8

Fue Leo quien vino a abrirme. Esta vez ni siquiera esperé a ver su reacción. Empujé la puerta e invadí su casa, llevando conmigo todo el agua y la suciedad de la playa y la tormenta sobre su alfombra.

—¡Ciérrala! —grité mientras me limpiaba los ojos con la manga de mi chaqueta.

Frente a mí estaba Leo, vestido con unos vaqueros y una camisa de cuadros. Me miraba estupefacto y con una interrogación dibujada en los ojos.

Miré a un lado y al otro buscando a los niños, a Judie, a Marie. Había esperado encontrármelos a todos en el salón, jugando una partida de Scrabble y bebiendo chocolate caliente. Pero allí no había nadie.

—¿Dónde están mis hijos, Leo?

Mi voz temblaba. De hecho, todo mi cuerpo era como un terremoto. La tensión que había acumulado dentro de esa furgoneta, rodeado de esos asesinos, estaba pidiendo reventar por alguna parte. Tenía ganas de llorar, de gritar, pero lo primero era tener a mis hijos. Uno en cada brazo.

—¡Pete! —exclamó Leo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué haces aquí?

Marie apareció por la puerta de la cocina, vestida con un pijama de color púrpura. Me giré hacia Leo. Le hablé tan rápido como fui capaz aunque mis palabras trastabillaban unas con otras.

—Los niños, Leo, ¿dónde están? No hay tiempo. Ya están aquí. Tenemos que protegerlos.

—Tranquilo, Pete. Están con Judie, a salvo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te has largado del hospital?

—Sí… sí… Vino la tormenta y pensé… pensé que era la noche. Acerté. Me los encontré en el Andy’s… Leo, las personas de mis sueños han llegado. Ellos… la mujer… los hombres… la furgoneta. Están aquí. Traté de llegar a tiempo para avisaros, pero tuve un accidente… y me los encontré en el camino. He logrado engañarles. Les he dicho que esta era mi casa y me han traído hasta aquí. Pensaba encontraros juntos. ¿Dónde están Judie y los niños? No estaban en la pensión. Me dijeron que estaban aquí con vosotros.

Leo miró a Marie con una expresión que solo podía querer decir una cosa: «Vuelve a la cocina y llama al hospital».

—Pete, escucha —dijo, tratando de sobreponerse a una evidente sorpresa o preocupación—. ¿Dices que alguien te ha traído en furgoneta? Yo no he visto ninguna luz acercándose.

—Leo, no… no estoy teniendo ninguna visión. —Me costó decirlo, ¿era posible que Leo no hubiera visto ninguna luz? Pero la chica de la gasolinera los había visto. Era real—. Hay cuatro asesinos ahí fuera, y en cuanto se den cuenta de que les he engañado vendrán aquí y nos matarán a los tres. Dime dónde están los niños, Leo.

Leo se acercó a la ventana, miró a través de ella. Yo también lo hice. No se veía ni una luz, lo cual era raro en una noche tan cerrada como aquella. Deberían verse al menos los focos de la GMC moviéndose hacia mi casa.

—Mira, Pete —dijo Leo—, ¿por qué no te sientas y hablamos un segundo?

Retrocedí.

—¡Leo, maldita sea, te estoy diciendo la verdad! —grité—. ¿Dónde están mis hijos?

Vi que el rostro de Leo se desencajaba.

—Están en tu casa, Pete —respondió Marie desde la puerta—, están con Judie. Han subido a coger ropa para pasar la noche. Dijeron que volverían enseguida.

Oír aquello fue como si me golpearan con un martillo. Me llevé las manos a la cabeza, mis dedos palparon mis sienes como si allí hubiera localizado un botón para rebobinar aquella conversación. Me quedé en blanco durante unos segundos.

En la casa… estaban en la casa… y yo había enviado a los asesinos directamente a por ellos… La furgoneta estaría a punto de llegar. El cuchillo. El largo cuchillo del gordo. Tal y como lo había soñado. Ahora estarían rodeando la casa. A punto de entrar. Judie habría visto llegar la furgoneta. Quizás incluso habría salido a ver de quién se trataba…

Corrí a la cocina, donde sabía que había un teléfono, pero tropecé con la alfombra y me caí antes de llegar a la puerta, dándome un bonito golpe en el mismo hombro que antes. Quise gritar del dolor pero solo alcancé a resoplar, igual que un animal moribundo. Mi quejido sonó a muerte.

—El teléfono —le dije a Marie alzando la cabeza—. Tenemos que avisarles.

Solo podía verle los pies, enfundados en unas cómodas zapatillas de color gris perla, pero por alguna razón supe que en ese momento Leo y ella se entrecruzaban una mirada. Seguramente Leo hacía un gesto con las manos. «Vamos a tranquilizarle primero, después llamaremos a una ambulancia».

—Marie. Créeme, por favor. Están aquí. Todo ocurrirá esta noche. Llama a mi casa… por lo que más quieras… ¡Créeme!

Me apoyé sobre un codo y alcé la vista. Su bonita cara estaba desencajada por un profundo terror. No era solo el asombro de verme allí, completamente bañado en agua y arena, suplicando por la vida de mis hijos, era algo más. Estaba aterrorizada con la posibilidad que les estaba planteando.

—Por favor, Marie…

Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y desapareció en la cocina. Yo me giré para hablar a Leo y pedirle las llaves de su coche, pero vi que ya estaba junto a la puerta cogiendo su chaqueta de cuero marrón de aviador.

—Iré a echar un vistazo, maldita sea.

Y entonces ocurrió. La puerta se abrió de un golpe derribando el colgador y todos los abrigos y chaquetas que había en él. El viento se coló en la casa como un tentáculo largo y hambriento. Supongo que, durante unos segundos, todos pensamos que se había tratado de un golpe del huracán. Pero entonces apareció Randy, completamente empapado, y con una pistola en la mano.

Hasta ese momento había llegado a dudar de mí mismo. Pero entonces vi cómo atravesaba el umbral y apuntaba a Leo en la cabeza, quien levantó los brazos y comenzó a retroceder. Y aquello no era ninguna visión.

Todo iba muy rápido. Pensé que lo mataría allí mismo. «Ya está —me dije—. Se acabó». Pensé que sería rápido y esperé, encogido, el sonido de la pistola. Después acabarían conmigo, y un poco más tarde con Marie. Fin de la historia. Pero en vez de eso, en cuanto Randy tuvo acorralado a Leo junto al sofá, le propinó un tremendo golpe con la pistola en la cabeza, y Leo se derrumbó sobre el sofá como un muñeco.

Yo estaba cerca de la puerta de la cocina y comencé a arrastrarme hacia atrás, hasta que mi espalda se topó con el marco de la puerta. Entonces Randy me apuntó con la pistola.

—Quieto, listillo hijo de puta —dijo sin apenas levantar la voz, con su pelo empapado pegado a la cabeza, las gafas negras, completamente innecesarias, aún montadas sobre su nariz.

Me quedé quieto junto a la puerta de la cocina y entonces oí un ligerísimo sonido a mis espaldas: como el de otra puerta cerrándose suavemente. La cocina estaba conectada con el garaje, que a su vez tenía una salida por el lateral de la casa, hacia la playa.

«Por supuesto —dijo una voz que sonó sorprendentemente tranquila en mi cabeza—. Ahora es cuando Marie sale corriendo por la playa, hacia tu casa. Ahora es cuando llama, en medio de la noche, a tu puerta. Pero tú no estás allí para abrirle, Peter. La historia es diferente. Ha cambiado».

Era una nueva versión de la historia. ¿Con un nuevo final?

Detrás de Randy apareció Tom, el Gordo. También con el pelo y la ropa completamente empapados. Era como un tanque de carne y hueso. Cruzó el salón y se acercó a mí, y sin decir una palabra, me soltó una patada en el estómago. Me doblé sobre mí mismo y sentí que me había reventado los intestinos.

—No me gusta la puta lluvia —dijo, poniendo uno de sus pies sobre mi cara—. Estos zapatos no son de lluvia y ahora están hechos una mierda por tu culpa.

Apretó con el pie sobre mi cabeza. En ese momento empecé a vomitar, mientras notaba todo el peso de aquella ballena humana apoyado sobre mi cráneo. Pensé que era el final. Sentía que mi cabeza estallaría como una sandía. Pero el peso cedió ligeramente.

Finalmente liberó mi cabeza.

—Ya te llegará el turno.

Me quedé tendido en el suelo, mirando hacia delante. Leo estaba despatarrado en el sofá y sangraba de la cabeza. Quizás estaba muerto. Vi a Randy hablando a través de un teléfono móvil. Se comunicaba con alguien en el exterior.

—Vía libre, Manon —dijo—. Todo en orden.

Las luces de la furgoneta no tardaron en aparecer tras los cristales. A través de la puerta vi que frenaba a varios metros de la casa, tras la valla del jardín. Mi jugada no había funcionado, pensé, la furgoneta no había llegado a alejarse mucho de la casa… «Al menos —me dije con alivio—, eso significa que Judie y los niños siguen a salvo». Todavía había esperanza.

La mujer apareció por la puerta. Se quedó en el umbral, contemplando la escena. Yo estaba en el suelo, acunándome con las manos en el estómago, tratando de respirar. El golpe del gordo Tom me había dejado medio muerto. Leo se movía un poco, deliraba en el sofá. Estaba vivo. Randy se había deshecho de su gabardina y se había sentado enfrente. Nos controlaba a los dos tranquilamente. Ni siquiera tenía la pistola en la mano. La había dejado apoyada en el sofá mientras rebuscaba en sus bolsillos.

—Maldita sea… debí dejármelos en esa gasolinera. ¿Seguro que no tienes cigarrillos, Tom? —gritó.

Pero Tom no le oyó. El gordo estaba escaleras arriba, registrando la casa. Sonaban ruidos de muebles cayendo al suelo, cristales rotos. Supuse que buscaba a Marie.

Manon miró a Randy.

—¿Y la mujer? —preguntó.

—No lo sé —respondió Randy—, Tom la está buscando. Quizás el pequeño cabrito les puso en guardia, aunque al viejo lo cogí desprevenido, de eso estoy seguro.

Manon se giró y caminó hacia mí. Me encogí y me preparé para una nueva patada o algo peor, pero ella se agachó frente a mí. Me cogió del pelo de las sienes y tiró de él para hacerme girar la cara. Nuestros ojos quedaron frente a frente.

—Buen intento. Seguro que pensabas que nos habías colado tu mentira, vecino.

Entonces puso algo ante mis ojos. Era uno de esos aparatos de GPS. En él se veía un mapa muy detallado del área de costa de Tremore Beach. Un punto rojo flotaba sobre la casa de Leo y Marie, a la derecha del Diente de Bill.

—Lo sabíais —dije—. ¿Para qué esperar entonces?

—No has tardado ni diez segundos en calarnos. ¿Cómo lo supiste?

Abrí la boca para decir algo y noté que me caía un poco de vómito por la barbilla. Sonreí:

—No te lo creerías.

Ella soltó mi pelo y dejó que mi cabeza cayera otra vez sobre el suelo. Después se puso en pie otra vez y gritó llamando a Tom.

El gordo bajó por las escaleras al cabo de unos segundos.

—La planta de arriba está limpia. Nada. Miraré en el garaje.

—Joder —murmuró Manon. Extrajo otro aparato que llevaba acoplado en el cinturón y habló a través de él. No era un teléfono móvil, sino una especie de intercomunicador.

—Frank… La mujer no está dentro. Da una vuelta a la casa a ver si ves algo. ¡Estate atento! Por alguna razón el vecino lo sabía.

Volvió a agacharse sobre mí y vi aparecer la brillante hoja de un estilete entre sus dedos. Acercó el filo hasta uno de mis ojos.

—Dime dónde está la mujer o te saco un ojo.

—No lo sé —respondí, aunque me costó mucho trabajo resistirme con aquella navaja cerca de mi ojo derecho.

—Te voy a sacar el derecho, ¿me entiendes? Y te lo haré comer.

—Te digo que no lo sé. Leo estaba solo cuando llegué.

Sentí el filo apoyado en la cavidad de mi ojo derecho. Comenzó a apretar y yo cerré los ojos. Por un instante pensé que un ojo era bastante prescindible mientras no me tocara los dedos. «Hay ojos de cristal. Podré seguir tocando el piano».

—¿Cómo supiste quiénes éramos? —repitió otra vez esa pregunta. Realmente había conseguido asombrarlos. Me alegré. Volví a sonreír. Entonces noté un sopapo ardiente en mis mejillas y Manon me soltó la cabeza, que rebotó en la alfombra.

Tom el Gordo volvió del garaje. Dijo que no había nada, aunque alguien podría haber salido por la cocina si hubiera querido.

—La puerta no tiene el cierre echado. Me apuesto algo a que salió por ahí.

Manon se puso en pie y se dirigió al sofá:

—Despierta al abuelo. —Después, tomando el intercomunicador, gritó—. ¡Frank! La mujer podría estar en la playa. Ve a echar un vistazo.

Mi operación de cirugía ocular todavía iba a tardar un poco en ocurrir, lo cual fue todo un alivio. Tom el Gordo me cogió por debajo de los hombros, levantó mis noventa kilos de peso como si se tratase de un cartón de leche y me llevó al sofá.

Randy estaba dándole unas bofetadas a Leo en ese momento. Mi amigo tenía una herida en uno de los lados de la cara y sangraba bastante por ella. Así y todo, terminó abriendo los ojos. Una vez cumplida su labor, Randy volvió a sentarse en su sitio, cogió su arma y nos apuntó.

—Bien, señor Blanchard —dijo entonces Manon, situada tras el sofá—. ¿Me oye?

Leo tardó unos segundos en fijar su atención en la mujer.

—Mi nombre es Leonard Kogan —dijo—. Se han equivocado de persona.

—Sabemos perfectamente quién es usted, Leonard Blanchard. Y usted sabe perfectamente quiénes somos nosotros, y por qué estamos aquí. Así que, hechas las presentaciones, dejemos de perder el tiempo. ¿Dónde está su esposa?

—Le digo que se equivoca —insistió Leo—. No me llamo Blanchard, sino Kogan. Han cometido un terrible error. Solo soy un turista norteamericano…

Entonces Manon bajó su mano y la posó sobre el hombro de Randy.

—La rodilla derecha.

Randy movió el cañón de su arma con precisión y antes de que pudiéramos movernos, apretó el gatillo. Sonó como un golpe fuerte y seco y Leo se movió repentinamente hacia delante. Se llevó las manos a la rodilla y se derrumbó sobre la mesilla. Me apresuré a cogerle de los hombros y tiré de él hasta sentarlo de nuevo en el sofá. Leo tenía la boca cerrada con tanta fuerza que parecía estar a punto de romperse los dientes.

—Vamos a ver si nos entendemos, señor Blanchard —dijo Manon en voz alta—, será mejor hacerlo rápido.

Leo se había llevado las manos a su rodilla. Un chorro de sangre caía por entre sus dedos y empapaba la pernera de su pantalón.

—Maldita zorra —respondió Leo, con los dientes apretados de dolor—. Marie está visitando a una amiga en Londres y no volverá en una semana. Habéis venido en balde.

—Es mentira —dijo Randy—. ¿Otra rodilla?

—Espera —respondió Manon—. No queremos que se desangre. Tom, ¿qué dices?

—La mujer estaba por aquí. Seguro. En la cocina hay mil pucheros y una tarta en el horno, y me apuesto mi anillo de plata a que este viejo no sabe ni hacerse una hamburguesa. El chico debió avisarla. O quizás huyó al oírnos entrar.

Manon cogió su intercomunicador. Al otro lado se oyó el ruido del viento.

—¿Frank?

—Nada… no veo nada —respondió Frank entre la tormenta—. Iré un poco más allá.

Noté que los ojos de la mujer se posaban sobre mí.

—Está bien, amigo. No tenemos ninguna razón para matarte, pero lo haremos si no hablas. ¿Dónde está la mujer?

—No lo sé —respondí—. No la he visto. Lo juro. Debe ser cierto que está en Londres.

Randy apuntó la pistola hacia mi cabeza. Estaba cómodamente sentado en el sofá, con las piernas cruzadas y la pistola elevada como una copa de champán. Y estaba a punto de matarme.

—¿Lo frío? —preguntó, dirigiéndose a Manon.

Manon no tenía tanta prisa como Randy en ver correr la sangre. Cogió de nuevo el intercomunicador y llamó por él. Frank había dado la vuelta a la casa y no había visto nada. Le preguntó si creía que podía haber huido por la playa. Frank respondió que era «una opción».

—Quizás ocurrió cuando Randy y Tom entraron a la casa. La mujer salió por detrás justo en ese momento, mientras estábamos en la furgoneta.

Randy se llevó la pistola cerca de los ojos. Me estaba apuntando a la cabeza.

—¿Manon?

—No, todavía no —le respondió a Randy—. Vamos a ver quién hay en la otra casa. Quizá sea cierto que tiene una familia, incluso que organiza una fiesta. —Fijó sus preciosos y malvados ojos en los míos. No pude evitar una reacción de mis pestañas, mis cejas, mi rostro… Manon lo capturó en el acto—. Sí, sí… creo que hay algo de verdad en todo eso. Y quizá ya no se haga tanto el valiente cuando vea lo que les hacemos. Los traeremos hasta aquí y jugaremos un rato todos juntos, hasta que nos digan dónde está Marie.

—¡No! —gritó Leo.

Yo estaba tan aterrorizado, tan desesperado, que no podía permitirme quedarme quieto.

—Estáis perdidos —dije—. Hemos avisado a la policía por radio. Están a punto de llegar.

—No les ha dado tiempo —intervino Randy.

Pero Manon se quedó en silencio, sopesando esa posibilidad. Seguía preocupada por mi rápida reacción, lo cual era lógico. Si alguien hubiera utilizado su teléfono móvil (y eso contando con que funcionase), la policía podía estar dirigiéndose hacia allí en esos instantes.

—Tom, busca la radio.

—Está en la habitación de la planta de arriba —dijo—, pero estaba apagada. No les ha podido dar tiempo…

—¡Deja que eso lo decida yo! —gritó ella—. Sube y registra esa planta otra vez. Quizás hay alguna ventana abierta. Y destruye la maldita radio.

Tom se lanzó corriendo escaleras arriba. Pronto se oyeron los destrozos. Mientras tanto, Manon discutió el plan ante nosotros —posiblemente ya éramos muertos en vida para ellos—: había que moverse rápido. Randy se quedaría con nosotros mientras Frank se quedaba fuera vigilando y con el intercomunicador encendido. Tom y ella irían a la casa a echar un vistazo. Dudaban mucho que hubiera ninguna fiesta, pero habría que andarse con cuidado. Quizás a Marie le hubiera dado tiempo a llegar, si es que, como creían, había escapado por la puerta de atrás.

En eso estaba yo pensando, y supongo que todos los demás también, en esos instantes: ¿podía una mujer de sesenta y cinco años atravesar dos millas de playa en menos de quince minutos? Lo dudaba, pero si lo había conseguido (y yo rezaba para que eso fuera cierto), Judie y los niños tendrían una oportunidad.

Salieron de la casa, Tom y Manon, dejando a Randy y a Frank custodiándonos. Oímos el motor de la furgoneta y vimos sus luces atravesar los cristales del salón mientras maniobraba. Al cabo de un rato, el rumor de la furgoneta se diluyó en el viento. Pensé en esa furgoneta que ahora subía por el Diente de Bill y que bajaría, a toda velocidad, hacia mi casa. La historia no había cambiado tanto a fin de cuentas.

Randy estaba sentado frente a nosotros, con la pistola en una mano, apoyada en su muslo. Leo, a mi lado, se retorcía de dolor. Parecía que la sangre había dejado de manar con tanta fuerza de su herida, pero ahora había comenzado a temblar. Sus dientes castañeteaban.

—Tengo que hacerme un torniquete o me desangraré.

—¡Silencio! —exclamó Randy.

—Pero es cierto —intercedí.

—Callaos los dos —dijo, adelantando el cañón.

—¿Qué demonios pasa ahí dentro? —se oyó decir a Frank desde la puerta.

—El viejo se desangra —respondió Randy en voz alta.

—Pues haz algo, joder.

Randy me miró aburridamente e hizo un gesto con la pistola.

—Está bien, ayúdale. Pero ni te muevas del sofá.

—Pero ¿cómo…? —empecé a decir.

—Con tu camisa, Pete —intervino Leo, cuya voz sonaba muy apurada—. Quítatela y trénzala. Será suficiente.

Entonces Randy se levantó y caminó hasta la puerta sin dejar de apuntarnos. Habló con Frank, que estaba en alguna parte del porche de la casa, y le pidió un cigarrillo.

—Mierda, tío —oímos decir a Frank—. ¿Es que no puedes aguantar hasta que terminemos?

Me desabroché la camisa a toda velocidad y comencé a trenzarla. Cuando estuvo lista, me dispuse a rodear el muslo de Leo con ella, pero noté que hacía un gesto con las manos.

—Lo haré yo —dijo—. Tú sujeta el cojín.

Aquello me resultó extraño, pero vi que Leo me miraba fijamente y entendí que había algo más. Coloqué mis manos alrededor del cojín y seguí apretando. Mientras tanto, él comenzó a rodearse la pierna con ella. En ese momento nuestras cabezas estaban muy cerca y Randy, por el contrario, muy lejos, esperando a que Frank encontrara un cigarrillo y un mechero en su chaqueta.

—Tengo un revólver —susurró Leo mientras proseguía con el torniquete—. Lo llevo en el tobillo derecho, en una cartuchera. Cógelo. Ahora no puede verte. Es nuestra única oportunidad.

Le miré sorprendido. «Me hiciste caso, viejo testarudo, gracias a Dios».

Randy seguía en la puerta, esperando a que Frank encontrase su tabaco y bromeando acerca del «tiempo de locos» que hacía ahí fuera. El viento y el ruido del mar le impedían oír mucho más. Por otro lado, seguramente pensaba que un viejo de sesenta años herido en una pierna y un cuarentón apaleado no entrañaban una gran amenaza para ellos dos.

Yo estaba levemente girado hacia Leo, sujetando el cojín, y Randy estaba en un ángulo en el que no podía ver mis manos. Solté una de ellas y comencé a bajarla lentamente por la pernera derecha del pantalón de Leo, palpando en busca de algo. El sofá era bajo, con lo que apenas tenía que agacharme. Finalmente sentí un bulto justo encima de su tobillo.

—¡Date prisa! —susurró Leo—. Ya viene.

En un rápido movimiento le remangué el pantalón y palpé en busca del revólver. Sentí las ásperas cachas de la empuñadura entre mis dedos y tiré de ella. Tenía el revólver entre los dedos en el mismo instante en el que oí los pasos de Randy regresar donde nosotros. Miré a Leo y él me miró sin poder decir una palabra. ¿Qué debía hacer? ¿Disparar en ese momento?

No lo hice. Podía sentir el cañón de la pistola de Randy apuntándonos. Sería mil veces más rápido que yo. En vez de eso lo escondí bajo uno de los grandes cojines del sofá, entre las piernas de Leo. Me miró con frialdad. Un desliz en mis dedos y podría haberle volado las pelotas.

Mientras Randy se dejaba caer en el sofá, Leo se apresuró en agitar un poco su pierna derecha para que la manga del pantalón volviera a cubrir la cartuchera.

—¿Cómo va eso? —preguntó Randy, dejando salir una larga flecha de humo por la boca, ahora mucho más relajado.

—Bien —respondí—. Aguantará.

Randy se colocó el pitillo en los labios, estiró las piernas sobre la mesita que había entre ambos tresillos y cogió, con su mano libre, una de las fotos que reposaban sobre ella, junto a una pequeña lámpara.

Lanzó un silbido.

—¿Es esta la señora Blanchard? ¡Vaya! Sí que está buena —dijo mientras echaba la ceniza del cigarro en la moqueta del salón—. Aunque ahora tendrá unos cuantos años más encima, ¿verdad? En cualquier caso, una verdadera belleza. Quizá podamos tener un rato a solas…

—Ni lo sueñes, pedazo de mierda —respondió Leo.

—¡Eh! No pierda las formas, amigo. Y, sobre todo, deje a su mujer opinar. Quizá cuando le ponga una pistola en la cabeza, no ponga muchos reparos en bajarme la bragueta y aliviarme un poquito. ¿Tiene usted hijas, vecino?

—Vas a morir esta noche, Randy —le dije—. Te lo juro.

Miré a Leo y me di cuenta de que con Randy enfrente de nosotros, apuntándonos, tenía muy pocas posibilidades de sacar aquel revólver y dispararle a menos que lo distrajéramos de alguna manera. Tenía que haber una manera.

—No —respondió él—, eso sería bonito. Un final para una novela. Pero esta noche, los que van a morir, de una forma «lenta y atroz» según nuestras órdenes, son ustedes. Y les garantizo que me pica mucho ahí «abajo», y que voy a divertirme una por una con todas sus mujeres y niñas. Y Frank también, ¿eh, Frank? —gritó, sacándose el cigarrillo de la boca y echando una risotada.

Frank no respondió.

—Ustedes no debieron hacer «aquello». Ahora pagarán su traición, señor Blanchard. Y la familia de su vecino también.

—¿De qué está hablando, Leo? —empecé a decir—. ¿Qué es lo que hicisteis?

Leo me miró sorprendido. Yo le devolví una mirada de hielo.

—¿No se lo contasteis a vuestro vecino? —dijo Randy—. Sus amigos le contarían alguna mentira probablemente. Seguro que han hecho un bonito retrato de sí mismos. Pero son unos soplones y unos ladrones. Por eso van a terminar con un agujero en la cabeza.

—Cállate, maldita serpiente —gruñó Leo.

—¡Déjale hablar! —grité yo—. Quiero saber cuál es la razón de todo esto. Habéis puesto a mi familia en peligro. Están a punto de ir a por ellos y…

—No te metas donde no te llaman —respondió Leo secamente—. No es asunto tuyo, Peter.

Pensé que Leo habría comprendido mis intenciones. O quizá no, quizá lo había dicho completamente en serio. En cualquier caso aquello era justamente lo que había esperado.

—¡Qué no es asunto mío, viejo de mierda! —grité—. ¡Me has mentido todo este tiempo diciéndome que eras un honrado guarda de seguridad en un hotel y ahora estamos todos a punto de diñarla!

Randy se reía recreándose en la escena.

—Cierra esa maldita boca o te la cerraré yo —respondió Leo.

—¿Ah, sí? —grité.

Entonces me abalancé sobre él. Supe que le iba a hacer daño, pero pasé por encima de su rodilla herida y me coloqué justo delante de él, agarrándole de la camisa y gritando. A él le dolió realmente y soltó un aullido. Randy, detrás de mí, se reía, pero enseguida comenzó a decir que me apartara de Leo. También oímos a Frank gritar algo desde la puerta. En ese instante vi que Leo había deslizado su mano bajo el cojín y que empuñaba el revólver apuntándolo hacia mi tripa. Era el momento clave. Me aparté de un golpe, lanzándome contra el suelo, y acto seguido oí un terrible estallido sobre mi cabeza. ¡BAM! Seguido de un grito ahogado, un gemido de dolor.

Me quedé en el suelo durante los siguientes segundos. Se oyeron otros dos disparos. Una de las balas rompió un cristal; solo después supe que era una de las ventanas que daban al jardín.

Vi los zapatos de Randy bajo la mesa, rotando mientras su cuerpo se desplomaba sobre el sofá. Entonces su rostro apareció frente a mí, con las gafas ligeramente desencajadas, dejando ver dos ojos pequeños, sin vida, y su cigarrillo aún humeándole entre los labios.

—Eh, Peter —oí decir a mis espaldas.

Era Leo. También se había echado a tierra.

—¿Le has dado al otro?

—Creo que sí, pero no estoy seguro. Me ha parecido verle caer, pero ha disparado. Quizás está vivo. Yo no me puedo mover, ¿puedes echar un vistazo? —dijo, pasándome el revólver.

Lo tomé y sentí una agradable sensación de seguridad al sentir aquel metal entre las manos. Si hubiera podido elegir, me hubiera quedado quieto, como una estatua, entre aquellos dos sofás. Pero mis hijos y Judie estarían ya recibiendo la visita de Manon y el gordo. Quizás incluso fuera demasiado tarde, pero si Dios había querido darnos una sola oportunidad, tendría que aprovecharla y rápido.

Pensé que el mejor ángulo para intentarlo era a la izquierda del sofá, donde yacía el cadáver de Randy. Me arrastré hacia atrás y Leo se escurrió tras el sofá en el que estábamos sentados para dejarme pasar.

Asomé la cabeza lentamente, con el revólver delante de mi nariz, dispuesto a abrir fuego. Frank no estaba allí, al menos no podía verle desde mi ángulo. La puerta principal estaba abierta y se podía ver una fracción del recibidor, donde la lluvia seguía cayendo con fuerza. Pero ¿dónde estaba?

Si se había agazapado junto a la puerta, debía ser en el ángulo contrario, y eso me impediría alcanzarle a menos que las balas atravesaran la pared. Me quedé unos segundos quieto, pero después lo pensé mejor: no podía permitirme estar bloqueado porque mis hijos estaban a punto de ser masacrados. En un ataque de auténtica locura suicida me levanté y corrí hasta el vano de la puerta con la pistola hacia delante. Saqué el cañón por el marco, apuntando ciegamente hacia la izquierda, y disparé dos veces. La noche se llenó de humo y olor a pólvora. Después me asomé y allí no había nadie.

—¡Cuidado, Pete! —gritó Leo tras de mí.

Miré hacia atrás y vi a Frank tambaleándose en la puerta de la cocina. Había debido de hacer el camino opuesto para cazarnos por detrás. Abrió fuego contra Leo, que se había elevado de su escondite, y le acertó. El cuerpo de Leo cayó tras el sofá. En el mismo momento yo apunté y apreté el gatillo tres veces, aunque solo disparé dos. Las balas se habían agotado.

Pero tuve suerte. Le di en el cuello y vi cómo un espray de sangre oscura se imprimía junto al marco de la puerta, y en la pared rosada del salón. Frank el Mandíbula se mantuvo en pie dos o tres segundos y finalmente se vino abajo y cayó a los pies de la puerta de la cocina. Su arma se le escapó de las manos.

Corrí hacia allí y recogí el arma del suelo. Todavía estaba vivo. Temblaba y se contorsionaba como un muñeco con las pilas a punto de agotarse. Un pequeño charco de sangre había comenzado a expandirse en la alfombra bajo su cuello. Noté que me estaba mirando y pensé en matarle, pero no pude hacerlo. Después miré a Leo. Le habían acertado en un brazo y se lo sujetaba con dolor.

—¡Leo!

—Vete. Las llaves de mi coche están en la cazadora. ¡Corre! Llamaré a la policía.

No me lo pensé dos veces. La cazadora de Leo estaba junto a la puerta. Las llaves dentro. Salí fuera y me di cuenta de que el coche estaba en el garaje. También descubrí el intercomunidador de Frank tirado en las escaleras del recibidor. ¿Le habría dado tiempo a avisar a los otros?

Abrí el garaje y monté en el todoterreno de Leo. Lo arranqué y salí disparado hacia aquella oscuridad.