8
—Creo que estoy perdiendo la cabeza, Judie. Quiero ir a ver a ese doctor.
Eran cerca de las ocho de la tarde y estábamos en la cocina de la pensión Houllihan. Los niños acababan de cenar y estaban ya en las literas, Beatrice leyendo Crepúsculo y Jip jugando al Angry Birds en el iPad. Judie nos había invitado a pasar la noche allí, lejos de esa casa que todavía les daba escalofríos, y yo se lo había agradecido infinitamente. Y durante toda la tarde, dando vueltas por el pueblo y asistiendo a una reunión sobre el ciclo de cine en la que quedaron cerrados los detalles de mi actuación, había tratado de mantener la sonrisa ante los niños. Algo que más o menos había conseguido hasta que me vi a solas con Judie, fregando los platos de la cena, y no pude aguantarlo más.
—Ha sido un día de mierda. He hecho el ridículo en la policía y lo que es peor: creo que le he hecho daño a un amigo.
Judie no tardó en adivinar de quién se trataba.
—Sí, Leo. Fui a su casa a hablar con él. En realidad fui a presionarle para que me dijera lo que yo quería oír: que no soy un loco, sino que hay una razón para todo lo que me está pasando. Y lo único que conseguí fue remover viejas heridas. Le hice hablar de un recuerdo muy doloroso. Y reconocí que había hurgado en sus cosas la noche que llegaron los niños.
Judie me dedicó un semblante gélido.
—¿Lo hiciste?
—Casi por accidente, pero sí. Descubrí un par de cosas que me parecieron extrañas, escondidas en una estantería. Algo me dijo que mirase allí. ¿Sabes?, ya es hora de que te cuente algo sobre mi familia. Sobre una habilidad un tanto extraña que los Harper llevamos en la sangre.
Casi susurrando, entre plato y plato, le hablé de mi madre. Del tío Vincent, del accidente de Aer Lingus y de la voz que me habló la noche de la tormenta, antes de salir de casa. Y de Jip, su extraña carrera en las rocas y las veces que «sentía» cosas que iban a ir mal. Y mientras lo hacía me di cuenta de que había actuado igual que mi padre. Había intentado ocultar aquello, taparlo bajo una losa, pensando que quizás el secreto desaparecería si no hablaba sobre él.
—Y ahora tienes todo el derecho a pensar que soy un loco —dije al terminar el relato.
—Quizá no estés tan loco —respondió Judie.
Le pregunté a qué se refería, pero ella se llevó el dedo a los labios y me pidió que la siguiera. Pasamos junto a la habitación de las literas y vimos que Jip estaba ya dormido, con el iPad caído en el suelo a un lado de la cama. Arriba, en la litera superior, Beatrice estaba recostada con su pequeña linterna, absorta en su libro.
Bajamos las escaleras en silencio. Abajo, junto a la puerta de la calle había otra que conectaba con la tienda. Judie la abrió y caminamos por la penumbra de la tienda, entre casas faro, maquetas de barcos y expositores de libros de segunda mano, hasta la trastienda.
—Quiero estar segura de que no oirán esto.
—¿El qué?
—Algo que debo contarte desde la otra noche, cuando me dijiste que habías tenido ese sueño sobre mí. Pero primero, ¿puedes repetir lo que viste?
Ella se había sentado y había abierto la pequeña caja donde guardaba la hierba.
—Mira, Judie no sé si quiero. Ya la he liado bastante por hoy. Y sé que eso te hizo daño. No quiero volver a dañar a nadie.
—Vamos, Pete, soy yo la que te lo está pidiendo.
Vale, dije y volví sobre la imagen: ella, atada de pies y manos en la caja de resonancia de mi piano, en una gran bañera de sangre, pidiéndome que la ayudase. Un hombre estaba a punto de venir y hacerle daño.
Judie se había enrollado un pequeño canuto y lo encendió mientras contaba la visión. Cuando terminé, ella me miró con una mezcla de miedo y fascinación.
—Es increíble, Peter, increíble de veras.
—¿El qué?
—Pero todo encaja, sobre todo después de lo que me has contado sobre tu familia. Creo que ha llegado el momento de hablarte de algo —continuó—. Ese hombre, Donald Kauffman. Es cierto que fue mi profesor, pero también me trató en el pasado. Yo fui paciente suya.
—¿Tú?
—Sí. Hubo un momento en mi vida en el que necesité ayuda. Antes de viajar a la India. Tuve un… —dio una calada más al canuto y habló dejando escapar el humo— un accidente.
Me senté. Estiré mi brazo hasta encontrar su mano. Se la apreté.
—Esas cicatrices en tu costado, ¿verdad? Las pesadillas.
Ella asintió con la cabeza.
—No fueron ningún accidente de moto, aunque supongo que eso ya lo habías adivinado. Y las pesadillas… hace muchos años que no dormía más de una noche con nadie. Tú has sido el primero. Sabía que terminarías haciéndote preguntas. Pensaba contártelo algún día… en realidad deseaba hacerlo, pero me daba miedo. Es como abrir una puerta por la que vas a dejar entrar mucho dolor.
Fumó una calada quizá demasiado larga y me ofreció el canuto. Lo tomé y ella expulsó por la boca una gran nube de aromático sabor.
—Tú también eres una de las pocas personas en las que confío, Peter. Y hace mucho tiempo que no cuento esta historia, pero creo que tienes derecho a saberla. —Se tragó un suspiro—. Hubo un hombre que me hizo daño, Peter. Mucho daño. Me hirió en el costado, pero eso solo fue un rasguño comparado con lo que me hizo en la cabeza.
»Todavía aparece por las noches. Aquel rostro…
Ella sujetaba firmemente mi mano entre sus dedos, seguramente sin darse cuenta.
—Ocurrió hace cinco años. Yo vivía en Londres, trabajaba en el Princess Grace como psicóloga residente. Eso es lo que todo el mundo en Clenhburran sabe de mi vida en Londres. Pero hay algo más. La verdadera razón por la que me marché.
»Todos los días en verano me acercaba hasta Regents Park para almorzar. Allí entablé amistad con un hombre llamado… —se frenó un instante, como si la aparición de aquel nombre en su mente hubiera provocado algo. Pero aguantó. Lo superó—: Se llamaba Pedro. Era portugués y trabajaba en uno de los take aways cercanos a la estación de metro. Servía falafel, mi comida favorita, así que cuatro días de cada cinco me pasaba por allí, hablábamos un poco y después me iba al parque a sentarme al sol, con el almuerzo y un libro.
»Cuando ya llevaba un mes yendo por allí, me di cuenta de que Pedro me miraba mucho a los ojos, que era más educado de lo normal y que recordaba cada detalle que le contaba sobre mí. Él también me gustaba. Yo estaba sola, acababa de romper con una pareja con la que había convivido más de tres años y no buscaba nada serio. Conocer gente divertida, eso era todo, y Pedro me pareció divertido. Tenía una sonrisa hermosa y siempre hablaba de su pequeño pueblo en Portugal, de sus playas, su comida y su vino. Me gustaba, pese a que quizá no era mi tipo, y una noche accedí a tomarme una copa con él. Fuimos a un bar, cerca del parque, después del trabajo y Pedro insistió en invitarme, y me dijo que no me moviera de la mesa. “En mi país los hombres se encargan de todo”, dijo sonriendo. Todo lo que sentí fue una especie de romántica ilusión. ¿Cuánto hacía que no me dejaba agasajar?
»Comenzamos a beber y a charlar. Todo iba perfectamente hasta que empecé a sentirme mareada y somnolienta. Llegué incluso a hacer un chiste sobre ello, mientras bostezaba. Le dije a Pedro que no pensara que me estaba aburriendo con su compañía, pero que seguramente tenía mucho cansancio acumulado de la semana. Él sonrió y dijo que no se lo tomaba de manera personal. Era viernes al fin y al cabo, ¿no? Tenía derecho a estar cansada. Me habló de otro sitio, un poco más animado, que quizá me espabilara. Una discoteca en la misma calle, y allí fuimos. Pero en la siguiente ronda de copas comencé a entornar los ojos mientras Pedro seguía hablándome de su vida, de sus planes para comprarse una pequeña propiedad en Madeira… y al final fue él quien me propuso acercarme hasta casa. “No puedes coger el metro así”, bromeó, “o te despertarás en el final de la línea”.
»En aquel momento de cansancio, la discoteca y sus sonidos estaban emborronados y pensé que me había emborrachado quizá demasiado rápido, y por un instante se me pasó por la cabeza que estaba cometiendo un error, que no debería meterme en un coche con aquel desconocido. Pero actuó en mí el sentido del ridículo, y por otra parte estaba casi dormida cuando Pedro me ayudó a salir del bar. Y después, antes de desvanecerme completamente, llegué a pensar que ni siquiera le había dado mi dirección. Qué tonta, ¿verdad?
Judie aspiró por su nariz. Una lágrima se deslizó por su mejilla, pero ella sonrió. Le apreté la mano.
—Eh… —le dije—, no hace falta que…
Pero ella continuó como si no me hubiera oído.
—Me violó —dijo, con un hilo de voz, apretando los labios después—. Mientras dormía… y después, cuando abrí los ojos. Estábamos en un sitio horrible. Una habitación sin ventanas. Después supe que era un sótano en Brixton. Me había atado a la cama. De pies y manos, Peter, como en tu sueño.
—Joder.
Busqué el paquete de cigarrillos en mi camisa. Saqué el último y lo encendí.
—Estuve allí dos días, Pete, y de alguna manera todavía sigo allí. Una parte de mí se quedó allí para siempre. Supe que había habido otras. Vi arañazos en las paredes, ropa de mujer, y unas manchas en el suelo que solo podían ser sangre. Enseguida me imaginé cuál sería mi destino. Yo lo sabía todo. Le había visto la cara. Nunca me dejaría ir con vida de aquel lugar.
»Antes de irse, por las mañanas, me inyectaba algo en el brazo: heroína. Y pasaba la mayor parte del día dormida. Pero cuando me despertaba y me daba cuenta de todo, comenzaba a gritar, o al menos tratar de gritar a través de mi mordaza. Luché contra aquellas agarraderas de cuero, tiré de ellas dispuesta a amputarme la mano si hiciera falta y, finalmente, una de ellas comenzó a ceder levemente. Llevaba toda la vida quejándome de lo delgadas que eran mis jodidas muñecas y ahora iban a salvarme la vida. Qué irónico, ¿no?
»Noté que mi pulgar conseguía deslizarse dentro de la agarradera, pero el hueso no permitía que siguiera avanzando. Bien, pues no me lo pensé dos veces. Comencé a dar golpes secos, terribles, con mi brazo, en la posición más adecuada para lograr dislocarme el hueso. Finalmente conseguí liberarme una mano y con eso la mordaza. Y comencé a gritar pidiendo ayuda, tan fuerte que pronto enronquecí.
»Si Pedro hubiera elegido unas esposas para atarme ya estaría muerta, pero ese malnacido debió confiar en que dormiría todo el día. Gracias a Dios, se equivocó. El maldito degenerado había matado a su madre primero, y después usó aquel sótano para cometer tres asesinatos más. Tres mujeres que seguramente tenían unas manos más anchas que las mías, o que no resistieron la droga como mi cuerpo lo hizo. Tres mujeres de treinta y ocho, cuarenta y uno y diecinueve años dadas por desaparecidas en Londres, como tantas otras personas. Nunca quise saber mucho sobre ellas. Cuánto tiempo estuvieron allí. Qué les pasó. Solo pedí a la policía una fotografía de cada una de ellas, y siempre que puedo intento verlas en mis pensamientos y enviarles una sonrisa. Me ayuda mucho pensar que ellas me ayudaron a mí. De alguna manera, me dijeron: “¡Tú puedes, Judie! ¡La agarradera te dejará escapar! ¡Hazlo tú, yo no pude!”.
»Cuando Pedro apareció esa tarde por la puerta, supe que mis gritos habían llegado a alguna parte. Estaba asustado, frenético. Yo empecé a gritar otra vez y él se puso de rodillas sobre mí y me dio tres puñetazos en la cara que me dejaron inconsciente. Después anunció que iba a librarse de mí como lo había hecho con las otras, y me lo detalló como quien habla con un espejo: iba a cortarme en pedazos, en su bañera, y quemarlos, uno a uno, en la caldera de la casa. Pero como me había portado tan mal, volvería a ponerme la mordaza y lo haría mientras seguía viva.
»Gracias al cielo, un vecino dio la alarma y la policía llegó a tiempo. Ya habían estado antes en ese vecindario, porque meses antes un taxista aseguró haber visto a un hombre portando a una mujer borracha que coincidía con la descripción de una desaparecida: la víctima anterior. Mis gritos y la llamada de ese vecino (un muchacho indio llamado Asif Sahid a quien llamo todos los años para felicitarle la Navidad) activaron todas las alarmas. La policía golpeó en la puerta y Pedro decidió que pagaría por haberle descubierto. Me clavó su cuchillo de carnicero en el costado, dos veces, antes de que un agente de la policía metropolitana le metiera tres tiros en el pecho.
—La cicatriz…
—Sí —dijo ella—. Ese fue el final, pero la historia no acabó allí, por supuesto. Durante seis meses después de aquello no conseguí dormir. Aquel terror me dominaba. Las pesadillas me asaltaban y tomaban el control en cualquier momento del día o de la noche. Me despertaba gritando… o mejor dicho, aullando de terror. Al final descubrí un pequeño truco: ir a dormir a los albergues de jóvenes viajeros. Rodeada de treinta personas, entre ronquidos y pedos, era la única manera en la que lograba conciliar el sueño.
»Pero aquello no iba a ser tan fácil: una noche en el hospital, en la soledad del pasillo, vi a un hombre que se parecía a Pedro. Incluso habiendo visto su certificado de defunción y su cadáver, pensé que habría sobrevivido de alguna manera. Me encerré en un cuarto de limpieza y pasé la noche escondida allí. Llorando.
»Comencé a drogarme. Primero con drogas legales, que eran fáciles de conseguir en mi trabajo, después con otras más fuertes. Así pasé cinco o seis meses de mi vida. No podía estar sola ni un minuto y comencé a frecuentar bares, a hacer amigos, los más grandes, fuertes y violentos que pudiera encontrar. Me volví arisca, me enganché a cosas… supongo que un día me levanté en una casa que no conocía, junto a un tipo que no conocía y me di cuenta de que aquello era una maldita carrera hacia el infierno. Además, en el hospital me hicieron un gran favor: despedirme. Mi coordinador, un tipo que entonces odié, pero que ahora respeto profundamente, me dijo que habían intentado “mirar hacia otro lado” respecto a mis continuas ausencias y el estado en el que llegaba al hospital, pero que sinceramente pensaban que no estaba en condiciones de trabajar. Fue él quien me habló de Kauffman, porque sabía que yo lo conocía y admiraba (solía hablar de él y su método de hipnosis a la hora del café, cuando todavía tomaba café) y me sugirió que concertara una cita con él en Belfast. Bueno, en realidad me obligó a marcar el número. Y allí fui.
»Kauffman escuchó mi historia y me dijo que me ayudaría, pero que necesitaba trasladarme a Belfast. “Mi método es intensivo, pero funciona. En un mes es posible que hayamos arreglado la mayor parte de esa avería”.
»Fue la primera vez que visité Irlanda y amé este sitio desde el principio. Los fines de semana, cuando no estaba en alguna de las consultas de Kauffman, solía alquilar un coche y viajar por el norte. Entonces pensé que algún día me gustaría vivir en este sitio. Una de esas veces terminé perdida aquí, en Clenhburran, y así conocí a la señora Houllihan. Hacía una tarde de perros y la suya era la única tienda que estaba abierta. Me sirvió té y me ofreció cobijo (en aquellos días no había pensiones en Clenhburran). Era una mujer encantadora. Una viajera que había recorrido medio mundo. Pasamos la noche hablando, y aunque nunca le conté la verdad sobre mí, creo que en cierta forma ella lo intuyó todo, o una buena parte al menos. Me confesó que pensaba jubilarse en unos años y que no conocía a nadie que quisiera tomar las riendas de su negocio. Creo que sabía que yo aceptaría y no se sorprendió mucho cuando accedí a hacerlo… “pero antes me gustaría viajar a un sitio lejano, como usted ha hecho”.
»“De acuerdo querida”, me dijo, “pero no tardes mucho”. Esa noche, por primera vez en un año, dormí sin la ayuda de ninguna droga o truco en particular. Y cuando me desperté al día siguiente y bajé al puerto, y vi a los viejos tirándole comida a las focas, decidí que amaba este lugar.
»Un mes y medio más tarde, Kauffman y yo habíamos hecho grandes progresos. Todavía sufría pesadillas, y Kauffman fue sincero sobre ellas: “Seguirán ahí, Judie, quizá para siempre. Son la cicatriz de una herida muy grande. Pero al menos esa herida ha dejado de sangrar”. Y eso era cierto. A través de la hipnosis logré alejar aquel monstruo de mí, convertirlo en una voz opaca y borrosa de la que ahora podía defenderme. Y entonces estuve lista para coger mi mochila y largarme. Y eso fue lo que hice. Vietnam, Tailandia, la India, el Nepal. Retiros espirituales. Meditación. Aprendí a controlar mis emociones, a aceptarlas como algo inevitable pero a ponerlas en su sitio. En un sitio que me permitiera seguir avanzando por la vida. Y cuando estuve lista para volver, la señora Houllihan seguía esperándome para poder jubilarse y marcharse a vivir a Tenerife.
—Me alegro de que volvieras —dije, atrapando su mano y besándola—. Me alegro de haberte encontrado aquí, que las líneas de tu mano te trajeran hasta Clenhburran.
—Yo también me alegro, Peter. Ahora ya sabes la verdad. Quizá no estés tan loco.
—Cierto. Pero en cualquier caso, quiero ver a Kauffman. Ya no me fío de mí mismo. Tengo que intentar tomar el control de todo esto, y ahora mismo ese nombre parece ser la única opción razonable. ¿Puedes ayudarme a verle lo antes posible?
—Eso está hecho, Peter —respondió Judie—. Lo arreglaré.