7

Me alegré de que Marie no estuviera en casa cuando llamé a la puerta de los Kogan, ese mediodía. Leo me explicó que Marie estaba en Clenhburran, concentrada en los preparativos de la noche de cine al aire libre, que tendría lugar el jueves siguiente.

—¿Dónde has dejado a tus cachorros? —preguntó después.

—Están con Judie, en el pueblo. Se fueron a ver las focas en el puerto.

—¿Una cerveza? —preguntó, perdiéndose tras la puerta de la cocina—. Ya sé que es pronto, pero acabo de volver de un paseo de dos horas y estoy seco.

—¿Los acantilados? —pregunté en voz alta, mientras Leo rebuscaba en su nevera.

—Sí, señor —gritó él—. Desde aquí hasta Monaghan. Una señora paliza. Además, hay bastante humedad en el aire. Espero que no le dé por llover justo la noche del cine.

Leo regresó de la cocina con un par de latas de Heineken. Tomé la cerveza y le di las gracias.

—He oído que serás el actor principal de la noche. ¿Ya tienes preparado el discurso?

—Oh, bueno, en realidad no. Diré algo sobre lo bueno que es vivir en los pueblos pequeños, la inspiración de las cosas sencillas… no sé. O quizá lo saque de algún libro.

—Pueblo pequeño, infierno grande, eso es lo que yo opino. Ahora esa cotilla de Laura O’Rourke va contando que somos unos potentados porque llamé para preguntar por el velero. ¡De eso te enteras entre las estanterías del almacén de Durran! Pero en fin, Frank es un santo varón. Me está aconsejando bien y quizá tire la casa por la ventana. ¿Sabes?, esa idea del velero me encanta.

Los niños no paraban de hablar de lo bien que se lo habían pasado en el barco. Y Leo me respondió que quizá podríamos repetirlo antes de que los niños regresaran a Ámsterdam. Eso ocurriría en una semana y media.

Nos sentamos en los sofás junto a la chimenea.

—Tiene que ser duro dejarlos ir de nuevo, ¿verdad?

—Bastante —respondí—. Acaban de llegar y ya se están marchando.

—No me extraña, Pete, son geniales. Además, se ve que te adoran. Pero de todas formas tú tienes pensado volverte pronto, ¿no?

—Supongo que sí —acabé respondiendo—. Creo que terminaré de grabar algunas cosas y tendré que tomar una decisión. Quizá vuelva a Holanda. A otro sitio que no sea Ámsterdam. Tengo algunos amigos en Haarlem. Podría establecerme allí. Vería a los niños cada semana. Podría funcionar…

Leo dio un largo sorbo a su lata.

—Te echaremos de menos, amigo.

—Y yo también a vosotros, Leo. Pero todavía queda un buen rato de Peter Harper por aquí. ¿Y qué hay de ti y de Marie? ¿No habéis tenido suficiente viento y frío todavía? ¿Hasta cuándo piensas posponer tu sueño de vivir en Tailandia?

—Uuuh… —sonrió y se le arrugaron los ojos—, no lo sé, Pete. Uno tiene muchos sueños, pero el tiempo pasa y te haces viejo, y los sueños se convierten en porcelanas a las que miras y quitas el polvo y nada más. No sé si alguna vez nos marcharemos de aquí. Ya te dije que Marie está enamorada de este lugar. Y al final todos vamos donde van nuestras mujeres, ¿no?

Asentí en silencio. Después noté otra vez esa mirada de Leo sobre mí.

—¿Y qué hay de Judie, si no te importa que te lo pregunte? ¿Vas a incluirla en tus planes?

Sonreí y bebí un largo trago. «Vaya, vaya, y era yo el que había venido a hacer preguntas». Después miré a Leo y quise decir algo con mi sonrisa y mi mirada, pero él parecía estar esperando ver moverse mis labios.

—No lo sé. Ella parece muy feliz aquí, con su tienda y su mundo cósmico. Quizá no sea tan fácil convencerla.

—Quizá solo sea cuestión de pedirlo. —Leo se rio al decirlo—. Si algo me ha enseñado la tonelada y media de arrugas que llevo en la cara es eso: a veces solo hay que decir lo que uno quiere en voz alta y todo empieza a ajustarse. Es una gran chica.

—Yo también lo pienso —respondí—, y cuando la veo con los niños… también me imagino cosas. Pero me da miedo volver a hacerles pasar otra vez por lo mismo. ¿Entiendes?

—Sí…

Creo que iba a añadir algo más, pero entonces sonó el teléfono en la cocina y Leo se levantó a atenderlo. Después de un rato regresó al salón.

—El maldito servicio de gas. Creo que no podría funcionar peor si lo hicieran a propósito. Ahora dicen que tardarán una semana en volver por aquí y estamos sin propano desde hace dos días. Menos mal que es verano. En todo caso, creo que iré al Andy’s a por unas latas de gasolina para los generadores. ¿Tienes algo que hacer ahora?

Estrujé la lata de cerveza entre mis dedos.

—En realidad, Leo, había venido a hablar contigo de una cosa —dije.

Leo frunció el ceño durante unos pocos segundos, y después sonrió.

—¿Son imaginaciones mías o te has puesto muy serio? Vamos, sea lo que sea, puedes contármelo.

—¿Quieres? —dije, sacando la cajetilla de Marlboro de mi camisa y ofreciéndole un cigarro—. Creo que llevará un buen rato…

—¿Es para tanto?

—Bueno, acabo de estar en Dungloe, hablando con la policía.

A Leo se le congeló la mirada. Apuró su lata y aceptó uno de mis Marlboros.

—Suéltalo.

Como una confesión que llevas tiempo queriendo hacer, aquella historia salió en tromba de entre mis labios. Todo volvió a desfilar ante mis ojos, con sumo detalle, sin una sola duda o laguna en mi memoria: las pesadillas que no había dejado de tener. El periódico en la casa de mi padre en Dublín. Y todo lo acontecido la noche anterior. La puerta dando golpes en el marco. Las luces al otro lado de la colina. La furgoneta que casi me atropella en el Diente de Bill. La caída por el barranco. Y después aquellos dos hombres y la mujer. El largo y brillante cuchillo.

Mientras rememoraba todos estos detalles esperaba que Leo me interrumpiera con alguna de sus ocurrencias. Que soltara un chiste y le diese la vuelta a todo aquello. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario. Leo me escuchaba sumido en un silencio absoluto. En su rostro solo había seriedad. Ni preocupación, ni temor, ni incredulidad. Estaba escuchando todas y cada una de mis palabras como si quisiera memorizarlas.

Al terminar de explicarlo todo, solo el mar y las gaviotas que sobrevolaban la casa interrumpían el hondo silencio que se había hecho entre nosotros dos. Leo se había recostado en el sofá y me observaba con los brazos cruzados sobre su pecho, congelado. En aquel preciso momento podría haberme soltado un puñetazo o roto a llorar y ninguna de las dos cosas me hubiera sorprendido en absoluto.

—Bueno, ¿qué opinas de todo esto? —dije encendiéndome otro cigarrillo. En el cenicero que tenía frente a mí se habían acumulado cuatro colillas en menos de media hora.

Leo reaccionó. Liberó el nudo de sus dos brazos y se incorporó hacia delante, expirando largamente, apoyando los codos en sus muslos. Lanzó una mirada perdida a la mesilla donde se acumulaban fotos de él y Marie.

—Joder, ¿qué quieres que piense? Creíamos que todo eso había pasado… pero veo que estábamos equivocados. No sé qué decirte, Pete.

Robó un cigarrillo y se lo encendió. Yo permanecí callado.

—Te conozco y creo que eres un tipo cabal. No te imagino exagerando ni inventándote cosas. Si me lo cuentas es porque te ha pasado, o al menos lo crees profundamente. Solo puedo decirte que esta noche no hubo nadie conduciendo por el Diente de Bill, ninguna furgoneta con tres personas aparcó en tu casa, no al menos en la dimensión en la que yo vivo. Y nada ni nadie atacó a Marie. Pero eso no viene a solucionar nada.

—¿Y si fuera algo más? —pregunté.

—¿Algo… como qué?

—Algo como… —miré al techo, consciente de lo estúpido y demente que iba a sonar lo que estaba a punto de decir.

—¿Una premonición? —terminó Leo por mí; después apuró su lata y clavó su mirada en el océano—. ¿Eso es lo que crees?

—Bueno… Puesto a sonar estúpido: sí, eso es lo que quiero decir. Que algo malo está por venir. Algo que nos acecha a todos. A ti, a Marie, a Judie, a mí, a mis hijos… Hay algo que nunca os he contado sobre mi familia, Leo. Suena un tanto ridículo, pero mi madre creía que tenía un don, una sensibilidad especial… para ver cosas que iban a ocurrir. Tengo la extraña teoría de que a mí me está ocurriendo lo mismo, amplificado por ese rayo que me frio la cabeza.

Leo me miró fijamente pero no respondió.

«Realmente suena estúpido si lo dices en voz alta», pensé en aquel largo silencio.

Se puso en pie y caminó por la habitación adelante y atrás masajeándose el ceño y lanzándome una mirada de vez en cuando. Noté que se había puesto realmente nervioso. Bueno, eso era lo lógico. Al fin y al cabo le estaba diciendo que pensaba que una banda de asesinos planeaba venir a probar sus cuchillos de caza con él y su mujer.

—Pongamos que estés en lo cierto —dijo entonces—. ¿Por qué crees que yo podría ayudarte?

—No lo tengo muy claro todavía. Pero puede que esto tenga relación con Marie. Todo empieza con ella… y esos hombres la persiguen a ella. O eso es lo que creo entender de todo esto. Yo… por nada del mundo quisiera meterme donde no me llaman, pero tengo que preguntarte algo: ¿crees que esta teoría puede tener algún fundamento? ¿Hay alguna razón por la que alguien pudiera perseguir a tu mujer?

—Ninguna —respondió tajantemente. Y se dio la vuelta, como si quisiera ocultarme su rostro—. No… no hay ninguna razón.

No le creí. Entonces noté como si mi boca actuase sin mi permiso. Despegué los labios y dije aquello (realmente lo dije) en voz alta:

—¿Quién es Jean Blanchard, Leo?

Aquello salió sin permiso. No lo pude retener, pese a que me había prohibido a mí mismo hablar de ello. Pero intuía que Leo estaba a punto de estallar, de decir algo. Pensé que aquello quizá fuese el detonante. La gota que se necesitaba para desbordar el vaso.

Leo frenó sus pasos y se quedó en silencio, parado en medio del salón durante unos escasos segundos. Después se giró hacia mí y dijo:

—¿De dónde has sacado ese nombre? —Su voz sonó como un trueno. Pensé que era la primera vez en mi vida que veía enfadarse a aquel hombre.

En ese momento sentí una tremenda vergüenza. No pude ni siquiera mantener la mirada en la de Leo. Se lo expliqué. Le dije la verdad. Le expliqué cómo había subido con Jip al baño durante aquella cena de bienvenida y que había encontrado aquel lienzo por casualidad.

Después de aquello me habría esperado cualquier cosa. Que Leo me echase a patadas de su casa acusándome de fisgón, que se enfadara conmigo y no volviera a dirigirme la palabra nunca más. Pero en vez de eso vi cómo lanzaba un largo suspiro al vacío de la habitación, como si quisiera olvidarse de lo que acababa de oír, y se derrumbaba sobre el sofá, frente a mí.

—Jean Blanchard es un nombre muy viejo, un apodo que Marie utilizaba hace muchos años para firmar sus cuadros. El último que pintó con ese apodo, ese que tú encontraste por casualidad en la estantería, es un retrato de Daniel, nuestro único hijo.

La palabra resonó en el aire. Entró por mis oídos y me robó la respiración por un segundo.

—¿Vuestro… hijo?

Leo alzó la vista. Vi una expresión de dolor en sus ojos y me arrepentí profundamente de lo que acababa de hacer. Permanecí en silencio, no quise abrir la boca ni para pedir disculpas. Me sentía terriblemente imbécil.

—Si hubiera vivido —comenzó a decir—, tendría tu edad, quizás un poco más joven. Pero murió sin haber cumplido el año, y el dolor fue tan fuerte que nos hizo enloquecer. Lo llamamos Daniel. Nació en Brasil, en 1972, y vino con dos meses de adelanto. Dicen que aquello le provocó la insuficiencia cardiaca. Vivió tan solo tres meses, como una mariposa, como un pequeño ángel. Una sola vez le vi sonreír, desde el interior de aquella jaula de cristal que fue todo cuanto vio del mundo, y esa pequeña sonrisa se nos quedó grabada a fuego.

»Marie pintó ese cuadro en medio de una terrible depresión, y nunca se ha separado de él, aunque jamás llegó a colgarlo en ninguna pared. A veces, por la noche, lo desplegaba y se quedaba mirándolo. Le sonreía, susurraba cosas. Decía que era capaz de hablar con él. Yo estuve muy preocupado. Decidí buscar un trabajo en otro lugar del mundo, lo más alejado de allí que fuera posible. Así fue como terminamos en Oriente Próximo primero, y después en el Sudeste Asiático, escapando de aquel terrible recuerdo. Nunca más volvimos a intentarlo, lo de los hijos. Creo que fue algo que nos sucedió a los dos. Dejamos correr el tiempo, nos acostumbramos a estar solos. Supongo que quizá nunca pudimos sacudirnos el miedo.

—Lo siento de veras, Leo —dije—, siento haber removido ese asunto… yo.

—No te preocupes, muchacho. No me importa si es tu cerebro o Dios hablándote. Te agradezco mucho que hayas venido a avisarme si creías que era necesario hacerlo. Pero ahora me has dejado triste, esa es la verdad.

No me invitó a irme, pero entendí que lo deseaba.

«Así es como te pago una invitación a cenar, así es como te pago tu amabilidad, querido Leo: rebuscando en tus estanterías y sacando viejos y dolorosos recuerdos».

Salí de la casa con el corazón por los suelos. Quise darme la vuelta, golpearme la cabeza contra su puerta y pedirle perdón mil veces.