4
Abrí los ojos y sentí unas terribles náuseas. ¿Dónde estaba? Fuese donde fuese, se movía.
—¡Mirad! Ha abierto los ojos —dijo alguien. Reconocí su voz: Marie.
Estábamos en un coche e íbamos a toda velocidad.
—Marie… parad, tengo que vomitar.
Sentí que el coche paraba en seco. Busqué la manilla con la mano, aguantándome la vomitona, y finalmente abrí la puerta y lo eché todo.
Otras puertas se abrieron. Oí pasos. Se acercaban a mí.
—Hay una botella de agua en el maletero. Y servilletas. Trae unas cuantas.
Noté una mano palmeándome en la espalda.
—Eso es, muchacho, échalo todo.
Había otro coche detrás del nuestro y sus luces iluminaban la obra de arte que acababa de realizar en el asfalto. Supuse que por ahí andaría la pasta de la cena, el magnífico bistec, y el burdeos de Leo.
Alguien me alcanzó una botella de agua abierta. Tomé un poco de ella. Me sentó bien. Después alguien me alcanzó una servilleta. Me soné las narices y terminé de limpiarme la boca. Tenía un sabor asqueroso en el paladar. Aun así, di las gracias en voz alta.
Traté de abrir los ojos pero los sentía pesados. Como los ojos de una vieja tortuga. De hecho sentía todo mi cuerpo como el de una vieja tortuga de las Galápagos. Una tortuga de cien años como mínimo. Debía tener la piel igual de acartonada y dura.
—¿Ya ha vuelto en sí? —dijo otra voz, la de Frank O’Rourke.
—Parece que sí —respondió Leo.
Alcé la vista y traté de verlos, pero solo alcancé a distinguir sus siluetas.
—¿Qué ha pasado? —pregunté a voz en cuello.
—Te has desvanecido, Peter, pero estás bien. Vamos de camino al hospital.
—¿Al hospital? —dije—. ¿Estás de broma?
—No muchacho. Nada de bromas. Creemos que te ha impactado un rayo. Ahora vuelve a sentarte. Llegaremos en un par de minutos.
No sé cuánto tiempo más estuvimos en el coche, pero volví a desvanecerme y la siguiente cosa que recuerdo fue la recepción de un hospital (el Dungloe Community Hospital, según supe más tarde) e ir de los hombros de Leo y Frank O’Rourke. Después, un par de enfermeros saliendo de una garita y tumbándome en una camilla. Y Marie cogiéndome de una mano y diciéndome que todo saldría bien, mientras la camilla avanzaba por un pasillo.
«No será nada, Pete», dijo una voz.
Cerré los ojos y volví a desmayarme.
La doctora que me atendió se llamaba Anita Ryan, una bonita irlandesa de pelo rojo y faz pecosa, un poco regordeta y de hablar rápido y certero. Me tomó el pulso, auscultó, me exploró los ojos con una linterna.
—¿Sabe por qué está aquí?
—Creo que me cayó un rayo.
Después me hizo una serie de preguntas muy sencillas para empezar. Cómo me llamaba, mi edad. «¿Cómo ocurrió todo, señor Harper? ¿Dónde sintió el impacto? ¿Le duele algo?». Traté de explicar lo que recordaba. El coche, la rama en el camino, y después aquella luz. El remolino azul. Sentí que algo me golpeaba la cabeza… y ahora tenía un dolor de cabeza mezclado con un intenso mareo. Y también sentía mi piel tirante.
La doctora anunció que me practicarían una neuroimagen. Después me inyectó algo en el brazo y volví a la camilla. Recorrí otro pasillo hasta una sala de rayos X. Allí me introdujeron en el estómago de una gran máquina y pasé allí un buen rato oyendo ruidos y pitidos a mi alrededor. El dolor de cabeza cesó por un rato y la piel dejó de tirarme. Supuse que me habrían administrado algún tipo de calmante.
Al cabo de una hora volví a reunirme con la doctora. Tenía todas mis fotografías ordenadas sobre un negatoscopio. Me invitó a sentarme y se apresuró a darme los resultados de todo aquello. Eran buenos. No habían encontrado nada por lo que debiera preocuparme. La neuroimagen estaba perfectamente. Al parecer había sido uno de esos «casos afortunados» que ocurren de vez en cuando, aunque el hecho de que hubiera sentido el golpe en mi cabeza seguía inquietando a la doctora.
—Ahora observe. Quiero mostrarle algo.
Me senté sobre una camilla y me desnudé de cintura para arriba. Al hacerlo, bajo la luz de la consulta, descubrí algo increíble. La mitad superior de mi pecho, comenzando por mi cuello, y el muslo izquierdo estaban enrojecidos y cubiertos por una serie de extrañas marcas. Tenían el aspecto de helechos o plumas, y eran tan perfectas que se diría que alguien se hubiera dedicado a tatuármelas con tinta roja durante días, o semanas.
Atendían, tal y como me explicó, al nombre de «Figuras de Lichtenberg», en honor a su descubridor, el físico germano Georg Christoph Lichtenberg, al que no le había caído ningún rayo, pero que se dedicó al estudio de las corrientes eléctricas en su tiempo. Esos tatuajes cutáneos eran el efecto de la ruptura de los capilares con el paso de la corriente eléctrica por mi cuerpo, y la buena noticia es que remitirían al cabo de unos cuantos días. La doctora me explicó que había visto uno incluso más espectacular, con forma de estrella de mar, dibujada en la espalda de un pescador que fue alcanzado dos años atrás por un rayo.
—Y que también sobrevivió, a Dios gracias —continuó diciendo—. En realidad, aunque la cultura popular dice lo contrario, no es tan raro que se sobreviva al impacto de un rayo. Todo depende de la energía del mismo, de la zona de impacto y sobre todo del recorrido que haga por el interior del cuerpo. Siempre hay una zona de entrada, un recorrido interno y una zona de salida del rayo, y durante ese recorrido, el rayo va quemándolo todo a su paso. Dependiendo qué zonas u órganos recorra, las lesiones pueden ser mortales o no. En su caso, todo indica que tuvo suerte, pero no obstante tendrá que pasar la noche en observación.
Leo y Marie me estaban esperando cuando llegué a la habitación que me habían asignado. La doctora les había informado de todo. Me ofrecieron sus teléfonos por si quería llamar a alguien.
—No… —respondí—. Estaré bien. La doctora ha dicho que será solo una noche. No quiero alarmar a nadie.
—¿Ni a Judie? —insistió Leo—. Creo que le gustaría venir a visitarte.
—Seguro, amigo —le respondí—. Me vendrá bien una noche solo, con mis calmantes y el olor a hospital. Además, Judie estará ocupada en la pensión. Ayer me dijo que había llegado un grupo de mochileras alemanas. Pero antes de irte, cuéntame cómo pasó todo.
Al parecer, los O’Rourke se habían marchado media hora después de que yo lo hiciera y fueron ellos los que me encontraron. Mi coche todavía tenía el motor en marcha y las luces dadas. Cuando me vieron en el suelo, empapado en la lluvia y el barro, pensaron que habría muerto. Laura O’Rourke estaba tan afectada que le habían dado un calmante al llegar al hospital y Frank se la había llevado a casa.
—Dadles las gracias de mi parte cuando les veáis.
—Lo haremos, pero vete preparándote para ser el nuevo chascarrillo del pueblo —respondió Leo, sonriendo—. Buena es Laura O’Rourke para extender historias.
—Oh, eso ya me lo imagino…
—¡No seáis así! —exclamó Marie.
Insistieron en quedarse aquella noche, pero les convencí de que se fueran. «No pienso morirme esta noche, tranquilos. Además, nunca le obligaría a un amigo mío a dormir en semejante potro de torturas», dije por las butacas que había en la habitación.
—Te dejo aquí mi teléfono —dijo Leo, posando su teléfono móvil en la mesilla—, que pases una buena noche y cuidado con las enfermeras.
Marie, después de darle una colleja a su marido, me besó en la frente y se despidió. «Que tengas dulces sueños, Pete».
Esa noche la electricidad debía estar recorriéndome las venas todavía porque no pude pegar ojo. Además, la cabeza había empezado a dolerme.
Estuve despierto en la cama, escuchando esa especie de tictac que sonaba como un reloj en el fondo más remoto de mi cabeza. Estaba solo en la habitación, pero más allá de la puerta podía oír algún quejido, pasos de una enfermera, el sonido de un televisor en la habitación de algún otro insomne. Hacía mucho tiempo que no pasaba la noche en un hospital. ¿Podía recordar la última vez? Claro que sí.
«Tan solo (de verdad, no será nada) me he mareado un poco».
Deirdre Harper, mi madre, se había desvanecido en una zapatería del centro comercial y varias personas la habían ayudado a sentarse. Mi padre la había llevado a urgencias, y cuando llegué, a bordo de un avión Ámsterdam-Londres-Dublín, ella seguía en observación. «Ella dice que está bien, que solo ha sido un pequeño mareo», dijo papá. Creíamos que estaríamos en casa para el almuerzo.
«No será nada, verás».
Una preciosa mujer de cincuenta y dos años, cabello castaño y una sonrisa que lograba convertir un día negro en un día feliz; y con aquella sonrisa la recuerdo, cuando le dijeron que debían ingresarla para realizarle una analítica completa, despidiéndose «por un rato»…
Y entonces la oí, la misma voz que me había hablado esa noche antes de salir de casa: «Despídete de tu madre, Peter. Recuérdala siempre como ahora la ves: con ese vestido, ese cabello rojizo, su bolso y sus zapatos marrones».
Y ella debió verlo en mi mirada. Recuerdo ver sus ojos llenarse de lágrimas, pero ella se resistió a dejar escapar ni una sola. Lo hizo por papá, claro. Y volvió a decir que regresaría a casa esa misma tarde…, quizá mañana. Y se marchó caminando hacia dos puertas de plástico que se la tragaron para siempre, y la convirtieron en la esclava de una cama y unos tubos, despojada de su pelo, pero nunca de su sonrisa, hasta que Dios se la llevó un duro día de noviembre dos meses después, destrozando un hogar feliz y convirtiendo a mi padre en una sombra perpetua, y a mí abriéndome un agujero en el pecho que nunca había conseguido cerrar del todo.
Recordando a mamá dejé escapar un par de agrias lágrimas en la soledad de la habitación. La madrugada seguía su curso y mi cuerpo descansó por fin.
Después tuve un sueño y creo que ella apareció en él. Estaba asustada y quería decirme algo que yo no entendía.
Al día siguiente me desperté con el mismo dolor de cabeza. La doctora se pasó por allí después del desayuno y me hizo algunas preguntas respecto al tipo de dolor que sentía. ¿Era continuo o pulsátil? ¿Como si el corazón me latiese dentro de la cabeza?
—Exactamente eso —respondí—. Como un pulso.
—Bien, ¿en qué zona duele: delante, detrás, a un lado o en toda la cabeza?
Le dije que me dolía «dentro», pero que sentía el dolor más hacia el lado izquierdo. «¿Visión doble?, ¿chispas voladoras en la visión?, ¿dolor abdominal?, ¿sudoración?, ¿lagrimeo?». La doctora me prescribió algunas pastillas, «dos por la mañana, dos al mediodía, dos antes de acostarse, después de cada comida. Si el dolor persiste más allá de la segunda semana, vuelva por aquí. No debería conducir salvo lo estrictamente necesario en la primera semana. Nada de drogas o alcohol». «¿Sexo, doctora?». «Lo estrictamente necesario». «Eso es bastante más de lo que tengo ahora».
En el teléfono tenía una llamada perdida de Judie. Supuse que Marie y Leo la habrían puesto al corriente de todo.
Devolví la llamada. Tras un par de tonos, alguien descolgó y se oyó la inconfundible voz de Judie, amable, vivaracha, un poco ronca al final de cada frase.
—Tienda de la señora Houllihan, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hola —dije—. Acabo de mudarme al pueblo y me gustaría saber dónde alquilar una buena peli porno.
Judie echó una risotada al otro lado del teléfono. Me la podía imaginar aburrida tras el mostrador, leyendo algún grueso libro, con una taza de té yogui (de zarzamora, ginseng u otra de esas extrañas variedades que le iban a ella) humeando a su lado.
La tienda de la señora Houllihan era, desde hace meses, el edificio más llamativo de Clenhburran. Fachada rosa, ventanas pintadas de amarillo y un reguero de flores, banderolas, campanillas y pequeños Budas sentados en las ventanas. En la planta baja se ubicaba la antigua tienda de la señora Houllihan, un negocio pensado para veraneantes, que tradicionalmente durante el invierno servía como farmacia, tienda de libros y juguetes; y alquiler de películas. Pero con la jubilación de la señora Houllihan hace dos años y la llegada de su nueva propietaria, la joven y vivaracha Judie Gallagher, la tienda —y por extensión, el pueblo entero— había sufrido una pequeña revolución. Ahora la vieja tienda era también un centro de enseñanza de yoga (con dos clases semanales impartidas por ella), salón de masajes y acupuntura. Además, de una manera informal, el lugar se había terminado convirtiendo en la base de operaciones de las mujeres del pueblo, que hasta entonces debían conformarse con una trastienda en la pequeña iglesia de Saint Michael, desde donde se planeaban y ejecutaban cursillos de todo tipo así como viajes de compras a Belfast o Derry (incluso uno a Londres, algo que mantuvo a los hombres bastante preocupados durante días) y otros eventos culturales como la noche de cine al aire libre de Clenhburran, que tendría lugar en julio. Ni que decir tiene lo encantadas que estaban las mujeres del pueblo con su nuevo centro de operaciones.
Además de la tienda y el centro «cultural», Judie también había reformado la vivienda situada en el primer piso para albergar un par de habitaciones con literas, principalmente destinadas a mochileros (había conseguido aparecer en la guía Lonely Planet de Irlanda el año pasado), pero también a los músicos que venían a tocar trad sessions en el Fagan’s, o a turistas de paso por la zona que no habían logrado encontrar habitación en ninguno de los dos hoteles de Dungloe y terminaban desesperados, en medio de la noche, rogando una cama donde echarse a dormir.
Y además de todo eso, Judie tenía la mejor colección de DVD clásicos de todo Donegal.
—Bueno, aquí tenemos una gran colección de cine adulto. ¿Le gustan los animales? ¿Los enanos de circo? ¿Un poco de bondage tal vez?
—Oh, todo eso está muy bien, pero ¿tienen algo con vegetales? ¿Tipo Locas calabazas III? ¿Sabe?…, yo crecí en un pueblo muy pequeño, con una gran huerta.
—Basta, Pete —se rio Judie de nuevo—, ¿cómo demonios estás? Me ha llamado Marie y me lo ha contado todo. ¿Por qué no me llamaste anoche?
—No quería preocuparte. Sabía que estabas liada en la pensión. Además, no es tan grave como parece.
—Joder, Pete, eso es como estrellarse en un avión y vivir para contarlo. Me hubiera gustado ir a visitarte anoche, aunque tuviera que dejar a las alemanas encerradas un rato. Bueno, ¿estás mejor? ¿Cómo pasó todo?
—Lo cierto es que no acabo de creérmelo —dije, pensando de pronto en aquel momento. La luz. El remolino de luz azul—. Pasó todo bastante rápido, pero creo que ya estoy bien. Solo me duele un poco la cabeza, pero la doctora me dio unas pastillas. Dice que en un par de semanas estaré bien.
—Marie dice que no te hiciste ni un rasguño, solo unas quemaduras en la piel.
—Sí, son como un tatuaje. Me he dado cuenta de que me gusta llevar un tatuaje. Quizá me haga uno después de esto. Por cierto, te perdiste una cena estupenda anoche. Y a los O’Rourke.
Soltó una risilla sarcástica.
—Sí, Marie me dijo que ellos te encontraron. Menos mal que no fui a la cena, o Laura O’Rourke hubiera hecho sus deberes aprisa, y a estas horas tú y yo quizás hasta tuviéramos un par de hijos sin declarar. Supongo que a ti te hizo la ficha completa, ¿verdad?
—Casi —respondí—, me resistí un poco.
—Eso es lo que tú te crees… —dijo riéndose—. Bueno, ¿necesitas que te rescate de ese hospital?
—Sí, por favor. La doctora ya me ha dado unas pastillas y me quieren echar de aquí esta tarde.
—Dame un par de horas. Las alemanas están duchándose y se irán después del desayuno. En cuanto deje la pensión libre, salgo para allí. ¿Sobrevivirás hasta entonces?
—Eso creo.
—OK. Oye, ahora te tengo que dejar. Tengo una clienta en la tienda y lo más alucinante es que creo que quiere comprar algo. Hasta ahora, Peter Chispas.
Judie me recogió en la puerta del hospital dos horas más tarde. Saltó de su pequeño Vauxhall Corsa color verde botella y se me lanzó en los brazos. Tenía los mejores veintinueve años que uno se puede imaginar. Vigor, curiosidad, inteligencia. Y, además, unos vaqueros que le sentaban estupendamente.
La primera vez que la vi, sentada en una mesa del Fagan’s y rodeada de parroquianos que la devoraban con la mirada, pensé que estaría de paso. Hasta ese día, mi ranking de bellezas locales estaba coronado por Teresa Malone, la cartera del pueblo, una mujerona pelirroja, de largas piernas y generosa delantera, con la que alguna vez había coqueteado junto a la valla de mi jardín a la hora de recoger el correo. Pero por alguna razón mi instinto de supervivencia me aconsejaba en contra de la señorita Malone (quizá temiéndose una muerte prematura por aplastamiento en mi colchón) y nunca, desde que llegara a Clenhburran, había pasado una noche con ninguna mujer. Ese día, al entrar al Fagan’s, hice lo que acostumbraba como buen recién llegado: sentarme en una esquina del oscuro y fresco pub y prepararme para sufrir la estudiada indiferencia de los locales. Pedí una pinta que tardó en llegar y miré disimuladamente a mi alrededor. Y en cada una de esas miradas, tarde o temprano, acababa topándome con Judie, que charlaba con una mujer, quien después supe que era la señora Douglas.
Entablé conversación con otro cliente, un pescador llamado Donovan con dos manos como cabezas, y lentamente, entre historia e historia, crucé el límite de las tres pintas. Esa noche tendría que conducir con mucho cuidado si no quería terminar con mi coche en el fondo de uno de esos pozos de lodo que se abrían a los lados del camino. Entre trago y trago, mis ojos surcaban el pub, ya con un único y descarado objetivo. El pescador se dio cuenta, y terminó haciendo un pequeño chiste sobre mi «distracción» mientras se rascaba la nariz y se echaba a reír. Admití un poco avergonzado que no podía quitarle los ojos de encima y aproveché para preguntar por ella. ¿Cómo se llamaba? ¿Vivía en el pueblo? «Judie Gallagher —respondió el pescador—. Apareció por aquí un buen día, a pie con su mochila. No era una turista, pero tampoco estaba de paso. De alguna manera se había enterado que la señora Houllihan buscaba a alguien para reemplazarla en la tienda y en cuanto llegó se hizo con el trabajo. Desde entonces vive entre nosotros y la queremos. Las mujeres del pueblo están encantadas con sus talleres de cosas raras. Los muchachos casaderos se romperían el cuello con tal de llamar su atención. Y los que estamos llegando a viejos como yo disfrutamos solo con tenerla cerca».
No tardé mucho en pasarme, una tarde, por la tienda de cacharros de la señora Houllihan. De todas las disculpas que se me ocurrieron, escogí la película de vídeo. Era una buena cobertura y además había oído (por Leo y Marie) que allí había una buena colección de clásicos del cine que merecía la pena visitar, y el alquiler era relativamente barato. Cuando entré, Judie estaba ocupada con una clienta. Me miró, sonrió y me dio la bienvenida. Ese día —aún lo recuerdo— vestía un top negro y una falda de rayas anchas de colores. El top se le ceñía al cuerpo y descubrí que era mucho más delgada de lo que me había parecido en el Fagan’s, y que tenía un pecho, un cuello y unos hombros preciosos.
Distraído, como quien no quiere la cosa, le pregunté por las películas y me señaló una estantería al fondo. Di las gracias y me colé hasta el fondo de la tienda, y cuando estuve frente a la estantería de películas cerré los ojos y pensé: «¡Qué guapa es!», y sentí la sangre burbujeándome como a un adolescente. Después traté de distraerme con las películas. Era cierto que había una buena colección. Por la presencia de títulos como El chico de oro, Rambo o Memorias de África (esas dos últimas en formato VHS) deduje que la señora Houllihan había sido la proveedora de sueños y entretenimiento de aquella comunidad durante muchos años. En los estantes más bajos (alejados de los superventas) descubrí la famosa Arca de Noé de clásicos de la que me habían hablado Leo y Marie. Dos o tres docenas de buenas pelis de Billy Wilder, Elia Kazan, Hitchcock o John Ford, además de otras más modernas de Almodovar o Woody Allen.
Mientras leía la contraportada de Todo sobre mi madre (y la banda sonora de Alberto Iglesias, de quien soy admirador), apareció a mi lado y dijo que le encantaba esa película. Yo le respondí que, en general, todo Almodovar me parecía bueno, quizás a excepción de un par de títulos, y así empezamos a hablar de cine, repasando las cintas que tenía por allí. Mientras charlábamos yo me iba fijando en ella. Detecté su acento cockney, por lo que deduje que era británica y de Londres. Tendría más de veinticinco, seguro, pero no creía que llegara a los treinta. Dueña de una de esas bellezas que no ciegan, en las que puedes investigar y darte cuenta de que esas pecas quedan preciosas sobre esa nariz y que esos ojos parecen no tener fondo. Movía sus manos nerviosamente y tenía un pequeño y delicioso tic en el ojo derecho.
—De Woody me quedo con Misterioso asesinato en Manhattan o Balas sobre Broadway, son más actuales, menos experimentales, pero…
Y no dejaba de preguntarme qué hacía una chica como ella en un pueblo como este.
—Esta caja de Billy Wilder tiene Berlín Occidente, Primera plana y Cinco tumbas al Cairo, pero te la cobro como una sola película, ¿qué te parece?
Yo trataba de no resultar muy evidente con mis miradas, pero ella tampoco me quitaba los ojos de encima. Siempre que desviaba los ojos hacia la estantería, y hablaba un rato mirando a otro lado, cuando regresaba tenía sus dos preciosos zafiros clavados en mí, con un gesto a media sonrisa, como si estuviera planeando alguna travesura.
—Creo que me llevo la caja de Wilder y una de Almodovar: Volver. Siempre he querido volver a verla… Creo que el título quiere decir eso: volver. —«Dios, qué chiste más malo. La pobre se ha reído por cumplir». Estaba comenzando a sentirme idiota. «Solo está siendo simpática, cabeza hueca. Te llevas las pelis que no se lleva nadie».
Después de ocho años casado se me había olvidado cómo ligar… Pero qué digo: nunca supe cómo ligar. Las pocas veces que lo había hecho era porque ellas se me habían lanzado encima.
—¿Tú vives por aquí? —terminó preguntando.
—Sí, bueno, llevo un par de meses en la zona. Vivo en Tremore Beach.
—¡Ah! Entonces conocerás a Leo y a Marie. Suelen venir mucho por la tienda.
Un par de clientas interrumpieron la conversación y de manera bastante idiota decidí que era un buen momento para marcharse. Pagué, me despedí de ella y salí de la tienda respirando hondo.
Desde lo de Clem solo había tenido un par de aventuras estúpidas y fugaces, de las cuales casi me arrepentía. La primera, un mes después de enterarme de lo de Clem y Niels, con una estudiante de violín del conservatorio de Ámsterdam que conocí en una fiesta en casa de Max Scheiffer (mi gran colega y protector de mi vida sexual antes y después de mi divorcio). La segunda, con una exazafata de KLM que conocí, no en un avión sino en el supermercado. Pero aparte de estos desahogos, no había encontrado una mujer que picara mi curiosidad como Judie Gallagher lo había hecho.
Volví a verla una semana más tarde y, según entré en la tienda, nuestras miradas se encontraron y se encendieron dos sonrisas.
—¡Eh!
—¡Eh!
Ella estaba ocupada y yo esperé pacientemente junto a la estantería de películas, haciendo como que miraba. Entonces su voz sonó a mis espaldas.
—Tú eres Harper el músico, ¿verdad?
Marie era una asidua a la tienda y yo había mencionado Tremore Beach en mi anterior visita, de modo que la ecuación había funcionado y Judie sabía algo sobre mí —en realidad sabía bastante más que «algo»— ya que Marie y ella, según supe después, se habían tomado un largo té hablando de ese «misterioso e interesante barbitas» que había alquilado una película en la tienda días atrás.
Esta vez no tuve ninguna prisa. Los clientes entraron y salieron y yo esperé pacientemente mirando la estantería de películas, o los libros de meditación, yoga y medicinas alternativas, o la colección de figuritas de Buda que se alineaban frente al mostrador. Tenía claro que la invitaría a salir esa misma noche y así lo hice. Terminé ofreciéndole una cerveza y algo de charla en el Fagan’s y allí nos fuimos al cierre de la tienda. Era un martes y llovía a cántaros. El Fagan’s estaba medio vacío y la preciada mesa junto a la chimenea, libre. Allí nos sentamos a secarnos las ropas y a beber.
Empezamos hablando del pueblo y de cómo habíamos llegado allí. Yo hablé de Ámsterdam, Dublín, un divorcio y de una crisis creativa. Le conté mi vida y obra y ella escuchó en silencio, sorbiendo de su Guinness y clavándome sus dos ojos azules, vivos e inteligentes. Pero cuando le llegó el turno a ella, bueno, se limitó a decir vaguedades. Que era escocesa, de un pueblito pesquero al norte de Inverness donde «el mar rompía haciendo un ruido ensordecedor que enloquecía las personas». Habló un poco de su familia, que ella misma definió como «disfuncional y deprimente». Y no hizo muchos más comentarios. Creo que nunca los había vuelto a ver desde que se largó de allí con dieciocho recién cumplidos.
Estudió psicología en Londres y se empleó en un hospital. Ahí había un gran agujero de cinco o seis años que Judie resumía con una línea: «Terminé quemada de Londres», y después vino un largo viaje por la India, en el que entró en contacto con el mundo espiritual, de las energías, las medicinas alternativas y el yoga. «Viajé sola y por primera vez en mi vida me sentí libre, fuerte e independiente». Allí decidió que deseaba vivir en un lugar que la hiciera sentir humana, y no una máquina de producir cosas para otros.
—Pero ¿por qué Irlanda? —la avivé yo—. ¿Por qué Clenhburran?
—De vuelta a Europa viví con una amiga en Berlín durante un verano. Una noche nos pintamos las líneas de la mano con tinta y las imprimimos sobre un mapa. Mi línea de la vida cruzaba Escocia y terminaba en un lugar al norte, entre dos penínsulas. Pensé: ¿por qué no?
—¿De veras? —pregunté—. ¿Me estás diciendo que viniste aquí poniendo el dedo en un mapa?
—El dedo no; una mano entera.
Empecé a impacientarme con la chica. Era guapa e inteligente, pero jugaba a un juego extraño. Como el Principito de Saint-Exupéry que amaba preguntar, pero odiaba responder. ¿Y a qué venía ese cuento de las líneas de las manos que no se tragaba ni ella misma?
De todas formas había algo en ella que me atraía terriblemente, como un remolino gigante en el interior de sus ojos. Fuego, rebeldía, no lo sé. Como si ese mar loco de Escocia todavía rompiera con fuerza ahí dentro. Y bajo toda esa teatral historia de la India y las líneas de su mano bullía una personalidad dulce, elegante y cálida que me inspiraba una curiosidad atroz. Era, en suma, como la vieja chimenea del Fagan’s: un lugar en el que podrías pasarte la eternidad.
Cuando el señor Douglas finalmente nos echó y salimos a la calle, seguía lloviendo. Corrimos hasta la tienda, donde yo tenía el coche aparcado, y ella me dijo que iba muy borracho para conducir hasta la playa, que no podía dejarme ir así. «Está bien —le dije—, pagaré por una litera en tu pensión». Y ella sonrió y me llamó tonto. Y allí, debajo de la lluvia, apoyados en el lateral de mi Volvo, nos besamos por primera vez. Después subimos a la pensión y, durante todo el día siguiente, ella tuvo puesto el cartel de «completo».
Logramos mantener el secreto durante un mes más o menos, hasta que un día Leo hizo una de sus visitas sorpresa después de correr por la playa y encontró a Judie vestida tan solo con una camiseta, preparando café en mi cocina. No paró de reírse durante una semana de la cara que habíamos puesto, y suponíamos que en el pueblo irían atando cabos también. «Alquila usted muchas películas, señor Harper». «¿Adónde van juntos por las noches, es que tiene usted un cine en casa?». Leo y Marie reconocieron que aquella noticia era todo un balón de oxígeno en la herrumbrosa y rutinaria vida social de Clenhburran.
—Pero ¿vais en serio o…?
—No… solo es una aventura. Amigos con derecho a roce. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Ya sabes…
La carretera nacional entre Dungloe y Clenhburran era como un circuito de rally, pero no para Judie. Recorrimos un sinuoso trecho de cuarenta millas en menos de cincuenta minutos, en los que iba pensando que sería irónico sobrevivir a un rayo para ir a morir en la carretera al día siguiente. Repostamos en el Andy’s de Clenhburran y compramos algo para hacer la cena y una botella de vino («Si no está en el Andy’s no lo necesitas realmente», decía su eslogan). Después cruzamos el pueblo y seguimos camino de la playa.
Entre Clenhburran y Tremore Beach había una larga extensión de prados, turberas y suaves colinas surcadas por una estrecha carretera de antiguo uso militar. Al cabo de diez millas, la carretera se desviaba hacia los acantilados y solo era posible continuar adelante por un camino aún más estrecho, de gravilla, que surcaba una vieja ruta de pastoreo orillada por muretes de piedra, a cuyos pies brotaban preciosas flores silvestres todos los días del año.
Después de la última colina se avistaba la azul inmensidad del océano. En ese punto se mezclaban el olor del salitre con el del campo y el ganado, y a veces con el aroma de la turba quemada en alguna lejana chimenea. Y justo entonces, en ese preciso instante, la pequeña y blanca Tremore Beach, incrustada entre dos brazos de negra pizarra, aparecía a tus pies.
—Aquí fue donde pasó —le dije a Judie al llegar al Diente de Bill.
Paramos y bajamos del coche, y allí escenifiqué lo que recordaba de la noche anterior. La rama que había apartado yacía a un lado, con su extremo ennegrecido, y en el punto donde yo recordaba haber sido alcanzado se veían huellas de neumáticos y arena removida.
—El bueno de Frank O’Rourke debió encontrarme aquí tirado en medio de la noche, vaya susto debió de llevarse.
—Me imagino a su mujer diciéndole que te pasara por encima —bromeó Judie.
Me abrazó y nos quedamos en silencio sintiendo el viento, que soplaba hechizado pero que esa noche no traería tormenta.
—Dios, Pete, ¿es que no has leído nunca que no hay que acercarse a un árbol en una noche de rayos? —dijo antes de darme un dulce beso en los labios.
Esa noche Judie cocinó berenjenas rellenas y cenamos frente a la chimenea con una botella de vino chileno del que yo solo probé un vaso. Después ella me desnudó y observó mis quemaduras con forma de árbol. Hicimos el amor en la alfombra y nos quedamos dormidos entre las mantas.
A medianoche me despertó aquel dolor de cabeza. Era como un pulso que se originase en el centro de mi cráneo. Fui a por las pastillas de la doctora, que había dejado en mi chaqueta. Me las tomé y volví al salón.
Judie estaba teniendo otro de sus sueños movidos. Pesadillas. La desperté con un abrazo, para evitar asustarla, y la besé dulcemente. Subimos al dormitorio. Las sábanas estaban frías y nos abrazamos para entrar en calor. Después nos dormimos y soñé con Leo y Marie.
En el sueño estábamos de nuevo en el hospital de Dungloe, pero yo no era el enfermo en esta ocasión, sino Leo. Estaba tumbado sobre una camilla y no se movía. En algún momento del sueño me di cuenta de que estaba muerto. La sábana que le cubría estaba horriblemente empapada en sangre. Tenía los ojos abiertos y su boca parecía un pozo negro e infinito.