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Conduje despacio por la estrecha carretera de grava que ascendía sobre las dunas, mientras notaba el viento agitando las dos toneladas de acero de mi Volvo V40 como si estuviera hecho de papel. Los focos atravesaban la noche como dos espadas de luz y trataba de no perder de vista el borde derecho de la carretera, pues a medida que me alejaba de la casa de Leo y ascendía hacia el Diente de Bill, la carretera se iba elevando y en cierto punto aquello se convertía en un pequeño barranco sin otra protección que los matorrales de la duna.
Sobre mí, la gran y poderosa Diosa de la Tormenta había comenzado a retumbar, a emitir rumores de parto.
Pisé un poco el acelerador. Pensé que no quería estar en la carretera cuando esa gran Madre del Fuego comenzase a chillar histérica y a lanzar a sus hijos sobre la tierra. Pero en cuanto superé la cuesta y llegué a la cima de la colina, vi algo que me obligó a pisar el pedal de freno.
Una rama, cruzada en medio de la carretera.
Era una gran rama, una de las cuatro o cinco principales que aún lucía el hermoso y viejo roble del Diente de Bill. Pude distinguir como uno de los extremos estaba ennegrecido, aún humeante, y supuse que un rayo debía haberla arrancado del árbol. Y después el viento huracanado de las últimas dos horas la habría empujado hasta colocarla en el centro del camino.
Adelanté la cabeza y eché un vistazo a través del parabrisas, hacia arriba. El gran merengue negro había comenzado a rotar justo encima del coche. Se veían resplandores en sus tripas y se oían amagos de trueno, como ronquidos a medio apagar de un gigante al que hemos perturbado en su sueño.
Si en vez de conducir un Volvo V40 hubiera sido un Land Rover Discovery como el de Leo, ni siquiera me lo hubiese planteado: marcha corta y pasar por encima, ya me encargaría de volver a la mañana siguiente y quitarla de en medio a hachazos. Pero los bajos de mi viejo coche no iban a soportar semejante acrobacia y temía reventar una o dos ruedas en el intento. Además, los O’Rourke vendrían por el mismo camino más tarde, en algún momento, y quizá no tuvieran la suerte de verla a tiempo.
Así que decidí que lo haría tan rápido como pudiese.
Salté del coche y, en cuanto lo hice, me di cuenta de que aquello era peligroso. Todo lo que sabía de tormentas eléctricas me decía que no debía estar allí. En lo alto de una colina, junto a un árbol, bajo una nube a punto de reventar.
«Esta noche, no».
Había oído en alguna parte que los coches cerrados (así como los aviones) no tienen peligro en las tormentas eléctricas, debido a un efecto por el cual la electricidad recorre la superficie sin afectar a su contenido. Estuve a punto de volver a dentro. Quizá fuese mejor tratar de rodearla… pero qué demonios. «Vamos allá. Saca pecho y sé un hombre; nunca pierdas tu amor propio y tu gusto masculino por las gilipolleces temerarias, aunque sea a costa de diñarla».
El viento soplaba bien fuerte en esos instantes. Miré aquel viejo roble, mutilado y humeante, y percibí el olor que desprendía; a quemado, pero no como una chimenea o una barbacoa, sino al quemado de una bombilla, o de un cable viejo. Me recordó a la vez que mi hija Beatrice metió los dedos en un enchufe del salón cuando tenía tan solo cuatro años. La luz de toda la casa saltó de pronto y cuando la encontramos en el salón, tenía los pelos de las cejas de punta. Y olía así.
Encima de mi cabeza la gran espiral de merengue negro eructó un poderoso rugido que hizo temblar la tierra. Alcé la vista una última vez y pude distinguir una especie de luz en el interior de aquella gran madre preñada. Un remolino de luz azul.
«Los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio», me dije a mí mismo.
«Vamos, cuanto antes acabes, mejor».
Me acerqué a la rama y la tomé por un extremo. La condenada pesaba más de lo que habría podido anticipar. Comencé a arrastrarla como si se tratase de la manecilla de un gigantesco reloj que habría que poner en hora, dirigiéndome hacia el borde de la carretera. Al fondo, la playa estaba completamente a oscuras. Solo se distinguían los crespones blancos de las olas rompiendo en la arena.
Cuando llegué al borde, la rama hacía una perfecta paralela con la carretera. Eso era más que suficiente. La dejé caer pesadamente y me limpié las manos en los vaqueros. Después di un paso en dirección a mi coche, y entonces noté algo a mi alrededor.
Había luz. Mucha luz.
Primero pensé que eran los faros del Volvo. Quizás hubiese puesto las antiniebla por error, antes de salir, pero el caso es que todo estaba muy iluminado, quizá demasiado iluminado.
Aturdido, comencé a caminar hacia el coche y entonces noté algo que me recorría el cuerpo. Un cosquilleo fluía por mis vértebras, mi cuello y que iba a morir en mis manos. Las miré y observé que el vello estaba completamente erizado. Cada uno de los pelos de mi brazo estaba erecto, como las púas de un erizo. Era como si alguien hubiera colocado un gigantesco imán encima de mi cabeza.
Encima de mi cabeza.
Levanté la vista hacia arriba. Ese remolino de luz azul, dando vueltas aceleradamente, como un disco a mil revoluciones por minuto. «Los rayos no caen dos veces en el mismo sitio».
Sentí algo en las sienes. Y la luz del coche doliéndome en los ojos, convirtiéndose en una gran blancura. Tuve tiempo de darme cuenta de lo que pasaba. Fueron unos pocos segundos y creo que traté de alcanzar el Volvo, pero no llegué. Entonces lo sentí: algo me mordió el cuerpo; el rostro, el hombro, las piernas. Me agitó como un muñeco y me hizo volar.
Aquella caja fuerte de mil toneladas cayó en el centro de mi cabeza. Me aplastó, me hizo caer sobre mis rodillas al suelo, y después reventó como si llevase dentro mil kilos de explosivo. Mis oídos no pudieron con aquel sonido. Se apagaron. Se quedaron en blanco.
Después oí mi propio grito y sentí que caía al suelo, y esperé a que mi cuerpo chocase contra la tierra, pero eso no llegó a pasar. Seguí cayendo en una negrura sin final.