6

No sé cuándo me dormí, ni tampoco cuándo volví a despertarme. Por alguna razón no miré mi reloj, aunque mucho más tarde hubiera querido saber a qué hora ocurrió todo aquello.

Algo me despertó. Un ruido. ¿O fue el dolor de cabeza en primer lugar? Abrí los ojos y oí aquellos golpes. ¿En la puerta? Las cosas a mi alrededor aparecían borrosas ante mis ojos. Pensé que quizá no había oído aquello. «Debe de ser un sueño —pensé—. O algo que se ha caído».

Estaba tumbado en mi sofá. Me había dormido allí, como muchas otras veces, pero en esta ocasión me rodeaba una especie de confusión. En la cabeza, el latido había vuelto a subir de volumen y aquello fue lo primero que pensé: «Este dolor no es normal, Peter, tendrás que visitar a la doctora mañana mismo».

Fuera había comenzado a llover, podía oír las gotas percutiendo en los cristales y en el tejado de la casa. ¿Otra tormenta? Entonces lo volví a oír. Los golpes. Fuertes, acuciantes, en la puerta.

—¿Hola? —grité con esfuerzo, como si las palabras fueran losas que tenía que levantar una a una—. ¿Hay alguien ahí?

Me senté en el sofá, con los pies descalzos rozando la alfombra, la novela de misterio revuelta a un lado, y me quedé en silencio, esperando una respuesta. «No puede ser —me decía—. No has oído eso. Es de noche, muy tarde, nadie va a venir hasta aquí para venderte nada». Recogí el libro, lo cerré y aparté la manta que todavía descansaba enredada entre mis rodillas. Esperé un rato. El salón estaba en penumbras. Los cristales vibraban por el viento, pero el resto de la casa estaba en silencio. No se veía ninguna luz ahí fuera, ni el ruido de ningún motor.

Justo cuando empezaba a creer que todo habría sido el producto de mi imaginación, volví a oírlo alto y claro: golpes en la puerta. Uno, dos, tres. Con prisa, con fuerza. Me pregunté por qué demonios no utilizaban el timbre. Extendí la mano hasta el interruptor de la lámpara de mesa que yacía junto al sofá. Lo apreté, pero la lámpara quedó a oscuras.

—Qué demonios… —gruñí.

Me levanté y caminé hasta el recibidor, probando otros interruptores, pero parecía que la luz se había cortado en toda la casa. Quizá fuera eso, pensé, un problema con la luz. Posiblemente se trataría de Leo, o Marie, o algún empleado del condado, o un bombero, o un marciano. Joder, debían ser más de las tres de la madrugada.

La puerta no tenía ninguna mirilla, pero había una alta y estrecha vidriera coloreada a un lado. Todo estaba muy oscuro ahí fuera, y no se veía nada.

—¿Oiga? —grité—. ¿Quién es?

Le di a quien quiera que fuese unos segundos para contestar, pero estos transcurrieron en absoluto silencio. Las llaves colgaban de una pequeña cabeza de duende bajo cuya sonrisa había un cartel que decía «¡Los leprechaun me hechizaron anoche!», a un lado de la puerta. Casi nunca echaba el cierre, tan solo un pasador. Llevé mi mano lentamente hacia él y lo deslicé, pensando que quizás aquello no era una buena idea. Abrí la puerta.

Empapada, tiritando bajo la lluvia, abrazándose a sí misma y llorando, Marie apareció al otro lado. Marie, mi elegante y sobria vecina a quien había visto esa misma tarde en la tienda de Judie. Entonces me había dicho que esperaba a Leo para volver juntos a casa. Leo, que venía de Dungloe de hacer unos recados. Todo eso me pasó por la mente en menos de un segundo. Eso y el sabor ácido de las malas noticias. El aroma que emite la capa de la muerte cuando se asoma a nuestras vidas.

—¡Marie! —grité—. ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

Ella no respondió. Se quedó quieta, frente a la entrada, iluminada por la tenue e intermitente luz de la luna. Su mirada apuntaba a alguna parte entre mi barbilla y mi pecho. Estaba fuera de sí.

La ayudé a entrar y la senté en un sofá de falso terciopelo que había en el recibidor. Eché un vistazo a través de la puerta. Ahí fuera no había rastro de ningún coche excepto mi Volvo. Estaba claro que Marie había venido corriendo desde su casa, posiblemente a través de la playa, en medio de la noche. Corrí al salón y tomé una manta que descansaba sobre el respaldo del sofá. También cogí una botella de Jameson del mueble bar.

—Vamos, bebe un poco. Entrarás en calor.

—Peeete… Peeeete.

Estaba en estado de shock. Ida. Sus ojos bailaban perdidos, su rostro se había transformado en una calavera ojerosa. Tenía el pelo completamente pegado al cráneo. Se lo acaricié, tratando de infundirle algo de paz o calor humano. Ella alzó los ojos hacia mí. Dos ojos asustados, que danzaban en sus cuencas medio enloquecidos.

—Marie. Tranquila. Sea lo que sea, te ayudaré.

Vestía un pijama de color púrpura y un albornoz, que estaban completamente empapados por la lluvia y embadurnados de arena. Los pies descalzos, manchados también de arena. Le coloqué la manta sobre los hombros y froté sus brazos con mis manos, rápidamente. Sentí su respiración jadeante. Su cuerpo ardía como si acabara de correr una maratón. Y respiraba de forma asmática, como si acabase de llevar a cabo un gran exceso. Por un momento temí que fuera a sufrir un infarto allí mismo.

—A… yu… da.

—¿Qué ha ocurrido, Marie? ¿Dónde está Leo?

Aquella pregunta hizo que algo despertara en su mente, y no cabía duda de que era algo malo. Al oír el nombre de su marido, el rostro de Marie adoptó una expresión de terrible dolor.

—¡Leo!

Cerró los ojos y noté que se inclinaba hacia mí. Se había desmayado.

—¡Marie! Oh, Dios, Dios…

La apoyé contra la pared, le di un par de suaves bofetadas tratando de reanimarla, pero fue como golpear en carne muerta. Entonces pensé en Leo. Me di cuenta de que estaba perdiendo un tiempo valioso. Si algo le estaba pasando a Leo era mejor actuar cuanto antes. Corrí al salón y busqué mi teléfono móvil. Lo encontré bajo un libro de partituras, pero cuando traté de activarlo vi que estaba completamente apagado. Sin batería.

Calculé que la policía tardaría lo menos media hora en llegar hasta allí, eso si Barry, el garda de Clenhburran no había ido a pernoctar a Dungloe, tal y como hacía varios días por semana. Lo mismo pasaba con la ambulancia. Media hora como mínimo entre despertar a gente y que llegaran desde Clenhburran. Y quizá no tuviéramos tanto tiempo.

Volví al recibidor. Las llaves de mi Volvo colgaban también del sonriente leprechaun. Las cogí y salí de la casa. «Voy a echar un vistazo», dije en voz alta, pese a que Marie ni nadie podía oírme. Y en ese instante recordé aquella otra voz, varias noches más atrás.

«No salgas de casa. Esta noche, no».

En el exterior jarreaba con fuerza. Corrí hacia el Volvo, pero antes de llegar a él me quedé quieto bajo la lluvia, observando algo que me llamó poderosamente la atención. La valla del jardín, que Leo y yo habíamos pasado dos buenas horas lijando esa mañana, estaba rota. Un tramo de unos dos metros, cerca de la entrada de la casa, estaba derrumbado en el suelo. Corrí hacia el coche mientras las gotas, cada vez más gordas, me empapaban por completo. ¿Qué demonios había pasado allí? Pensé que Marie podría haberla roto por alguna razón. O el viento. Pero el viento la arrancaría del suelo, no rompería algunas de sus astas. ¡Qué demonios! Ni siquiera la movió del suelo la noche del huracán. La última opción que se me pasó por la cabeza, antes de arrancar el coche y salir de allí, fue que quizás un rayo podía haber caído sobre ella.

«Ya la mirarás más tarde, ahora céntrate —pensé—. Céntrate en conducir y no romperte la crisma».

No sé lo que pensaba en esos instantes. Estaba nervioso, pero me mantenía frío. No sabía lo que debía esperarme de toda aquella situación. Algo había ocurrido en casa de Leo y Marie, eso estaba claro, pero ¿por qué no me habrían telefoneado?: «Demonios, porque tenías el teléfono apagado». Vale, de acuerdo, pero ¿por qué había recorrido esa distancia bajo la lluvia disponiendo de dos coches en su garaje? ¿Había respuesta para eso?

Recordé a Claire Madden, una vecina de mi barrio de la infancia, en Dublín. A la señora Madden su marido la zurraba cuando llegaba a casa borracho hasta las cejas. Ella, o su hija, solían aparecer en nuestra puerta, llorando, diciendo que las habían echado de casa. A veces tenían la nariz sangrando, otras veces un labio partido. Cuando aparecían por allí, a veces en mitad de la noche, en noches lluviosas como aquella, mi madre solía ir a despertar al pastor Callahan, que vivía en la iglesia a pocos metros y él venía y se sentaba con ellas en una habitación y conversaban durante una hora. Recuerdo que la oía llorar, gritar que «no podía vivir sin él» y me preguntaba por qué demonios diría aquello. Yo soñaba cómo matar a aquel hombre, lo soñé muchas veces de crío. ¿Era posible que Leo fuese uno de esos? El viejo y sonriente Leo ¿podía haberse vuelto loco? No…, eso no podía ser.

En un instante había surcado el Diente de Bill y bajaba por la carretera en dirección a la casa de Leo y Marie. Noté que mis limpiaparabrisas, que iban de un lado para otro a toda velocidad, habían comenzado a chirriar contra el cristal. Repentinamente, aquello estaba seco. La lluvia había cesado. Incluso podía ver algunas estrellas. ¿Dónde demonios se había ido la tormenta?

La casa de Leo y Marie me esperaba completamente a oscuras. No había ningún coche aparcado delante del jardín y el garaje estaba cerrado. Avancé despacio, observando con detenimiento los alrededores de la vivienda. Estaba construida junto a uno de los brazos de roca que delimitaban Tremore Beach, pero sobre las rocas no se veía nada tampoco. Todo parecía en orden. El mar estaba tranquilo. Las olas rompían mansamente en la arena, a cincuenta metros de la casa.

Terminé aparcando junto a la valla, salí del coche y entré en el jardín.

Unas campanas de viento, suavemente empujadas por la brisa de la noche («De nuevo, esta vez sin bromas: ¿dónde se ha metido esa tormenta?»), ejecutaban una lánguida melodía nocturna en el recibidor de la casa.

Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada, y por las ventanas adyacentes solo podía verse el salón a oscuras.

Llamé al timbre y golpeé en la madera.

—¡Leo! ¡Leo! ¿Estás ahí? ¡Grita si puedes oírme!

Esperé unos segundos. Si Leo no respondía lo intentaría por la puerta del garaje que conectaba a la casa por la cocina. Y si eso estaba cerrado también rompería una ventana del salón.

Estaba a punto de pasar a la acción cuando vi una luz proyectarse en el césped del jardín. Alcé la vista y vi que se trataba de la ventana de una de las habitaciones de la primera planta. Unas sombras se movieron tras las cortinas y poco después oí unos pasos bajando aceleradamente las escaleras. El salón se iluminó al cabo de unos pocos segundos y entonces se abrió la puerta. Me encontró con los puños cerrados y los dientes prietos.

—¡Peter, muchacho! ¿Qué ocurre?

Era Leo. Vestía un albornoz negro por encima de su pijama. Tenía el rostro de alguien al que acabas de levantar de la cama. Solo eso. El rostro sorprendido, quizás un poco enfadado, pero sano, completamente sano, de alguien al que acabas de despertar en plena noche.

—¿Cómo que qué ocurre? —respondí—. Eso debería preguntarlo yo.

Se hizo un corto silencio entre ambos. Leo me miró de arriba abajo. Después miró más allá, oteando el jardín.

—Peter, son las… —miró su reloj— tres y pico de la mañana y acabas de llamar a mi puerta. Creo que las preguntas las haré yo.

Le miré fijamente. No lo sabía, eso estaba claro. No sabía que Marie estaba en mi casa y dudé si debía decírselo: que su esposa estaba en el hall de mi casa, empapada, tiritando de frío y de terror. Que por alguna razón había cruzado la playa en plena noche para pedirme ayuda.

Inspiré. Solté aire y le tomé del hombro. Me preparé para hilar lo más fino que podía en esas circunstancias.

—Escucha, Leo —empecé a decir—, no quiero asustarte, pero…

Y según empezaba a contarle mi historia vi una sombra moviéndose a su espalda, procedente de la oscuridad de la casa. «¡Cuidado!», le alerté tratando de atraerlo hacia mí. Leo, peso medio y estrella local de boxeo en su juventud, no era una pieza fácil de mover, y antes de que pudiera protegerle de aquel peligro que se le venía encima, pude reconocer a la persona que había aparecido tras él.

Y en ese instante enloquecí (enloquecí, enloquecí) un poco.

Vestida con un precioso albornoz de seda, con su brillante pelo rojizo recogido en una coleta y la cara limpia, algo dormida, pero sin una sola mancha, Marie se asomó a la puerta.

—¿Qué narices pasa, Pete? —preguntó, como si todo aquello fuera una travesura, mientras se apoyaba en el fuerte hombro de su marido.

—Dios mío —dije, dejando escapar una carcajada que incluso a mí me sonó extraña—. Dios mío.