3

Abajo. Ahí abajo, mis ojos bailaban dentro de sus párpados. Era una sensación agradable, de puro bienestar. Podía visualizar mis ojos dentro de sus cuencas, rotando como dos pequeños planetas. Era un sueño agradable, pero después comenzó a no serlo.

Alguien había levantado el tapón de la bañera llena de agua caliente donde yo flotaba. El nivel del agua comenzó a bajar y empecé a sentir frío. Mi cuerpo se quedaba desnudo, al descubierto. Tan frío que se había helado y ya no podía mover las manos. Intenté acercarlas hacia mí pero fue imposible.

Entonces una voz surgió desde alguna parte.

—Se encuentra en el hospital de Dungloe —dijo—. ¿Me oye?

Intenté decir algo pero mi lengua se movía torpemente dentro de la boca. Sonaba como un borracho pidiendo su última copa. Suspiré mientras desistía en mi intento de comunicarme y traté de abrir los ojos, pero todo era una blancura celestial. Noté una presencia a mi lado y, casi al mismo instante, un pinchazo de dolor en mi brazo izquierdo.

—Ahora descansará.

Soñé con Clem, disfrazada de bruja en una fiesta de Halloween. Era la madre más hermosa de todas. La miraba, embelesado, mientras charlaba con algunos amigos y me decía a mí mismo: «Eres el hombre más afortunado de la Tierra», mientras ella iba hechizando con su varita a todos los niños que la rodeaban. Yo también estaba hechizado.

Soñé con mi apartamento de estudiante en Ámsterdam. Todo el mundo en el edificio era músico. Estábamos de fiesta, tocando y bebiendo vino caliente. Era Navidad.

Soñé con el día en que nació Beatrice.

Abrí los ojos lentamente. La luz tenía mucha intensidad al principio, pero se fue amortiguando hasta que las sombras comenzaron a convertirse en cosas.

Estudié el techo que había sobre mí, la lámpara de neón con dos tubos, los pequeños desconchones torpemente repintados. Había una ventana a un lado de la habitación y a través de ella se veía un árbol, mecido por una suave brisa. Se oía el ruido de coches circulando por una carretera cercana.

Mis manos seguían quietas, había algo sujetándolas a los lados de la cama. Hice algo de fuerza, pero aquello era más fuerte que yo.

—Peter, tiene usted las manos atadas. Debimos atárselas anoche. ¿Recuerda algo de eso? ¿Sabe usted por qué está aquí?

La persona que me hablaba estaba a mi izquierda. Tardé en encontrarla y finalmente ella apareció ante mis ojos, un poco borrosa, pero la reconocí. Era la médico del pelo rojo, Anita Ryan. Alcé mi cuello queriendo levantarme, pero las manos estaban atadas. Me dejé caer sobre la almohada. Todavía flotaba en aquel agradable mareo y no tenía fuerzas para luchar. Recordaba haber gritado y haberme revuelto entre docenas de manos que trataban de sujetarme. Quería ver a mis hijos pero ellos no me habían dejado. Pensé que conspiraban contra mí. En aquel momento estaba seguro de que habían sido asesinados, pero ellos —esas voces— me decían que todo iba bien.

—Mis hijos —dije entonces, y noté que mi voz estaba ronca y que me dolía la garganta como si hubiera pasado la noche gritando en un concierto de black metal—. ¿Dónde están mis hijos?

—Están en la sala de espera y se encuentran perfectamente. Muy pronto podrá verlos.

—¿Muy pronto? ¿Por qué no ahora?

—Queremos estar seguros de que usted se encuentra en perfecto estado antes de verlos. Ha sufrido usted un gran shock, Peter. ¿Recuerda algo de lo sucedido?

—Yo…

Cerré los ojos y regresé inmediatamente a aquella visión. Incluso las peores pesadillas se diluyen a la mañana siguiente y se convierten en vagos recuerdos de los que uno se olvida al cabo de un día o dos. Aquella, en cambio, se mantenía fresca e intacta en mi memoria. No se trataba de ninguna pesadilla.

—Sus amigos le encontraron. Estaba usted desmayado en el suelo de su casa. Había conducido hasta allí en plena noche, por alguna razón. ¿Recuerda esa razón?

—No… no recuerdo nada.

El rostro de la doctora se fue definiendo mejor. Sus bonitos ojos verdes me observaron durante unos segundos. Después los dirigió hacia una bolsa de plástico transparente que colgaba a uno de los lados de la cama. Entonces descubrí un fino tubo que partía desde ella y que terminaba en mi brazo izquierdo, inyectado en él.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Por qué me lo han puesto?

—Es un calmante. Tuvimos que hacerlo para que no se lesionara. Estaba usted muy agitado.

—Quiero ver a mis hijos.

—Relájese, Peter, los verá enseguida. Ahora tiene usted que descansar. Ponerse bien.

La doctora me hablaba como si fuese un niño, pero yo tampoco debía de parecer muy adulto en aquellos instantes. Escribió algo en unos papeles y me informó que volvería en cinco minutos.

Volví a mirar al techo. A la lámpara de neón. Al árbol que había al otro lado de la ventana. Lentamente me fui dando cuenta de todo lo que había sucedido.

«Sus amigos le encontraron…».

Alguien volvió a entrar en mi habitación. Era la doctora, acompañada de una enfermera y un celador, que hicieron entrar una camilla.

—Ahora vamos a efectuarle una resonancia —anunció Ryan—, y para eso necesitamos llevarle a otra parte del hospital. Peter, yo le conozco, confío en usted y sé que estará tranquilo cuando le soltemos las manos. ¿Lo estará?

El celador, un armario que bien podría haberse dedicado a la lucha libre, me miraba con un gesto amenazador. La expresión de la otra enfermera no era mucho mejor. Pensé que debía de haber liado algo muy gordo la noche pasada.

—Estaré tranquilo —dije—. Lo prometo. Creo que puedo ir andando.

El celador sonrió como si aquella frase se tratase de un truco. Después palmeó la camilla y dijo.

—Nosotros le llevaremos. Es más cómodo.

El techo cambió de color, ahora era naranja. Las lámparas eran diferentes. Cuadradas. Conté una docena de ellas a lo largo de un largo pasillo. Había gente allí, gente desconocida. Algunos en bata, otros vestidos de calle. Me miraban con lástima, preguntándose la razón por la que estaba postrado en aquella cama. «Parece muy joven, quizá sea un cáncer», «Algo del corazón», «No… no… mírale a los ojos. Y esos pelos tan largos: deben ser las drogas».

Una nueva habitación. Personas que hablaban entre sí sin prestarme mucha atención. El dónut gigante otra vez.

De nuevo, volé sujeto por cuatro brazos. Me posaron en otra camilla estrecha y fría y después esa máquina me tragó entero. Cerré los ojos, no quería ver nada. Pero el ruido era terrible. Ruidos mecánicos por todos los lados y una voz que me dijo: «Ahora relájese, señor Harper».

Los efectos del Valium se fueron diluyendo y mi estómago comenzó a gruñir exigiendo comida; debía haberme saltado unos cuantos almuerzos. Cuando regresé a la habitación alguien había pensado en todo esto. Una enfermera apareció por allí empujando un carrito que olía a comida. Lo aparcó junto a la cama y sacó de él una bandeja que apoyó en una mesa móvil junto a mi cama.

La doctora Ryan se acercó a hablarme en ese instante.

—Escuche, Peter, no creo que sea necesario volver a utilizar sujeciones, pero debe saber que está usted bajo estricta vigilancia. Ayer golpeó a dos celadores mientras lo atendían de urgencia. ¿Entiende la gravedad del asunto?

—Sí.

—La dirección del hospital nos ha pedido que evaluemos la posibilidad de transferirlo a un centro psiquiátrico, pero estoy al tanto de su situación personal, así que vamos a hacer lo posible por mantenerle aquí hasta que se aclare exactamente lo sucedido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Ryan intercambió un par de palabras con la enfermera y ambas salieron de la habitación. Al cabo de cinco minutos, la enfermera regresó acompañando a Judie. Tenía unas grandes ojeras en su rostro. La cara limpia, desmaquillada, y el pelo recogido en una coleta. Vestía un largo jersey de lana oscura y unos vaqueros. El aspecto que uno tiene cuando salta de su cama en plena madrugada.

—Si quiere puedo quedarme aquí con usted —dijo la enfermera.

—Me las arreglaré —respondió ella—, gracias.

La enfermera me miró con un gesto de suspicacia y después miró a Judie. «Demonios —pensé al ver aquella expresión en su rostro—, creo que me he labrado una bonita reputación en este hospital».

—Si necesita cualquier cosa utilice el botón de emergencia. El puesto de enfermeras está a veinte metros.

Judie asintió sonriendo y la enfermera salió de la habitación, dejándonos a solas.

—Lo siento, Jud —dije.

No se me ocurría otra forma de empezar con aquello.

Ella se acercó y me puso la mano en la frente.

—¿Qué es lo que sientes, Peter? No has hecho nada malo.

—Siento haberos asustado —dije—. Siento todo esto.

—No pasa nada, Pete. Todo va bien.

Aquello sonó al «todo va bien» que se le dice a los locos.

—¿Cómo están los niños?

—Bien… —dijo sin sonar convincente—, están preocupados. Todos estamos preocupados, Peter.

Tomó el extremo de la mesa móvil y lo empujó hasta colocar la bandeja de comida frente a mí.

—Ahora es mejor que comas algo.

—Tráeme un teléfono, Judie —respondí—. Tengo que llamar a Clem. Esto se ha ido de madre. Tiene que venir a recoger a los niños.

«Que se los lleve de aquí, cuanto antes y muy lejos. Antes de que…».

—No te excites, Peter. No es el mejor momento para tomar decisiones.

—Me han atado las manos, Judie —dije con un agrio sarcasmo—. Me han metido Valium por la vena, ¿qué más necesitáis? No quiero que viajen solos hasta Ámsterdam. ¡Tú! ¡Tú podrías ir con ellos!

Judie se quedó callada, con los pómulos encendidos.

—No lo harán, Peter —respondió.

—¿Qué quieres decir?

—Mira, el trabajador social del hospital se ha puesto en contacto con la embajada holandesa. Están intentando localizar a Clem.

—Oh, Dios…

Sabía lo que significaba aquello. Trabajadores sociales. Embajadas. Ya habían hecho un diagnóstico sobre mí.

—La doctora dice que no recuerdas nada —continuó diciendo Judie—. ¿Es cierto?

—No —respondí—. Le mentí.

—¿Por qué?

—No creo que me pueda ayudar.

—Callarte las cosas no te va a ayudar tampoco. La otra noche también me ocultaste algo, ¿no es cierto? Habías roto la valla, tal y como sucedía en tus visiones. Habías roto la valla con el coche. ¿Esa es la razón por la que volviste a la casa?

—Sí… pero ¿cómo sabes…?

—Estuve allí esta mañana, Peter —dijo, antes de que pudiera terminar mi pregunta—. Fui a recoger unas cosas y lo vi. ¿Por qué te lo callaste?

—No estaba seguro de que fuera cierto. Y, además, maldita sea, no quería arruinarle la noche a nadie. Estoy cansado de ser Peter el Oráculo. ¿Cuándo me encontrasteis?

—De madrugada. Jip se despertó para ir al baño y entonces se dieron cuenta de que no estabas. Bajaron a despertarme. Pensé que estarías insomne, dando un paseo por la calle. Pero cuando vi que tu coche no estaba allí empecé a preocuparme de verdad. Te llamé a casa primero. Pensé que quizá te habías olvidado algo y habías regresado a por ello. Pero no cogiste el teléfono. Entonces llamé a Leo. Él fue quien te encontró.

—¿En la cocina?

—Sí… estabas en el suelo. Pensó que te había dado un ataque al corazón, por eso llamó a la ambulancia. Después se dio cuenta de que no era nada de eso. Estabas delirando. Decías cosas. Hablabas sobre muertos. Decías que…

—Sé lo que decía, Judie. Es lo que vi y no es ninguna pesadilla. No es ninguna alucinación. Es… es…

—Es el futuro, ¿verdad?

La palabra sonó perfectamente lúcida y cabal dentro de aquella conversación. Lo había pensado mil veces dentro de mi cabeza, pero jamás hubiera imaginado que sonaba tan bien dicha en voz alta.

Asentí con la cabeza.

—Sí, eso creo.

—La valla se rompe y se queda exactamente igual que en tus visiones. Eso lo prueba todo. Tus visiones van a terminar ocurriendo. Esa es la teoría, ¿no?

Asentí. Judie sonrió. Supongo que era la reacción más sana ante la chifladura en la que estábamos metidos.

—No te preocupes —dije—. Cuento con que nadie se crea mi historia. A fin de cuentas es imposible. Nadie puede ver el futuro. Por eso he decidido callármelo y no contarle nada a la doctora. Es como la navaja de OcKham: «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta». Y la explicación más sencilla es que estoy loco, que sufro esquizofrenia y que deliro. Ese es el diagnóstico, ¿no es cierto?

—No hay un diagnóstico, Peter, pero ayer reaccionaste muy violentamente al entrar en el hospital. Le partiste el labio a uno de los celadores y una enfermera se cayó de culo intentando ponerte una inyección. Mezcla eso con dos niños pequeños y un divorcio reciente y te sale una ecuación muy fea. Esas son las malas noticias, Peter, se están planteando custodiarlos por su cuenta, hasta que llegue Clem.

—¿Qué?

—Leo está hablando con el director del servicio ahora mismo. Está tratando de convencerles de que Marie y él se pueden hacer cargo, pero ya sabes cómo se ponen las cosas cuando hay niños por medio.

—¡No! Eso… es un error.

—Lo siento mucho, Peter. Lo siento de veras.

—¿Puedo verlos? Solo un minuto, por favor.

—Dentro de un rato. Vamos a esperar a la decisión del jefe de servicio. Pero están bien, tienen ganas de verte.

—¿Qué es lo que saben?

—Les hemos dicho que fuiste a recoger algo a casa y te caíste por las escaleras. Creo que no ha colado del todo, pero harán un esfuerzo por creérselo si tú no dices nada.

—De acuerdo.

Judie se puso en pie y caminó hacia la puerta.

—Oye, Judie —dije antes de que llegara a la salida de la habitación—. Todo este asunto de las visiones… que quede entre nosotros, ¿vale? No quiero estropear más las cosas. Decirles que puedo ver el futuro no creo que mejore las cosas.

Ella asintió con la cabeza.

—Y otra cosa: prefiero que los niños pasen la noche contigo. Si es posible.

—Cuenta con ello, Peter —dijo, antes de desaparecer tras la puerta—. Y ahora empieza a comer o se te enfriará el almuerzo.

La doctora Ryan llegó una hora después, acompañada de otro doctor, un tipo joven y espigado de pelo rizado y gafas redondas, que resultó ser el adjunto de psiquiatría del hospital. No había podido atenderme de guardia, pero fue él quien ordenó pincharme aquellos calmantes (que resultaron no ser Valium sino algo llamado neurolépticos) a través del teléfono. Había hecho un análisis completo del caso, ayudándose de varios testimonios, entre ellos el de Leo y también el de Judie, y esa misma tarde había tenido una larga conversación telefónica con el doctor Kauffman en Belfast. Me informó de que tenían ciertas dudas de si podría volver a casa tan pronto como yo esperaba.

—Escuche, señor Harper, todo esto lo hacemos por su propia seguridad y la de sus hijos.

Al oírle decir aquello se me empezó a nublar la vista y sentí náuseas.

Tendría unos diez años menos que yo, y el rostro de haber crecido en una buena familia. De jugar al golf con su suegro y de tener una mujer bonita. Ahora yo ya no era un igual, un tipo que podía haberse cruzado en la gasolinera, y con el que habría podido tener una charla amistosa en otro momento. Ahora yo era uno de sus «casos». Había dejado de ser una persona para convertirme en un «caso».

—¿Soy esquizofrénico? —pregunté en determinado momento.

El doctor hizo un silencio.

—La esquizofrenia es un diagnóstico evolutivo, señor Harper. Deben cumplirse unos criterios a lo largo de un tiempo determinado para estar seguros. Por ahora sabemos con seguridad que usted ha sufrido un episodio psicótico agudo. Aunque no podemos descartar nada todavía.

—He tenido más —dije—. He visto más cosas. Y llámeme Peter, por favor.

—De acuerdo, Peter. La doctora Ryan me ha puesto al corriente del accidente que tuvo usted semanas atrás. Por ahora, y conociendo su historial, vamos a tratar de ser optimistas y relacionar estos hechos con el accidente. Kauffman respalda esta teoría. Además, las alucinaciones visuales sugieren algo diferente que la esquizofrenia. En todo caso, he recomendado que permanezca usted ingresado una o dos noches más, hasta que nos dé tiempo a realizarle una serie de pruebas. Querría saber si contamos con su consentimiento en este sentido.

—¿Qué quiere decir? ¿Es algo voluntario?

Los dos médicos se cruzaron una rápida mirada. Supe que ahora venía algo que no me iba a gustar.

—Mire, Harper, pongámoslo así —continuó diciendo el doctor—: es mejor que usted se preste voluntariamente.

—¿Qué pasa si no quiero?

—Se complicaría todo. Créame. En este instante prima la protección de los dos menores, además de la suya propia. Y yo no puedo recomendar su alta en este momento. Tendríamos que ponernos en contacto con el juzgado, esperar un forense para analizar el caso. También deberíamos contactar con la asistencia social y…

—Vamos, Peter —intervino la doctora Ryan—. Solo será uno o dos días más como mucho. Sabemos que usted no tiene ningún antecedente de violencia. Es pura formalidad.

—Pero mis hijos…

El joven psiquiatra carraspeó.

—El trabajador social del hospital ha accedido a que sus amigos se hagan cargo de ellos momentáneamente, al menos hasta que se localice a la madre. Parece que está de viaje.

—Sí, están de viaje en Turquía. Le acompaña un hombre llamado Niels Verdonk, su nueva pareja. Es un arquitecto de renombre. Inténtelo con él.

La doctora Ryan apuntó el nombre en un papel.

—Por ahora nadie ha puesto objeciones a que sus niños se queden con sus amigos. Judie, además, es una psicóloga licenciada y todo el mundo que la conoce opina que usted está en sus cabales.

Me reí.

—Mire. Le prometo que haré lo que pueda para acelerar todas estas verificaciones.

Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos tan fuerte como pude, deseando que todo fuera un maldito sueño. Que aquel rayo jamás hubiera caído sobre mí. Que jamás hubiera tenido aquellas visiones. Pero cuando los abrí de nuevo seguía en aquella habitación, los dos doctores seguían esperando mi respuesta.

—De acuerdo —dije finalmente.

Jip y Beatrice entraron como entran dos niños en la habitación de un muerto. Tímidos, asustados, pero con los ojos abiertos como platos. Se impresionaron al verme, pero enseguida se hicieron con la situación, y cuando les sonreí y les dije que vinieran a darme un abrazo, saltaron sobre mí como dos pequeños tigres.

Jip me preguntó si todavía me dolía y yo dije que «un poco», pero que la doctora me había dicho que se me pasaría pronto. Beatrice, en cambio, permanecía callada, pero en sus ojos podía leer la sospecha. «Si papá se ha caído por las escaleras… ¿dónde está la pierna enyesada? ¿El collarín? ¿Al menos un mísero moratón que mostrar?». Pero tal y como había advertido Judie, enseguida se puso a bromear de otras cosas.

Judie, Leo y Marie entraron un minuto después que los niños. Marie traía un gran ramo de flores y una caja de bombones envuelta en un papel que decía: «¡Recupérate pronto!». Leo venía cargado de humor. Bromeó con que iba a comprarme un casco y que me obligaría a llevarlo siempre puesto. Era un humor muy suyo, espectacular, efectivo, pero en el fondo de sus ojos era capaz de notar una carga, una nube negra en cada mirada que me dedicaba.

Pasé el resto de la visita tratando de mostrarme animado delante de mis hijos, pero notaba mi sonrisa como una burda máscara que estaba a punto de caerse al suelo en cualquier momento. Sus rostros me transportaban directamente a la escena de la noche pasada. Miraba a Beatrice y veía aquel barranco abierto en medio de la cabeza, aquel pedazo de cráneo derruido. Y Jip, con su boquete en la frente y aquella larga cola de caballo de «cosas» cayéndole por detrás. Pero me mordía la lengua y los apretaba contra mí, los llenaba de besos y trataba de secarme las lágrimas con una mano antes de que ellos pudieran verlas. Lo mismo me ocurría con Marie, que se pasó casi toda la visita en el otro extremo de la habitación hablando con Leo y Judie. Todavía notaba escalofríos al verla arrastrada por aquellos hombres, abofeteada, humillada, posiblemente a punto de ser ejecutada minutos después.

Pero lo oculté todo perfectamente y jugué mi papel. Los niños pasarían la noche con Judie y harían pizzas caseras con formas divertidas. Jugarían al Monopoly y verían una película de Pixar. Y al día siguiente papá volvería a casa porque la doctora le había dicho que tenía que quedarse una noche más en el hospital. Papá estaba bien, no había por qué preocuparse. Me hubiese gustado creerlo a mí también.

Se despidieron cerca de las ocho. Judie, los niños, Leo y Marie. Leo fue el último en salir de la habitación aquella noche. No sé si lo hizo a propósito o no.

—Leo —dije—, ¿puedes esperar un segundo?

Frenó sus pasos como si hubiera estado esperando ese momento. Después se volvió hacia mí, sonriendo pesadamente.

—Dime, Pete.

—Dos cosas. La primera, gracias por traerme hasta aquí.

—De nada, chico. Aunque me soltaste un bonito gancho. —Se rio.

—Lo siento, Leo… estaba fuera de control. La segunda cosa es… respecto a lo que vi la noche pasada.

Su gesto se ensombreció al oírme decir aquello.

—Peter, no creo que quiera oírlo.

—Lo sé. Yo tampoco querría, Leo, pero no puedo dejarlo correr. Escucha, viejo amigo. Puede que yo esté loco y que todo esto no sea más que una alucinación. Eso es algo que se sabrá con el tiempo. Si en dos meses estoy internado en un manicomio, con los brazos atados dentro de una camisa de tela blanca, entonces olvídate de lo que estoy a punto de decirte, ¿de acuerdo? Entonces, preocúpate solo de mandarme flores de vez en cuando, y de esconder una petaca de whisky dentro del tiesto.

Leo esbozó una sonrisa.

—Vamos, Pete…

—No. Escucha, Leo. Hasta que ese momento llegue. Hasta que estos doctores decidan si estoy o no estoy loco, te pido que me hagas un favor. ¿Vale?

—De acuerdo.

—¿Tienes un arma? —pregunté.

La cara de Leo se iluminó en una gran sorpresa.

—¿Qué?

—Un revólver, un rifle, lo que sea.

—¿Para qué, Pete?

—Sea lo que sea, ponlo a punto. Llénalo de balas y déjalo cerca de tu cama, ¿vale? En todas mis visiones… ellos tienen armas. Necesitarás un arma de fuego para defenderte si resulta que tengo razón.

—Está bien, chico —dijo Leo mirando hacia la puerta—. Lo pensaré.

—Y si ves una furgoneta llegar a tu casa, una General Motors, color cereza, con llantas cromadas y tres personas dentro, una mujer y dos hombres, no les des opción a acercarse a vosotros. ¿De acuerdo? Túmbalos sin hacer preguntas, Leo. ¿Lo harás? Dime que lo harás, maldita sea.

—Lo haré, Pete. Te lo prometo.

Tomé aire y suspiré.

—Ojalá todo esto sea una auténtica locura, Leo…

En ese momento Marie entró en busca de su marido. Leo me dio la mano y apretó con fuerza mientras me clavaba una mirada extraña.

—Cuídate, Peter.

Yo asentí con la cabeza.

Marie se acercó una vez más. Me miró fijamente y yo la miré a ella. Nos quedamos en silencio.

—Cuidaos, Marie.

—Lo haremos, Pete —respondió ella.

Y sentí que había visto un profundo temor en el fondo de sus ojos.