7
Me acerqué despacio, con prudencia, pensando en que tartamudearía de terror si me veía obligado a decir algo. Vi descender la ventanilla del conductor. Tras ella apareció aquel tipo nuevo, el de la mandíbula fuerte que ya había visto en la gasolinera. Tenía un rostro atractivo, como el de un galán de películas de los sesenta. A su lado viajaba la mujer y por primera vez vi su cara. Llevaba el pelo negro recogido en un moño, una cara redonda, lunar, donde los ojos eran como dos accidentes de piedra negra, brillantes, fríos.
—Gracias a Dios que han aparecido —dije, y mi voz sonó angustiada—. Mi bicicleta se ha estropeado ahí atrás y…
—La hemos visto —me interrumpió el tipo de la gran mandíbula, con un acento claramente norteamericano—. La ha dejado usted en medio de la carretera. Casi la aplasto, ¿sabe?
—Oh, de verás lo siento —respondí—, yo…
En ese momento la mujer, que miraba hacia delante sin prestarme atención, dijo algo en francés. El conductor asintió levemente con la cabeza. Después sonrió, mostrando dos hileras de gruesos y blancos dientes y apoyó su brazo en la ventanilla.
—¿Vive usted en la playa?
—Sí —respondí—. ¿Van hacia allí?
Era una pregunta estúpida ya que el camino solo tenía una dirección.
—Vamos a visitar a unos amigos —terminó diciendo el conductor—. Quizá los conozca. Se llaman Leo y Marie Kogan.
«Que si los conozco, matón hijo de…».
—Claro que los conozco. Son mis vecinos.
—¡Sus vecinos! Qué casualidad —celebró el tipo. Después miró por el retrovisor y se dirigió a los pasajeros que iban en la parte trasera—. Randy, Tom, hacer sitio ahí atrás. Es el vecino de Leo y Marie. Le llevaremos a casa.
Oí el sonido de la puerta corredera abriéndose y deslizándose por el raíl.
—Póngase cómodo, amigo, le ahorraremos un largo paseo bajo la lluvia.
Allá atrás estaba Randy, el alto y larguirucho clon de Lennon, con sus gafitas redondas que le ocultaban los ojos y su pelo que parecía recubierto de alquitrán. Estaba sentado de espaldas al conductor; yo me senté frente a él, junto al gordo, que se llamaba Tom.
«Encantado de conoceros finalmente», pensé para mis adentros.
Tom me hizo hueco a su lado y comentó algo que no entendí, pero que creo que iba sobre mi aspecto. Randy esbozó una sonrisa. La sonrisa de una serpiente a punto de merendarse un ratón.
—¿Qué le pasó a su bici, colega? —preguntó.
Tenía la voz ronca y áspera, como si alguien le hubiera cortado dos o tres cuerdas vocales y las hubiera sustituido con lija. También, como el conductor de la mandíbula de acero, su acento era inequívocamente norteamericano. Su aliento olía a cigarrillos.
—Me resbalé y me caí con ella —respondí doliéndome del hombro—. La muy hija de puta casi hace que me mate. Volveré a por ella más tarde.
Noté que mi voz temblaba un poco y que mi garganta estaba llena de nervios y saliva. Me aclaré la voz y traté de calmarme. Tom y Randy se miraron entre ellos sonriendo.
—Claro, más tarde —dijo Tom.
Se gastaron la broma en silencio, cómplices. Por poco no se echaron a reír allí mismo. Tenían la sonrisa de dos lobos, de dos depredadores. Pero no necesitaba su sonrisa para saberlo; había visto lo que eran capaces de hacer.
Traté de concentrarme. La furgoneta avanzaba a buena velocidad y muy pronto estaríamos en el Diente de Bill. ¿Qué debía hacer? ¿Lanzarme sobre el conductor, meterle los dedos en los ojos, provocar un accidente? Dudaba de que funcionase. Posiblemente el gordo me rebanaría el cuello con su cuchillo (que posiblemente llevaba en alguna parte, quizás escondido bajo su gabardina negra) antes de que pudiera contar hasta tres. Registré disimuladamente la cabina. Todo estaba muy oscuro. Observé las manos de Tom y Randy. Tom las llevaba quietas, sobre los muslos. Randy hacía chasquear los dedos, con nerviosismo. No llevaban nada a la vista, pero seguro que sus armas no estaban muy lejos. Quizá si lograba hacerme con un revólver…, pero ¿en qué momento podría hacerlo? De cualquier forma, no podía dejarles llegar a casa de Leo y Marie. Judie y los niños estaban allí. Tenía que pensar en algo… y rápido.
Entonces me di cuenta de que Randy me estaba mirando fijamente. Tenía una boca pequeña, llena de dientes pequeños y afilados.
—¿Tiene un cigarrillo?
—No, lo siento —dije, echándome la mano a la camisa, donde aún conservaba el paquete de chicles que me había comprado en el Andy’s—, pero puedo ofrecerle un chicle.
—Aguántate hasta que lleguemos, Randy —gritó el conductor.
—Que te jodan, Frank. —Después rehusó mis chicles con un gesto despreciativo. Y así supe cómo se llamaba el conductor—. ¿Vive aquí todo el año? —preguntó después.
—Solo por unos meses —respondí—. Alquilo una casa de veraneo.
—De veraneo —repitió con sarcasmo—, ¿has oído eso, Tom? A esto lo llaman verano en Europa.
El gordo Tom sonrió y asintió moviendo la cabeza, que reposaba en un gran cuello casi inexistente. Aquella escoria era incapaz de ocultar su ralea. Apestaban a delincuencia, y quizá les daba igual. Quizá ya habían decidido que me matarían de todos modos.
—¿Son ustedes norteamericanos? —pregunté. Había dudado si hacerles preguntas, pero pensé que era lo natural dada la situación.
—Todos menos Manon —respondió Randy, señalando hacia atrás, a la mujer—. Ella es francesa, ¿sabe? La France —dijo exagerando un acento francés—. Fuimos todos compañeros de Leo. En el hotel. Se lo contó, ¿verdad?
—Ah, sí. El hotel —dije.
—Estamos de viaje y queríamos darle una sorpresa.
—Qué bien.
—¿Ha venido con su familia? —preguntó Tom entonces—. ¿A pasar las vacaciones tal vez?
Sonreí y tosí para darme algo de tiempo para pensar.
—Sí. Llevo viniendo muchos años y conozco a casi todo el pueblo. Por cierto, esta noche había organizado una pequeña fiesta. Están ustedes invitados. Díganselo a Leo y Marie cuando les vean.
—Oh, una fiesta, ¡qué bien! ¿Has oído, Manon? —dijo girándose hacia la mujer, que permanecía en silencio, mirando hacia delante—. Quizá podamos convencer a Leo y Marie para ir todos juntos. ¿Quedan muy lejos sus casas?
Vi a la mujer a través del espejo. Sonreía con frialdad.
—No… no muy lejos. Y vendrá bastante gente —subrayé—. Anímense.
Mentir sobre la fiesta, y sobre el hecho de que esperaba gente esa noche me había parecido una buena idea. Quizás aquellos asesinos ralentizarían sus movimientos si esperaban mucha gente por la zona. Aquella mentira me inspiró a seguir mintiendo. Cuando Randy había preguntado si nuestras casas quedaban muy lejos me hizo darme cuenta de que aquellos tipos no habían estado nunca por allí. No conocían la zona y eso jugaba a mi favor. Eso, y el hecho de que no había un solo cartel en toda la carretera.
Nos aproximábamos al Diente de Bill cuando entoné un carraspeo y dije:
—Cuándo lleguemos al cruce pueden dejarme allí. Bajaré andando hasta mi casa.
—Ni hablar, amigo —respondió Frank desde el puesto de piloto—. Le llevaremos hasta la misma puerta de su casa. Faltaría más.
—Eso —añadió Randy—, no le dejaríamos andar con la que está cayendo. Los amigos de Leo y Marie son nuestros amigos.
Aquel último comentario suscitó las risas de los tres hombres. Me imaginé por qué. Manon, en cambio, permanecía callada con la vista al frente. ¿Pensaba?
Lo que estaba claro es que aquellos tipos no tenían ninguna prisa. Estaban a punto de caer sobre los Kogan como un águila real cae sobre un ratón dormido y lo más inteligente era echar un vistazo alrededor. Además, pensé que quizá ya habían decidido venir a por mí después de encargarse de Leo y Marie. Tan solo para borrar cualquier huella. O quizás estaban a punto de hacerlo.
Se me ocurrió algo bastante arriesgado, pero entonces me pareció una idea brillante: llevarles directamente a casa de Leo y Marie. «Con suerte, Leo recordará lo que le dije y si ve la furgoneta nos asará a tiros. Yo estaré preparado para lanzarme al suelo. En cualquier caso, para cuando descubran el pastel, ya habrás puesto a todo el mundo alerta. Leo tiene una radio. Nos encerraremos en la casa y aguantaremos allí».
Era mi única oportunidad.
Los faros de la furgoneta iluminaron el viejo árbol del Diente de Bill y yo tragué saliva. Era el momento de jugarse el todo por el todo, aunque a aquellas alturas ya poco importaba fallar. Solo había dos maneras de terminar aquella noche, con una bala en la cabeza o sin ella. Y ahora lo único en lo que pensaba era en Jip, Beatrice, Judie y mis amigos, en darles una sola oportunidad contra aquellos monstruos. Nada más. Moriría tranquilamente si al menos era capaz de salvarlos.
—Ahora, gire a la derecha, por favor —dije en cuanto noté que la furgoneta comenzaba a desacelerar en el cruce. Lo dije sin un solo temblor en la voz. Mi mentira sonó como una perfecta y confiada indicación de tráfico.
No obstante, noté un tenso silencio entre mis acompañantes.
—Le dejaremos en su casa, amigo —repitió Frank desde el volante—. ¿Es por ahí?
—Sí —respondí tratando de sonar seguro y tranquilo—. La casa de los Kogan es a la izquierda, bajando por ese camino. Yo vivo en una un poco más grande, bajando a la derecha —dije, señalado hacia la casa de Leo y Marie.
Después de un silencio de pocos segundos, que a mí me resultó eterno, Manon miró al conductor y asintió con la cabeza. Frank giró hacia la derecha y enfiló la casa de Leo y Marie.
Parecía que se lo habían tragado. Ahora tenía que aguantar la cara de póquer cuanto pudiera.
El temporal estaba justo encima de la playa. Los limpiaparabrisas de la furgoneta, a su máxima velocidad, no eran capaces de retirar toda el agua que nos caía encima, como si estuviéramos dentro de un lavavajillas. La imagen me era familiar: aquella misma tormenta me había llovido encima tres veces en los últimos meses.
La furgoneta bajó despacio por la colina hasta la casa, en la que se veían luces encendidas. Recé para que Leo no nos viera llegar e hiciera algún ademán de salir a recibirnos (y si es que lo hacía, que fuera a tiros). Además, recordé el buzón que había junto a la verja del jardín y que —aún con letra muy pequeña— allí no decía Harper, sino Kogan.
—Pueden dar la vuelta aquí mismo —dije, cuando aún no nos habíamos acercado demasiado—. Ahí delante hay bastante arena y con esta agua puede que las ruedas les patinen.
«Bravo, Peter. Hoy estás inspirado».
—¿Seguro, amigo? Se va usted a empapar.
—No hay problema. Son solamente cien metros. Con todo lo que me han ahorrado ustedes, bien puedo correr un poco bajo la lluvia.
Frank hizo caso otra vez. Frenó a unos veinte metros de la casa y maniobró un poco para dejar la puerta corredera de cara al camino. Cuando hubo parado, muy despacio, busqué la manija, deslicé la puerta y salté a la arena.
—Muchas gracias por todo —grité a través del viento—. Me han salvado de una buena.
Frank bajó su ventanilla y miró hacia la casa con los ojos brillantes. A su lado, la mujer se estaba encendiendo un cigarrillo y la llama iluminó sus ojos de piedra, de muñeca inánime.
—Bonita casa —dijo Randy, sonriendo entre los asientos delanteros.
Y no me gustó cómo sonreía.
—Gracias —respondí, aguantando la mirada como pude—. Saluden a Leo y Marie de mi parte. Y díganles que se animen y vengan todos juntos. Será divertido.
La ventanilla volvió a subir y Frank hizo maniobrar la furgoneta en dirección al Diente de Bill.
Yo comencé a andar apresuradamente hacia la casa, mientras sentía que me faltaba el aire otra vez. Al llegar a la puerta miré hacia atrás y vi las luces de la furgoneta perderse tras la primera curva. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, golpeé la puerta con fuerza.
—¡Leo! ¡Marie! ¡Abrid!
La historia se repetía otra vez. Una noche de tormenta. Golpes en la puerta. Una visita inesperada.