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El temporal, que algún agente del servicio de meteorología amante de lo bíblico había bautizado como el Luzbel, llevaba días anunciándose. Iba a ser un tanto excepcional incluso para Donegal, así que ojo: quizá volasen algunas tejas, o alguna farola del tendido eléctrico. El tipo de Radio Costa nos avisaba cada sesenta minutos: «Llenen el depósito de sus generadores. ¿Cómo van de congelados? ¿Latas de judías en tomate? ¿Suficientes? Y tampoco se olviden de comprar velas y cerillas. Y para los que viven muy cerca de la costa, amarren bien sus botes. Y si pueden, saquen los veleros a dique seco por una noche».

Esa misma mañana habían avisado de vientos de cincuenta y cinco nudos y recomendaron evitar la conducción en carretera a partir de la media tarde. También recomendaron prepararse para fuertes lluvias e inundaciones en el interior. En cuanto a las casas de la costa, todo el mundo se preparaba para una noche de mil demonios.

Yo había ido a Clenhburran bien temprano para hacer unos recados y compras de última hora. Clenhburran era el único pueblito en varias millas a la redonda, lo cual significa mucho cuando todo lo que te une al mundo exterior es una tortuosa y estrecha carretera entre rocas y acantilados.

La primera tarea de mi lista aquella mañana era llevar a reparar mi segadora en el almacén de John Durran.

—¿Ya ha protegido sus ventanas, señor Harper? —me preguntó el propio Durran según me vio entrar en la tienda—. Usted vive en Tremore Beach, ¿no es cierto? Allí pegará con bastante fuerza esta noche.

Durran era otro de los que se estaban haciendo de oro con el momentum creado por el ciclón. En uno de los laterales de la tienda, junto a la puerta, había una pila de tableros de conglomerado de dos o tres metros de altura. Colgado del techo, encima de los tableros, un cartel fosforescente alertaba a los clientes de la tienda: «¡Protejan sus ventanas!».

También había una oferta especial en generadores de gasolina, velas, estufas de propano y otros elementos de supervivencia. Los pocos turistas o residentes de fin de semana que había por allí llenaban sus carros y Durran se frotaba las manos. Una pena —para él— que aún faltase un mes para el inicio oficial de la temporada alta.

Le respondí que estaba preparado para la noche aunque en realidad no había puesto ningún tablero en mis ventanas. Leo Kogan, mi único vecino en la playa, tampoco lo había hecho, y además me había desaconsejado hacerlo: «No será para tanto». Hasta ese día había confiado en su experiencia, como veterano residente en la playa, pero reconozco que el ambiente «preguerra nuclear» que se respiraba en la tienda de Durran, más algunas casas completamente forradas en madera que había visto desde la carretera mientras conducía esa mañana, habían comenzado a ponerme un poco nervioso.

Empujé la segadora hasta el taller y le expliqué a Brendan, el mecánico, que el día anterior la había vuelto a estrellar —por segunda vez en dos meses— contra la misma alcantarilla de hormigón semiescondida en mi césped.

—Una Outils Wolf nueva y ya tiene unas cuantas marcas de guerra, señor. Si quiere le podemos instalar una plancha de metal o algo en esa alcantarilla.

Le expliqué que la agencia de alquiler se iba a hacer cargo de eso —si es que realmente lo hacían en este milenio— y le pregunté para cuándo la tendría lista.

—Hay que cambiarle la hoja y mirar ese motor —explicó Brendan—, quizá dos o tres días.

Acordé regresar al almacén en ese tiempo y salí dando un paseo hacia el puerto. Al bajar por Main Street, vi a los pescadores protegiendo sus barcos, e incluso Chester, el viejito de la tienda de periódicos y tabaco, avisó de que algo «grande» se avecinaba esa noche.

—¿Se ha fijado en que no hay gaviotas? —dijo mientras colocaba mi pedido en la bolsa: un Irish Times, un cartón de Marlboro y el último best seller de misterio—. Con un día tan claro y ni una sola buscando comida. Eso es porque lo huelen, ¿sabe? Se han ido todas al interior y ahora mismo estarán cagando en los tejados de Barranoe o Port Laurel, quién sabe. Si me pregunta, yo creo que viene algo gordo. Nunca he visto semejante día antes de una tormenta desde 1951. Esa noche volaron ovejas y tractores por encima de los campos. El letrero de la tienda, ese que ve ahí fuera, salió volando y mi primo Barry lo encontró en la carretera de Dungloe, a varias millas de aquí.

Pero de nuevo recordé a mi vecino, Leo, que me había insistido en que no me preocupara; que excepto por la molesta arena que se pegaba en los cristales y alguna que otra teja suelta, no ocurriría nada espectacular. Y él llevaba tres años viviendo en la playa. De hecho, ni siquiera la llegada del ciclón esa noche le había hecho cambiar sus planes de cena. La fecha llevaba en el calendario desde hacía dos semanas y el día anterior había llamado para confirmar. «¿Crees que será prudente cruzar la playa esa noche, con semejante Apocalipsis a punto de descargar sobre la costa?».

«¡Solo son dos millas, Peter! —había respondido él con su habitual optimismo—, ¿qué te puede pasar en dos millas?».

Sobre las seis de la tarde, cuando me desperté de la siesta, el frente tormentoso era ya como una larga alfombra sobre el cielo del atardecer. Me recosté en el sofá y observé a través de los grandes ventanales del salón: en el horizonte, una titánica formación de nubes, alta como un abismo y tan amplia como permitía la vista, avanzaba como un implacable ejército. Sus negras entrañas relampagueaban prometiendo una batalla encarnizada contra la tierra.

Me puse en pie y el best seller de misterio —cuyas primeras cincuenta páginas habían conseguido hacerme dormir— se cayó sobre la cálida alfombra de motivos aztecas que decoraba el centro del amplio salón. Recogí una guitarra que también descansaba en el suelo y la coloqué entre las almohadas. Después me acerqué a los ventanales, abrí la gran puerta corrediza y salí al exterior. Me recibió un viento furioso, que agitaba el césped y las plantas de mi jardín como sonajeros. La valla, una hilera de blancas estacas que rodeaban el terreno, también resistía el poderoso embate. Abajo, en la playa, la arena se levantaba formando nubes y acribillando la costa. Recibí decenas de punzantes granos en mi rostro.

Viendo aquella monstruosa tormenta acercarse a la costa, me sentí como un pequeño insecto a punto de ser engullido por un gigante. Recordé las tablas de John Durran y me arrepentí de no haberme llevado unas cuantas. Maldita sea, aquello era como un monstruo a punto de comerse la costa, Pete, ¿en qué estabas pensando?

Volví adentro y cerré el mirador. El cierre nunca se ajustaba bien del todo, pero le di un buen golpe hasta que quedó herméticamente cerrado. «Tranquilo, señor Harper, no es el fin del mundo». Subí a la primera planta y revisé y comprobé, una a una, todas las ventanas que daban al norte.

Arriba, la casa consistía en un gran dormitorio principal y otra habitación con dos camas (que en unas semanas tendría sus primeros huéspedes: mis hijos), además de un cuarto de baño. Bajo el tejado había un pequeño desván lleno de cajas polvorientas y viejas maletas. Por primera vez en meses subí allí para asegurarme de que el tragaluz estuviera bien cerrado. De paso me aprovisioné de unas cuantas velas que repartí por la casa, por si la luz se iba en plena noche.

Desconecté todos los enchufes y volví a la planta baja. La cocina solo tenía una ventana de cara al mar, que era de doble cristal, y parecía tan firme como la dentadura de un caballo. Salí por la puerta de la cocina al jardín trasero. Recogí un par de sillas de madera y las dejé plegadas dentro del cobertizo. Allí había herramientas y maderas que algún habitante anterior de la casa habría comprado por alguna razón. Incluso una pequeña hacha con la que alguna vez había partido leña. Especulé con la idea de ponerme manos a la obra y montar algún tipo de protección por mi cuenta, pero lo descarté de inmediato. Probablemente solo conseguiría cortarme un dedo con esa hacha, o algo peor. Y en aquel lugar, sin nadie que pudiera oírme, moriría desangrado y solo.

Cerré el cobertizo y regresé a la casa.

En el salón, los cristales temblaban sacudidos por aquellas furiosas ráfagas de viento. ¿Llegarían a romperse? Lo mejor era no arriesgarse. Encontré un plástico bastante grande en el pequeño trastero del recibidor. Lo habíamos utilizado durante la mudanza para envolver mi Steinway & Sons y pensé que al menos aquello protegería el piano en caso de que los cristales se rompieran y la lluvia se colara en el salón. Una vez cubierto el piano (un colín de dos metros de largo y casi trescientos cincuenta kilos de peso), desbloqueé las ruedas y lo empujé hasta alejarlo del ventanal. Dejó tras de sí un espacio limpio rodeado de cuadernos, libros de partituras, botes de lapiceros y muchas bolas de papel. Apagué y cerré mi MacBook Pro y lo coloqué en lo más alto de una estantería alejada de la ventana. Lo mismo hice con un teclado digital que usaba para mis grabaciones. Hecho esto el salón quedó listo para recibir a la madre de todas las tormentas. Los cristales habían comenzado a recibir gotas de lluvia y a lo lejos se oían ocasionales truenos, pero todavía ni un rayo.

Entonces sonó el teléfono.

Corrí hasta él y respondí. Oí la voz de Leo al otro lado.

—Buenas noches, Harper, estamos a punto de empezar. ¿Vienes o qué?

Con todo ese trajín casi había olvidado mi cita con los Kogan.

—Perdona, Leo, se me ha ido el santo al cielo —dije, acercándome con el teléfono al mirador—. Oye, ¿sigues pensando que no necesitaremos las tablas en las ventanas?

Le oí reírse, lo cual me tranquilizó solo un poco.

—Durran te ha metido el miedo en el cuerpo, ¿eh? Bien por él. Escucha, Pete, a menos que empiecen a caer meteoritos, dudo mucho de que nada te rompa las ventanas esta noche. Pero ven antes de que esa nube gigante alcance la costa. Dicen que habrá muchos rayos.

Le prometí que estaría allí en diez minutos. Después colgué y me reí un poco de mi propio miedo. «¿No querías vivir en la playa? ¡Alma de urbanita!».

Subí escaleras arriba y me metí bajo la ducha caliente para terminar de desperezarme. Me había echado una larga siesta esa tarde, después de regresar del pueblo. La noche anterior no había pegado ojo, todo por culpa de una llamada, a última hora, de Pat Dunbar, mi agente, que me había revuelto las tripas.

Pat, de cincuenta y seis años, sobrepeso, un amago de ataque cardiaco, divorciado y vuelto a casar con una esbelta joven rusa de veintiún años, vivía en ese momento en Londres, aunque solía pasar meses en una espléndida villa en el Mediterráneo. Fumaba menos que antes, pero seguía bebiendo igual que siempre. Teníamos una relación casi de padre e hijo, solo que yo era (o solía ser, al menos) un hijo que producía una comisión del veinte por ciento.

—Me encontré con Alexander Wells en la gala de los BAFTA —dijo, tras haber iniciado la conversación con un educado ¿qué tal en tu isla desierta?—, hablamos de ti. Quería saber qué estabas haciendo, si tenías un hueco. Están grabando una nueva serie sobre el pirata Drake. Bueno, era un pirata solo para los españoles. En Inglaterra era un héroe o algo parecido. Es una serie de barcos y guerras.

—Conozco a Francis Drake —dije, mientras me tensionaba un poco. Ya sabía en qué dirección venía Pat.

—Vale. Perfecto. Me saltaré el contexto histórico. Entonces, ¿cuándo empezamos? Están buscando un compositor y lo necesitan en un mes. Le dije que hablaría contigo. ¿Podrías reunirte con él en Londres… digamos la semana que viene?

Supongo que era inevitable. Pat era mi agente, no mi madre.

—¿Pensabas que te iba a preguntar por tu salud?

—Pat, ya sabes lo que hay —respondí—. Estoy comprometido con otra cosa. Al menos hasta septiembre. No voy a dejarlo a medias.

Se hizo una breve pausa. Conocía a Pat Dunbar desde hacía años y me apostaría algo a que estaba repitiendo mis palabras al aire, imitando la cara de un imbécil.

—No te estoy pidiendo que dejes nada a medias, Pete —volvió a decir, tratando de suavizar su tono—. Respeto tus decisiones. Las he respetado siempre, ¿verdad? ¿No es cierto? Solo te pido que tengas un detalle con la realidad. Que salgas de ese retiro budista por un fin de semana, te pongas un traje y te tomes un café con Wells y su productor. Que te cuenten sus ideas. Te conozco, les vas a escribir el tema principal en una servilleta después del minuto cinco de la conversación. ¿Qué me dices?

Aquí tienen a Pat Dunbar, pensé, el genio de la psicología barata, intentando una técnica de ultramotivación.

—Tengo que ser fiel a mis proyectos, Pat. Reunirme con Alex Wells no es más que comprometerme. Quedaremos mal, tú y yo, si no voy completamente convencido. Lo sabes. Hay que llevar los dientes largos a esas reuniones, y además ya tengo un proyecto entre manos.

—¿Lo tienes? —respondió él—. ¿Estás tan seguro de eso?

—¿A qué te refieres? —dije un poco molesto.

—Sí, lo sé: tu proyecto personal —dijo Pat—, un disco experimental. Eso es lo que le llevo diciendo a todo el mundo en los últimos once meses. «Pete está tomándose un tiempo para sí mismo». Once meses, chaval, ¿sabes la de cosas que pasan en ese tiempo? He rechazado…

—Lo sé, Pat. Me has hecho la lista varias veces: dos proyectos de seis cifras en videojuegos, una película, y con esta serán tres series.

—¿Me permites que te diga algo que no quieres oír? La gente comienza a olvidarse de ti. Te estás creando fama de raro, de impredecible, y eso es como la peste: la peor reputación que uno puede labrarse. Por mucho que reluzcan tus premios BAFTA, tus Globos de Oro y esa nominación al Oscar, todavía no eres un Elfman, ni un Williams, ni un Zimmer, recuérdalo, ¿vale? Siento ser cabrón, pero creo que necesitas que alguien te lo diga. No te puedes permitir ciertas extravagancias todavía.

Bueno, esa era la bronca que me estaba esperando desde hacía tiempo. Había llegado por fin. Había cruzado el límite de la paciencia del mismísimo Pat Dunbar.

Cuando terminó se quedó callado unos segundos. Nos dejó respirar, a los dos.

—Mira, Pete… sabemos que lo has pasado mal, ¿vale? Yo también me he divorciado. Sé la mierda en la que estás metido. Clem te metió un buen hachazo y ahora estás enfadado con todo. Pero tienes que ayudarte a ti mismo.

—Eso es lo que pretendo hacer —dije.

—¿Escondiéndote del mundo?

—No me escondo. Necesitaba paz. Alejarme de todo —«De ti también», pensé—. Además, solo estaba haciendo mierda. Lo sabes.

—No era mierda. Estabas tocado por el divorcio. Llámalo accidente. Estos tipos tienen mucha prisa y no pueden esperar a nadie. Luché hasta el límite por mantenerte dentro. No pudo ser.

Hablábamos del desastre que —entre otras cosas— había dado pie a mi exilio. La película que no había podido terminar. La FOX. Sus abogados. Un golpecito más en la cabeza del señor Harper y en sus finanzas, tras mi divorcio con Clem.

—Mira, Pat —dije tomando la iniciativa—. Sé que eres mi amigo. Sé que todo lo dices con buena intención, además de tu preciado veinte por ciento, pero ahora no quiero regresar. Noto que estoy a punto de dar un paso adelante, de mudar la piel. Lo de Clem, toda esta maldita pesadilla, creo que me va a ayudar de cierta manera. Pero necesito tiempo.

Ahora Pat estaría recostado en su sofá, con la cabeza apoyada y mirando al techo. «Lo he intentado, he hecho todo lo que he podido».

—De acuerdo, Harper. No voy a insistir. Le diré a Wells que no. Siempre he confiado en tu instinto. Tienes un buen instinto. Sigue con tu álbum, sigue curándote y avísame cuando quieras trabajar, ¿vale?

Colgué el teléfono. El «sigue curándote» resonó en mi cabeza.

Pero era cierto. ¿A quién iba a engañar? No me atrevía a ver a Alexander Wells porque no me sentía seguro. Pat lo sabía, la FOX lo sabía, la BBC lo sabía. Todo el mundillo estaba enterado. Un directo a la mandíbula, mal encajado, y Peter Harper había perdido su mirada de tigre. Componía algo, lo escuchaba y lo mandaba a la basura. En el fondo debería agradecerle a Pat que siguiera jugándose su reputación conmigo.

Un blog dedicado al mundo del espectáculo me dedicó la siguiente entrada unos meses atrás: «Se tiró medio año prometiéndole algo a la FOX, con un adelanto más que suculento, y dicen que solo fue capaz de entregar una maqueta de sonidos de la jungla mezclados con violines. Dicen que su divorcio le ha sentado mal. Yo diría que lo ha tirado de la silla».

Durante los últimos tres meses, mi vida creativa había sido una frustrante agonía de intentos y errores. Una espiral maniacodepresiva en la que una noche creía tener algo maravilloso, la melodía que marcaría el punto de inflexión de mi vacío creativo, y a la mañana siguiente lo escuchaba y me hacía vomitar (figurativamente, menos un par de veces que pasó de verdad). Me levantaba del piano, desesperado, y tenía que salir de casa para no explotar y, como consecuencia directa de explotar, beber, y me marchaba a dar un paseo por las rocas de Tremore Beach, buscando cangrejos, deseando sutil e infantilmente que una ola imprevista acabase con aquel sufrimiento, o un paseo por los acantilados hasta las ruinas del monasterio de Monaghan, donde solía hablar con Dios y pedirle, con gran vergüenza, que me echase un cable. Aunque la mayoría de las veces salía al jardín y me dedicaba a segar la hierba, que se había convertido en el mayor entretenimiento de mi vida monacal. Y tenía un césped precioso, digno del palacio de Buckingham.

Después de la ducha y el afeitado, me puse una camisa limpia y una americana. Sentaba bien salir del uniforme de vaqueros y camiseta de vez en cuando. Cogí la botella de vino chileno que había comprado en el Andy’s esa mañana, apagué todas las luces y me dirigí a la entrada. Las llaves colgaban junto a la puerta. Las tomé y las dejé caer en el bolsillo de mi pantalón. Después alcancé la manilla de la puerta y sentí el frío de la noche transmitido a través del metal, un leve temblor entre mis dedos, porque la puerta se agitaba con el viento del exterior.

Y entonces ocurrió. Lo que tantas veces iba a recordar a partir de entonces. Una voz me habló y dijo:

«No salgas de casa».

Fue como una voz sin rostro. Como un fantasma escondido en mis oídos. Un susurro que podría haber sido el viento. Lo oí dentro de mí, en alguna parte: «No abras esa puerta. Esta noche no…». Mi mano se quedó posada sobre la manilla. Mis pies congelados, fundidos en el suelo de baldosas.

Miré hacia atrás, a la oscuridad del salón. A lo lejos, en el océano, relumbró un rayo y el salón se iluminó por un instante. Allí no había nadie, por supuesto. Esa voz no pertenecía a ningún fantasma. Era mía. Había surgido de mi propia cabeza.

«¿Es lo que estás pensando…? ¿Es esa voz? ¿Otra vez?».

En toda mi vida, hasta ese momento, solo la había oído en otra ocasión. Tan nítida, tan clara en su mensaje…

«Maldita sea, pero aquella vez fue solo miedo —me dije a mí mismo—. Lo mismo que esta noche. No seas crío, Peter Harper. Esas cosas no existen».

(«Pero ¿no tuviste razón aquella otra vez?»).

—Vamos, no seas crío —dije en voz alta, en la soledad de mi recibidor.

Apagué la luz, salí de casa y cerré la puerta con fuerza, como si quisiera espantar un fantasma.