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—Dile a Beatrice que me toca jugar.

—El iPad es mío.

—¡Pero mamá dijo que lo compartiríamos!

—Beatrice, por favor…

En ruta hacia el norte. En el interior del Volvo sonaba Fleetwood Mac. Ahí atrás, mis dos cachorros discutían por la posesión del nuevo milagro tecnológico. Delante, sin apartar la vista de la carretera, yo conducía en silencio, pensativo.

«No lo viste. No estaba allí. Es el maldito rayo, lo dijo la doctora: “Las visiones son normales, irán desapareciendo con el tiempo”. Pórtate como un adulto y haz lo que tienes que hacer. ¿Vas a arruinar las vacaciones de Jip y Beatrice por unas pesadillas?».

—Está bien, déjame terminar la partida y te lo dejo. Un minuto.

—¡Pero si llevas casi media hora!

—Anda, no seas bruto. Además, no tienes reloj. ¿Cómo lo puedes saber?

«Pero papá lo admitió. Dijo que mamá realmente podía ver cosas. Presentir. Y yo recuerdo aquella voz diciéndome que no saliera de casa aquella noche. Y quizá todas estas visiones son… son…».

Cuando por fin dejamos atrás el condado de Louth ya casi había racionalizado la pesadilla del periódico en casa de papá. Y llegando a Fermanagh, casi una hora después, era ya un caso archivado en mi mente. «Pesadillas hiperrealistas causadas por shocks eléctricos. Necesito empezar con esas pastillas. Quizá también visite a ese psicólogo del que me habló la doctora: Kauffman. Llamaré en cuanto pasen estos días y los niños vuelvan a casa. Pero ahora concéntrate en conducir, en llevar a tus hijos a la casa de la playa y darles las mejores vacaciones que puedas. Se las merecen. Llevan un año terrible encima. Míralos. ¿Recuerdas sus caras el día en que les intentasteis explicar las cosas? “A veces dos personas adultas dejan de querer estar juntas…”. “Pero vosotros no sois dos personas adultas —parecían decir con los ojos—, vosotros sois PAPÁ Y MAMÁ, el mapa de nuestro mundo; no hay nada más después de vosotros, ¿entendéis lo que eso quiere decir?”. Y después, la nueva casa, el nuevo colegio. Se han comido un buen marrón gracias a sus queridos papás, a sus adultos sentimientos y soberanas decisiones. Así que déjate de bobadas. Aparca esos miedos y haz lo que esperan de ti. No la jodas de nuevo, Peter Harper».

A Jip le dolían las tripas. Era algo típico en él; era un tanto estreñido y los viajes no le ayudaban nada. Nos detuvimos en una gasolinera de Texaco nada más circunvalar Letterkenny para comprar agua y algunas vituallas poco saludables: Mr. Tayto sabor vinagre, barritas de chocolate Cadbury y una gran botella de Orangina, y Jip lo intentó durante cinco minutos en el baño de la gasolinera, pero todo lo que pudo evacuar fue una pequeña y frustrante piedrita. «Tranquilo, espera a llegar a casa. Daremos un largo paseo por la playa y verás cómo te vienen las ganas».

Llegamos a la casa sobre las seis de la tarde, y a esas horas el paisaje del mar era espectacular. Unas raras nubes elípticas estaban posadas sobre el océano, coloreadas por los últimos rayos de la tarde, dando la impresión de ser unas titánicas naves extraterrestres. El mar aparecía verdoso, encendido, y la arena de la playa tenía un aspecto rosado. Y en un primer plano sobre este precioso fondo, aparecía la casa, elevada en la colina, rodeada de césped brillante (y bien recortado).

—Oh, papá —dijo Beatrice al verla—. ¡Es un sueño!

—Sí, hija —dije alcanzando su carita con mis manos y acariciándola—. Lo es.

Los niños quisieron bajar a la playa nada más llegar. Hacía mucho viento, pero después de tantas horas enlatados en el coche era normal que quisieran estirar las piernas. Aparqué y descendimos las escaleras de madera que conectaban con la playa, que esa tarde aparecía cubierta de una nube de salitre y polvo. Jip empezó a saltar contra el viento, abriendo su chaqueta y tratando de que el viento le moviera como una cometa. Beatrice comenzó a intentarlo también. «¡Mira, papá! ¡Vuelo!».

Impelido por aquel ataque de imaginación infantil, yo también quise ser una cometa. Cogí carrerilla, salté lo más alto que pude y abrí mi impermeable en lo alto. El viento me movió lo suficiente para desequilibrarme y hacerme caer de bruces contra el suelo. Un fuerte dolor en mi hombro fue el castigo por haberme olvidado de mis cuarenta y dos años y mis noventa y dos kilos de peso. Pero Jip y Beatrice vinieron a socorrerme. Me ayudaron a levantarme entre risas y juntos volvimos a la casa.

Marie se había esmerado con la cena de aquella noche. Nada más entrar por la puerta en su salón detecté una mezcla de aromas deliciosos: pan recién hecho, tarta… Jip y Beatrice, algo tímidos, entraron detrás mío, queriendo ser invisibles. Pero Leo, que era quien nos había abierto la puerta, les estrechó las manos. «Encantado de conocer a los famosos Jip y Beatrice», dijo, y Beatrice respondió: «Un placer para mí también», y Jip le copió la respuesta. «¡Qué bien educados, sí señor!», exclamó Leo, guiñándome un ojo.

Marie apareció un minuto después, como siempre perfectamente vestida para la ocasión. Había preparado dos bolsas de regalos de «bienvenida». Cada una contenía un cuaderno de dibujo, un estuche de lapiceros de colores, una goma de borrar y una bolsa de chucherías variadas. Jip y Beatrice dieron las gracias tímidamente y, tras pedir permiso (algo que solo hacían porque estaban en una casa ajena), se apresuraron a desenvolver sus regalos y a ponerse a pintar sobre la mesilla.

—Tened cuidado y no manchéis nada, ¿eh? —les advertí, mientras Marie retiraba algunas fotos viejas y ceniceros para dejarles más espacio.

Judie llegó al cabo de unos minutos. Oí su viejo Vauxhall aparcando fuera de la casa y comencé a ponerme un poco nervioso. Los niños habían oído hablar de Judie, pero lo mismo que de Leo y de Marie. Pensaban que era otra persona más que habría conocido en mi nuevo hogar en la costa, pero nada más. Yo había planeado hablarles de ella durante nuestro viaje en coche. Explicarles sutilmente que era una amiga «muy especial» de papá, algo así como una novia, pero no había encontrado un buen momento para hacerlo.

Leo debió calar la tensión del momento y desapareció para «ayudar a Marie» en la cocina.

—¿Te encargas de abrir? —preguntó.

«¡No huyas, cobarde!», pensé mientras asentía.

Judie también estaba un poco nerviosa cuando le abrí la puerta. Ninguno de los dos hicimos ademán de besarnos y casi nos echamos a reír por la estupidez del momento. «¿Quiere usted estrechar mi mano, estimada amiga?». Noté que se había vestido y maquillado de manera un tanto especial, con una falda negra y un top de color lila que le conferían un aire de maestra «buena». Solo le faltaban unas gafitas.

Se acercó a la mesilla de la chimenea, donde Jip y Beatrice estaban afanados con sus dibujos, y se agachó hasta ponerse a su altura.

—Hola —dijo, extendiendo la mano—. Me llamo Judie.

—Hola, Judie —respondió Jip, dándole un espontáneo beso en la mejilla (al fin y al cabo tenía sangre Harper en las venas y gusto por las mujeres bonitas)—, yo me llamo Jip.

—Y yo soy Beatrice —añadió mi hija—. Me encantan tus trenzas. —Señaló las trenzas en el cabello de Judie. Eran como dos lianas que caían desde la frente hacia la parte trasera de su cabeza, formando un pequeño moño con forma de flor.

—Si quieres te puedo hacer unas iguales —respondió Judie—. Tienes un pelo muy bonito.

—Tú también —dijo Beatrice, cumplidora—. ¿Vives aquí?

¿Era una pregunta inocente? Me dije que quizás entraba dentro de lo posible que Judie fuese la hija de Leo y Marie. («Te sorprenderías de lo sutil que puede resultar el instinto de un niño»).

—No —respondió Judie—, pero Leo, Marie y vuestro padre son amigos míos y me han invitado a cenar. Yo vivo en el pueblo. Habéis pasado por ahí al venir, ¿verdad? Trabajo en una tienda.

—¿De ropa? —repuso Beatrice.

—Bueno, hay una sección de ropa de segunda mano, pero en realidad vendemos de todo. Libros, películas de vídeo, souvenirs

—Yo de mayor quisiera diseñar ropa, o ser músico como papá.

—¡Chica lista! —exclamó Leo, que en ese momento acababa de regresar con una pila de platos.

—¿Y tú, Jip? —le preguntó Judie—. ¿Ya sabes lo que quieres ser de mayor?

—Presentador de la tele —respondió Jip, tan convencido que nos hizo reír a todos.

Marie llamó a la mesa y tomamos asiento. Jip y Beatrice me flanquearon, y Beatrice le pidió a Judie que se sentará junto a ella.

«Bueno —pensé—, no ha empezado nada mal». Judie me lanzó una sonrisa cómplice, y observé que Leo y Marie también sonreían para sí mismos.

El primer plato consistió en calamares rebozados acompañados de una ensalada de tomate y mozzarella. Los niños, en cuyos estómagos solo habían dejado caer un pobre sándwich de gasolinera y un par de bolsas de patatas fritas, tuvieron que hacer grandes esfuerzos para no ponerse a comer a dos manos.

Marie les preguntó por el vuelo. Era toda una aventura haber viajado solos por primera vez, ¿no?

—Las azafatas nos regalaron juguetes —añadió Jip—, y después hubo «truculencias».

Las «truculencias» de Jip desataron una buena carcajada entre todos los presentes y una subsiguiente ronda de chistes sobre lo «truculento» de los viajes en avión.

Judie recordó haber visitado Ámsterdam varios años atrás. Tenía una buena amiga en la ciudad y recordó cómo había pasado unos días visitando la ciudad y los mercados.

—¿Habéis hecho tiendas en el Día de la Reina?

En el último Día de la Reina (el día nacional de Holanda, que se celebra el 30 de abril), Beatrice había preparado sus propios falafels en el mercadillo de Vondelpark y había vendido absolutamente todo. Quizá porque era la única que, además del falafel, ofrecía un vaso de sangría recién hecha. Jip (esto no lo contó él, pero yo lo sabía por Clem) había salido a tocar con su guitarra, pero tan solo había conseguido juntar dos euros y dieciocho céntimos después de dos horas repitiendo la Malagueña debajo de un árbol. Al cabo de este tiempo dejó de lado su instrumento y anunció que quería dejar de asistir a las aburridas clases de guitarra, porque con eso «no podría ganarse la vida». Su padre apoyó la moción completamente.

Leo se había reclinado sobre la silla de Jip y le hablaba de camarada a camarada.

—Te encantará este sitio, chaval, está lleno de lugares fantásticos. ¿Te ha hablado tu padre ya del monasterio de Monaghan? Es un sitio al otro lado de los acantilados. Los vikingos lo atacaban dos o tres veces al año, y jamás consiguieron tomarlo del todo. Los monjes de aquella época eran duros de pelar. Dicen que enterraron un gran tesoro en los alrededores, solo por si los vikingos lograban su objetivo, y que todavía está enterrado por allí.

—¿De verdad, papá? —preguntó Jip, mirándome con los ojos abiertos de par en par.

El monasterio de Monaghan eran tres paredes semiderruidas donde apenas quedaba algo de su pasado esplendor.

—Bueno, hijo… si alguien enterró algo dudo mucho de que nadie lo pueda encontrar. Debe estar a mil metros bajo tierra.

Dejé a Jip y a Beatrice entretenidos con Leo y Judie respectivamente y ayudé a Marie a recoger la mesa. Llegué a la cocina cargado con una pila de platos y Marie me dijo que los apoyara junto al fregadero. La cocina de Leo y Marie era un espacio cuadrado con una ventana orientada a las dunas y una puerta que conectaba con el garaje (la extensión un poco ilegal que Leo había adherido a la casa un par de años antes). Todos los muebles, menos una nevera congelador de color negro, estaban laminados en madera clara. Sobre la puerta de la nevera había al menos una docena de imanes souvenir de algunas ciudades europeas: Viena, Ámsterdam, Londres…

—Deja eso, los meteremos en el lavaplatos —dijo al verme coger un trapo—. ¿Qué tal por Dublín? ¿Cómo está tu padre?

—Sobrevive —respondí fríamente—. Sigue muriendo en vida, pero creo que le hizo mucha ilusión ver a los niños. Le vi reír por primera vez en algún tiempo.

Marie era una mujer de pocas palabras que normalmente mantenía una distancia con las personas, por eso me cogió desprevenido cuando me acarició el hombro y sonrió cálidamente.

—Siento que tu padre esté así, pero quizá la vida le depare algo bueno… en cuanto se libere de ese luto.

—Sí… quizá… —dejé morir las palabras en mis labios—, gracias, Marie.

Terminó de meter todos los platos en el lavavajillas y lo cerró ágilmente con su trasero. Entrechocó las manos y sonrió: «¿No ves qué rápido?». Después me pidió que la ayudara a llevar los platos limpios para el bistec.

—¿Cómo va ese dolor de cabeza? ¿Consigues dormir?

—Más o menos.

—¿Algo nuevo de la doctora?

—Me recomendó más pastillas, pero he decidido no tomarlas. Creo que es veneno, que matará más cosas de las que logre arreglar. Estoy sobreviviendo con aspirinas. No me va mal. También me dio el teléfono de un especialista en desórdenes del sueño, un tipo en Belfast que hace hipnosis. Puede que vaya.

—¿Sigues con los sueños raros? —Lo dijo con una pretendida tranquilidad, pero noté un silencio muy pesado después de su pregunta.

Me vino a la mente el periódico en la mesa del comedor de papá, el titular sobre la masacre en Donegal, las larvas alargadas a los pies de un policía. Cuatro muertos. ¿Quiénes?

Sonreí.

—He tenido alguna pesadilla —me limité a responder—, pero nada tan «grave» como la otra vez. Nada que me haga conducir hasta aquí para despertaros en plena noche. Siento de veras haberos asustado.

Marie sonrió mientras echaba un bistec a la sartén.

—Me alegro de oírlo. La verdad es que estuve preocupada, Pete. Yo no soy como Leo. Creo en esas cosas, los sueños. Creo que todo sale de alguna parte… —Levantó un poco el bistec de la sartén con un tenedor—. Esto está listo, acércame uno de esos platos.

Había seis platos ya preparados con ensalada y patatas al horno sobre la mesa. Cogí uno y lo coloqué cerca de la sartén. Marie pescó el bistec de la sartén y lo posó con cuidado en el hueco preparado para él.

—¿Quieres decir que quizás ese sueño tenga algún significado? —pregunté yo.

Otro bistec cayó en la sartén. Marie lo atendía con la mirada fija en él.

—Si fuese algo repetitivo, puede que sí. Pero bueno, si solo fue una vez, quizá no sea nada.

Pensé en el periódico. En aquel sueño en el que Leo aparecía envuelto en sangre.

—Ah, te entiendo —respondí entrecortadamente. Después me quedé callado. Cogí otro de los platos y lo coloqué junto a los quemadores.

—Si fuese algo que se repitiera podría ser un mensaje. ¿Entiendes lo que digo? Algo que quizá debas descifrar.

Permanecí callado, mirando a Marie, tratando de leer aquella frase entre líneas. ¿Qué estaba intentando decirme?

—Listo —dijo poniendo el segundo bistec sobre el plato. Al hacerlo me miró a los ojos y yo miré los suyos. Nuestras miradas se encontraron en el aire durante un largo segundo—. Puedes hablar conmigo si lo necesitas, Pete. Siempre que quieras.

—Gracias, Marie —respondí.

—Y ahora sirve esos dos platos antes de que se enfríen. Y diles que no esperen para empezar a comer.

En la mesa la conversación proseguía animadamente. Beatrice estaba contando algunas anécdotas de un viaje que habían hecho al sur de España hacía bastante poco. Jip había llevado su equipo de dibujo encima del mantel y le había pedido a Leo que le dibujase algunos dinosaurios. Jip estaba en su época de los dinosaurios.

—No… —dijo corrigiendo el trazo de Leo—, el Protoceratops tiene que tener un escudo en el cuello.

—Ahhhh, claro, claro —respondía Leo.

—Vamos —dije—, ahora hay que comer. Después le podrás pedir a Leo que te dibuje toda la colección.

Terminamos con el segundo plato y todos coincidimos en que Marie se había superado con la cena de aquella noche. Mientras esperábamos al postre noté que Jip llevaba callado un buen rato. Comencé a sospechar la razón, y al cabo de unos minutos mis sospechas se confirmaron cuando se levantó y se acercó hacia mí para susurrarme al oído:

—Papá… —dijo con las mejillas encendidas—, tengo que ir…

—¿Al baño, campeón? —susurré.

Jip asintió con su carita avergonzada. Era muy duro tener unas tripas caprichosas, y aún más duro que estas decidieran explayarse en la casa de unos desconocidos.

El baño estaba escaleras arriba, al fondo del pasillo. Me levanté y nos disculpé a los dos anunciando que íbamos a «atender un asunto urgente». Afortunadamente para las vergüenzas infantiles de Jip, en este momento Beatrice entretenía al público con una anécdota sobre las casas bote de Ámsterdam, y Jip y yo nos escurrimos escaleras arriba sin llamar mucho la atención.

Al entrar al baño me ocurrió algo que supongo que les pasa a los padres que se pierden algunos meses en la vida de sus hijos. Me agaché para ayudar a Jip a quitarse el cinturón y él me respondió algo así como «Ya puedo yo solo, papá», mientras se bajaba sus pantalones hasta los tobillos y se sentaba en el trono.

—Te espero fuera, hijo mío. Suerte.

Salí y cerré la puerta tras de mí mientras me reía en voz baja.

El pasillo daba acceso a tres habitaciones: el dormitorio de Leo y Marie —una gran habitación con una cama doble y un amplio vestidor—; una habitación de invitados y otra que utilizaban como habitación comodín, que llamaban «el despacho», donde Leo almacenaba sus pesas y aparatos de gimnasia y Marie jugaba durante horas al solitario de Windows en su ordenador. Caminé silenciosamente por el pasillo, con las manos a la espalda, mientras oía los ecos de las conversaciones y las risas que se sucedían en el salón. Pensaba en que el primer contacto de Judie y los niños no había estado nada mal, y que Leo y Marie eran unos vecinos encantadores. ¡Menuda cena! ¡E incluso habían tenido el detalle de prepararles aquellas bolsas con regalos! Y lo mejor de todo es que llevaba un día entero sin acordarme del dolor de cabeza. No es que se hubiera ido del todo, todavía era capaz de notar aquel pulso en el centro de mi cabeza, pero hoy no había asomado los colmillos en todo el día. Era como si todo mi organismo me estuviera diciendo: «Ponte bueno: han llegado Jip y Beatrice».

Caminé hasta las escaleras, pasando junto a una estantería que ocupaba la mitad del pasillo, y volví sobre mis pasos. Di un par de suaves golpecitos a la puerta del baño.

—¿Todo bien ahí dentro, campeón?

La voz de Jip tardó un par de segundos en responder «Sí, papá», y sonó como un tipo que estuviera intentando sacarse una buena astilla. Clem era estreñida y el pobre Jip lo había heredado claramente. En cambio, Bea y yo éramos la alegría de la huerta cuando se trataba de dar rienda suelta a nuestras tripas.

Volví a dar una segunda vuelta y esta vez me paré frente a la estantería. Era un mueble estrecho, que cabía perfectamente entre la habitación de invitados y el «despacho», y sus estanterías centrales almacenaban libros, películas y discos compactos. Había algunas viejas fotos de Leo y Marie pegadas en uno de los lados de la repisa. Fotos de cuando eran mucho más jóvenes. En una de ellas aparecían abrazados en un campo de trigo, bajo un cielo anaranjado. En otra, en una playa bordeada de palmeras, Leo llevaba a Marie en brazos hacia el agua, mientras ella parecía no estar muy de acuerdo con la idea. No pude resistirme a un pequeño sentimiento de envidia. En el fondo, siempre había pensado que Clem y yo terminaríamos siendo dos felices sexagenarios como Leo y Marie, con una casa llena de fotografías, y con nuestros hijos, y quizá nuestros nietos, visitándonos los fines de semana o en Navidad.

No sé cómo, terminé con uno de aquellos libros en las manos. Era un volumen de cuentos de Mark Twain, una edición bastante vieja. Lo tomé, lo doblé un poco e hice correr sus páginas bajo mi pulgar. Frené en una página al azar y leí:

¿Cómo iba a pensar de otra manera? Pero, dígame algo más… ¿a quién pertenece ese retrato que está en la pared? ¿No será de un hermano suyo?

R. ¡Ah, sí, sí, sí! Ahora me acuerdo, era hermano mío… William… le decíamos Bill. ¡Pobre Bill, caray!

P. ¿Y eso? ¿Murió, acaso?

R. Bueno, pienso que sí. Aunque nunca podremos afirmarlo categóricamente. En torno a él existe un gran misterio.

P. Eso es lamentable, muy lamentable. ¿Desapareció entonces?

Leí un poco más y lo devolví aburridamente a la estantería. Miré hacia la puerta del lavabo. Jip no daba señales de estar terminando. No se oía ni un ruido. Seguí investigando la colección de libros. En uno de los lados de la estantería, soportando la pila de libros, había un gran tomo de fotografías de parques naturales de Norteamérica. Lo tomé con cuidado de no derribar la perfecta hilera de libros y lo abrí. Me entretuve un rato mirando las fotografías del Gran Cañón, Yosemite y el lago Powell, recordando un viaje en caravana que Clem y yo habíamos hecho nada más casarnos, desde Chicago hasta Los Ángeles, recorriendo tramos de la mítica Ruta 66. Después fui a devolver el gran tomo a su sitio, y mis ojos se toparon con algo que reposaba en el fondo de la estantería. Era una especie de rollo de papel, pero uno de sus extremos estaba ligeramente estirado y se atisbaba un toque de color. Enseguida me di cuenta de que debía tratarse de un lienzo enrollado. Alguna pintura que Marie no habría enmarcado, me dije a mí mismo.

«Y que por alguna razón está ahí escondida», pensé después. Y me sorprendí sintiéndome tentado a sacar aquello de allí para echarle un vistazo. Fue como un susurro dentro de mi cabeza: «Sí, ¡hazlo, Pete!».

«Ni lo sueñes. ¿A qué demonios viene ese ataque de fisgoneo?».

Traté de hacer algo de hueco entre los otros libros para poder devolver el gran volumen de fotografías a su sitio. Pero la pila de libros se sostenía en un equilibrio tan inestable que terminé provocando un pequeño derrumbamiento y todos los libros cayeron a un lado, como fichas de dominó. Los más cercanos al borde se fueron contra el suelo.

«¡Bravo, señor Patoso!».

Desde abajo se oían risas y ruido de conversaciones. Me alegré de que nadie hubiera oído aquello. Alguien podría pensar que estaba hurgando donde no debía, y no era cierto.

¿O lo era?

Recogí los libros que se habían caído y estabilicé la fila. Mientras lo hacía me di cuenta de que estaba perfectamente alineada para dejar un hueco de algunos centímetros detrás de ella. Un hueco solo utilizado por ese lienzo enrollado.

«Échale un vistazo, vamos», insistía esa vocecita de mi cabeza.

Iba a olvidarme de todo aquello, iba a darme la vuelta y seguir caminando por el pasillo, quizá llamar a la puerta para ver cómo iba Jip y, por encima de todo, no iba a fisgonear en ese lienzo, porque algo me decía que estaba allí, escondido, por una razón. Marie tenía otros cuadros expuestos por toda la casa, pero ese, precisamente ese, no lo había colgado. Y habría una buena razón para ello. Y algo en mi cabeza, algo incontrolable para mí, me decía que debía echarle un vistazo:

«Vamos, ¿a qué esperas? Sabes que quieres hacerlo».

Miré hacia las escaleras. Las conversaciones y las risas proseguían en el comedor. Además, las escaleras de Leo y Marie crujían como si estuvieran a punto de partirse en dos. Si alguien comenzara a subirlas, tendría tiempo de sobra para deshacerme de la prueba de mi delito. Y en cuanto al pobre Jip, seguía sin oírse ni siquiera el ruido de la cisterna.

Si alguna vez hice una travesura de niño, debía tener el mismo aspecto que en aquel instante.

Un suave aroma a pintura llegó a mi nariz cuando desplegué aquel pequeño lienzo. No era demasiado grande, unos cincuenta centímetros de alto por cuarenta de largo. Era el retrato de un niño, un bebé de meses. La pintura sugería que estaba tumbado entre algodones, aunque también podían ser nubes. El niño tenía una expresión feliz y pacífica. Todo en él era sosiego. Su rostro era la parte más detallada del dibujo, con unos ojos muy brillantes, que miraban fijamente y perseguían la mirada de los espectadores. Me quedé como hipnotizado ante aquello. No podía dejar de observarlo, pero al mismo tiempo me di cuenta de que quizás acababa de poner un pie más allá de donde estaba permitido. Quería devolver aquello a su sitio, cuanto antes.

Abajo a la derecha, junto a la base del lienzo, había una firma. Hubiera esperado ver el anagrama de M. Kogan, con la «K» partiendo de la pata izquierda de la «M», que era como Marie firmaba todas sus obras (incluida la que yo tenía encima de mi chimenea). Pero en vez de eso, la firma rezaba otro nombre claramente: «Jean Blanchard».

«Jean Blanchard —repetí entre dientes—. ¿Quién será? Otra pintora, eso está claro. ¿Alguna mujer del pueblo?». Pero ¿por qué guardaban Leo y Marie el retrato de un bebé firmado por otra persona?

—¿Todo bien ahí arriba?

La voz de Leo, desde el pie de las escaleras, casi me hizo brincar. Me apresuré a enrollar el lienzo y estuve a punto de lanzarlo a través de una puerta. Pero parecía haberse quedado ahí abajo.

—Sí… hay un pequeño atasco —dije mientras dejaba el lienzo en su sitio. Después me asomé a las escaleras y le saludé—. Pero nada grave.

—De acuerdo. Sin prisa —bromeó Leo—. Dile a Jip que el postre está listo.

—Se lo diré. Un poco de motivación extra nunca viene mal.

Me giré y caminé hacia el fondo del pasillo, con la intención de pegarle a Jip un par de toques en la puerta y preguntarle si había conseguido sacarse ese «problema» de encima, cuando vi algo que yacía caído en el suelo, frente a la estantería. Un recorte de periódico.

Me acerqué y lo recogí. Supuse que se habría caído de forma inadvertida desde alguno de los libros que había mirado… o quizás incluso del interior del lienzo. Era la mitad de una hoja, recortada con cuidado. En uno de sus lados se veía un fragmento de publicidad con caracteres orientales. En el otro, el lado que claramente se había querido recortar, se leía la siguiente noticia:

THE STANDARD. Hong Kong, 14 de diciembre de 2004

LOCALIZADO UN VELERO A LA DERIVA Y SIN TRIPULACIÓN CERCA DE MAGONG

Se cree que la tripulación, un matrimonio norteamericano residente en Hong Kong, puede haber sido víctima de un secuestro.

Jim Rainsford, Hong Kong.

Una brigada de salvamento marítimo localizó ayer martes al mediodía un velero a la deriva a unas 50 millas al norte de Table Island, en el archipiélago de Magong. Se trata del Fury, del que constaba su desaparición a las autoridades desde el domingo pasado. Uno de los efectivos del helicóptero de salvamento comprobó que efectivamente el velero estaba vacío, por lo que durante toda la tarde se procedió a la búsqueda de sus tripulantes, un matrimonio norteamericano residente en Hong Kong.

La embarcación, de 12 metros de eslora, se dio por desaparecida el domingo por la tarde, alrededor de las 14 horas, después de que los encargados del puerto deportivo de Kowloon alertaran de que el velero había partido el día anterior «sin provisiones para más de un día de navegación».

Un pesquero avisó a Salvamento Marítimo de Table Island de la existencia de un barco deportivo que navegaba aparentemente a la deriva a varias millas de la isla. Esa misma tarde se confirmó que se trataba del Fury y, gracias al registro de su matrícula, se hicieron las conexiones oportunas hasta dar con el puerto de origen de la embarcación.

Aunque todavía es pronto para saber las circunstancias que rodean la desaparición de sus tripulantes, fuentes policiales de Magong, a la vista de la buena climatología habida en la zona en los últimos dos días y un análisis superficial del barco, descartan un accidente en alta mar. Se han esbozado la teoría de un abordaje pirata y un consiguiente secuestro del matrimonio, cuyos datos no han trascendido. No obstante, «todavía hay que analizar el barco y examinarlo para conocer más detalles, y en caso de un acto de piratería, esperar a una posible exigencia de rescate…».

Me despertó el ruido de la cisterna en el cuarto de baño. Doblé la página y la lancé tras los libros, en el hueco donde reposaba el lienzo, deseando que fuera aquel el lugar de donde se había caído. Después me eché las manos a la espalda y esperé a que Jip apareciera tras la puerta del baño.

—Ya está, papá —dijo Jip al salir del baño, blandiendo un semblante de pura satisfacción.

Le di una enhorabuena más fría de lo normal. Todavía atónito por aquel descubrimiento que no significaba nada, y que al mismo tiempo podía significar tantas cosas.

Traté de disimular mi desconcierto durante el resto de la velada, aunque supongo que no lo conseguí. En cierto momento, Judie me pellizcó en el muslo bajo la mesa y me susurró: «¿Te pasa algo?». Sonreí, negando con la cabeza. Después, al cabo de una hora, comenzamos a bostezar los tres y decidimos dar la cena por terminada.

De regreso a casa, Jip y Beatrice se quejaron de que las camas estaban frías. Era cierto. Las mantas y las sábanas que había preparado una semana atrás habían cogido humedad, así que bajé a prepararles unas bolsas de agua caliente a la cocina. De tan agotados que estaban, se durmieron antes de que regresara con ellas. Se las coloqué a los pies y me quedé un rato sentado al borde de la cama de Jip, mirándolos.

Miré el reloj y era más de medianoche. En teoría yo debía estar cansado. Había conducido desde Dublín ese día, después de una noche en la que no había dormido demasiado bien, y después de una cena deliciosa mi cuerpo debería estar pidiéndome descanso a gritos. Pero curiosamente no tenía ni pizca de sueño.

Bajé al salón, encendí mi MacBook y me senté en el sofá con él. Navegué a la página principal de Google y escribí unas palabras al azar:

«Blanchard» + «Kogan» + «Hong Kong».

¿Qué estaba buscando? ¿Una conexión? ¿La confirmación de una extraña teoría?

«… un matrimonio norteamericano residente en Hong Kong…».

«¿Y si todo fuese más fácil? Quizás ese matrimonio norteamericano sea “otro”; amigos, conocidos. Por cierto, ¿recuerdas que Leo mencionara Hong Kong en alguna de sus historias?».

Durante cerca de dos horas me dediqué a rastrear la red con todas las combinaciones de palabras que era capaz de imaginar: «Blanchard» + «Kogan»; «Hong Kong» + «Fury» + «Kogan»; «Velero» + «Kogan»; «Velero desaparecido» + «Hong Kong» + «Leo Kogan» + «Marie Kogan»… Pero los buscadores de internet me devolvían resultados insubstanciales. Cosas que no acababan de conectar. Había un tal Richard Kogan en Newport Beach, California, que mantenía una página web de navegación a vela. También encontré a una pareja de Blanchard (Celine y Dario) viviendo en Martinica. El matrimonio, un cuarentón con sobrepeso y una chica más joven, aparecían en varias fotos surcando los cristalinos mares caribeños a bordo de su velero. Ninguno se parecía, ni de lejos, a Leo o a Marie. El buscador me devolvió varias entradas sobre personas llamadas Leo Kogan, pero ninguna de ellas era mi vecino. Había un Leo Kogan pintor en Lyon. Otro Leo Kogan abogado en Nueva York. Busqué sus fotos de perfil en Facebook y LinkedIn. Exploré el catálogo de imágenes referidas a cualquier Leo Kogan del mundo. En ninguna de ellas (al menos no en las primeras 100 o 200 que revisé) aparecía nadie parecido ni de lejos a mi vecino. Y lo mismo contaba para Marie. Esto, en principio, no era nada extraño. Hay muchas personas que han logrado esquivar ese gran agujero negro de la información personal llamado internet.

Terminé aquella aburrida e improductiva investigación «googleándome» (término que había aprendido de Beatrice) a mí mismo: «Peter Harper recogiendo el BAFTA por la mejor banda sonora»… dos años atrás, «Peter Harper en la portada de MOJO»… dos años atrás, «Peter Harper en un documental sobre compositores contemporáneos»… dos malditos y largos años atrás, y, finalmente, a Clem, quien, para mi sorpresa, se había abierto una cuenta en Facebook y mostraba las fotos de su nueva y radiante vida y viajes junto a Niels, cosa que jamás hizo conmigo… ¿Le daba vergüenza o qué?

Observé una fotografía de ellos dos besándose, junto a unos cócteles decorados con motivos tropicales, en alguna idílica playa tropical. Dejé que mi rencor, mi odio, mi envidia y mi vanidad herida danzasen un rato en mi estómago. Después apagué el ordenador y subí al piso de arriba. Eché un vistazo al dormitorio de los niños. Jip se había destapado un poco y Beatrice seguía en la misma posición, como siempre. Dormía como un leño. Podías construir un castillo de naipes en su preciosa barriguita y seguiría en pie al día siguiente. Después me lavé los dientes y me eché sobre la cama, con los ojos abiertos y puestos en el techo. Pensé en hablar con Leo acerca de todo eso. El lienzo, el extraño recorte de periódico. Podría decir que lo encontré por casualidad (¿no había sido así de todas formas?), pero después me di cuenta de que todo aquello era una gran estupidez. Aquello estaba escondido y tenía la señal de NO TOCAR puesta encima. Y yo le había metido mano. Reconocerlo sería como reconocer que había andado mirando el cajón de las bragas de su mujer. Una forma rápida de romper una buena amistad. Así que decidí callármelo. Quizá podría sacar el tema de otra manera. Quizás en realidad no había nada importante en todo eso.

Me dormí y esa noche tuve un sueño.

En mi sueño hacía una noche clara, de estrellas, y yo estaba tocando el piano en el salón, con el ventanal abierto y el ruido del mar interfiriendo amistosamente con la música.

Era una melodía genial. No sé de dónde la habría sacado, pero era mi mejor idea en mucho tiempo. Mis manos recorrían el piano, de arriba abajo, pulsando certeramente las teclas, como si llevase años practicando aquella pieza desconocida. Aquella música salía de mi corazón, como todas las cosas buenas que había escrito en mi vida, y pensaba: «¡He vuelto a conseguirlo!». Debía anotarlo en alguna parte, que no se me olvidara…, pero estaba tan seguro de lo que tocaba, sonaba tan dentro de mí, que no tuve miedo a olvidarlo.

Llamaría a Pat esa misma noche, le despertaría; me daba igual, él estaría feliz de oírlo. Le diría que por fin lo tenía. Que Peter Harper había vuelto. Mis manos volvían a ser amigas de mi cabeza. Mi fábrica de éxitos volvía a funcionar. Sentía que nunca más pasaría una de esas deprimentes tardes jugueteando con acordes inútilmente. Sentía que volvía a ser una fuente de ideas.

Pero entonces, según avanzaba en mi melodía, una de las teclas dejó de responder. Emitió un sonido mudo, como la de un martillo golpeando un dedo. El fa sostenido de la cuarta octava.

Después fue el do de la sexta. Y el mi, una octava más arriba.

TOMTOMTOM.

Bajé mi vista hacia el teclado y descubrí, con horror, que estaba cubierto de sangre.

Las teclas estaban sucias, había huellas de mis dedos por todas partes. Huellas sangrientas. Giré las manos y vi que las palmas estaban cubiertas de sangre. Pero no había ninguna herida… ¿de dónde provenía esa sangre? Apreté una de las teclas y observé una pequeña burbuja roja entre ellas. El líquido terminó por desbordarse y se deslizó sobre el blanco marfil hasta caer, como una densa gota de sangre, en el suelo.

Me aparté de aquello asustado. El taburete se cayó al suelo, golpeando como un gran martillo.

La tapa del piano estaba cerrada. Jamás la dejaba cerrada, pero esa noche lo estaba. Me acerqué y la tomé por los extremos. La levanté con cuidado, como un mecánico abriendo un motor. Enseguida me percaté de que algo no iba bien. ¿Dónde estaba el dorado cuerpo del bastidor? Ahí dentro solo se veía una cavidad oscura. Liberé una de mis manos de la tapa y la dirigí a esa cavidad oscura en busca de las cuerdas, pero entonces sentí que se hundía en un líquido caliente. La caja del piano estaba llena de…

—Dios mío.

Sangre.

Alcé la tapa aún más, para poder ver. Descubrí aquella bañera, y en su centro un cuerpo desnudo emergiendo entre aquel gran charco rojo.

Judie. Atada de pies y manos.

—Ayúdame, Pete —comenzó a gemir—, él está a punto de volver. Hoy me matará. O quizá mañana. Ayúdame.

Todo mi cuerpo se había puesto a temblar. «Te sacaré de aquí, Judie. Te sacaré». Traté de buscar el soporte de la tapa, pero era incapaz de dar con él, y no podía soltar la tapa…

—Por favor, por favoooooor, es un monstruo. Me usará un poco más y después me matará, Peter. Me cortará en pedazos.

Entonces noté una presencia tras de mí, en el salón. Cerré el piano. Ahogué la voz de Judie que seguía diciendo aquellas cosas terribles pero sin sentido. Me di la vuelta. Plantada en medio del recibidor, había una sombra.

—Se acaba el tiempo, Peter.

Calva. Con aquellas terribles manchas negras en la piel que la hacían parecer un monstruo. Delgada como un esqueleto. Como en los últimos días de su enfermedad, cuando la quimioterapia la había quemado entera por dentro.

—¡Mamá!

Vestía su bata verde, la que siempre llevaba cuando estaba en casa. Y pese a su terrible apariencia, sus ojos desvelaron una compasión y una dulzura que convirtió aquella pesadilla en un buen sueño. Después, antes de que pudiera llegar a ella, antes de desvanecerse en el aire, abrió la boca y dijo:

—Vete de esta casa, Peter.