3

Con la llegada del verano, el pueblo comenzó a llenarse de turistas. El stop de la carretera de Clenhburran dejó de ser una señal simbólica en la que ya te habías acostumbrado a no parar. Ahora la carretera comenzaba a estar viva; había comenzado un continuo goteo de caravanas, coches y hordas de motociclistas que iban y venían por distintos puntos de la costa. El pequeño supermercado-gasolinera de Andy’s aumentó su stock de comida e instaló una zona especial de barbacoas donde vendía todo lo necesario para organizar un feliz día en familia. Además, ahora siempre había una pequeña cola de tres o cuatro personas haciendo la compra. Por el pueblo comenzaron a verse nuevas caras y a oírse nuevos acentos. Británico, escocés, norteamericano, además del inconfundible acento de la gente de Cork, o de algún dublinés del norte. El Fagan’s, que durante todo el invierno había sido un refugio más o menos solitario, estaba animado todos los días de la semana. Keith Douglas inauguró el Beer Garden en la parte trasera, donde podías salir a fumar con tu pinta mientras te sentabas en unas cómodas sillas, rodeado de barriles y otros trastos.

Los primeros días en la casa de la playa estaban siendo felices y tranquilos. Todas las mañanas me levantaba antes que los niños y les preparaba un desayuno de tostadas, huevos fritos y beicon. Nos lo comíamos sentados en las sillas del jardín, frente a la idílica vista del océano, y después bajábamos a la playa. Algunos días, si soplaba viento, nos limitábamos a dar un largo paseo por la orilla. Jip había encontrado una red de pescador y le encantaba recolectar conchas, piedras extrañas y cadáveres de cangrejo entre las rocas del fondo de la playa. Y tal y como había pensado semanas atrás, le encantó explorar el interior de la pequeña cueva y fantaseó con que quizás habría un tesoro escondido allí en el fondo. («Leo dijo que había tesoros vikingos, ¿no?»).

Otros días, si había buena temperatura incluso nos bañábamos. Jip tenía una atracción fatal con el agua y siempre terminaba entrando hasta el cuello y saliendo rápidamente, con la piel de pollo. Al cabo de tres días fui a Dungloe y compré unos tops de neopreno. Por nada del mundo quería arriesgarme a que cogiera un resfriado de verano, y el agua, pese al buen tiempo, seguía manteniéndose a dieciséis grados. Beatrice, en cambio, prefería quedarse leyendo en su toalla. En nuestra primera visita oficial a la tienda de Judie, esta le había regalado el primer libro de la saga Crepúsculo y ahora estaba completamente enganchada a ella. Había devorado la primera parte en dos días con sus largas noches, en las que tuve que obligarla a apagar la luz de madrugada. Yo, por mi parte, estrené una tabla de surf que había encontrado en el cobertizo del jardín, aunque no conseguí ponerme de pie ni una sola vez, pero al menos conseguí mantenerme de rodillas sobre una ola y saludar a mis hijos antes de caerme en el interior de la espuma.

Judie solía dejarse caer por la casa algunas tardes y salíamos a dar un paseo todos juntos. Las largas dunas, repletas de senderos entre la hierba y la arena, eran un lugar perfecto para perderse en aquellas templadas tardes de verano. Judie y Beatrice solían adelantarse unos cuantos metros por delante de Jip y de mí y se dedicaban a charlar de sus cosas, se reían, bromeaban… parecía que habían congeniado perfectamente. Jip y yo íbamos a lo nuestro: descubrir bichos, encontrar palos, o piedras de forma y tamaño singulares. Y guardarlo todo en una bolsa, por supuesto. Además, desde que Leo le contó la historia de los vikingos y Monaghan, Jip estaba seguro de que terminaríamos encontrando un tesoro, y se lanzaba sobre cualquier objeto brillante que sobresaliera en la arena (y un par de veces eran vidrios de alguna botella y me tuve que apresurar a quitárselos de la mano).

La tienda de la señora Houllihan competía con Andy’s en la venta de productos para la playa, y Judie tenía bastante trabajo esa semana. El martes me pidió el Volvo para ir a recoger un gran pedido de material a Dungloe. Palitas, cubos y rastrillos de plástico; hamacas y sombrillas; bañadores, gafas de buceo, ropa de verano…

—¿De verdad vendes todo esto? —le pregunté.

—La gente se vuelve loca con el verano —respondió—. Y además, este parece que va a ser muy bueno.

Era cierto, los informes meteorológicos llevaban semanas prometiendo buen tiempo para todo julio y primera mitad de agosto. Quizá con riesgo de alguna tormenta eléctrica, pero bueno por lo general.

«Alguna tormenta eléctrica (con nubes negras con forma de pastelillo, rayos, truenos, quizás alguna visita a medianoche), pero bueno por lo general».

Después de su día de carga y descarga, Judie regresó con el Volvo a media tarde y la invité a quedarse a cenar.

Mientras los niños se divertían con un frisbee en el jardín trasero, bajo un atardecer liliáceo y con las primeras estrellas titilando en lo alto, Judie y yo cocinábamos juntos, charlando de todo un poco. Era un momento dulce, tenerla a ella y a los niños en aquella casa frente al mar, preparando algo rico para la cena y con una buena película para después, y yo era consciente de que mi cerebro estaba reemplazando a Judie por Clem en aquel escenario, de que mi psicología estaba poniendo un parche en esa imagen rota de la familia que tanto echaba de menos. Pero en fin, trampa o no, mentira o verdad, yo me sentía bien, mejor que bien: feliz. Y era una sensación bastante nueva.

Por otro lado, desde que los niños estaban en la casa, habíamos dejado de tener intimidad, por no hablar de pasar la noche juntos.

—¡Eh! ¿El abrazo del oso? —dijo sorprendida cuando la atrapé por detrás, en un momento en que las voces de Jip y Beatrice sonaban distantes—. Ten cuidado o nos verán.

—Estoy un poco descontrolado —respondí—. Muy salido, como se suele decir. ¿Por qué no te quedas esta noche?

Ella negó con la cabeza.

—Ya lo hemos hablado, Pete.

Sí, lo habíamos hablado. Había sonado muy razonable entonces: ella no se iba a sentir cómoda con los niños en casa. Para mí tampoco era un paso fácil, pero quizás estaba más preparado. Al fin y al cabo, Clem vivía con Niels. Mis hijos tenían que verle en pijama por las mañanas, lavándose los dientes, con el pelo revuelto y la cara sin afeitar. Judie era una imagen mucho más bonita.

—Pero en algún momento tendremos que… —dije, dándole un pequeño mordisco en el cuello.

—¿Te han preguntado algo?

—No. Todavía no. Pero lo harán. Les conozco. Lo están pergeñando en sus malévolas cabecitas.

—¿Y qué les dirás?

—Qué sé yo. Que somos amigos con derecho a roce… No lo sé —continué—. ¿Qué somos exactamente, Judie? ¿Novios?

Ella bajó la cabeza y siguió cortando el tomate en láminas.

—Vale —continué diciendo—. Es una palabra un poco «fuerte» tal vez…

—No —dijo ella—, está bien. Puedes decirles que somos novios.

Me invadió un hormigueo adolescente al oír aquello.

—… a menos que a ti te suponga un problema.

—No —me apresuré a responder—. Nada de eso. Bueno, en el diccionario del siglo XXI «novios» tampoco significa que nos vayamos a casar.

—En el diccionario del siglo XXI tú me gustas, yo te gusto, nos llevamos bien y no nos acostamos con nadie más. No vamos a firmar ningún papel ni a colgarnos ningún anillo, y vamos a intentar ser sinceros el uno con el otro. Llámalo como quieras.

—Judie, eso es lo más romántico que me han dicho en los últimos dos años.

Ella se dio la vuelta, puso sus palmas sobre mis hombros y me besó dulcemente en la boca.

—Y eso que no he intentado ser romántica. Espera y verás.

Entonces oímos la voz de Jip, que había comenzado a llorar en el exterior de la casa. Beatrice vino corriendo por el jardín con el frisbee en la mano.

—Jip se ha tropezado, papá.

Salimos al jardín. Jip estaba sentado en el césped, junto a la fosa séptica, doliéndose de la rodilla, y me imaginé lo que había pasado. La maldita alcantarilla de la fosa séptica, que dos veces me había doblado la hoja de la segadora.

—Llevo meses pensando en comprar una plancha metálica para taparla —le expliqué a Judie mientras nos acercábamos al lugar del siniestro—, pero por alguna razón siempre se me olvida. Está demasiado oculta entre la hierba y es fácil tropezarse con ella.

Cogí a Jip en brazos y lo llevé al salón. Judie me preguntó dónde tenía un botiquín y le indiqué que buscase en el armario trastero del recibidor. Regresó con una gran caja metálica donde había algodón, tiritas, yodo, todo sin abrir (lo había comprado en la farmacia de Dungloe nada más mudarme a la casa, pero curiosamente jamás había necesitado nada), además de los medicamentos para el dolor de cabeza que la doctora Ryan me había recetado y que había comprado pero decidido no tomar.

Empapé un algodón en yodo y comencé a desinfectarle la herida a Jip. Había perseguido el frisbee por el aire y metido el pie en el hueco de la alcantarilla, dándose con toda la rodilla. Una bonita herida de guerra, aunque gracias a Dios no demasiado profunda.

—¿Crees que necesitará la vacuna del tétanos?

Judie dijo que no era necesario, pues el rasguño había sido contra roca.

—Bastará con un poco de yodo.

Mientras limpiaba la herida, Judie indagó en los betabloqueantes y demás pastillas que estaban allí.

—¿Esto es lo que te recetaron en el hospital? —preguntó. Respondí que sí—. Madre mía, me alegro que hayas decidido no tomarlo.

Beatrice se sentó a nuestro lado y se encargó de acariciar el cabello de su hermano y darle ánimos, mientras que echaba un chorrito de agua oxigenada y terminaba de limpiar la rodilla de Jip.

Judie seguía de pie a nuestro lado, pero noté que se había quedado callada mirando un papel que había encontrado en el botiquín. Tenía una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿De dónde has sacado esto?

Extendió el papel hasta colocarlo frente a mis ojos.

—Sí, Kauffman —dije al leerlo. Era el trozo de papel en el que la doctora Ryan había escrito el nombre y el teléfono de ese psicólogo de Belfast. Debí lanzarlo, junto con el resto de las medicinas, al botiquín el día que regresé de la última visita, y prácticamente lo había olvidado—. La doctora Ryan me lo recomendó —dije—. Debe ser un especialista en desórdenes del sueño… ¿le conoces?

—Fue… profesor mío en la universidad, pero me sorprende que Ryan te lo recomendara.

Me intrigaba la expresión de Judie. Había algo parecido al temor en sus ojos.

—Le hablé de… —miré a Beatrice y a Jip pensando que quizá no debería tocar ese tema— de los sueños que tuve después del accidente. Me dijo que quizá fuera una buena idea visitarle. ¿Crees que merecería la pena concertar una cita?

—Quizá —respondió—, aunque puede que sea pronto para llegar tan lejos. Además, han pasado un par de semanas y no has vuelto a tener ninguna de esas p… —miró a Jip y a Beatrice— sueños movidos, ¿verdad?

Recordé la más reciente, de la que no le había hablado, en la que ella estaba atada al bastidor de mi piano, en un charco de sangre, diciendo cosas horribles acerca de un hombre que venía a por ella y…

—¡Ay! —se quejó Jip cuando le apreté con un algodón empapado en yodo, quizá con demasiado ímpetu.

—Perdona, campeón —dije suavizando la presión—. Bueno, sigo teniendo sueños raros. Pero nada grave.

—¿Es por el rayo, papá? —preguntó Beatrice entonces, que como siempre se enteraba de todo.

Dos días atrás, mientras regresábamos de un paseo por los acantilados, les había contado la historia a grandes rasgos, más que nada porque estaba seguro de que la terminarían oyendo por alguna parte. Mi versión era bastante sintética y se obviaban las partes más morbosas (como, por ejemplo, que estuve más de quince minutos inconsciente, tendido en una cuneta). De cara a los niños, la aventura se resumía en que papá había ido a retirar una rama del camino y un rayo «cayó muy cerca» y le «quemó», del mismo modo que uno se quema si acerca mucho los dedos a una vela encendida.

—Sí, cariño, es por lo del rayo —respondí—, pero ya me estoy poniendo bien.

—¿Has visto las quemaduras con forma de árbol, Judie? Son alucinantes.

—Sí, Beatrice, son bastante impresionantes. Pero ya casi no se ven, ¿verdad, Pete?

En efecto, ya se habían diluido casi por completo.

—Supongo que al dolor de cabeza le terminará pasando lo mismo. Aun así, si quieres puedo telefonear a Kauffman y hacerle una consulta extraprofesional.

—No, olvídalo —dije—, dejemos que pase un poco más de tiempo.

Cogí la tirita que Judie había preparado y se la apliqué a Jip en la herida. Después, Beatrice y él volvieron afuera a jugar con el frisbee y les recomendé que se alejarán del fondo del jardín, donde estaba la alcantarilla, para evitar más accidentes. Y me grabé una nota mental: «Poner una tapa en la alcantarilla», que volvería a olvidárseme al día siguiente.

Terminamos de cocinar y hacía tan buen tiempo que pusimos la mesa en la terraza y cenamos a la luz del atardecer. Judie aprovechó para ponerme al día sobre la noche de cine al aire libre, que comenzaría en apenas diez días.

—Todo el mundo está muy emocionado con la idea de que toques algo. ¿Qué te parece?

Yo le había dado un par de vueltas al asunto y pensé que podría interpretar el tema principal de Cinema Paradiso de Ennio Morricone. Era una pieza corta que apenas tendría que prepararme ya que la había tocado cientos de veces. A Judie le pareció buena idea. Dijo que ya habían conseguido un teclado de ocho octavas para el día del evento. La mujer de Keith Douglas, del Fagan’s, había asistido a una academia de piano para adultos en Letterkenny hacía unos años y desde entonces tenía un piano eléctrico criando polvo en su salón.

—Supongo que valdrá —comenté.

—Prepárate algo para decir en el micro también —dijo ella.

—¿Un discurso? —pregunté yo.

—No, tan solo algunas palabras. Hola, queridos vecinos, es todo un honor estar aquí esta noche… y todo ese rollo. Eres la única persona de entre estas doscientas almas que ha estado alguna vez en un estudio de cine, o que ha hablado con un director, todos están ansiosos porque les cuentes alguna anécdota. Pero no te enrolles.

Después de la cena, vimos una película todos juntos y Judie se marchó a eso de la medianoche. Seguí las luces rojas traseras de su Vauxhall Corsa hasta que desaparecieron en lo alto del Diente de Bill, mientras pensaba en esa extraña reacción que había tenido al leer el nombre de Kauffman en el papel perdido de mi botiquín.

«Fue profesor mío en la universidad».

Un experto en problemas de sueño. Una chica que sufre pesadillas de las que no quiere hablar.

Bueno, ella no era la única…

A la mañana siguiente ocurrió algo que debería haberme puesto en guardia, hacerme abrir los ojos.

Habíamos salido a dar un largo paseo descalzos por la orilla, Jip recogiendo sus tesoros, Beatrice hablándome de alguna cosa. Cuando llegamos al final de la playa, justo donde se formaban aquellas pequeñas cuevas en la negra roca, en la red de Jip no cabía un solo tesoro más, de modo que empezó a pasármelos a mí y me llené los bolsillos de conchas y piedras. Beatrice había empezado a escribir su nombre en la arena: B-E-A-T-R-C-E.

—¡Falta la i! —gritó Jip.

—Vamos, Jip, escribe el tuyo si eres tan listo.

Jip hundió su pequeño pie en la arena y comenzó a dibujar una larga J, que para cuando llegó a tener sombrero, las olas se habían encargado de borrar a medias. Jip se enfadó con los elementos y fue a darle una patada a la siguiente ola, lo cual hizo que se empapara por completo los pantalones, y que su hermana mayor (cómo no) se echase una buena risotada a su costa. Pero Jip había mejorado en sus habilidades mafiosas. Primero vino hacia mí para quejarse, pero enseguida comprendió que aquello debía resolverse como una vendetta. Fue corriendo donde su hermana, mientras se estaba dando la vuelta, y le dio una buena regada por la espalda. La respuesta de Beatrice fue inmediata y Jip terminó de agua hasta el último pelo de la cabeza. Vino corriendo a refugiarse en los brazos de su (seco) papá, pero para entonces Beatrice ya había comenzado un ataque a gran escala que terminó por empaparme a mí también. Desde entonces la guerra fue total.

Beatrice comenzó a perseguirle y Jip comenzó a correr hacia las rocas. Yo estaba riéndome todavía cuando vi cómo las piernas de Jip se aceleraban más y más, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había un peligro real a sus espaldas, y le vi enfilar directamente una de aquellas pequeñas cuevas en la roca.

—¡Jip! —exclamé—. ¡Eh, Jip!

Pero estaba ya lejos, y el viento soplaba en nuestros oídos. Había acelerado tanto que le sacó una ventaja de dos metros a su hermana. Se lanzó sobre la arena y gateó a toda prisa en el interior de una pequeña cavidad, la más pequeña de todas, que tenía el tamaño exacto para que Beatrice no pudiera perseguirle ahí dentro. Se conformó con dar una patada en la arena y tratar de rociar el trasero de su hermano con arena, pero este ya había desaparecido en el interior de la cavidad.

La boca de la gruta no tendría más de medio metro de altura y el oleaje golpeaba a pocos metros de allí. De pronto, sentí que no me gustaba una pizca que Jip hubiera desaparecido dentro de esa angosta negrura. Aceleré el paso hasta llegar allí. Beatrice estaba de rodillas, tratando de ver algo, pero aquella maldita cavidad se tragaba la luz igual que un velo negro.

—¡Jip! —grité, ahora sin miedo a sonar imperativo y asustado—. Sal de ahí ahora mismo. Ese sitio es peligroso.

Mis palabras reverberaron en la cavidad, un eco corto y seco, y después no se oyó nada y sentí que mi corazón comenzaba a ir más deprisa. Beatrice me miró sin decir palabra, supongo que ambos nos habíamos dado cuenta de que allí pasaba algo.

—¡Jip, haz caso a papá! —gritó Beatrice—. Sal de ahí.

Temí que hubiera encontrado otra salida más allá del brazo de piedra, donde no había nada más que afiladas rocas pulidas por un oleaje pesado, que a veces estallaba en chorros de espuma. Trepé por encima de una de las rocas, hiriéndome en los pies descalzos, tratando de encontrar alguna otra salida de aquella madriguera.

—¡Jip! —Mi voz sonó aterrorizada—. ¿Puedes oírme, hijo mío?

Todas las cosas horribles que uno pueda imaginar desfilaron por delante de mis ojos en aquellos pocos segundos.

No había manera de llegar más allá y tampoco vi nada moverse bajo mis pies, así que regresé a la arena. Beatrice se había introducido en la gruta, todo lo que su cuerpo le permitía. Me agaché junto a ella.

—¿Puedes verle?

—Sí —respondió ella—, creo que le veo.

—¡Jip! —grité—, escucha hijo, sal de ahí, por favor. Hay olas al otro lado y… quizá te cortes con algo ahí dentro.

Al cabo de unos segundos le vimos aparecer desde la oscuridad, gateando tal y como había entrado en la cueva.

Cuando estuvo fuera, lo levanté en brazos y, tras comprobar que no hubiera ninguna herida, lo recubrí de besos.

—¿Qué te ha pasado, hijo? ¿Qué…?

Pero Jip no respondió. Echó los brazos alrededor de mi cuello y hundió su rostro en mis hombros. Estaba temblando y sentí la humedad de unas pocas lágrimas en sus mejillas. No alcanzaba a comprender la causa de todo aquello. Había sido testigo de su pequeña riña con Beatrice, el intercambio de agua, la carrera. Allí no había pasado nada fuera de lo común.

—Le ha dado uno de sus momentos «raros» —dijo Beatrice—. Se le pasará, solo hay que dejarle un rato.

—¿Momentos raros? —pregunté yo—. ¿De qué estás hablando?

—A veces le dan. Mamá ya se lo explicó al psicólogo. Pero no es grave. Se queda callado, como si estuviera en otro mundo. A veces suda, se pone nervioso. Solo hay que esperar un rato.

Volvimos a casa y metí a Jip bajo una ducha caliente, pero tenía tanto frío que terminé sentándome en la bañera frente a él, mientras enjabonaba su cuerpo y cabeza y aprovechaba para llenarlo de caricias. Él estaba quieto, con los ojos cerrados para evitar el champú.

—¿Cómo te encuentras? ¿Has entrado en calor?

—Sí…

El agua había comenzado a subir y ya nos tapaba el vientre. Era una sensación agradable, sentí que el cuerpo de Jip dejaba de temblar. Seguí enjabonándolo, sus pequeñas orejas resbalaban dentro de mis manos, como dos peces.

—¿Qué te ha pasado ahí abajo, hijo? ¿Por qué has llorado?

Jip no respondió en un primer instante. Tardó un poco más de medio minuto. Parecía como si se estuviera sacando una astilla muy dolorosa.

—He tenido miedo.

Lo dijo casi sin volumen, como un secreto que nadie más debiera escuchar. Yo también bajé mi voz hasta convertirla en un susurro.

—¿Miedo? ¿De qué?

—De alguien que venía. Un monstruo.

—¿Un…? —Frené mis palabras. «No, no vamos a ir por ahí, señor Harper. Nada de cuestionar, o de sonar suspicaz».

—¿Quién era? —pregunté—. ¿Pudiste verle?

—No… —respondió Jip—, solo lo he «sentido». De pronto.

—¿Cuando tu hermana empezó a perseguirte? Pero tú sabías que era ella, ¿verdad?

—Sí, pero había otra cosa.

—¿Otra cosa?

Mientras terminaba de aclararle el cabello, y cogía aquella pequeña cabeza entre mis manos, y la besaba a la mínima oportunidad, pensé otra vez en mi madre, y en mi abuela, cosiendo y recosiendo aquel botón a mi tío abuelo Vincent y salvándole la vida aquella mañana de hace mil años. Y lo que papá me había dicho en Dublín: «Pasa de padres a hijos».

«¿Por qué no? —me dije a mí mismo—. ¿Por qué creías que tú serías el último?».

—¿Te ha pasado otras veces? ¿Ese miedo?

—Alguna —respondió Jip.

—¿Y qué es lo que sientes cuando te pasa?

Jip había abierto los ojos. Miraba hacia el techo, como tratando de recordar.

—Miedo. Que algo va a pasar.

—¿A ti?

—A cualquiera —respondió él mientras jugueteaba con la espuma—. A veces es una persona.

—¿Quién, por ejemplo?

—El señor Elfferich, el guarda del colegio.

—¿Qué le pasa?

—Su hijo se murió en un accidente de coche.

—Y sentiste algo sobre él, ¿verdad?

—Sí.

—¿Antes de que ocurriera?

Jip me miró sorprendido. Después asintió con la cabeza.

—¿Le has contado a mamá algo de esto?

Negó.

—¿A alguien, a ese psicólogo al que te llevó mamá?

Me imaginaba al pobre Jip, sentado en una silla, callándose aquel secreto inconfesable, mientras algún experimentado psicólogo le hacía mil y una preguntas de libro, lejos, muy lejos de acertar en la diana.

Negó con la cabeza.

—¿A ti también te pasa, papá? —preguntó entonces.

—Creo que sí —le dije—, a veces, tampoco puedo saber cuándo.

—¿Es malo?

Jip había abierto los ojos. Los ojos bien abiertos. Las orejas también. Esa era una de LAS PREGUNTAS en mayúsculas. Como la de ¿Dios existe? O la de ¿cómo se hacen los niños? O la de ¿por qué mamá y tú habéis dejado de quereros? Se notaba en su rostro. La boca pequeña, los ojos grandes, los oídos preparados para absorber aquella importante respuesta.

—No… creo que no es malo ni bueno, Jip. Es como tener orejas. A veces oyes música y es agradable; otras veces oyes ruido, cosas que no te gustan. Creo que eso es todo. Ni malo ni bueno. Solo percibimos cosas.

«Otro día te contaré algo sobre tu abuela, y sobre tu bisabuela. Otro día que seas un poco mayor te explicaré más cosas, hijo mío».

—Vale.

—Siempre que te pase puedes hablar conmigo. Puedes contármelo, ¿eh?

—Vale. ¿Podemos llenar la bañera un poco más?

—Sí, claro —dije abriendo el grifo del agua caliente—, pero no nos quedaremos mucho rato más, ¿eh? O se te arrugará la piel.

—Vale.

Me quedé callado, sintiendo la agradable corriente de agua caliente rodeando nuestros cuerpos. Me apoyé en el fondo de la bañera y le miré, mientras esculpía barcos con la espuma del jabón. Sentí miedo por él, como si un médico acabara de diagnosticarle las más rara e incurable enfermedad del mundo. Era probablemente el mismo miedo que mi padre había sentido por mamá durante toda su vida.

El martes por la mañana se levantó un día espléndido y Leo y Marie nos llamaron bien temprano para avisarnos de que los O’Rourke nos habían invitado a navegar con ellos y con sus hijos.

El embarcadero estaba situado a cinco millas del pueblo, en una pequeña laguna protegida del mar desde donde daba servicio a una docena de veleros. Allí nos encontramos con los O’Rourke y sus dos hijos gemelos Brian y Barry, de doce años, que enseguida pusieron su atención en Beatrice. Ese día llevaba un sombrero de ala ancha que había comprado en la tienda de Judie, y unas gafas de sol que le conferían un aire de gran estrella. Los pelirrojos gemelos O’Rourke debieron caer bajo su influjo y se pelearon por ayudarla a cruzar la pasarela. Pero Beatrice, acostumbrada a los abruptos embarcos y desembarcos en los canales de Ámsterdam, los evitó como si de dos obstáculos se tratara y montó en el velero de un ágil salto, ante la atónita mirada de los dos muchachos.

Me reí para mis adentros. Beatrice comenzaba a cambiar como cambian las chicas a esa edad. Ya no se vestía de cualquier manera, ni dejaba que Clem le cortase el pelo o le pusiera coletas. En nuestra última conversación telefónica, Clem mencionó a un chico que había merodeado por la puerta de casa un par de veces, y una caja de bombones de San Valentín que había descubierto medio escondida en el armario de Beatrice. «¿Crees que es hora de hablarle de los preservativos?», le pregunté. Clem me respondió que eso ya lo había hecho a primeros de año.

Se podía adivinar que muy pronto se convertiría en una bella mujercita, y que todo su bagaje genético estaba comenzando a enviarle información sobre cómo manejar ese nuevo poder. Aunque por el momento todo era un juego. La cosa se pondría más seria en un par de años. Corazones rotos, declaraciones románticas y algunas lágrimas. O algo peor… un embarazo precoz, el chico equivocado… pero en eso trataba de no pensar demasiado. Como padre solo quería imaginar un paso por el amorío adolescente con el menor número de daños posibles.

No había visto a Frank O’Rourke desde la noche del accidente y aproveché para darle las gracias por su ayuda: me constaba que había sido él quien se bajó del coche a ayudarme, y que también cargó conmigo hasta el coche de Leo. De nuevo, Laura, su estrepitosa mujer, robó el protagonismo de la escena, relatando el momento en el que ella le dijo a Frank lo que tenía que hacer. El bueno de Frank asentía, esperando con una pesada caja de Budweiser en las manos.

Recorrimos la costa pasando frente a fabulosos acantilados, vastas marismas y preciosas y retorcidas penínsulas coronadas con viejas torres de vigilancia, o faros, o casas todavía más apartadas que las nuestras. Marie, que en sus años en Irlanda del Norte se había aficionado a observar pájaros y a leer guías al respecto, nos dio una clase magistral acerca de las muchísimas aves migratorias y raras que se podían ver por allí esos días. Aseguró que en la primavera se podían ver ejemplares que habrían llegado volando desde África o Canadá.

Laura y Marie flanqueaban a Jip, que iba tranquilamente sentado en la parte trasera, con su chaleco salvavidas y unos prismáticos pequeños, tratando de avistar ballenas o delfines por la popa del barco. Los dos gemelos hacían lo propio: flanquear a Beatrice en la proa y tratar de llamar su atención con chistes y conocimientos de navegación. No debían ser tan aburridos como su madre, pensé al ver que Beatrice se reía con las ocurrencias de sus dos nuevos amigos.

Mientras tanto, Leo y yo compartíamos una cerveza con Frank en el timón, hablando del velero y de la navegación.

—Estoy convenciendo a Leo para que haga la inversión de su vida —dijo Frank—, sé que le encanta navegar y hay un velero a la venta en el mismo embarcadero de donde hemos partido. ¿A usted le interesa la vela, Harper?

Admití que era algo que siempre me habría gustado aprender, pero que siempre me había podido la pereza. Frank me animó a que lo hiciera, él podría darme las primeras indicaciones:

—La temporada comienza en mayo y termina en octubre, es casi la mitad del año, y en Donegal hay viento seguro.

Después marchó a proa y llamó a uno de sus hijos para que le ayudara con las velas. Leo quedó al mando del timón. Inevitablemente, aquello me trajo a la memoria el artículo de periódico que había encontrado por accidente en su casa. Pensé que sería el momento adecuado para hacer unas preguntas.

—Quizá sea una buena idea, lo de comprarse el velero —comenté con toda la intención de sacar el tema—. ¿Sabes navegar desde hace mucho?

—Hace unos años. Aprendí en Tailandia, pero solo he manejado pequeñas embarcaciones, seis, siete metros de eslora, nunca tan grande como esto, aunque el maldito O’Rourke me está poniendo la miel en los labios. ¿Qué te parece, Pete? ¿Debería gastarme el resto de mis ahorros en un velero?

—Creo que quizá debas contar con tu esposa antes de tomar esa decisión.

Eso no lo dije yo, sino Marie, que en ese instante había aparecido por allí en busca de un refresco.

—¿Y qué opina mi querida esposa? —bromeó Leo buscando un beso en el aire.

Marie se lo dio; después le acarició su pelada cabeza.

—Nuestra jubilación no da para ciertos caprichos. Si querías un velero deberías haberte largado con aquella millonaria alemana que conociste. ¿Cómo se llamaba?

—Venga ya…

—¿Sabes que tuvo una enamorada rica, Pete? Era la huésped en uno de los hoteles de Dubái donde trabajó Leo. Todos los días le llamaba por teléfono con alguna excusa.

—Tenía muchas esperanzas puestas en mí —bromeó Leo—. Reconozco que soy un tío guapo. Quizá debería haberme largado con ella. Ahora quizá tendría un velero.

—Y yo me podría buscar un profesor de aerobic fornido, en vez de un viejito caprichoso.

—¡Eh! ¿¡A quién llamas viejito!?

Mientras su pelea de matrimonio de largo recorrido seguía adelante, yo entorné los ojos y dejé que la brisa del mar me aclarase la mente.

En los días anteriores había tenido un par de ratos libres por la noche y había vuelto a juguetear con el buscador de internet. En cierto modo me avergonzaba a mí mismo por ese fisgoneo (hasta el punto de borrar mi historial de búsquedas del MacBook por miedo a que alguien pudiera encontrarlas algún día), pero el recuerdo de aquel misterioso artículo de periódico, escondido en el fondo de un armario, todavía bailaba en mi cabeza como un gran símbolo de interrogación. Esa segunda búsqueda produjo un resultado: la misma noticia de la desaparición del Fury en la hemeroteca electrónica de un diario australiano. Pero el texto era si cabe más somero y no incluía más fotos o descripciones de la pareja desaparecida. No había más menciones al incidente; los tripulantes desaparecidos del Fury nunca volvieron a aparecer, o al menos la noticia nunca fue recogida por ningún periódico.

Otro asunto era el lienzo con el retrato de aquel bebé, firmado por J. Blanchard, y escondido con el mismo celo que aquel trozo de periódico. Las teorías en torno a eso florecían con profusión en mi cabeza, pero me obligué a mí mismo a dejar de pensar en ello. Siempre he despreciado los chismes y no me gustaba verme siendo el primero en elaborar teorías extrañas sobre mis amigos. Fuese cual fuera la solución del enigma poco me importaba: Leo y Marie eran las dos personas más entrañables que había conocido en mucho tiempo; casi como dos tíos lejanos que hubiera encontrado de pronto, y me negaba a especular sobre sus vidas. También me prohibí, explícitamente, volver a buscar nada sobre ellos en Google. «El mal karma es como una termita —me había dicho Judie una vez—. Deja que entre en tu mente y te comerá vivo».

Al cabo de un par de horas divisamos una bandada de delfines al norte y decidimos adentrarnos en el océano tras ellos. Fue un momento de esos que se quedan grabados. Recuerdo un instante en el que Jip y yo íbamos en la proa del velero recibiendo aquel fresco aire de mar en la cara, gritando cada vez que una ola nos empapaba y emocionándonos cada vez que uno de aquellos preciosos animales asomaba a nuestro lado. «¡Papá! ¡Mira! ¡Ahí hay otro!», y yo le agarraba, bien fuerte, contra mi cuerpo, temiendo al océano y amándolo al mismo tiempo.

Esa noche, mientras preparaba la cena en la cocina, Beatrice se plantó a mi lado con su cara de «pregúntame qué estoy pensando».

—¿Judie es tu novia?

—¿Mi novia? —respondí, intentando equilibrar la sartén sobre los fogones—. Es una amiga. Una muy buena amiga.

—Pero os besáis, ¿no?

—Bueno… sí. Supongo que somos novios. ¿Te parece bien?

—Sí —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos con aire de «misión cumplida».

—Oye —le dije, tratando de cambiar de tema—, ¿por qué no hablamos de otra cosa? Hablemos de tus novios, por ejemplo.

—¿Novios? Solo tengo uno.

—Un segundo. ¿Qué?

—Mamá ya lo sabe. Y me deja.

Touché. Jaque mate. Juego, set y partido.

—Anda…, ve poniendo la mesa.

Esa noche, tras la cena, salió el tema del colegio, y por ende, el de la pelea que había hecho temblar los cimientos de aquella sacrosanta institución. Todo había comenzado por una gran humillación: «¡Yo seré una pedante, pero tú eres una teta-plana, Bea Harper!», escrita en la pizarra, después de un recreo. La mayor enemiga de Bea, una tal Maartje Van Ringen, se vengaba así de ella por haberla tachado de niña pija días atrás. ¿Qué pasó después? Una pelea, claro. Beatrice tenía la sangre caliente y Maartje tampoco se quedaba corta. Destrozaron una silla y uno de los cristales del aula. Bonito estreno en su nuevo colegio. Llamada a las familias. Reunión en el despacho del director. Niels, el nuevo «papá» de Beatrice, tuvo que utilizar su influencia para rebajar las consecuencias.

—Lo odio, papá. Odio a todo el mundo en el colegio. Son unos creídos. Quiero cambiarme, quiero ir con Klaartje y Chris al instituto del Este. Ellas dicen que la gente es normal allí. ¿Por qué tengo que quedarme en un sitio que no me gusta?

Traté de consolar a Beatrice todo lo que pude. Le prometí que volvería a hablar con su madre, y le sugerí que «mientras arreglábamos todo esto» (tendríamos que haber hecho el papeleo del cambio mucho antes, pero Clem seguía en sus trece) tratase de encontrarle la cara positiva a su escuela. «Seguro que no todos son idiotas, Bea».

—Todos, papá. Créeme; de verdad.

Eso sonaba como un sitio donde a mí tampoco me gustaría estar, pensé. Hablaría con Clem de esto, aunque sabía lo que iba a responderme: «No estoy dispuesta a jugarme el futuro de Beatrice por un mal año. Tiene posibilidades de destacar en la vida y mi trabajo es evitar que las arruine».

Ese era uno de los aspectos de nuestra relación en el que Clem y yo nunca estuvimos muy de acuerdo. Para ella, mi forma de ver el mundo era «infantil». Hacer lo que a uno le gusta, seguir sus instintos y ver lo que pasa, sin amargarse la existencia. «¡No se puede dejar nada en manos del azar!». Ella decía que era el error que cometía el noventa por ciento de las familias: distraerse. Y consideraba que asegurar una buena educación a los hijos era el trabajo número uno de unos padres. Quizá todo esto tuviera algo que ver con su familia: un padre borrachín, mecánico de puentes en Haarlem, y una madre que pasaba la mitad de la semana jugando a las cartas en un café. Y con una chica trabajadora, pero no excepcional, que tuvo que luchar cada centímetro de su carrera, pagarse su propia universidad para adultos y acceder, un poco tarde, al puesto de abogada que siempre había soñado.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué me llaman bruja o manducona? Es porque soy yo la que les está educando, la que les ve todos los días.

«Nada que reprocharte, Clem. Te dieron el papel de mala en esta historia».

—Primero aguanté tus fracasos, después tuve que aguantar tu éxito. Te has acostumbrado a ser un ególatra, a mirarte el ombligo las veinticuatro horas del día y eso será muy bueno para un músico, pero como padre y marido no vales una mierda.

Esa frase me la dijo en una calle de Ámsterdam un año atrás aproximadamente, junto a un coche de policía donde a Niels le estaban practicando una cura de urgencia en el labio que acababa de partirle. Nunca la había visto tan crispada. Pensé que me soltaría un puñetazo, y de hecho lo deseaba. Me hubiera venido bien.

Niels Verdonk, el hombre al que acababa de golpear esa tarde, era un arquitecto de bastante renombre en la ciudad, autor de una nueva barriada cercana al Westerdock, de viviendas tipo loft que se habían convertido en la nueva fórmula del éxito inmobiliario en el centro de la ciudad. Su estudio estaba en el mismo edificio de Prinsengracht donde Clem tenía su oficina, y de esa forma, en una fiesta al aire libre en los jardines de una mansión de los canales, era como se habían conocido.

—Creo que podemos hacerlo bien, Peter. Creo que podemos hacerlo de la forma menos dolorosa para nosotros y para los niños. Quiero un divorcio limpio, sin peleas ni rencores.

La noticia a los niños fue perfecta, casi de libro, un discurso que hubiera recibido la aprobación de cualquier psicólogo familiar; pese a todo, ver a Jip y a Beatrice escuchando aquello fue quizás uno de los peores tragos de mi vida. Beatrice lo negó durante semanas. Se instaló en el pensamiento de que estábamos enfadados, y solo eso, que todo se arreglaría. Jip, por su parte, comenzó a mearse en la cama, y a comportarse como un bebé, requiriendo más y más atención. Comprendí por qué muchas parejas nunca se separan, incluso llegué a razonar que a veces la infidelidad no está del todo mal: «Escucha, Clem: tírate a Niels, vive tu aventura con él, pero no rompas nuestra familia, ¿vale?».

Hubiera preferido no tener hijos en ese momento. Hubiera preferido ser un tipo de veinticinco años y morir de dolor yo solo. Quizá me hubiera largado de viaje, quizá me hubiera emborrachado cada noche, acudido a cada fiesta que se organizara en la ciudad, en busca de ligues fáciles, y lentamente recobrado mi autoestima. Pero en vez de eso, me dediqué a autodestruirme.

Me hice un adicto al dolor. Me empeñé en torturarme. Fue entonces cuando dejé de tocar completamente. No podía dar ni una sola nota, porque me pasaba el día pensando en dónde estaría Clem, qué estaría haciendo, si estaría con Niels… Así que comencé a perseguirla, primero al trabajo, después a los bares y cafés donde solía estar. A veces, cuando tenía mucha suerte, Niels la iba a buscar a la hora del almuerzo. Se besaban y se cogían de la mano. Otras veces era incluso peor. Les perseguía hasta el apartamento de Niels y me quedaba allí, bajo la lluvia, esperando, imaginando como en esos instantes estarían haciendo el amor, Clem gimiendo de esa forma que solía hacerlo, entrecortadamente, mientras Niels la poseía. Me daba cuenta de lo irracional de todo aquello, pero mis pies se negaban a dar un paso y largarse de allí.

Max Scheiffer me convenció para que me fuera de casa. Me haría un hueco en su apartamento hasta que «las cosas volvieran a su cauce». Incluso organizó un par de fiestas y una cena e invitó a todas sus amigas solteras (ahí es donde conocí a uno de mis pocos affaires desde el divorcio) tratando de subirme un poco la moral. El pobre Max comenzó a arrepentirse muy pronto. Sus vecinos preguntaban quién era ese tío que a veces dormía en las escaleras y apestaba a alcohol. En aquellos días solo estaba sobrio cuando tenía que ver a los niños. Los recogía en el colegio un día de cada dos. Íbamos a dar una vuelta y después los dejaba en la puerta de (mi antigua) casa. Y me preguntaba si Clem habría aprovechado ese rato para tirarse a Niels. Pero lo duro de verdad era decir adiós en el umbral donde antes solías limpiarte los zapatos cada día. Y que tus hijos te miren y te pregunten por qué demonios no puedes pasar. Y que te des la vuelta y solo te quede una larga calle, en una ciudad que de pronto ya no conoces. En un mundo que de pronto te mira con hostilidad.

Y seguí jugando a aquel juego hasta que me atraparon. Un vecino de Niels me había visto parado frente a la casa varias tardes y debió avisarle. Niels se lo calló y una de esas tardes, mientras Clem estaba en la ducha, bajó a hablar conmigo. Apareció por un lado y no me dio tiempo a escabullirme. Me dijo que podía imaginarse el trago por el que estaba pasando, pero que aquello podía ser un delito de acoso. Y que me largara. No quería volver a verme nunca más por allí. Yo comencé a ponerme nervioso. Era demasiada mierda toda junta y además ese día iba cargado de cerveza. Le agarré por el cuello y le grité que el verdadero delito era seducir a una mujer casada. Él era una cabeza más grande que yo, me estampó contra la pared, pero yo tenía mil veces más ganas de atizarle y comencé a revolverme y a lanzarle ganchos por todas partes. Lo demás fue propio de una escena de película. Los vecinos llamando a la policía. Clem histérica, gritándome que estaba loco. Niels con el labio partido, hablando con sus vecinos y moviendo la cabeza. Yo sentado en el suelo, fumándome un cigarro que uno de los polis había tenido a bien compartir.

Niels dijo que no pondría ninguna denuncia, pero que no quería volver a verme o sus abogados caerían sobre mí sin piedad. Pat, Max y otros amigos de confianza trataron de ayudarme. El contrato con la FOX se fue a la mierda y de alguna manera me alegré: era incapaz de poner una nota después de la otra. Decidí que debía alejarme de todo aquello. Aunque me doliera por los niños. En aquellos momentos era una basura andante, una bolsa de nervios, un ego herido que solo iba a hacer daño a los que me rodeaban. Me escapé de allí. Encontré esta casa en Tremore Beach y entendí que era exactamente lo que necesitaba. Curarme. Cerrar las heridas. Olvidarme de Clem, de Niels y de que alguna vez estuve felizmente casado. Tenía que mudar la piel. Empezar de nuevo. Y no podría hacerlo en Ámsterdam.

Los abogados se arreglaron, dividimos los bienes en dos, pusimos la casa a la venta, pero la crisis inmobiliaria iba a retrasar esa liquidación (y el dinero). Mientras tanto, Niels ofreció su gran casa en el Oost a Clem y los niños, y ella la aceptó. No hubo ninguna pega desde los juzgados a que los niños comenzaran a vivir con Niels, un verdadero prohombre de la sociedad holandesa. Sobre todo cuando su padre biológico estaba en Irlanda, un músico en crisis con un pequeño antecedente de violencia y alcohol en Ámsterdam. Mis abogados me recomendaron no hacer ruido sobre el asunto de la paternidad, y además Clem fue generosa en este aspecto; no puso la más mínima pega a compartir el tiempo con ellos. No era una mujer estúpida, ni egoísta, sino todo lo contrario. Me lo demostró cuando empezaron los problemas con Jip. Sabía que ella hubiese preferido llevárselos a uno de los exóticos viajes a los que estaba acostumbrada desde que vivía con Niels, pero supongo que se dio cuenta de que algo estaba fallando, algo que ella no sabía manejar. Y quizá, dentro de su ceguera, era lo suficientemente lista para darse cuenta de que el niño necesitaba a su padre.

Y puede que sea verdad que fui un marido de mierda y un padre de mierda, que fui un egocéntrico, que solo viví para mi obra, y que después solo viví para curar mi maldita vanidad, que dejé atrás a mis dos hijos cuando más me necesitaban, y que me gustaría haber sido más duro y soportar el dolor de una manera más digna, pero las cosas son como son, y estaba tratando de arreglarlas a mi manera, no a la manera de las películas de Hollywood, donde los héroes del celuloide tienen corazones de hierro y siempre conocen el camino de la bondad y la justicia.

La noche había refrescado un poco y decidí encender el fuego. No hacía falta, pero Jip había querido hacer fuego desde el primer día. Mientras Beatrice practicaba acordes en un ukelele, Jip y yo dibujábamos dinosaurios en unas hojas de papel, tumbados en la alfombra. «Eso es un Triceratops, papá», «Ese es el Estegosaurio, papá», «Este es el brontosaurio; cuando rugía sonaba como un trueno».

En determinado momento, mientras observaba a Jip dibujar sobre el papel y me dejaba acariciar por los suaves acordes de Beatrice, me los pude imaginar veinte años más tarde, a Jip dibujando sobre un gran tablero de delineación. A Beatrice con un violín en vez de aquel ukelele, rodeada de músicos, tocando en orquestas, viajando.

—¿Te vas a quedar aquí para siempre, papá? —me preguntó mientras desplegábamos su ejército de dinosaurios de plástico por el suelo.

—¿Aquí? ¿Te refieres a Irlanda?

Jip asintió sin dejar de mirar a sus reptiles.

—No, claro —respondí con naturalidad—, para siempre no. Solo hasta que termine unas cosas.

—¿Y después volverás a Ámsterdam?

—Supongo. O quizás a otro sitio…

Podía ser otro lugar, lejos de Niels, de Clem, lejos de todos esos amigos comunes en la ciudad. Quizás un sitio al sur. Cerca de Maastricht o Breda. Una casa con terreno, quizás en la playa también. Podría segar, pintar mi valla y conocer a mis vecinos. Puede que incluso fueran un par de tipos simpáticos e interesantes como Leo y Marie, o quizá no.

—… cerca de vosotros, en cualquier caso.

—¿Y Judie irá contigo? —preguntó Jip, como si hubiera leído mis pensamientos.

—¿Os gustaría que viniera?

Asintió con una sonrisa. Desde el otro lado del salón, Beatrice movió su cabeza en un gesto afirmativo.

—¡Por favor, papá, convéncela!

—Sí —añadió Jip, poniéndome un dinosaurio en la espalda—. Por favor.

—Bueno, no sé si ella querrá venir. Parece que está muy feliz aquí con su tienda y sus cosas. Igual no le gusta la idea.

—Le gustará. Solo tienes que pedírselo. Sois novios, ¿no? Hacéis muy buena pareja. Lo dice todo el mundo.

—¿Qué? ¿Quién es «todo el mundo»?

—Leo y Marie. Lo decían en el barco, pero tú no lo oíste.

Me reí mientras Jip seguía colocando una manada de bichos entre mis omoplatos.

—Además, no está bien que sigas aquí, solo, en esta casa. No está bien —continuó diciendo como si se tratara de un monólogo bien ensayado—. Mamá se buscó a Niels, y tú tienes a Judie. Eso está bien. Pero estar aquí, como el abuelo, solo… no.

La referencia a mi padre me removió por dentro. Alcé la vista. Beatrice había bajado la mirada y la concentraba en el ukelele, pero tenía las mejillas encendidas, como si supiera que acababa de tocar una tecla «sensible» y esperase una reacción, quizás una bronca, algo.

Pero no hice ni dije nada. Me quedé callado porque, entre otras cosas, aquella niña de trece años me había hecho pensar. En mí, en mi padre, en que quizá nuestras vidas en aquel momento no eran tan diferentes a fin de cuentas. Heridos, escondidos, esperando que algo cayera de los cielos, quizá.

En ese momento Jip hizo trepar su dinosaurio por mi columna vertebral, hasta posarlo en lo alto de mi cabeza.

—¡Oohhh! La jungla —dijo moviendo aquel reptil en miniatura a través de las ondas de mi largo cabello. Rompí a reír.

—Ten cuidado —le dije—, ahí arriba puedes encontrar fieras de verdad.

Beatrice había empezado a rasgar unos acordes familiares en el ukelele.

Somewhere beyond the sea… —canturreaba—, somewhere, waiting for me.

—Eh. Yo tocaba esa canción cuando tenía tu edad.

My lover stands, on golden saaaands —siguió cantando ella como si nada, alzando la voz con un aire de Diva.

Me levanté y me senté al piano. El piano, que últimamente se me antojaba como una vieja y ceñuda bibliotecaria que no deseaba ser molestada. «Pues hoy nos vamos de fiesta, Miss Vieja Chocha, así que prepárate».

Nada de protocolos, nada de posturas ni rigideces. Jip se sentó en mis rodillas y le di un pequeño huevo shaker para que se entretuviera llevando el ritmo. Si todos mis profesores me vieran en aquel momento, hubieran vomitado, o peor, me hubieran cascado un puño en forma de nuez en toda la cabezota.

Y empezamos a tocar.

And watching the ship, that goes sai-i-iling.

—¿Qué más hay en ese libro? —dije, señalando un libro de partituras de ukelele que habíamos comprado en la tienda de Judie—. ¿Alguna de los Beatles?

¿My Life? —dijo Beatrice leyendo en el índice.

There are places I remember… —tarareé.

—¿Quiénes son los Beatles? —preguntó Jip.

—¿Tu madre no os ha puesto ningún disco de los Beatles todavía? Cristo bendito, me parece que tendré que tomar el control de vuestra educación musical. Escucha, Jip. Esta es una de las mejores canciones de todos los tiempos.

—¿Cómo va el principio? —preguntó Beatrice.

—No te preocupes por el riff, lo tocaré yo al piano. Tú solo haz los acordes.

—Vale.

—¿Y qué hago yo, papá? —preguntó Jip.

—A ver Jip, tienes que llevar el ritmo uno, dos, tres, cuatro… es fácil. Todo el rato así.

Movió el shaker arriba y abajo hasta que consiguió establecer un buen ritmo. La música no era el don de Jip, definitivamente, pero sabía llevar el ritmo.

Tras un par de entradas en falso, la orquesta Harper empezó a funcionar. Fue un gran momento. La vieja y frígida bibliotecaria se puso un vestido de fiesta y empezó a sonar como tenía que sonar. Y Beatrice rasgaba el ukelele con personalidad, sin miedo. Y los dos juntos cantamos:

There are places I remember

All my life, though some have changed

Some forever not for better

Some have gone and some remain

All these places have their moments

With lovers and friends I still can recall

Some are dead and some are living

In my life I’ve loved them all

Y de pronto éramos un gran equipo otra vez.

Alguien dijo una vez que si quieres saber si odias o amas a una persona, deberías irte de viaje con él. A lo que yo añadiría: si quieres ver el alma desnuda de una persona, ponte a tocar y cantar una canción con él. Y bueno, así fue como nos desnudamos aquella tarde. Peter, Jip y Beatrice. Casi sin darnos cuenta. Con una canción de los Beatles, quizá la mejor elección para un ritual de ese estilo. Así fue como se me pusieron los pelos de punta y como la música volvió a arrancarme una lágrima, que traté de ocultar como pude, viendo a aquellas criaturas, mis hijos, allí conmigo después de todo. Aguantando el chaparrón que sus progenitores les habían montado, con la mejor de las sonrisas.

Terminó In My Life (en la que me sorprendí a mí mismo recordando nota por nota el solo de clavicémbalo que aparece en la mitad del tema) y nos pusimos con el Sweet Chariot y When the Saints Go Marching In, y Beatrice se pasó a la guitarra, una Taylor que había estado en su funda durante semanas. La afinamos y ya con el poder de las seis cuerdas nos pusimos a tocar algo más animado. Ella me enseñó una canción de Queens of the Stone Age (No One Knows) que iba en do menor y mi. Beatrice la cantó entera, pese a que tuvimos que saltarnos la parte del solo porque era demasiado complicada para improvisar.

—Papá, no metas el pedal de resonancia, ¡que esto es rock!

Después de toda esa acción tocaba descansar un poco. El fuego ya se había asentado en unas suaves llamas anaranjadas. Afuera, el mar rompía mansamente en la arena. Encendimos la tele y comenzamos a ver El viaje de Chihiro que habíamos alquilado de la tienda de Judie unas mañanas atrás. Antes de llegar a la mitad, Jip ya había caído rendido sobre mi regazo, despatarrado y con un brazo estirado hacia arriba, con esa manera extraña que tenía de dormir. Beatrice y yo nos reímos de eso, pero poco más tarde fue Beatrice la que empezó a cabecear, y al final, antes de que Chihiro llegase a escapar del palacio de los baños y liberar a sus padres del hechizo porcino, cogí a Jip en brazos y lo subí a la habitación, y después bajé e hice lo mismo con Beatrice, que se despertó, me agarró del cuello y me dio un dulce beso en mi barba de siete días.

—Pinchaaa.

Esa noche sopló un viento extraño. El dolor de cabeza, que me había dejado tranquilo durante el día, comenzó de nuevo. Tic. Tac. Tic. Tac… como un reloj. Había terminado con la mitad de las pastillas y había llegado a la conclusión de que aquello no servía absolutamente para nada.

Cerré los ojos y esperé a que me dejara en paz.