5
La resaca de la tormenta duró un par de días, y después comenzó a hacer un tiempo tan estupendo que muchos pensaron que se había adelantado el verano.
Pasé un par de días enfermo en casa, el cuerpo me dolía y sentía todos los músculos cansados, como si alguien me hubiera dado una tremenda paliza. Y además estaba ese dolor de cabeza. Tomaba las pastillas ordenadamente, mantenía la habitación a oscuras (la luz todavía me molestaba un poco en los ojos) y escuchaba durante horas música clásica que jamás había llegado a explorar en mi iPod.
Por la noche bajaba al piano y lo tocaba, y digo tocaba en el sentido más literal de la palabra: lo rozaba, lo palpaba, lo acariciaba, como si se tratase de una lámpara mágica a la que había que frotar para que surgiese de ella un genio amigable: «Buenas tardes, Peter, te concedo tres deseos. ¿Cuáles?».
«Solamente necesito uno: volver a escuchar las melodías en mi cabeza».
Mientras me duchaba, mientras daba un paseo o leía un libro. Tararearlas un buen rato, por miedo a perderlas, y llegar a casa con el tiempo justo de escribirlas sobre un pentagrama. Cuántas veces fue así. Cuántas buenas cosas salieron de la nada, de esa fuente mágica que parecía inagotable. Y ahora mírame: leyendo tratados de composición, intentando componer por plagio. Estoy fuera del círculo mágico. Ahora soy otro más de los mediocres, de los miles y miles de mediocres que pasan media vida para llegar solo a componer algo pasable. Se acabó el polvo de estrellas. Se acabó y nunca volverá. Una vez, durante una fiesta en la casa de verano de un magnate de la televisión británica conocí en persona a uno de esos compositores de «un solo hit», un tipo que había hecho una pequeña fortuna con un solo disco a mediados de los noventa, y prácticamente se la había bebido y esnifado en tres años. Ahora trabajaba para aquel magnate poniendo copas. No es ninguna broma. Poniendo copas y hablando con un loro. El bufón personal de un millonario. Por lo menos tenía un trabajo. Hay gente que termina mucho peor. ¿Yo?
La mañana del cuarto día después del accidente me desperté sin apenas dolor, tan solo un remoto pulso en el fondo de mi cabeza. Me encontraba bien por lo demás, con energía, y decidí que podría aprovechar el buen tiempo para hacer un poco de bricolaje. Me puse unos vaqueros gastados, una camisa de leñador y unas botas Timberland. El pelo recogido en una coleta, unas Ray-Ban. Cualquiera hubiera dicho que Neil Young vivía en una playa de Irlanda. Bebí una taza de Barry’s Tea escuchando a los Kinks en Radio Costa cantar sobre lo jodido que era ser un «Héroe del Celuloide» y después cogí el coche y me fui al pueblo. Pensaba en comprar lija, brochas y pintura para restaurar la valla del jardín, bastante estropeada después de un invierno largo e inclemente. Esa maldita valla; si hubiera sabido todo lo que iba a pasar a partir de entonces, la hubiera arrancado de cuajo esa misma tarde.
Tal y como Leo había predicho, la historia de mi accidente con el rayo se había extendido como la pólvora en Clenhburran. En el almacén de John Durran me topé con medio pueblo y todo el mundo preguntó por mi salud. «¡Ha vuelto usted a nacer, señor Harper!», «¿Ha comprado su billete de lotería?», «¿Ha probado a meterse una bombilla en la boca?». Durran ni siquiera me dejó intentar meter la segadora en la parte trasera de mi Volvo. Llamó a su hijo Eoin, un muchacho pelirrojo y pecoso que siempre parecía estar en otra galaxia, y entre los dos la cargaron en el coche. «Debería usted tapar esa alcantarilla con algo, o volverá a tropezar con ella —me aconsejó—. Si quiere, Eoin puede pasarse un día y echarle un vistazo. Y recuerde lo que le dije del barniz. Dele hasta tres capas, o ese maldito salitre se lo comerá antes del final del verano».
Después me di un paseo por el pueblo. Lentamente comenzaban a verse caras nuevas. Clenhburran era una pequeña comunidad que no pasaba de las ciento cincuenta almas en invierno, pero llegaba a rondar las ochocientas en verano. El pueblo no era mucho más que un par de calles: High y Main Street, que descendía hasta desembocar en un pequeño puerto, donde un par de pesqueros todavía honraban la vieja profesión y desembarcaban algunas langostas frescas todas las mañanas. En invierno la mayoría se empaquetaba en corcho y se mandaba al mercado de Derry el mismo día, pero en verano, con la llegada de los turistas, solía haber cierto ambiente en la lonja del puerto, y desde allí se surtía a los restaurantes y hoteles de los alrededores. El resto de la economía en la zona se limitaba a la ganadería (producción de leche, queso y lana), el turismo y algún que otro negocio artesanal, como fábricas de abrigos y boinas de tweed.
Main Street comenzaba casi en las afueras del pueblo, en el cruce con la carretera regional, y allí se situaba uno de los puntos sociales (además de la ermita de Saint Michael) más importantes de aquella pequeña sociedad: el Andy’s, una mezcla de gasolinera, venta de pan recién hecho, restaurante de comida rápida, puesto de revistas y tabacos y café de autoservicio. Allí podías encontrar casi de todo. Combustible para estufas, abono para tierra, turba, baterías de coche, piezas para motores de lanchas, semillas de flores, bolsas de hielo, cerveza…
El resto de los pocos servicios de Clenhburran se distribuían por Main Street, sin ningún orden aparente. El almacén de Durran en lo alto, el Fagan’s, un restaurante chino y, finalmente, la tienda-pensión-centro social y cultural de la señora Houllihan.
Encontré a Judie reunida en su tienda con Marie y un grupo de mujeres de la organización de la noche de cine al aire libre de Clenhburran, que tendría lugar en julio. Discutían sobre cuál sería la mejor ubicación para la pantalla y el proyector.
El factor determinante era el tiempo. Había que tener un plan B por si se ponía a llover, cosa que era probable incluso en un verano tan bueno como el que todo el mundo anticipaba para ese año. El viejo almacén junto al puerto podría servir de refugio llegado el caso, pero eso obligaría a cambiar muchas cosas.
Laura O’Rourke también estaba por allí. Era la primera vez que la veía desde la noche del accidente. Hizo un relato bastante exagerado sobre cómo me habían encontrado, tirado en medio de la carretera «medio muerto», y cómo ella no había sido capaz de bajarse del coche. «Frank se arrodilló, le tomó el pulso y yo solo alcancé a rezar una oración por su alma, señor Harper», dijo, mientras me cogía la mano y sus ojos alumbraban unas lágrimas que no llegaron a derramarse. Después anunció que iba a pedirme un favor, en nombre de toda la organización del evento de cine al aire libre:
—Creo que usted es la persona idónea para dar el discurso de apertura, señor Harper. ¿Lo hará? Quizás incluso podría interpretar una pequeña pieza. ¡Oh, sí! Eso sería maravilloso.
Creí que Judie o Marie saldrían en mi ayuda, pero muy al contrario opinaron que era una idea fabulosa.
—Tal vez podrías acompañar un pequeño corto mudo con el piano —dijo Judie—, aunque no sé cómo podríamos llevar un piano hasta el puerto.
Yo asentí, como diciendo: «Hubiera sido bonito pero es muy complicado llevar mi Steinway hasta el puerto de Clenhburran».
—No hace falta que sea un piano «real», ¿verdad, Pete? —dijo Marie entonces—. Podría ser uno eléctrico. Con teclado contrapesado. Eso podríamos alquilarlo. Me parece una idea brillante, Judie.
Las mujeres aplaudieron al momento y yo no pude más que sonreír y asentir levemente con la cabeza, con la esperanza de que algo fuera mal y el plan terminara estropeándose (que no encontraran un piano, que fuese demasiado caro traerlo), aunque supe que, desde ese instante, ya no tendría escapatoria y que algo, discurso, tocata, alguna cosa, me iba a tocar hacer para la noche de cine al aire libre.
Le ofrecí a Marie llevarla de vuelta a Tremore Beach, pero me dijo que esperaría a Leo, que venía de hacer unos recados en Dungloe. Así que aproveché para pellizcarle a Judie en su bonito trasero y dejarle claro que Harper ya estaba recuperado y listo para un repaso cuando ella quisiera. Después me despedí de las damas del pueblo, cogí el coche y regresé a la playa con mi Volvo cargado hasta los topes. Abrí las ventanas y me llené las narices de ese rico olor a salitre y turba único en el mundo.
Mi casa se elevaba sobre un pequeño promontorio a los pies de la playa. Era una construcción bastante moderna (de los años setenta), a dos plantas, con un tejado de pizarra y una gran terraza de madera, construida en la misma duna, que conectaba con la playa a través de unas escaleras. Ese detalle, las escaleras, era algo que había imaginado desde niño (quizá por que lo vi en algún sitio), y cuando hablé con Imogen Fitzgerald, la agente de multipropiedad que me buscó aquel lugar, y me dijo: «… la casa tiene unas escaleras de madera que se hunden en la arena…» fue como si pulsaran un botón en mi cabeza. «¡Sí! Eso suena como lo que estoy buscando. ¿Cuándo podemos ir a verla?».
Fuimos por allí en octubre de 2009, un atardecer metálico, con grandes y extrañas nubes en el cielo. La casa resplandecía como un tesoro hallado en la arena. Su fachada blanca, rodeada de césped, y una coqueta valla de madera rodeando la propiedad. Frente a ella, el océano, una playa de dos millas, encorsetada en dos brazos de negros acantilados. Casi dije «Sí» sin haber entrado.
Decían que Tremore Beach estaba situada en la zona más ventosa de la península, y que por eso nadie construía allí. También había oído decir que la tierra era demasiado arenosa en esa área, y que todos los años cedía unos cuantos centímetros, lo cual explicaba las grietas en las paredes de mi casa, y que el pequeño cuarto de baño de la planta baja estuviera ligeramente inclinado.
Leo opinaba que sencillamente teníamos suerte. En los últimos años habían surgido cottages de veraneo como champiñones después de una tormenta, y aquel lugar era lo que uno se esperaba al imaginar Donegal: una larga playa vacía, dunas repletas de hierba, prados extensos y solo el viento con quien conversar.
—¿Crees que podría meter un piano ahí dentro?
Imogen, que en el fondo era una buena amiga, me alertó de todos los inconvenientes.
—Esto no es Ámsterdam o Dublín, Peter: hay poca o ninguna cobertura de teléfono, problemas con el suministro de agua y electricidad. La casa necesita toneladas de atención. El césped crece, la fosa séptica hay que mantenerla… además de la soledad. Estás a diez millas de un pueblo que a su vez está perdido en medio de la nada. Dependerás del coche para todo (te recomiendo que te compres una bicicleta por si las moscas), aunque creo que la siguiente casa está habitada todo el año; eso es una ventaja…
A todo eso había que añadirle que el alquiler era un buen pico (y estaba a punto de subir con la temporada alta), pero nada de eso me convenció en contra de la decisión. Aquella casa había aparecido en mi vida como un talismán, en el momento preciso, cuando más lo necesitaba. Todas las cargas e inconvenientes los acepté como un simpático reto. Dije que sí mientras estaba en aquel salón, mirando por aquel largo mirador y pensando que colocaría un Steinway & Sons allí mismo, frente a la ventana, y que en primavera y verano podría tocar con las ventanas abiertas, solo para un oyente: el mar.
—¿Estás seguro, Peter? Estarás allí solo, con tu piano, y habrá noches que no haya más que viento a tu alrededor.
Viento ensordecedor que no dejaría que se oyese la música, ni el teléfono, ni gritos de auxilio si algo llegara a ocurrir.
—Sí —dije al fin—, es justo lo que buscaba.
Almorcé una ensalada en la terraza, mientras leía el periódico y miraba el lento discurrir de un carguero muy a lo lejos. El mar estaba en calma aquella tarde. Un grupo de gaviotas habían tomado la playa, cerca de las rocas, y se dedicaban a explorar un reguero de algas negras que habían desembarcado esa mañana, quizás en busca de cangrejos u otras cosas de comer. Había un par de pequeñas cavidades en las rocas, plagadas de bichos, que sabía que le encantarían a Jip. Había una tan grande que incluso él mismo cabría de pie, sin tocar el techo. Una vez la había explorado superficialmente y parecía continuar durante unos metros, hasta convertirse en un estrecho pasadizo. Un escondite perfecto. «Para esconderse… ¿de qué?», me pregunté acto seguido.
Noté entonces mi dolor de cabeza, instalado como un peso en algún punto remoto en el centro de mi cerebro. Recordé las pastillas. Me levanté, recogí el plato y el periódico y fui a la cocina a por ellas.
Un par de horas más tarde estaba en el jardín, rodeado de todos los nuevos cachivaches que había comprado en el almacén de Durran, intentando empezar con aquella tarea cuando vi a Leo venir corriendo por la orilla de la playa. Él también me vio en la distancia, alzó su brazo y desvió su rumbo hacia mi casa.
Tremore Beach tenía cerca de dos millas de longitud, delimitadas por sendos brazos de roca negra, de modo que Leo hacía tres o cuatro vueltas por la playa. Y a eso le llamaba ejercicio básico. Una mañana, recuerdo que estaba sentado en el piano y le vi quitarse la ropa frente al mar. Era febrero, y aunque hacía una buena mañana, el mar era como un témpano de hielo en estado semilíquido. Leo Kogan se lanzó en bañador a las olas plateadas del Atlántico y yo estuve a punto de llamar a la policía pensando que trataba de quitarse la vida.
—Qué va. ¡Es buenísimo para la circulación! Debería usted probarlo —me dijo unos días más tarde, cuando nos topamos en el camino del humedal, él yendo al pueblo y yo volviendo con algunas compras.
Este tipo de cosas contribuyeron a que, al principio, Leo y Marie me parecieran una pareja un tanto extraña, o extravagante, no sabría elegir la palabra. No parecían tener hijos, ni trabajo actual, y gozaban de una estupenda calidad de vida. Además, a pesar de su visible edad, ambos se conservaban en un estado de salud envidiable. Pensé que eran algún tipo de millonarios o gente exótica, pero aquella vida de retiro, y su casa, que no dejaba de ser un lugar sencillo, contradecían un poco esta teoría.
Un día, dos semanas después de mudarme, aparecieron en mi puerta de improviso, con una cesta de dulces y una botella de vino. «¡Bienvenido, vecino!», dijeron, colándose casi hasta el fondo de mi salón, y tengo que admitir que en un principio mostré una fría amabilidad con ellos. Me había recluido en aquel lugar para concentrarme en mi trabajo y temía que aquellos dicharacheros vecinos fueran a aparecer en mi puerta cada mañana en busca de conversación. Sin embargo, ocurrió al revés. El primer mes en la casa estuvo plagado de problemas. La caldera no acababa de funcionar y la casa estaba helada, tanto que algunas noches bajé a dormir frente a la chimenea, cubierto de edredones y mantas. Mientras la agencia de alquiler enviaba alguien a reparar aquello, Leo se ofreció a echar un vistazo a la instalación. Le dio un buen repaso al cuadro eléctrico de la casa y me prestó un generador de gasolina.
Lentamente comencé a acostumbrarme a verlos casi diariamente. No era difícil en aquel lugar. O bien veía a Leo correr por la playa por las mañanas, o nuestros coches se cruzaban en el camino de la turbera, o nos encontrábamos en el pueblo haciendo compras. Además, un mes de vida en aquel lugar me bastó para darme cuenta de lo importante de tener a alguien cerca. Durante el invierno, toda la zona de las playas estaba semidesierta, y siendo Tremore Beach uno de los puntos más aislados de la península, Leo y Marie eran los únicos dos seres humanos en varias millas a la redonda. Y no es que fuese yo una persona aprensiva o miedosa, pero en la soledad de aquel lugar no me parecía mala idea llevarme bien con mis vecinos.
Cierto día, pasado un mes y medio desde mi llegada, me los encontré en el Fagan’s y rápidamente nos unimos en la misma mesa. Fue una de esas charlas interminables y agradables y Leo y yo bebimos más de la cuenta, así que Marie nos condujo a casa. Terminamos los tres apurando una botella de Jameson y cantando y riéndonos, hasta que finalmente me derrumbé en su sofá y pasé allí la noche. Supongo que desde ese día nos considerábamos buenos amigos, y nos dimos permiso oficial para visitarnos cuando nos diera la gana.
—¿Necesitas un cable con esos pinceles, vecino? —dijo entrecortadamente, mientras trataba de mantener el aliento.
—No me vendría mal —admití. Aunque John Durran me había dado un par de consejos sobre cómo empezar con la tarea de restaurar mi valla, sabía que Leo era bastante más hábil que yo con el bricolaje—. Te pagaré con unas cervezas.
—De acuerdo, y préstame una camiseta seca, muchacho. Vengo derritiéndome con este calor.
Lo primero de todo era lijarla, dijo, y había que hacerlo a conciencia o la pintura no penetraría correctamente más tarde. Me dio un trozo de papel de lija y me indicó que lo mejor es que yo me encargase de la sección de valla que quedaba a la izquierda de la cancela mientras él hacía la otra parte. Calculé que eran un total de cuarenta astas de valla y pensé que quizá, dándonos un poco de prisa, podríamos terminar el trabajo antes de que anocheciera. Pero, claramente, ese cálculo estaba basado en mis ilusiones.
Cuando el sol comenzó a tornarse naranja y acercarse al mar, yo solo había terminado con tres astas. Leo en cambio había conseguido lijar ocho. ¡Once de cuarenta en cuatro horas! Aquello no era tan divertido como segar hierba, francamente. Le dije a Leo que ya estaba bien por un día y le invité a tomarse una buena cerveza conmigo.
El mar estaba en calma y soplaba una brisa cálida. El horizonte era un lienzo pintado a grandes brochazos de naranja, rojo, azul y negro. Saqué un par de sillas al jardín y cuatro botellas de Trappistes Rochefort 6 que había comprado tres semanas atrás en una tienda especializada en cervezas belgas de Derry. Nos sentamos con los pies en la hierba y brindamos mirando al sol. La doctora había dicho que nada de alcohol, pero ¿qué demonios? Supongo que podía hacer una excepción por un día. Además, esas malditas pastillas no parecían funcionar demasiado bien. Quizás un buen trago ayudase.
Con la primera Rochefort (casi un ocho por ciento) ya nos habíamos calentado y hablábamos de todo. La crisis. El euro. El dólar. Obama… Leo no era excesivamente patriota, no como otros americanos-irlandeses de la zona que hacían ondear su bandera fuera de casa y jugaban al béisbol en verano. Criticaba abiertamente la actuación de los Estados Unidos en Irak y Afganistán, y se dolía de que el país estuviera pasando una «era negra» de terror desde el 11-S. Me contó que había trabajado en el Regency de Kuwait hasta dos meses antes de la invasión. «Nos libramos de pura casualidad. Durante la invasión lo convirtieron en una cárcel. Entonces me alegré de que Bush mandase las tropas».
Leo solía contar muchas historias de hoteles. Había pasado la mayor parte de su vida en ellos, en muchos y muy diferentes, desperdigados a lo ancho y largo del mundo. Las Vegas, Acapulco, Bangkok, Tokio… La lista se extendía más allá de la decena: aunque nunca terminé de contarlos todos. Cuando creías que ya habías oído todas las anécdotas de su repertorio, empezaba con una nueva historia que venía a abrir un poco más el abanico. «Este pudin me recuerda a un veneno que servían en Shanghái», «Solo he llorado una vez por un coche, y fue al dejar Buenos Aires».
Había desempeñado una profesión tan clásica como romántica: «detective del hotel», un puesto que ya solo quedaba reservado a los grandes hoteles. En la mayoría, según me había explicado alguna vez, se subcontrataban empresas de seguridad que ni siquiera tenían una base fija. Pero en los hoteles de «gran clase» seguía existiendo un equipo de seguridad interno.
Te podías hartar a preguntarle por sus historias, siempre tenía una nueva que contar y que se le había pasado hasta entonces. El gran ejecutivo atrapado por su mujer con tres prostitutas en la cama, que se vio obligado a saltar a la piscina del hotel para escapar. La dama decadente que se robaba a sí misma para cobrar el seguro. La preciosa hija de un magnate que resultaba ser una cleptómana. La pareja que alquilaba suites y trataba de irse sin pagar. Muchas, muchísimas sobre ladrones de todo pelaje y condición. Estafadores que aseguraban representar grandes fortunas perdidas en la Pampa. Grandes inversiones firmadas en la mesilla de un hotel, víctimas desesperadas buscando justicia. «Había un tipo al que llamábamos el “Flaco” porque creíamos que era argentino. Timó a más de cien personas en cinco años. A veces llevaba mostacho, otras veces gafas, melena o calva. Era un maestro del disfraz. Se recorrió los hoteles de lujo de medio mundo seduciendo a todos los nuevos ricos que caían en su embrujo. Propiedades en Sudamérica. Minas en Costa Rica. Cualquier cosa. Era muy bueno con la tinta y el papel; creaba unas verdaderas obras de arte, escrituras, bonos, acciones… Siempre tenía mucha prisa por abandonar el país y necesitaba dinero rápido. Actuó diez veces en mis hoteles y en cinco ocasiones logramos grabarle con las cámaras de seguridad. Aún le recuerdo saliendo a paso tranquilo por el hall de mi último hotel, después de agenciarse casi 10 000 dólares en metálico».
Volaron las otras dos Rochefort y el sol terminó de hundirse en el océano. Leo dijo que debía marcharse antes de que Marie viniese a buscarle con una escoba, pero antes me miró con ojitos de diablo. «Oye, ¿puedo preguntarte una cosa muy personal con la disculpa de que estoy borracho, algo que además es tu culpa?».
—Dispara, Leo —respondí riéndome—, pero solo porque es mi culpa.
—¿Cómo va eso entre tú y Judie? ¿Seguís con eso de «amigos con derecho a roce»?
—Sí, bueno —dije, llevándome la mano a los ojos y dándome un masaje—. Sí. Seguimos con eso.
—Pero ¿cuándo la vas a invitar a salir? Ya sabes, en plan formal.
Terminé con mi masaje de ojos y le miré sonriente. No era la primera vez que me soltaba ese rollo de Judie y de cómo en sus tiempos las cosas se hacían de otra manera, cuando una mujer te interesa de verdad no tienes que ser perezoso y tal y tal.
—Ya te lo dije, Leo, estamos en otro momento…
—¡Ah, sí! —dijo él dándose un par de golpecitos en la sien, en plan comedia—. Lo recuerdo. Me lo contaste. Pero es que siempre que os veo juntos digo… ¡qué buena pareja hacen! Pero son solo cosas mías, de viejito chismoso. Ya me callo.
—No, está bien —dije—, me gusta saber tu opinión. Pero ahora mismo ninguno de los dos quiere ir muy en serio.
—Claro como el agua, Pete. Olvídalo.
—Y tienes razón, es una tía estupenda.
—Lo es.
—Lo es.
Se hizo un silencio. En el mar, una ola rompió lentamente bajo el cielo anaranjado. La superficie del agua parecía estar en llamas.
—Bueno, ahora sí o sí tengo que marcharme. O Marie me dará con la escoba. ¿Quedamos mañana para seguir con la valla?
—Cuando quieras, gracias. Tampoco quiero abusar.
—Qué va, socio. Para mí es todo un placer. Además, igual te echo mano cuando necesite alguien para ayudarme con mi valla. Le va llegando el turno también.
—Cuenta con ello.
Leo se marchó caminando por la playa, bajo un cielo cada vez más azul oscuro, y yo volví a casa sintiendo que el dolor había comenzado de nuevo en mi cabeza. Recordé las pastillas, pero primero necesitaba llenarme el estómago con algo.
Nunca he sido un gran cocinero, pero a veces, en contadas ocasiones, me gusta hacerme unas Bangers & Mash y todo el que las ha probado te dirá que las hago para chuparse los dedos. Me puse a pelar patatas mientras oía Radio Costa en un pequeño transistor que, como muchas otras cosas, había encontrado en el trastero de la entrada cuando me mudé a la casa. «Se espera un julio cálido, con alguna tormenta pero mucho sol». Me alegré de oírlo. Quería que Jip y Beatrice tuvieran unas vacaciones excepcionales.
Cené mis Bangers, me chupé los dedos y después engullí las pastillas. Una hora después, mientras avanzaba por las páginas del best seller de terror tumbado en mi sofá, el dolor se había amortiguado, pero seguía ahí dentro, como un reloj. Si aquello seguía así la semana siguiente, debería llamar a la doctora.