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Una última cosa. Y la ocasión era perfecta aquella noche. Los niños estarían con Judie, a salvo en la pensión. No habría peligro para nadie excepto quizá para mí. La casa me estaba llamando… me había enviado una señal clara y concisa, y debía acudir, solo, esa noche, a descubrir un último secreto. Todo esto lo sabía, igual que supe que no debería haber salido de casa aquella noche de tormenta, unos meses atrás. Igual que mi abuela supo que el tío Vinnie no debía coger el autobús del colegio. Igual que supe que mi madre no duraría un año, la última vez que la vi vestida con ropa de calle, atravesando las puertas de aquel hospital.

Tras la película, la fiesta se había trasladado al Fagan’s, donde todo el mundo insistía en pagarme una pinta. Acepté con diplomacia, una detrás de la otra, mientras los niños bebían refrescos con sus nuevos amigos sentados en los barriles de la parte trasera del pub, haciendo bromas y contándose historias. Beatrice sacaba pecho con eso de tener un padre importante, y dos amigas suyas (las inglesas) vinieron tímidamente a pedirme un autógrafo. «Beatrice nos ha dicho que no le importaría…».

Leo y Marie aparecieron por allí también. Yo estaba flanqueado por las mujeres de la organización, Donovan y su cuadrilla, e incluso Teresa Malone (bien pegada a mi derecha, toda ella), pero aun así logré hacerme un hueco y alcanzar a Leo a través del gentío. Él me lanzó una de sus sonrisas, que conseguían arrugarle casi toda la cara, y me palmeó el costado.

—Has estado soberbio, Peter. Hiciste que nos temblaran las rodillas a todos.

—Gracias, Leo, de verdad. Oye… —bajé un poco el tono para evitar que nadie oyera aquello—, creo que te debo una disculpa.

El gran Leo Kogan me dio un suave cachete y sonrió.

—Olvídalo, Pete. Yo ya lo he hecho.

—Pero…

—Sin peros, lo digo en serio. Cometiste un pequeño error, quizá ni siquiera eso. Sé que tienes buen fondo. Eso me vale más que un pequeño acto de indiscreción. Por mí, asunto olvidado.

—Vale. Al menos me aceptarás una cerveza.

—En eso estaba pensando, que llevamos unas cuantas semanas sin sentarnos en tu terraza a ver el atardecer con unas buenas cervezas belgas y a arreglar el mundo. Y además esa valla necesitará una segunda mano de pintura muy pronto…

Mi sonrisa decayó un poco al oír mencionar la valla, y estuve muy a punto de contarle a Leo lo que había ocurrido esa tarde, pero volví a negarme esa posibilidad. «No la vuelvas a joder. No saques el tema», pensé. Y después le prometí que iría a Derry esa misma semana y compraría unas cuantas Tripel Karmeliet que había visto a buen precio. Y nos las beberíamos mirando el sol, arreglando el mundo entre amigos, como debe ser.

Cruzamos un par de palabras más y Leo y Marie se despidieron. Los niños también estaban molidos y a eso de las once le dije a Judie que ya nos queríamos ir. Ella todavía tenía que encargarse de unas cosas, así que me dio las llaves de la pensión y me dijo que nos instaláramos tranquilamente. «Dormiré en la oficina para no molestaros».

Acosté a los niños. Hablamos un poco de su viaje en bote y de cómo a Jip se le había subido un cangrejo en la rodilla. Beatrice por su parte parecía muy obnubilada con Seamus, el chico que había navegado con el bote por la laguna. Contó cómo le había enseñado a lanzarse de cabeza desde la borda de la embarcación. Traté de recordar su aspecto y me pareció algo mayor para Beatrice, pero bueno, supongo que era bastante más atractivo que los O’Rourke, y además los chicos mayores siempre tienen más magnetismo. Supuse que estaba a punto de ver nacer un amor de verano, cien por cien made in Donegal.

Al cabo de un rato se quedaron profundamente dormidos y yo permanecí quieto, mirando el somier de la litera que había sobre mí, pensando en si debería dormirme y olvidarme de todo aquello.

Judie llegó a las doce y media. Oí la puerta de la pensión abrirse y volverse a cerrar, y sus pasos a través de la tienda. Tal y como nos había dicho, se quedó a dormir en la oficina. Eso lo facilitaría todo bastante.

Mi reloj marcaba las dos y media de la madrugada cuando decidí que era hora de actuar. La pensión estaba en silencio. Los niños dormían en las literas. Su respiración tranquila y sus pequeños cuerpos bajo las mantas me llenaron de ternura. Me despedí de ellos con un delicado beso.

Me vestí en el cuarto de baño y bajé las escaleras tratando de no hacer ruido. Desde la trastienda sería difícil que Judie me oyera abrir la puerta y salir a la calle.

El pueblo dormía en silencio después de la gran noche. La calle entera era un oscuro retrato de la medianoche. Contraventanas echadas, gatos en los tejados y el lejano sonido del televisor de algún insomne.

El Volvo estaba aparcado cerca del puerto. Lo arranqué como se arranca una astilla. Rápidamente. Sin dudarlo. Alguien oiría el motor desde su cama. Puede que incluso algún vecino mirase por la ventana para curiosear un poco. Conduje despacio por la calle principal hasta dejar atrás las últimas casas de Main Street. A una milla de allí giré por el estrecho camino que se dirigía a la playa.

La noche era aún más oscura en aquella gran planicie apagada. El cielo era claro. Las estrellas brillaban como botones de plata en aquel inmenso vacío. En la tierra, la negra turba parecía una manta arrugada sobre la tierra. Las luces de mi coche alumbraban árboles secos y pájaros nocturnos. Y de vez en cuando me alertaban de una curva demasiado cerrada e imprevista. Pero, por suerte, aquella noche iba despacio.

Lentamente fui avistando el horizonte. El brazo dorado de un faro rastreaba la vasta profundidad del océano al oeste.

Llegué al Diente de Bill poco después. Mis luces iluminaron el viejo olmo mutilado por el rayo. Giré el volante a la izquierda y comencé a descender la cuesta. La casa me recibió dormida, a oscuras. A medida que fui acercándome, los faros fueron iluminando la valla. No sé qué hubiera sido mejor: si encontrarla entera, de una pieza, y darme cuenta de que mi cerebro seguía jugando conmigo o… rota. Tal y como estaba. Destrozada sobre la tierra.

La valla seguía rota. No había sido ninguna visión.

Aparqué el coche a un par de metros de ella, iluminándola con las luz de los faros. En la oscuridad de la noche, aquello era exactamente igual que en mis visiones. NADA era demasiado diferente en aquel momento. Excepto quizá que no había una tormenta estallando sobre mi cabeza.

Salí del coche. Cerré la puerta tras de mí y me quedé plantado frente a la casa. Allí estaba. En el cruce de caminos a medianoche. Había dibujado el pentagrama. Había encendido las velas y estaba listo para decir el nombre de Verónica tres veces ante del espejo. La tabla de güija bendecida. La vela de los muertos elevando su llama en el centro de la habitación.

«¡Vamos! ¡Empieza ya! ¡Apareced ahora!».

La brisa respondió al conjuro. La hierba danzaba en el jardín y se oía un grillo rasgando su guitarra en algún lugar. Pero nada aparte de eso.

Esperé allí durante al menos treinta minutos, dando vueltas al coche y fumando antes de empezar a desesperar. Quizá debía hacer algo más que quedarme quieto. Las visiones siempre habían empezado cuando yo estaba en la casa. «De acuerdo, entonces —pensé—, entremos en la casa».

Abrí la puerta con el sigilo de un intruso. Todo estaba tal y como lo había dejado al salir esa misma tarde, con las prisas del concierto. La caja de componentes eléctricos ocupaba el suelo en el salón, rodeada de cables y otras piezas desperdigadas por la alfombra.

Me senté en el sofá. Afuera, las olas del mar eran el único sonido. Otro cigarrillo. Miré las revistas que había sobre la mesa, estuve incluso tentado de encender la televisión. Aquello era estúpido.

Comencé a pensar que me había equivocado. Había llegado a pensar que tenía el poder de invocar aquello, de hacerlo funcionar cuando yo quisiera. ¿De dónde había sacado semejante idea?

Me levanté. Fui a la cocina y me serví un vaso de agua. Después subí a la primera planta y entré en todas las habitaciones. El cuarto de los niños tenía las camas revueltas y ropas y libros alegremente esparcidos por el suelo. Lo recogí todo. Al menos la visita no sería completamente en balde.

Después me dirigí a mi dormitorio. La cama también estaba deshecha. Me tumbé en el colchón y me quité los zapatos. Doblé la almohada un par de veces hasta poder recostarme sobre ella. Cogí el cenicero de la mesilla y me lo coloqué en el vientre. Un nuevo cigarrillo. Ahora solo me quedaban tres. Lo encendí y lancé una larga bocanada de humo al espacio vacío de la habitación.

«Mejor te largas de aquí, Pete Harper, y dejas de hacer el idiota. No va a venir nadie esta noche. Ninguna Marie en camisón. Ninguna furgoneta cargada de asesinos. Mejor te largas con tus hijos, y con Judie, y te olvidas de esta historia para siempre jamás. Mañana será otro día y quién sabe: quizás esas visiones ya no vuelvan nunca más».

Cerré los ojos y pensé en Judie, una noche de hacía un par de meses, mientras lo hacíamos en aquella misma cama. Gimiendo sobre mí, sin reparos. Nadie podía oírnos en aquella casa en la playa y eso le gustaba. Le gustaba poder elevar la voz al alcanzar el clímax. Gritar a los cuatro vientos.

Otra calada al cigarrillo.

«Me gustaría que ella estuviera aquí ahora».

Entonces lo noté. El pulso. Creciendo dentro de mi cabeza. Empezó como siempre empezaba, como suaves latidos en mis sienes, una especie de aleteo de mis venas, y fue creciendo, ocupando más espacio en mi cráneo, hacia dentro, como un par de auriculares que comenzaran a apretar más y más en mis oídos.

Abrí los ojos. Apagué la colilla en el cenicero. Estaba a punto de ocurrir.

En muy pocos segundos, el latido se convirtió en ese dolor supremo que había sentido las otras veces, ese largo clavo que entraba por mi oído y atravesaba la blanda carne de mi cerebro de lado a lado. Me eché las manos a los oídos y aullé de dolor, como si un dentista invisible estuviera perforándome una muela negra por la caries. Me revolví en la cama hasta rodar fuera de ella y terminar en el suelo, junto con el cenicero, las colillas y un montón de ceniza. Y en el preciso instante en que abría la boca para gritar, el clavo salió de un golpe. La muela fue arrancada. El dolor se disolvió en el aire. Y me quedé tirado en el suelo de mi habitación, jadeando.

Oí un portazo que venía del jardín. Alguien había cerrado la puerta de un coche.

Afuera había comenzado a soplar el viento. La lluvia golpeaba en el tejado.

«Abracadabra. Funcionó».

Más silencio. Tumbado en el suelo de la habitación, con las orejas bien abiertas y sin hacer el más mínimo ruido.

Oí el ruido de un motor. Voces. Estaban allí. Otra vez. Frente a la casa.

Era magia. Y yo la dominaba. Estuve a punto de romper a reír histéricamente por mi éxito, tuve que contenerme, apretar la boca. Ahora lo importante era el siguiente paso.

Me arrastré por la moqueta de la habitación hasta la ventana. Tenía un par de viejas cortinas amarillentas que nunca me habían gustado mucho, pero aquella noche agradecí no haberlas tirado nunca a la basura. Lentamente, pegado a la pared como un reptil, fui incorporándome hasta asomar mi cabeza por la ventana… et voilà! Allí estaban mis viejos amigos. Todos reunidos de nuevo.

Abajo, frente a la valla, aparcada junto a mi Volvo, estaba esa furgoneta GMC California color cereza, con llantas cromadas, encendida como una nave espacial. Sus cuatro faros delanteros y los dos antiniebla, iluminando el frontal de la casa como si fuera el escenario del especial de medianoche.

Y aquí, en ese escenario, ocurría un nuevo capítulo de la obra. Algo que nunca había visto antes pero que, en cierta manera, ya me había imaginado. El gordo y la copia maléfica de John Lennon arrastraban a una mujer en dirección a su furgoneta. Esta mujer estaba desmayada o muerta, sus pies descalzos se arrastraban por el suelo torcidos hacia dentro. Los brazos eran las asas con las que los dos hombres la arrastraban. Su cabeza estaba hundida hacia abajo y vestía el mismo camisón con el que yo la había visto la primera vez. Se trataba de Marie. Los hombres la sentaron en el borde de la furgoneta y encendieron una luz interior.

Pude ver entonces que seguía viva, pero estaba fuera de sí. Se tambaleaba como si estuviera drogada y no dejaba de decirles cosas a los hombres. Suplicaba, lloraba.

La otra mujer apareció entonces desde uno de los laterales de la casa. No podía distinguirle bien la cara, tan solo el pelo castaño recogido en una coleta. Su delgada y estilizada figura completamente cubierta de negro se dirigió con decisión hasta la furgoneta y se plantó frente a Marie. La cogió del pelo y lo estiró cruelmente hasta hacerle levantar la cabeza. Le propinó dos bofetadas. Después le gritó algo que no pude oír, y volvió a arrearle dos fuertes golpes en la cabeza.

—Maldita hija de la gran puta —susurré.

Era el momento de dejar de mirar como un cobarde y hacer lo que había ido a hacer allí. Era el dueño de aquello, debía recordármelo una y otra vez. «Soy el dueño de esta visión».

Pero mi cuerpo pesaba, el suelo era duro y me costaba respirar ese aire que había por todas partes. Tenía miedo. Un miedo auténtico.

Dejé la ventana. Volví a reptar al suelo y me deslicé hasta estar fuera de la habitación. Una vez allí me puse en pie. Sabía (y esa era una de las ventajas de ser un viejo amigo de esta locura) que el grupo de asaltantes se reducía a tres personas y que los tres estaban fuera. Así que me apresuré, con cuidado, escaleras abajo, dispuesto a hacer algo; todavía no sabía muy bien el qué.

En el salón las cosas habían cambiado también. La caja de cables ya no estaba en el suelo. La puerta del mirador estaba abierta de par en par y a través de ella entraba la tormenta. Las cortinas volaban como las faldas de un fantasma y el suelo y el televisor estaban impregnados por el agua de la lluvia. La mesa estaba tumbada y las revistas esparcidas por el suelo. En el sofá todos los cojines estaban revueltos.

En el aire flotaba un aroma familiar. Lo reconocí al instante, porque me recordó a las furiosas y pirotécnicas Nocheviejas en Ámsterdam: era el olor de la pólvora.

Oí el ruido de unas puertas cerrándose ahí fuera. No les dejaría escapar. Corrí hasta la chimenea y cogí el atizador.

«Me van a pegar un tiro y moriré, pero esto es un sueño, ¿no? ¿Puedes morir en tus sueños?».

Salí corriendo hacia el recibidor, gritando como un verdadero poseso, blandiendo el atizador como una espada artúrica: «¡HIJOS DE PUUUTAAAA!».

Estaban en ese momento subiendo a la furgoneta y cerrando las puertas. No debieron verme, ni oír mi grito de guerra. Salté por encima de las escaleras de piedra y los farolillos del jardín, tratando de alcanzarles. La puerta lateral se cerró de un golpe y la furgoneta arrancó, maniobró violentamente hasta chocar contra el lateral de mi coche, y salió de allí creando una gran nube de polvo y arena enrojecida por sus faros traseros.

—¡PARAD! —grité con todas mis fuerzas. Pero la furgoneta siguió su camino colina arriba.

«No, esto no acaba aquí, vamos a llegar hasta el final. Hasta las últimas consecuencias. Sabes adónde se la han llevado. A su casa. Y allí también estará Leo, vivo o muerto. Coge tu maldito coche e intenta seguirlos».

Corrí hasta el coche e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. El coche estaba cerrado aunque yo estaba seguro de haberlo dejado abierto. Claro, pero «eso no había ocurrido hoy», me dije. Las llaves debían estar en el leprechaun.

Regresé a la casa a toda velocidad. Miré en el llavero pero estaba vacío. ¿Por qué? Fui al salón, donde parecía haber ocurrido una pelea. El olor a pólvora era más intenso por allí, y aún más —me percaté— a medida que me acercaba a la puerta de la cocina. ¿Qué había pasado allí? Las luces estaban apagadas, pero el resplandor de los electrodomésticos fue suficiente para distinguir tres personas sentadas a la mesa. Quietas en la oscuridad.

Un hombre y dos niños. De trece y ocho años aproximadamente.

Permanecí quieto en el vano de la puerta, incapaz de dar un paso adelante o atrás, congelado. El ruido del atizador chocando contra los azulejos del suelo sonó a millas de distancia de mi cabeza.

Abrí la boca para decir algo. Para preguntar algo a esas tres figuras que reposaban quietas en la penumbra. Pero no llegué a articular palabra. Y ¿de qué hubiera servido en cualquier caso?

Jip tenía los ojos abiertos. Miraba hacia delante con gesto relajado. Tenía los brazos apoyados en la mesa, sus dos muñecas unidas con un trozo de cinta aislante. Le habían disparado en un lado de la frente, en diagonal. El agujero resultaba gigantesco en su pequeña cabecita. Un verdadero cráter por el que apenas salía sangre. En cambio, por detrás podía verse que su cráneo se había abierto como una caja de sorpresas y que había cosas colgando y derramándose sobre la silla.

Beatrice ya no era Beatrice. Estaba apoyada hacia atrás y ya no tenía rostro. No sabría distinguir su boca de sus ojos. Era una confusión de formas destrozadas. Sus manos también estaban unidas por esa cinta aislante. Sus piernas cruzadas de una forma absurda.

Y finalmente vi al hombre que no podía ser otro que yo mismo. Por imposible que aquello pudiera ser, estaba frente a frente con mi propio cadáver.

El cuerpo se había quedado cargado hacia delante, apoyado sobre el borde la mesa. Tenía la boca semiabierta, como si hubiera querido decir algo justo en el instante en que le disparaban en uno de sus ojos. Como si hubiera insultado a esa bala que estaba a punto de atravesarle el cráneo.

Alguien gritaba, aullaba de dolor dentro de mi cabeza, pero mi boca estaba cerrada a cal y canto. Me acerqué a la mesa y le cerré los ojos a Jip. Sus fríos párpados cedieron a mi presión como las alas de una mariposa. La poca cordura que me quedaba en esos momentos me hizo derramar una lágrima solitaria.

Después evité mirar otra vez a Beatrice. Su cabeza era como un barranco. Era demasiado horrible. Pensé que quizá podría ponerle una bolsa de plástico. No quería que nadie la viera así.

Me miré a mí mismo. Al ojo que todavía tenía abierto y que miraba hacia delante, como si todavía estuviese vivo. Y según lo hacía sentí que me deslizaba hacia abajo. Que me hundía en una larga y profunda madriguera de conejo.

«¡Está aquí! Pete, Pete. ¡Dios mío!».

«¿Está…?».

«No… todavía respira. ¡Rápido, ayúdeme a subirlo al coche!».

Sirenas. Sirenas. Sirenas.

«Lo siento, Clem. Lo siento tanto. Nuestros hijos. ¡Nuestros hijos!».

«Tranquilo, Pete».

«Delira. Pobre muchacho».

«Es mejor que se vuelva a dormir. ¿Hace falta tanto ruido?».

Sirenas. Sirenas. Sirenas.

Eran policías. Los policías que custodiaban aquellos cadáveres en el periódico de papá. De pronto me vi rodeado de ellos. Rostros desconocidos que me observaban inexpresivamente. Me estaban llevando a alguna parte y yo solo quería ver a mis hijos, pero ellos me decían: «Sus hijos están bien, Peter», y me cogían de un brazo, del otro. ¿Por qué me decían eso de Jip y Beatrice cuando «sabíamos» que no era cierto? En determinado momento me harté de aquellas manos, quise ir hacia atrás, volver a la casa. Quería estar con mis pequeños. Pero las manos me sujetaron con más fuerza, no querían dejarme ir. Y yo me rebelé. Moví uno de mis brazos con fuerza, hacia arriba, y noté que había tocado hueso. Alguien gritó y entonces noté aquel enjambre estrecharse sobre mí. Y yo reaccioné otra vez, golpeé aquí, allá. «¡Malditas avispas, dejadme en paz!», y peleé con todas mis fuerzas, quería aplastarlos a todos y salir corriendo de allí. Pero entonces alguien me cogió del cuello y apretó mi garganta hasta que ni siquiera pude respirar. Y en ese instante una de las avispas se posó sobre mi brazo y clavó su aguijón en mí. Y volví a mi oscura madriguera.