5

Se lo dije a Judie aquella noche, cuando vino, después de que la llamara, despertándola en medio de la noche: «Esta vez no me habléis de ningún sueño lúcido. No ha sido ningún sueño».

Tardó veinte minutos en ponerse unos vaqueros y cruzar el humedal con su viejo Vauxhall. Su llegada se pareció a la llegada de un médico, o de un ángel aparecido. Jip todavía estaba temblando y Beatrice estaba sentada sobre su cama, tragándose las lágrimas.

Pero insistí en ello: «No ha sido ningún sueño».

De acuerdo, todo lo demás había desaparecido. Para empezar, mi propia letra, escrita en la libreta que ella me había dado. «Siento miedo y mi miedo es real», recordaba aquella frase.

—Pero ¿estás seguro, Pete?

—Como que estoy aquí, Judie. Tu libreta costó siete euros cincuenta y ese precio aparecía en mi sueño. Todo. Igual.

Y por supuesto tampoco había nadie ahí fuera, ni siquiera huellas de otro coche que no fuera el mío o el de Judie. Saqué una linterna del garaje, encendí las luces del jardín (por supuesto, también estaban apagadas) e hicimos una ronda nocturna alrededor de la casa, con Jip y Beatrice a nuestro lado, cubiertos con dos mantas. No se querían despegar de nosotros ni por asomo. Estaban aterrorizados y no les culpaba por ello.

Para empezar, la valla estaba en perfecto estado. Blanca y erguida, ni un rasguño. Les expliqué que en mi «pesadilla» la valla estaba rota, sus astas partidas y arrancadas del suelo. Yo la tocaba, hundía mis dedos en la tierra. Y ahora, en cambio, estaba firme como un árbol de cien años.

Después estaba el asunto de la tormenta. Judie me dijo que no había caído una gota de agua en toda la noche, pero solo hacía falta mirar la tierra para comprobarlo. El camino estaba seco.

—Pero yo —dije llevándome las manos al cabello, que también estaba seco—, yo caminé bajo la lluvia. De eso estoy seguro. Me puse estas botas y anduve durante cinco minutos hasta que me encontré con el coche y…

Le mostré los rastros de arena en mi impermeable, en las botas, en el pijama. Le mostré los rasguños que me había hecho mientras caía por la colina. Le expliqué en qué parte del pecho me había golpeado. Le dije que, si cogíamos esa linterna y andábamos camino arriba, seguramente encontraríamos mis huellas en alguna parte.

—Todo eso es verdad, Pete —dijo mientras hacía un gesto hacia mis dos pequeños—. Pero ¿de qué serviría?

Era ya de madrugada cuando los niños lograron dormirse. Judie les contó tres cuentos seguidos, de principio a fin, sin que sus ojos hicieran el más mínimo amago de cerrarse. Después cantó una vieja balada irlandesa y su voz llenó la casa de calor y seguridad. Alejó los fantasmas. Limpió el aire. El recuerdo de papá enloquecido, corriendo con un atizador en la mano se fue desvaneciendo y oí su respiración, cada vez más lenta, sus bocas medio abiertas, mirando a Judie desde sus mantas, hasta que sus párpados dejaban de resistir y caían completamente.

«Papá ha tenido una pesadilla. Siente mucho haberos asustado. Ahora dormid. Dormid. Mañana será un bello día».

Regresó a mi habitación cuando se hubieron dormido. A mí me dolían la cabeza y el corazón. Tomé pastillas para una cosa y whisky para la otra. Después me tumbé en la cama. Judie se sentó en el borde, a mi lado. Noté que evitaba echarse a mi lado, por muy cansada que estuviera. Afuera comenzaba a amanecer.

—Si Clem estuviera en Ámsterdam los mandaría de vuelta mañana —dije—. Allí tienen un padre que es imbécil, pero por lo menos no está loco.

—Pete… tú no estás loco. —Judie me «robó» sutilmente el vaso de whisky y lo dejó en la mesilla. Después hundió sus dedos en mi cabello y comenzó a acariciarlo—. Te pasa algo, pero no estás loco.

—¿Y qué me pasa entonces? ¿Y si en la siguiente visión los confundo con uno de esos asesinos y les rompo el cráneo con un atizador?

Aquella frase sonó terriblemente plausible. Vi reaccionar a Judie, pero se resistió a asustarme.

—No sabes si habrá una siguiente vez.

—Eso es lo que «queremos pensar», Judie. Eso son las «buenas noticias» por las que rezamos. Pero esta noche he asustado a mis hijos. Los he sacado de la cama y les he gritado que se escondieran. Y solo ha pasado eso. ¿Qué ocurrirá la siguiente vez? No estoy dispuesto a poner a mis hijos en la apuesta, ni a ti tampoco. Ahora quiero que seas completamente sincera conmigo. ¿Es posible que sufra de esquizofrenia?

La pregunta le arrancó una pequeña carcajada.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—De internet. Del doctor Google. Leí que los esquizofrénicos también alucinan.

Judie me pidió un cigarrillo. El paquete estaba sobre la mesilla de noche, se lo alcancé y Judie se encendió uno. Lanzó dos flechas de humo por la nariz.

—Mira, hay enfermedades mentales, como la esquizofrenia, en las que un individuo «oye o ve» cosas que no están ahí. Pero hay una cantidad de otros síntomas y comportamientos asociados a esta enfermedad que tú no demuestras, ¿vale? Tus «visiones» son muy organizadas, por ejemplo, y siempre eres capaz de darte cuenta de cuándo empiezan y cuándo han terminado.

—¿Y eso me diferencia de un esquizofrénico?

—Eso te diferencia de la gran mayoría de casos de esquizofrenia o trastorno delirante que se conocen, aunque no puedo asegurarte que existan otros casos como el tuyo. En mi opinión te está sucediendo algo único, algo que la medicina actual no es capaz de «etiquetar» fácilmente. ¿De dónde salen esos tres personajes tan bien definidos, pero que no habías visto nunca? ¿Esa imagen repetitiva de la valla rota? Si tuviera que apostar dinero en esto, diría que Jung o Freud tienen más posibilidades de ayudarte que una lobotomía.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué todo esto es como un sueño y que hay un mensaje detrás?

—Es solo intuición —respondió Judie—. Pero ¿por qué no? Todo indica que realmente «vives» dentro de esas visiones. Te mueves, caminas, incluso saltas colina abajo cuando crees que algo te va a atacar. Es como si estuvieras viviendo tu sueño despierto. Como si llevases unas gafas de realidad virtual puestas. Pero eso no cambia la función de ese sueño, ni tampoco la pregunta principal que has de hacerte: ¿por qué lo estás soñando?

—Por qué lo estoy soñando —repetí con los ojos cerrados—. ¿Por qué? Es como una amenaza. Algo que estuviera a punto de caer sobre nosotros. Como si fuera una historia que se va uniendo a piezas. La primera vez era Marie. Estaba asustada. Algo le había sucedido. Después en Dublín, la imagen de los muertos…

—¿Dublín? —preguntó Judie.

Me di cuenta de que no le había contado mi visión del periódico a nadie.

—Esa noche que dormí en casa de mi padre, tuve otra… pesadilla. Creí ver un periódico en la mesa del comedor. Hablaba de una masacre, en Clenhburran. Una familia masacrada. Después encendí la luz y todo volvió a ser normal. Como esta noche. Como todas las noches. Después me olvidé.

—¿Hay algo más que creas importante?

—No lo sé. No recuerdo nada más. La valla siempre está rota. Eso tiene sentido porque el sueño siempre sucede en la misma noche. Y hoy, esta noche, me ha parecido que los asesinos buscaban a alguien en la casa. Iban a por una mujer.

Judie acabó su cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero. Después se quedó en silencio, pensando durante un largo minuto.

—¿Crees que estoy loco, Judie? Porque ahora mismo eres una de las pocas personas en este mundo en las que confío. Últimamente todo… todo es tan extraño. Veo cosas donde no las hay. He llegado desconfiar de Leo, de Marie… incluso de ti.

—¿De mí?

—Pero soy un estúpido, no te preocupes.

—No —dijo Judie, muy seria de pronto—, quiero saberlo. ¿Por qué?

—Tú… también has aparecido en una de mis pesadillas. Era algo horrible, horrible como todo lo demás. Y después, me pareció que reaccionabas de una forma extraña cuando encontraste el nombre de Kauffman escrito en aquel papel de mi botiquín…, dime que me equivoco, por favor. Dime que solo tengo una tremenda paranoia encima.

Noté sus ojos, negros en la oscuridad, mirándome fijamente.

—¿Qué era lo que aparecía en tus pesadillas, Pete?

Le di una larga calada al cigarro.

—¿Quieres saberlo? Es algo terrible.

—Quiero saberlo.

Apuré el whisky que tenía en el vaso. Los hielos juguetearon en mis labios mientras finiquitaba el trago.

—Estabas atada. Atada y asustada. Alguien venía a por ti, quería hacerte daño y me suplicabas ayuda. Decías que «iba a matarte». Pero esto quizás es solo un reflejo de la realidad. Hay muchas noches que tú… bueno, que tienes esas pesadillas. Supongo que lo he interiorizado, como todo lo demás.

—Atada —dijo Judie. Y noté que sus labios habían comenzado a temblar—. ¿Aparecía alguien más?

—Sí… —respondí, sin acabar de entender por qué Judie encontraba tan increíble mi sueño.

—¿Un hombre? —Y al decir esto, definitivamente, la noté asustada.

—No. Mi madre —respondí—, diciéndome que me marchara de esta casa.

Judie se llevó una mano al rostro. No sé si estaba llorando, pero su respiración estaba alterada. Me recliné. Repentinamente se habían cambiado los papeles, ahora ella era la paciente y yo el doctor.

—¿Judie? ¿Estás bien?

—Sí, Pete, bueno… un poco impresionada.

—¿He dicho algo que…?

—No, es mejor que lo dejemos así. No es el momento.

La tomé por los hombros. La poca luz del amanecer que se colaba por la casa iluminó su rostro. Vi a una Judie diferente. Pálida. Aterrorizada.

Intenté atraerla hacia mí para abrazarla, pero ella se apartó.

—Mira, creo que es mejor que duerma abajo, en el sofá. Y tú intenta dormir también. Mañana será otro día.

—Pero, Judie.

—Ahora no, Pete. Dame tiempo, ¿vale?

Salió de la habitación y la oí resollar por el pasillo. Definitivamente había tocado algo, una tecla, en su interior. Estuve a punto de levantarme y seguirla, pero la conocía y sabía que no arreglaría nada esa noche.

El sol había salido ya por el horizonte cuando logré dormirme. Pero antes de eso tomé dos decisiones: la primera fue que iría ver a ese doctor Kauffman, a intentar curarme por todos los medios. Y lo haría inmediatamente. Quería acabar con aquello de una vez por todas. Recuperar mi vida.

La segunda decisión tenía que ver con Leo y Marie. Si algo tenía claro a esas alturas de la película, es que todo esto tenía una relación con ellos. Todavía no sabía cuál, y eso era precisamente lo que tenía que desvelar.