9

Al sentarme a conducir el coche de Leo noté un dolor en el abdomen como si alguien me clavara una navaja. Entonces no lo sabía, pero Tom el Gordo me había hecho trizas una de las costillas flotantes al darme aquella patada. El dolor del hombro seguía allí, y también un leve mareo producido por aquel amago de aplastamiento de mi cabeza. Pero nada de esto era demasiado importante. Ni siquiera el hecho de que acabara de matar a un hombre. Supongo que hay personas que lo ven de otra forma, pero para mí, matar a aquel tipo de un disparo fue algo fácil y necesario. Todavía sentía el temblor en mis manos, el violento sonido en mis oídos, y ver aquel cuerpo cayendo como un saco de arena. «Ahí se acabó para ti, Frank. Mejor tú que yo». Pero nada de esto era demasiado importante tampoco.

Lo que era importante, importante de veras, era llegar a tiempo.

La tormenta estaba en su cúspide. Si aquello era, como cuentan algunas mitologías, un acto de amor entre los dioses del cielo y de la tierra, entonces debían estar en el tercer acto de un polvo histórico. La gran madre de la guerra estaba posada sobre la costa, un titánico cumulonimbo que debía tener millas de altura. Entre sus barrancos se deslizaban los rayos, como grandes látigos que caían sobre el océano y los acantilados. El mar se revolvía dolorido, alzando sus huestes hacia el cielo, como garras de espuma que quisieran alejar un ejército de avispas.

Y surcando este precioso momento, el Land Rover de Leo Kogan, o Leo Blanchard, llegó hasta el Diente de Bill, saltó como un caballo enfurecido y volvió a caer pesadamente en el suelo. A esa velocidad, y teniendo en cuenta las tres toneladas del modelo Defender, hubiera causado la muerte de cualquier cosa que pudiera acercarse por el camino. Un ser humano hubiera reventado como un muñeco de agua. Un vehículo se deformaría hasta convertirse en una cáscara mortal en caso de recibir un impacto frontal contra aquel monstruo veloz. Pero yo no pensaba en eso. Mantenía el volante recto, con las dos manos, y pisaba a fondo el acelerador. Y pensaba en cuánto me gustaría que todo aquello formara parte de una larga visión, y que ahora, al llegar a casa, todo estuviera en paz. Que fuese otro de esos malditos trucos. Que yo estuviera loco de atar.

«Se escapó del hospital, le robó el coche a su vecino y lo estampó contra la puerta. Afortunadamente, sus hijos están a salvo. En cuanto a él, en fin, dicen que ahora vive en un sitio muy bonito, rodeado de enfermeras y jardines».

Y hablando de mi cabecita, todo volvió a empezar cuando todavía estaba ahí arriba, en la corta planicie del Diente de Bill.

Pensé que sería un achaque de los golpes del gordo en mi cabeza, pero no. Era perfectamente reconocible: mi viejo amigo el agudo dolor, el pulso que se originaba en el centro de mi cráneo. Clap-clap-clap-clap-clap-clap-clap. Crecía.

Clap-clap-clap-clap-clap-clap-clap. Y esta vez —la última de todas— iba a batir todas sus marcas.

Tuve la tentación de cerrar los ojos y levantar las manos del volante para llevármelas a las sienes. Y gritar de dolor. El pulso ya no se conformaba con ser una espina en el centro de mi cerebro, una aguja perdida en mi corteza cerebral. Ahora se expandió como nunca antes lo había hecho. Se abrió como una flor, como la boca de un tiburón que hubiera emergido en el interior de mi cabeza.

Y mordió.

Y en ese instante, aunque no pueda estar seguro de aquello, sentí otra vez aquella luz cayendo desde los acantilados de vapor y agua que se alzaban sobre mí. Creo que fue un rayo, no pudo ser otra cosa. Todo se volvió blanco por unos instantes, mientras el dolor alcanzaba su clímax dentro de mi cabeza, como si un maligno doctor hubiera decidido llevar el dial de electrocución hasta su límite más alto, y lo mantuviera allí, esperando a ver cuánto tardaba mi cabeza en estallar como una sandía.

Yo apretaba los dientes con tal fuerza que pensaba que me los rompería, todos ellos, como una vajilla de cristal, pero todavía sujetaba el volante, y a duras penas mantenía los ojos abiertos, y así fue como vi lo que vi.

Como una película. Tardó menos de un segundo en desfilar por mi mente.

Judie y los niños se habían entretenido un poco. Ya tenían listas sus mochilas con pijamas, toallas y cepillos de dientes, pero ahora estaban en el salón y Beatrice quería tocar algo al piano para Judie. Les gustaba estar juntos. A pesar de que estuvieran preocupados por papá, era todo un consuelo que Judie estuviera allí. Judie era buena, guapa y lista. Querían que Judie fuese la nueva novia de papá. Para ellos, Judie sería algo así como una hermana mayor. ¡Y molaba mucho tener una hermana mayor como ella!

Tenían que irse, Judie se lo repetía amablemente mientras Beatrice jugueteaba con las teclas del piano de papá, pero entonces oyeron un ruido y vieron unas luces inundando el salón. Y Judie fue a asomarse por una de las ventanas y Beatrice fue corriendo hacia la puerta principal, dispuesta a abrirla porque pensaba que quizá se tratase de papá.

Pero entonces Jip, que ya tenía su mochila cargada a la espalda, gritó:

—¡No abras la puerta! ¡Hay que esconderse!

Aquello ocurrió en el mismo instante en que Judie divisó la furgoneta maniobrando y pudo distinguir su forma, su color, sus llantas cromadas, y sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo.

—Vamos —gritó—, por la puerta de atrás. ¡Rápido!

Los niños corrieron por la cocina, pero entonces, justo al abrir la puerta, Judie había frenado su paso. Su rostro empalidecía. ¿Por qué?

Oí un rugido sobre mi cabeza, algo que hizo temblar la tierra. Un trueno.

Aquello me hizo recobrar la conciencia. Estaba en el Defender de Leo. Volví a ver la noche a través del cristal repleto de gotas de lluvia, y vi los faros apuntando hacia la playa y me di cuenta de que viajaba a bordo de una bala de cañón. El coche estaba desbocado y a punto de salirse del camino.

Apreté el freno a fondo, imprimiendo una dolorosa fuerza con mi pierna derecha, pero el coche ya llevaba un rato deslizándose sobre la gravilla y aquello no hizo más que acelerar las cosas. Supongo que tuve suerte de viajar a bordo de un Defender y no de mi viejo Volvo, que con toda probabilidad se hubiera volcado al salirse por el borde del camino. Pero el todoterreno de Leo se portó relativamente bien. Entró de frente en la inclinación y cayó sobre sus ruedas delanteras, provocando que yo besara el volante con mi boca y estuviera a punto de saltarme un par de dientes. Después se deslizó por la arena en dirección a la playa y, en los pocos segundos que duró aquella caída, intenté hacerme con el control. Pensé que podría dibujar una curva y enfilar la playa en paralelo a la costa, pero los nervios me hicieron girar el volante demasiado rápido, y vi que uno de los lados del coche se elevaba en el aire. Por unos segundos el coche se quedó en un perfecto equilibrio, pero terminó cayendo sobre el lado derecho. El impacto fue seco y tuve tiempo de prepararme para él. Mi cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla y noté que mi costado se clavaba en la agarradera de la puerta derecha, pero no vino nada más. El coche frenó lentamente sobre la arena y quedó parado, bajo la lluvia.

Pensé que me habría dormido. Quizá solo perdí el conocimiento durante unos segundos, pero cuando me desperté un fuerte olor a gasolina había comenzado a propagarse a mi alrededor. Aquello me asustó. Pensé que el coche iba a explotar (¿no explotan los coches en las películas?) o al menos incendiarse.

Me revolví hasta ponerme de rodillas y trepé, apoyándome en la palanca del freno de mano, hasta alcanzar la puerta del copiloto, que ahora era como una trampilla en el techo de aquella jaula. La abrí sin problemas y con los pies firmemente apoyados en la caja de cambios, empujé con mi cabeza primero, y con mi espalda después, hasta que logré asomar medio cuerpo. Pero entonces recordé la pistola. Volví a dejarme caer y comencé a buscarla en la oscuridad. Debía haber quedado apoyada en las puertas de la izquierda, o debajo de algún asiento, pero en aquella oscuridad era incapaz de ver nada. «Debo encontrarla. Debo encontrarla».

Incapaz de dar con aquella pistola en el interior de un coche, y con el motor emanando una especie de gas, temí que aquello fuera a estallar. Volví a trepar y salí de allí.

Salté sobre la arena y sentí que faltaban muy pocas partes de mi cuerpo que no me dolieran. Todo se repetía de una forma extraña. Volvía a estar bajo el acantilado, después de una caída. Todos los acontecimientos que había visto en aquellas premoniciones se habían mezclado, habían mutado en virtud de mi intervención creando una nueva criatura.

Empecé a correr hacia la casa.

Tardé unos cinco minutos en arrastrarme por la playa hasta la casa. La fachada principal estaba iluminada por los faros de la furgoneta. Me acerqué por el borde de la duna, igual que había hecho en la otra visión, pero esta vez no oí ninguna conversación sucediendo en el exterior. En vez de eso, vi luces en el salón, iluminando la terraza, aunque no pude distinguir a nadie desde donde yo estaba. Tomé las escaleras de madera y comencé a subir por el lado opuesto, pisando la arena en vez de los crujientes escalones.

Una vez en lo alto, escondido detrás de uno de los grandes tiestos de la terraza, pude ver algo más.

Judie estaba sentada en el sofá, maniatada y con un reguero de sangre cayéndole por una de sus sienes. Manon estaba frente a ella. Parecía haberse cansado de pegarla. Judie tenía la cara gacha, una ceja medio reventada, y no decía nada, ni suplicaba ni lloraba.

Manon hablaba por el intercomunicador, ¿o solo lo intentaba? Se lo apartó de la cara y lo miró como si no funcionase. Supuse que intentaba contactar con Frank, y al no conseguirlo comenzaba a ponerse nerviosa. Le gritó algo a Judie y ella negó con la cabeza. Y como respuesta, Manon descargó la mano en la que llevaba el intercomunicador sobre su rostro, y Judie cayó de lado en el sofá.

Sentí ganas de ponerme en pie y lanzarme sobre la ventana para matar a aquella zorra. Entonces recordé:

«En el cobertizo, Peter: hay una bonita hacha».

En el salón no había rastro del gordo. Tampoco de mis hijos, ni de Marie. Volví a deslizarme por la arena, como un lagarto, y me arrastré bordeando la terraza hasta que estuve fuera del ángulo de visión del salón. No dejaba de preguntarme dónde estarían Jip y Beatrice, y esa pregunta se aderezaba de un terror especial cuando pensaba en que tampoco había visto a Tom el Gordo.

Llegué al cobertizo por la parte de atrás del jardín y observé la casa desde mi nuevo escondite. Había una luz encendida en la habitación de los niños. ¿Estarían ahí arriba? ¿Con Tom? ¿Estaría el gordo pasándoselo en grande con mi hija? Aquello era tan horrible que mi mente se negó a seguir pensando.

Entré en el cobertizo y me hice con el hacha, una pieza pequeña para cortar leña, pero suficientemente pesada para abrir una cabeza adulta en dos partes. Con el hacha en las manos salí al jardín y me dirigí a la puerta de la cocina, pero en ese momento noté una sombra moviéndose rápidamente a mi lado, como una araña que corriese pegada a la pared desde la esquina de la casa.

El cuchillo de Tom el Gordo fue lo único que distinguí entre las sombras y la lluvia, un resplandor plateado cayendo de arriba abajo en dirección a mi cuello. Levanté el brazo instintivamente y aquella mano se topó con el mango de mi hacha. Entonces vi su rostro. Una larga sonrisa llena de dientes, unos ojos vacíos, como un monstruo.

Su fuerza pudo con mi hacha y terminé rindiendo la defensa. Entonces su cuchillo quedó libre otra vez y yo salté hacia atrás y moví el hacha en el aire. Tom el Gordo podría haber gritado para avisar a Manon, pero no lo hizo. En vez de eso me sonrió en silencio y movió su cuchillo, dibujando siluetas en el aire.

—¿Quieres pelear? —dijo suavemente, mientras se movía hacia mi derecha.

Yo me moví con él. Como la Luna y la Tierra. Como dos planetas en una órbita perfecta. Bailaba al son de sus pasos. Vino a mi mente un viejo consejo sobre peleas con cuchillo que habría oído alguna vez, o leído, o visto en la televisión: «En una pelea con un cuchillo, la regla número uno es nunca intentar atrapar la mano que sostiene el cuchillo. La regla número dos es atacar a contragolpe. La regla número tres: no durarás mucho si solo te defiendes».

El cuchillo de Tom era como una culebra que danzaba hipnóticamente ante mis ojos. El gordo era más rápido de lo que hubiera pensado. Zigzagueaba en rápidos y cortos pasos y yo trataba de seguirle el ritmo.

—No vas a conseguirlo. No tienes ninguna posibilidad —dijo—. Déjate llevar. Seré rápido.

—Eso también lo dijeron Frank y Randy —respondí entonces—. Y ahora están muertos.

Pensé que aquella frase lo acobardaría un poco, pero no pareció impactar lo más mínimo en él. Su sonrisa se mantuvo imperturbable.

—Mientes —dijo mientras daba cortos pasos a mi derecha. Y me di cuenta de lo que intentaba: me estaba acorralando contra la pared.

Salí de allí de un salto, y él reaccionó intentando una mojada de arriba abajo hacia mí, que pasó a pocos centímetros de mi pecho.

Volví a apartarme y blandí mi hacha a la altura de la cabeza.

Lo de atacar a contragolpe sonaba muy fácil, pero en plena noche, bajo una furiosa tormenta y con el cuerpo molido a golpes, sentía que más tarde o más temprano aquel aguijón terminaría por encontrar mi hígado, o mi riñón, o uno de mis pulmones. Y Tom no dejaba de sonreír.

—No te resistas, amigo. Sabes lo que va a pasar. Sabes que no tienes nada que hacer contra mí. ¿A qué te dedicas? ¿Eres abogado? ¿Un ingeniero? No sabes pelear. Tienes las manitas de una colegiala.

Dio un pequeño salto en mi dirección y yo me eché para atrás. Tom lanzó dos cuchilladas al aire y yo bajé mi hacha tan torpemente que estuve a nada de clavármela en la rodilla. Tom aprovechó para lanzar un nuevo corte y esta vez estuvo a punto de acertar. La punta del cuchillo me arañó el pómulo derecho y noté el cálido flujo de la sangre cayéndome por la mejilla.

Nos habíamos alejado de la casa y estábamos en el extremo del jardín más alejado de la playa. Notaba que el gordo estaba llevándome contra otra pared, la de la colina en esta ocasión. Cada vez que trataba de desviarme se lanzaba con el cuchillo por delante y me hacía regresar al camino recto. Y en cuanto me tuviera allí, acorralado, sería fácil aguijonearme. No habría espacio para evitar aquel cuchillo.

Entonces, según iba caminando hacia atrás, mi pie topó con algo. Era la alcantarilla de hormigón del pozo séptico. Todavía estaba allí, sin tapar. Me lo había anotado mentalmente dos veces, cuando la segadora rompió la hoja y cuando Jip se tropezó en ella. Ahora me alegré de haberlo olvidado. De pronto lo vi claro: el «manitas de colegiala» tenía una oportunidad.

Como un gato caminando en lo alto de un muro, empecé a caminar poniendo un pie detrás del otro hasta que estuve más o menos en la mitad de la alcantarilla. Tom estaba concentrado en mis brazos y no se había dado cuenta de la negrura que se abría bajo sus pies. Alcé mi hacha un poco más para asegurarme de que sus ojos estaban bien arriba y me giré un poco hacia la derecha, obligándole a moverse para encararme e impedir que saliera de su emboscada. Y en ese momento su pie izquierdo pisó en falso. Eran solo unos veinte centímetros de vacío, pero fueron suficientes. El agujero lo desconcertó. Miró hacia abajo, asustado, creyendo que caía en una trampa mayor, y ese momento lo aproveché para acercarme y descargar el hacha en su cabeza. Era un poco más bajo que yo y el golpe fue casi perfecto. Escuché un crac seco al que solo siguió un gemido extraño, pillado por sorpresa. Cayó como un muñeco despojado de vida, solté el mango y dejé que el arma se fuera al suelo. Tom el Gordo era historia y yo había ganado una pelea que jamás podría ganar.

De pronto todo se había sumido en un extraño silencio. Seguía lloviendo y el viento sacudía la casa desde el mar. Los rayos nacían y morían ahí arriba, a veces entre las nubes, otras veces latigueando algún punto tierra adentro. Pero por alguna razón, me pareció que el mundo se había quedado en silencio. Que cada paso que daba se oiría desde millas de distancia.

Cuando me disponía a abrir la puerta de la cocina reparé en mis manos. Decir que temblaban sería decir poco. Se agitaban. Era prácticamente incapaz de posarlas sobre el pomo. Y lo mismo pasaba con mis piernas. Esa noche había matado a dos hombres, al último de ellos le había partido el cráneo con un hacha. Supongo que no lo estaba llevando mal del todo.

Abrí la puerta de la cocina con cuidado, con el corazón en la garganta mientras recordaba la última visión que había tenido allí, en ese lugar. Pero cuando entré, la cocina estaba vacía. No había niños sentados en las sillas, maniatados con abrazaderas de plástico y ejecutados salvajemente. Y mi miedo cedió un poco. «Gracias, Dios», murmuré.

Me acerqué a uno de los cajones y lo abrí. Tuve que sujetarme la muñeca derecha con la mano izquierda para extraer un cuchillo sin hacer ruido. No muy grande pero manejable y con una buena punta. El mismo que había utilizado días antes para cortar el tomate mientras besaba a Judie. Lo apreté entre mis dedos. Esa noche había matado con una pistola, con un hacha… no veía por qué no podía estrenarme con un cuchillo.

—¿Tom? —gritó Manon desde la sala—. ¿Eres tú?

La cocina y el pasillo estaban a oscuras. Me apoyé contra la nevera y esperé. Si Manon aparecía por allí la cogería del cuello y le clavaría el cuchillo en los riñones.

—¿Tom…? —repitió la voz, y entonces suspiró, casi soltando una carcajada—. Ahhh… ya veo, tú no eres Tom.

Entonces oí dos tremendas explosiones y la puerta de la nevera saltó por los aires junto a mi mejilla. Me caí de culo en el suelo y me arrastré hasta una esquina, lo más lejos posible de la puerta. Pensé que eso sería el fin, que Manon se asomaría por la puerta y me ejecutaría en el suelo, como una rata. Pero eso no ocurrió.

—¿Quién eres? ¿Blanchard? ¿El vecino? Madre mía, Frank y Randy, vaya par de gilipollas.

—¡La policía está en camino! —grité—. ¡Estás acabada!

La respuesta de Manon fue un nuevo disparo que entró directamente por la puerta y salió rompiendo uno de los cristales de la ventana.

—Tengo a la mujer aquí conmigo —dijo—. Y nos vamos a ir juntas ahora mismo. Si asomáis el hocico la ejecuto.

Por algún motivo no se atrevía a venir a la cocina. Por cómo hablaba en plural debía de pensar que se enfrentaba a Leo y a mí. Entonces me di cuenta de que lo más lógico también sería contar con que tuviéramos las armas de Randy y Frank.

Oí un grito (de Judie) y la voz de Manon ordenándole que se moviera. Sentí pasos en el suelo y oí que la ventana del mirador se deslizaba. Estaban saliendo a la terraza. Recuerdo que en ese instante pensé en salir por la puerta de atrás y tratar de emboscarla cuando estuviera subiendo a Judie a su furgoneta, pero entonces oí un grito, seguido de otro, y alguien vociferando un insulto. Me puse en pie y me apresuré por el pasillo hasta el salón. Allí, bajo el mismo marco del ventanal, había tres mujeres enzarzadas en una pelea. Manon y Judie, a las que se había unido Marie, aparecida de la nada.

Entonces no lo entendí, pero después supe que Marie había visto llegar el coche de Tom y Manon en el mismo instante en que alcanzaba la casa, después de correr desesperadamente por la playa. Se había escondido en la oscuridad del jardín y me había visto llegar, pero no se había movido; estaba deshecha y asustada. Al oír los disparos, se había acercado de nuevo a la casa, y se había topado con Manon, saliendo de espaldas con Judie. En ese momento aprovechó para cogerla del cuello y tratar de liberar a Judie, y en ese mismo instante aparecí yo por la puerta del salón.

Las cosas, tal y como yo las vi (y quedaron recogidas en la posterior declaración que hice a la policía), fueron de la siguiente manera: Manon había soltado a Judie al verse sorprendida por Marie, quien se había lanzado a por la mano en la que ella sostenía el arma. La pistola apuntaba al techo de la casa y Marie luchaba por mantenerla así con sus dos manos, pero Manon liberó un puño y comenzó a golpear a Marie en el estómago. Judie, tras caer de rodillas, había reaccionado y se giró contra Manon, abrazándola e intentando detener aquellos puñetazos sobre Marie, pero Manon se quitó a Judie de encima de una fuerte patada y en ese mismo instante logró bajar su arma y abrir fuego.

Yo estaba cruzando el salón y casi saltando ya sobre las tres mujeres, cuando vi aquella explosión a la altura del pecho de Marie, y cómo todo el cuerpo de aquella bella mujer temblaba al recibir el impacto de la bala. Su pijama de color púrpura se tiñó de rojo oscuro, pero se mantuvo de pie todavía unos segundos, y después se derrumbó sobre la hierba de la terraza.

—¡Marieeeeeeee! —grité.

Caí como un bombardero sobre Manon, la derribé y sentí que su cuerpo se clavaba contra el marco del ventanal. Aun así, logró conservar su pistola y realizó un disparo que se perdió en la oscuridad de la noche. Me lancé a sujetarle las manos y enseguida sentí la fuerza que había en su cuerpo. Era como tratar de aplastar una cobra con una escoba. Conseguí inmovilizarle la muñeca que sujetaba la pistola, pero la otra se revolvió mientras intentaba cogerla entre mis dedos y, finalmente, en menos de un segundo, lanzó la palma abierta contra mi cuello. Un golpe seco en mi tráquea y de pronto me ahogaba. Me llevé la mano al cuello instintivamente y entonces ella me golpeó bajo el bíceps causando otra ola de intenso dolor que me desarmó el brazo derecho, y acto seguido otro golpe en mi costado que me hizo tambalearme hacia un lado.

Antes de que pudiera darme cuenta, aquella serpiente me había pulverizado. Se zafó de mis piernas con varios rodillazos y terminó sentada sobre mi vientre.

Nos miramos a la cara. Ella tenía un hilo de sangre cayéndole por un lado de la frente. El pelo alborotado. Los ojos negros llenos de fuego.

—Ahora despídete, hijo de puta.

A través de mis párpados heridos y entornados vi el cañón de su pistola. Estiré el cuello inútilmente, sabiendo que a continuación sonaría una explosión y todo acabaría tal y como aparecía en mis sueños. Con Peter Harper agujereado por un ojo y sus sesos desparramados en el suelo de su bonita casa de playa irlandesa. El periódico que papá leería mañana sería esencialmente el mismo que ya había visto. Cuerpos enfundados en sábanas. Grandes larvas blancas. Y mi padre volvería a beber, a fumar, a hacer todas las cosas que sacaban de quicio a mamá. No viviría mucho después de aquello. Quizás algún día encontrara el valor para lanzarse a las vías del tren.

Todo se había cumplido. Todas y cada una de las cartas estaban boca arriba. La noche de tormenta. Marie corriendo por la playa. La valla rota. Los cuatro asesinos y su furgoneta. El cuchillo de Tom el Gordo. El accidente en la colina. El cobertizo. El hacha. La historia de mi propia muerte, acaecida de tres formas diferentes: una improbable catástrofe natural, un acuchillamiento y un disparo en la cabeza.

—Quieta, hija de la gran ramera —dijo una voz entonces.

Era Judie. Se había puesto en pie y sostenía el atizador de la chimenea con las dos manos. Acababa de terminar su backswim y el atizador estaba en lo alto a punto de caer sobre la bola, en ese caso el rostro de Manon. Manon lo vio también y se quedó con la boca abierta. Trató de levantar su mano y dirigirla hacia Judie, pero Judie fue más rápida. El atizador cayó con todas sus fuerzas sobre el rostro de aquella víbora y lo aplastó. No sabría describir qué se rompió y qué se quedó en su sitio, porque la cara de Manon se llenó de sangre y rebotó contra el suelo como una bolsa de pescado muerto.

Cuando me puse en pie y abracé a Judie, noté que todo su cuerpo temblaba sin perder de vista a Manon.

—¿La he matado? —preguntó sollozando.

—Espero que sí.

Marie yacía en el suelo, con la boca y los ojos abiertos.

Judie corrió a llamar a una ambulancia aunque lejos, muy lejos de allí, entre el rugido del viento, podían oírse ya unas sirenas.