volví a levantar con las ruedas hacia arriba. Busqué la cadena negra y el eje grasiento del piñón y traté de casarlos, pero el problema parecía estar en otro sitio. La cadena se había trabado en la catalina, en algún lugar bajo una cubierta protectora de plástico, que —para mejorar las cosas— estaba atornillada por tres puntos al cuerpo de la bicicleta.
Traté de arrancar la cubierta, pero estaba condenadamente bien sujeta, además de que los bordes de plástico estaban tan afilados que consiguieron hacerme sangrar en un par de dedos. Pensé en buscar una piedra para romperla a golpes, pero terminé desistiendo. En un arranque de furia primitiva le solté una patada y la dejé en medio de la carretera, y continué la marcha andando a toda prisa.
«Vamos, maldita sea, rómpete las piernas si hace falta, pero corre».
No podía correr toda aquella distancia, lo sabía, pero caminé tan aprisa como era capaz. Había otra suave colina frente a mí y, si no recordaba mal, tras ella solo había una llanura que iba a terminar en el Diente de Bill. Tardaría otros veinte minutos, pero llegaría.
Los relámpagos, que hasta el momento se habían contenido entre las nubes, comenzaron a descargar a lo lejos, quizá todavía en el mar. Su resplandor iluminaba la tierra durante unos pocos segundos en cada descarga, creando largas sombras en el suelo, en aquella vasta e inclemente estepa, barrida por el agua y el viento en la que yo era como un insecto con el ala rota, arrastrándome penosamente.
Hacía años que mis labios no habían pronunciado una oración. Hacía años que no me acordaba de Dios, pero en aquel momento fue todo lo que se me ocurrió. Pedirle perdón por haberme olvidado de Él y pedirle un favor especial: que me diera tiempo, solo un poco más de tiempo para llegar junto a mis hijos.
Y quizá Dios me escuchó y entendió mal mi deseo. O quizá lo entendió perfectamente, pero decidió gastarme una pequeña broma. Lo pensé cuando vi mi propia sombra alargarse en el suelo frente a mí. Al principio imaginé que se trataría de un rayo, pero la sombra permaneció allí y lentamente la tierra se iluminó a los lados. Entonces comprendí lo que estaba pasando.
Me giré y observé los faros de un vehículo acercándose por la carretera. Era ya demasiado tarde para lanzarse a orillas del camino, o para tratar de esconderse, por lo que me quedé quieto, en medio del camino, con la mano levantada frente a los ojos para evitar que las luces me cegaran. Fue todo lo que se me ocurrió, quedarme allí quieto e impedirles seguir.
Según llegaban a mi altura alcé la mano y sonreí. La furgoneta comenzó a frenar y pude verla con mayor claridad. Era, por supuesto, la GMC Savana color cereza.