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Esperé a que llegase la cena. La enfermera se llamaba Eva, y aunque tenía bastante prisa por empujar su carrito de bandejas a lo largo del pasillo logré arrancarle algo de conversación. Resultaba que otra enfermera, Winny, estaba de luna de miel y Geraldine se había puesto enferma; y se suponía que Luva estaba de guardia remota, pero había llamado para decir que una de sus hijas estaba vomitando hasta la primera papilla debido a alguna bacteria del estómago. Con lo cual solo estaba ella para cubrir media planta. «En este lugar la organización es así. Todo el mundo desaparece y le toca a una arreglar la papeleta a media planta».
Le dije que no se preocupara por mí. ¿Cuál era mi medicación?
—Una pastilla de olanzapina y otra de estas azules antes de acostarse. Creo que se las puedo dejar aquí, a fin de cuentas ya son las ocho…
—Por supuesto, vaya tranquila. Me las tomaré después de cenar para no olvidarlas.
En cuanto Eva cerró la puerta, salté de la cama y comencé a vestirme. Di gracias a Dios porque a nadie se le había ocurrido llevarse mi ropa o mis zapatos. Eso hubiera sido el final de mi plan. Pero todo estaba metido en una bolsa de plástico, junto con una chaqueta y algo de ropa extra que Judie había ido a buscar a mi casa. Así que cuando estuve listo me eché el albornoz por encima y salí de la habitación.
Recorrí el pasillo despacio y con aburrimiento, tal y como lo haría un paciente, mirando al interior de las habitaciones, algunas de ellas abiertas, donde se podía ver gente viendo la televisión, visitantes hablando con mucha energía y enfermos sentados en sus camas, mirando al vacío. Con mi barba de tres días, mi pelo largo y sin lavar y el albornoz encima parecía otra de aquellas almas atrapadas en la enfermedad. La gente me miraba con lástima y yo les devolvía una mirada llena de profundidad.
Al llegar al vestíbulo encontré el mostrador de admisiones desierto. Supuse que Eva estaría todavía repartiendo la cena.
Afuera, en la escalinata de la entrada, vi un hombre fumando y salí a unirme a él. Era un tipo delgaducho, con la cara chupada y los ojos casi transparentes. Le pedí un cigarrillo y me lo dio refunfuñando.
—El tabaco no está barato, amigo.
Fumé en silencio, esperando a que aquel tipo malhumorado se marchara. Mientras tanto, observé la carretera y vi que apenas había tráfico. ¿Cómo demonios llegaría hasta Clenhburran?
En el exterior el viento comenzaba a rugir. Conocía ese sonido. Ese silbido furioso. Pronto llegarían las nubes con formas espirales, cargadas de rayos. Pero todavía quedaba tiempo.
—Parece que caerá una buena esta noche —dije tratando de entablar conversación, pero el tipo malhumorado hizo como que no me había oído. Siguió fumando su cigarro como si nada.
Al cabo de un par de minutos, como si fuera un envío del mismísimo cielo, un taxi apareció por la carretera del hospital y vino a pararse justo al pie de las escalinatas. Yo todavía llevaba la bata puesta encima y el tipo del mal humor seguía allí, apurando su maldito cigarrillo. ¿Qué debía hacer? Si trataba de cogerlo todavía vestido con la bata levantaría sospechas.
Los pasajeros se bajaron y el taxista nos miró a través del cristal.
—¿Necesitan un taxi? —exclamó, dirigiéndose a nosotros.
Estuve a punto de decir algo, pero el tipo de la mala baba se encargó de despacharlo antes de que yo pudiera abrir la boca.
El taxi se marchó por donde había venido. Y así lo hizo el malhumorado personaje poco después. Me quedé solo en las escalinatas y mi cigarro se terminó. Miré hacia dentro y vi que el vestíbulo del hospital seguía vacío, así que decidí actuar rápidamente. Me deshice de la bata y la escondí bajo un pequeño banco de madera. Y ya de vuelta a mi aspecto de ciudadano normal y corriente, bajé aquellas escaleras y me dirigí a la salida del hospital.
Había un poste de autobuses allí al lado. El número 143 conectaba toda la carretera regional desde Dungloe y llegaba hasta la entrada de Clenhburran. Otra cosa muy diferente era cuándo pasaría por allí. Esperar un autobús en fin de semana en Irlanda era y sigue siendo como esperar un milagro.
Decidí quedarme junto al poste para empezar a hacer autoestop. Por aquella zona era algo muy normal encontrarse locales haciendo «dedo» para recorrer unas cuantas millas sobre ruedas. El hospital estaba cerca de Dungloe y casi todo el tráfico que pasaba iba en esa dirección, pero supuse que no tardaría en ver algún coche saliendo en dirección opuesta.
Pasaron tres o cuatro coches pero ninguno paró, incluso con la pequeña llovizna que había comenzado a caer. Supongo que mi aspecto no ayudaba precisamente. Lo intenté sonriendo de par en par, poniendo cara de pena. Incluso lo intenté moviendo los brazos como si fuese una emergencia, pero con eso solo conseguí que el conductor pisara más a fondo su acelerador.
Entonces, al cabo de un rato, vi un coche emergiendo del aparcamiento del hospital. Me apresuré hasta los pilotes de la salida y lo abordé según hacía el stop.
—¿Van hacia el este? —pregunté haciendo un gesto con mi pulgar—. El autobús no ha aparecido en media hora.
El coche lo conducía un chico joven y a su lado iba sentada una mujer mayor.
—Sí —respondió el muchacho—. ¿Adónde va usted?
—Clenhburran.
—Ah… lo conozco. Puedo dejarle en el cruce de la gasolinera. —Supuse que se refería al Andy’s—. Desde allí solo tiene un par de millas andando.
—Ok. Gracias.
Monté en la parte de atrás de aquel cómodo y viejo Toyota lleno de botellas vacías de Gatorade y periódicos. El muchacho se llamaba Kevin y aquella señora era su abuela. Venían de ver a la madre de Kevin, que estaba ingresada por un tumor en los ovarios.
—¿Y usted?
—¿Yo?… Ah… un viejo amigo. Se rompió la espalda en un accidente. Lo han sepultado en yeso, pero por lo demás está bastante bien.
La abuela preguntó por lo que había dicho y Kevin le repitió mi respuesta en voz alta. Esa fue más o menos la tónica del resto del viaje. Kevin preguntaba algo, yo respondía y Kevin repetía mi respuesta para su abuela, que casi siempre parecía muy contenta de escuchar todo aquello. En la radio iba sonando un éxito de los Frames: Revelate.
«Todo lo que necesito es una revelación».
El Andy’s apareció después de una curva. A lo lejos, todavía suficientemente lejos, el frente tormentoso había adquirido la silueta de un titánico fantasma. Una larga y oscura capa que se extendía allá donde pusiera uno la vista. Pensé que todavía faltaría una hora hasta que aquello llegase a la costa.
Kevin se desvió hacia la gasolinera para apearme.
—Le llevaría a su casa, pero tenemos algo de prisa —se disculpó el muchacho.
Le respondí que no se preocupara, que llegaría allí antes de que se pusiera a llover. En realidad solo había diez minutos de camino hasta el pueblo, y allí pensaba encontrarme con Judie y los niños en la pensión. Me despedí dándole las gracias primero a él y después, en voz alta, a su abuela. Después el Toyota volvió a la carretera y se perdió tras la primera curva.
El Andy’s contaba con una cafetería de carretera, uno de esos sitios donde nunca deberías comerte un sándwich o tomarte un café si no quieres que te duela la tripa el resto del viaje. Yo me había saltado la cena y mis tripas habían empezado a crujir y pensé, por un instante, en pasar por allí para comprar una barrita de chocolate, pero decidí que sería mejor llegar donde Judie y los niños primero.
Estaba mirando hacia la cafetería, cuando me fijé en que había un par de coches aparcados allí. Furgonetas.
«Vamos, Pete, cruza la maldita carretera y vete a buscar a los niños y Judie».
Viajeros, seguramente. Había mucha gente recorriendo el norte del país en verano. De camping en camping. A veces las distancias eran largas y había que pararse a descansar.
Uno de ellos era un monovolumen blanco, pero el que estaba justo al lado, era…
… apenas podía ver algo más que su frontal, pero entonces distinguí algo que me hizo quedarme parado junto a la carretera…
Era el inconfundible logo de la General Motors Company.
«Una de esas que tienen una puerta corredera. Cuando tenía diecisiete años soñaba con comprarme una, meter la tabla de surf y recorrer el sur de Francia de playa en playa».
Color cereza. Llantas cromadas.
No podía ser otra. La furgoneta de mis peores pesadillas.