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Jip y Beatrice habrían podido aterrizar en Belfast, el aeropuerto internacional más cercano a Donegal, pero pensé que podríamos aprovechar para hacerle una visita al viejo Harper, que llevaba quizás un año sin ver a sus nietos («los holandeses», como él los llamaba). Yo conduciría desde Donegal para recogerles, pasaríamos una noche en Dublín y después volveríamos a Clenhburran para comenzar las vacaciones.

Hablé con Clem, mi exmujer, por Skype una semana antes de la fecha prevista para el viaje, y ella estuvo de acuerdo con la idea. Me dijo que compraríamos los billetes a medias, pero insistí en que yo correría con todos los gastos de sus vacaciones en Irlanda. Era un poco de orgullo idiota, y además mis cuentas no estaban tan saneadas como me gustaría, pero me negaba a que el dinero del gran Niels —la nueva pareja de Clem— emborronase un solo centímetro de nuestras idílicas vacaciones.

Como se trataba de una videollamada, pude verla. Ahora llevaba el pelo corto y ondulado —le quedaba bien— y estaba un poco bronceada; me imaginé que Niels y ella habrían viajado recientemente, a alguno de los exóticos destinos que acostumbraban. En suma, seguía siendo la misma mujer atractiva e inteligente de siempre, solo que ahora nuestras conversaciones eran un poco diferentes. Yo trataba de hacer los viejos chistes, de arrancarle una sonrisa e incluso de cortejarla. Pero todo esto chocaba con una nueva y dolorosa frialdad: la de una mujer que ya no te corresponde. Una mujer que se ha desenamorado de ti.

Me contó que Niels viajaría por negocios a Turquía coincidiendo con las vacaciones de los niños, y que ella estaba pensando en acompañarle. Un viaje por la Capadocia, en el interior del país. Le dije que sonaba impresionante, pero fue con cierto sarcasmo o envidia mal curada.

—Pareces un poco enfermo —respondió ella—. ¿Cómo va todo?

—No es nada…

«Me dio un rayo en toda la cocorota y desde entonces tengo algunas visiones macabras, por lo demás estoy en plena forma».

—He pasado la noche tocando. Ya sabes. Aquí no hay mucho más que hacer. —Rematé aquel proyecto de chiste con una risa más falsa que un billete de Monopoly.

—Genial. ¿Cómo te va, estás siendo productivo?

Sabía que Clem lo preguntaba con el corazón, que no había ninguna maldad tras sus palabras, pero en su boca todo sonaba como un ataque directo. «¿Qué quieres saber? ¡Pero qué digo! ¡Si ya lo sabes! No me he pasado la noche tocando, sino dando vueltas en la cama, rememorando la gran mierda que es mi vida. A eso de las cuatro de la mañana he bajado a la cocina y me he servido un vaso de leche caliente al whisky. He dormido una hora y he vuelto a despertarme. Mi vida seguía ahí».

—Voy lento, pero seguro —terminé diciendo—. Creo que estoy a punto de entrar en una nueva fase, en un nuevo…

Oí otra voz sonando desde alguna parte de aquel superapartamento del Oost que se dibujaba tras ella: Niels. Clem desvió su atención por unos instantes y se perdió mi gran frase acerca de la nueva etapa creativa y espiritual en la que estaba entrando (siego la hierba, pinto mi valla, soy Karate Kid). Después volvió a mirarme con una sonrisa de lástima. Me dijo que debía marcharse. Niels la esperaba, probablemente para hacer algo estupendo. Una gran reunión social, un almuerzo de alto copete en los alrededores del Concertgebouw, cualquier cosa maravillosa completamente fuera de mi alcance.

—Ahora tengo que dejarte, Pete. No te olvides de preparar los papeles del aeropuerto para recoger a los niños, ¿vale? Te volveré a llamar la semana que viene.

Jip y Beatrice llegaron el 10 de julio en un vuelo Ámsterdam-Dublín de la compañía Aer Lingus.

Esa mañana me levanté muy temprano. Fui uno de los primeros clientes del Andy’s aquel día. Llené el depósito del Volvo, compré un gran café con leche y dos chocolatinas, y añadí un par de CD para el camino: Harvest, de Neil Young, y una recopilación de lo mejor de Fleetwood Mac.

Conduje todo el día haciendo una única parada en Ballygawley para comer unos fish & chips y mear. Después, cerca de la media tarde, llegaba a la circunvalación de Dublín, que a esas horas estaba atestada de tráfico. Desde allí, al nuevo y flamante aeropuerto internacional, cuya nueva y futurista terminal poco tenía que ver con la antigua caja de zapatos de la que yo partí muchos años atrás rumbo a una nueva vida. Llegué con el tiempo suficiente de arreglar el papeleo de recepción de los niños, tomarme otro café y echarme un cigarrillo en los dos metros cuadrados reservados para fumadores en una acera del exterior del aeropuerto.

A las cinco y media, con solo veinte minutos de retraso y a pesar de los fuertes vientos que se registraban a pie de pista, el Aer Lingus EI611 tocó tierra sin problemas. Veinte minutos más tarde, Jip y Beatrice aparecieron entre una multitud de pasajeros siguiendo a una asistenta de tierra que se encargaba de guiarlos fuera del avión hasta el área de llegadas. Iban de la mano con el rostro serio y alerta de un niño que viaja solo por primera vez. Beatrice, la mayor, de trece años, tirando de una maleta de ruedas de color rosa, y Jip, de ocho, portando su mochila-tortuga. Después de tres meses sin verlos me dio un vuelco el corazón. Me pareció que habían crecido al menos veinte centímetros cada uno.

Ellos tardaron en reconocerme. Estaban esperando, junto con la azafata de tierra, con los ceños fruncidos y una expresión de «¿dónde está papá?» en la cara. Jip fue el primero en divisarme entre la multitud. Soltó su maleta y corrió hacia mí, lanzándose entre mis brazos. Después Beatrice voló acrobáticamente sobre mi otro flanco y casi acabamos en el suelo. Se quejaron de que mi nueva barba pinchaba, y Beatrice hizo un comentario sarcástico sobre mi coleta. Le respondí que eso era mucho mejor que ir con las melenas al aire. No había pasado por el peluquero en un par de meses y podría conseguir que me arrestaran.

—A ti no te arrestarán, papá —dijo Jip, y después miró a la azafata de tierra, una sonriente rubia de ojos azules—. Es que mi padre es famoso.

Entregué el formulario de recepción de «Menores No Acompañados» a la azafata y ella echó una última firma. Después llamó por radio al check-in para verificar los detalles una vez más, y con eso dio por finalizada la responsabilidad del aeropuerto sobre los niños.

—Se han portado muy bien durante todo el vuelo —dijo acariciando el precioso pelo dorado de Jip, que siempre despertaba esos arrebatos de ternura en los adultos—. Son dos chicos muy valientes.

Llegamos al centro de Dublín sobre las seis y media de la tarde. La vieja ciudad seguía igual que siempre. Dame Street y una lengua de taxis atascados. El Olimpia. Los grupos de turistas manando como burbujas en el gran caldero de Temple Bar. La música de una trad session elevándose en el cielo y mezclándose con el humo de la fábrica de cerveza. La vieja, sucia, canalla y divertida Dublín.

El gran Patrick Harper —cuerpo de armario, mandíbula fuerte, rostro perfectamente rasurado, pelo corto y perfumado con Old Spice— nos esperaba en la casa familiar de Liberty Street con lo mejor que un viudo irlandés puede hacer en cuestión de cenas caseras: estofado de beicon, patatas al horno y una gran tarta helada recién salida del Tesco de la esquina.

Cenamos mientras los niños hablaban y llenaban el silencio. Estaban entusiasmados con sus vacaciones, por supuesto, y no dejaban de hacer preguntas sobre Donegal y la casa en la playa, planeando todas las aventuras que íbamos a correr juntos durante esas vacaciones. «¿Podremos bañarnos? ¿Nos comprarás una barca hinchable?». «Oh, sí, claro, esto es el mar del norte, pero quizá las focas os hagan un hueco». «En la guía de Lonely Planet sale un sitio genial que se llama la Calzada de los Gigantes, ¿nos llevarás allí?». «Por supuesto, hijos, lo haremos todo. Todo lo que queráis».

—¿Vendrás tú también, abuelo? —preguntó Beatrice.

Mi padre esbozó una sonrisa triste y negó con la cabeza.

—No, hijita, ya nada me arranca de este barrio. Ni siquiera una bonita casa en la playa.

Papá les preguntó por el colegio y ellos respondieron que «todo iba bien»; como siempre, mentían bastante mal. Sabía que Jip había sacado buenas notas, pero seguía sin hacer demasiados amigos, básicamente cero. Beatrice, en cambio, iba de mal en peor, en todos los aspectos. Decía que nada le importaba «un pijo» porque sería músico como yo de mayor, y yo tampoco había sido bueno en el colegio: «¿Verdad, papá?». Maldije el día en que se me ocurrió alardear de eso delante de mis hijos.

Beatrice había conseguido una puntuación de Gymnasium en su test del año pasado. En el sistema educativo de los Países Bajos eso equivale a «mente brillante que irá a la universidad y tendrá muchas posibilidades de convertirse en un líder de nuestra sociedad». Sus profesores del pequeño colegio de barrio de Oud West habían estado de acuerdo en promocionarla (el consejo del profesor es la «otra» única cosa que pesa en la decisión final) y, por lo tanto, podría elegir un nuevo colegio y una serie de asignaturas, aparte de algunas obligatorias en el Gymnasium como el griego o el latín.

Clem, con el respaldo de Niels, había presionado para que Beatrice solicitara su admisión en el instituto Arbelaus, uno de los más célebres de Ámsterdam, donde Niels había sido alumno de honor. Muy lejos (a millas de distancia) de esta idea, Beatrice había anunciado que renunciaría a su nivel de Gymnasium para ir a otro instituto, al este de la ciudad, con sus dos mejores amigas. Había estrenado su adolescencia con una orgía de dolor, un divorcio y un padre desterrado; supongo que su brillante futuro le importaba un carajo. Clem me pidió ayuda, yo fui a visitarles a Ámsterdam y pasé un día entero con Beatrice hablando de la vida, las decisiones y de lo difícil que es dar marcha atrás cuando se elige mal. «Siempre se encuentran amigos, allí adonde vayas». Bueno, supongo que fui el culpable de haberla convencido en ese momento, y Beatrice terminó entrando en Arbelaus y, vaya, ese año se había estrenado por todo lo grande: con una pelea, dos meses después de empezar el curso. Llamada a las familias. Reunión en el despacho del director. Niels, antiguo alumno, utilizando sus influencias. Clem desahogándose conmigo y yo a punto de volver a Ámsterdam a sacar a mi hija de aquella gigantesca broma pesada que le estábamos gastando. En Navidad viajé a Ámsterdam y pasé una semana entera con ellos. Parecía que el temporal había aflojado un poco (al menos con Jip) y acordamos mantener la calma. Incluso el infalible Niels se estaba empezando a plantear si había tomado la decisión correcta. Clem contrató una psicóloga infantil que nos cobró mil euros para decirnos lo que ya sabíamos: que el divorcio estaba detrás de toda esa inestabilidad. Así que decidimos que en verano, al menos la primera parte, los niños pasarían tres o cuatro semanas conmigo, lejos de todo. Donegal sería nuestro refugio.

Instalé a los niños escaleras arriba, en mi antigua habitación, que no había pisado desde hacía años. Allí, el viejo adhesivo seguía sujetando mis pósteres de Thin Lizzy, Led Zeppelin, Queen… incluso un anuncio fotocopiado del concierto de una de mis primeras bandas adolescentes: «Punzi & The Walking Zombies en la sala BomBom de Parnell Street. 26 de mayo de 1990».

—¿Esta era tu habitación, papá? ¿Tú dormías aquí?

—Cada noche —respondí—, hasta que cumplí los dieciocho.

—Y después conociste a mamá y te fuiste a vivir a Ámsterdam, ¿no?

—Sí. Así fue.

Madre mía, cómo vuelan los años, pensé mirando el cartel de Punzi. De aquellos cuatro egos insoportables, solo Paul Madden, el batería, seguía en activo, tocando el Sweet Caroline en bodas y bautizos, y con una noche regular en el Mother Reilly’s de Rathmines, haciendo versiones de Thin Lizzy, Led Zeppelin, los Stones y la Creedence. Los demás se habían casado, tenido hijos y dedicado a sus profesiones, y olvidado de la música para siempre. Solamente yo había conseguido vivir de ello, y no había sido precisamente fácil. Las generaciones son como un gran orgasmo, y supongo que yo era el espermatozoide afortunado que consiguió llegar al óvulo de los músicos que viven por su trabajo. Hurra por mí. Pero, pensándolo bien, ya podía ir poniéndome las pilas y salir de aquel hoyo, o pronto tendría que echar el curriculum vitae a la banda de bodas y bautizos de mi amigo Paul.

El polvo se acumulaba sobre mis diplomas del Royal Conservatory y un par de insólitos trofeos deportivos (de mi equipo de hurling escolar y una carrera de mi club de atletismo, donde nunca pasé de ser una mediocridad). Después de meter a los niños en sus camas (Jip dormiría en un pequeño colchón que papá había preparado en el suelo) repasé mi vieja estantería de libros y les pregunté si querían que les leyese un cuento. Beatrice me dijo que no hacía falta, que verían una película de dibujos en su iPad. «Es lo que siempre hacemos en casa».

—¿Hay wifi en la casa del abuelo? —preguntó después.

—¿Wifi…? No… no lo creo.

—Oh, vale. Intentaré robarle a algún vecino.

Antes de que pudiera abrir la boca para expresar mi paternal oposición a aquella idea, Beatrice ya había encontrado una red abierta y se había colado en ella para chequear su correo electrónico, su WhatsApp y su Facebook (donde una tal Anikke había colgado la foto de una camada de gatitos).

Les acompañé un rato mientras comenzaban su película y me pregunté si Clem ya se había olvidado de nuestra vieja costumbre de contar cuentos a los niños, o es que a ellos ya no les interesaba. Después, cuando Jip ya se había quedado frito del todo, y a Beatrice le quedaba muy poco, salí con cuidado de la habitación y volví escaleras abajo.

Papá estaba sentado frente al televisor, en su cómodo sofá junto a las ventanas que daban a Liberty Street. Me figuré que aquella era la imagen que resumía su vida en los últimos años, solo, en la penumbra, valiéndose lo justo para sobrevivir. No había engordado ni adelgazado mucho, pero su pelo era ya totalmente blanco y vestía pulcramente, pero con ropa vieja que seguramente se compró cuando mamá todavía vivía. Lloré por dentro; por fuera, traté de sonreír.

Me senté en una silla junto a la mesa del comedor y le ofrecí un cigarrillo, pero respondió que había dejado de fumar y de beber en casa. «A Ma’ nunca le gustó». Así que respeté su nueva regla y dejé el tabaco en mi abrigo. En cambio, le pregunté si quería té y respondió que sí. Fui a la cocina y puse a calentar el agua. Mientras tanto, eché un vistazo a la nevera y a los armarios y no vi nada demasiado alarmante. Comida básica, latas y algo de fruta. Nada de alcohol, y las cosas parecían limpias y en orden. Dios mantenía en su sitio la cabeza de mi padre, y di gracias por ello. Como su hijo único que era, yo había luchado contra la culpabilidad desde que mamá murió, pensando que quizá debería estar más cerca de él, cuidándole a cada minuto. Pero cuando las cosas se fueron al traste con Clem y regresé a Dublín, me di cuenta de que vivir en aquella ciudad, con papá, terminaría por destruir la poca autoestima que se resistía a morir dentro de mí.

Regresé al salón con la vieja tetera rosa y un par de tazas con motivos turísticos de Ámsterdam. Era un souvenir que mamá y papá debieron comprar en el bautizo de Beatrice, la única nieta que mi madre conoció. Después, cuando nació Jip, papá se conformó con ver una fotografía y oírle a través del teléfono hasta que hicimos la primera visita para presentárselo. Era cierto que no había nada que pudiera arrancarle de Dublín —qué demonios, de esa casa— desde que mamá se fue.

Bebimos un té y hablamos durante un rato de cosas sin importancia. Luego papá me preguntó por Clem, y por el divorcio y cómo lo estaba llevando. Le hablé un poco de Clenhburran, de algunos amigos que había hecho y de la casa. Omití cualquier referencia a Judie. Le dije que iba poco a poco y empecé a hablar de mis problemas creativos, pero a papá eso nunca le interesó demasiado (o quizás era un tema realmente aburrido para un exempleado de los ferrocarriles irlandeses). «¿Y los niños? —preguntó después—. Ellos son los grandes perdedores de todo esto, recuérdalo, Peter. No los utilicéis para vuestra guerra. Cristo, eso no te lo perdonaría».

La última vez que estuve por allí, tras llegar rodando desde Ámsterdam, le conté la historia con el nuevo colegio de Beatrice, y cómo yo me había opuesto a cambiarla de colegio justo ese año en el que ya había habido suficientes problemas (aunque las razones de Clem no eran tan malas. El colegio del barrio se había convertido en un nido de problemas, drogas y peleas). Aquella vez también le pregunté a papá cómo le iba y él respondió si realmente hacía falta decirlo. «Mira a tu alrededor, chico —dijeron sus ojos—, ni siquiera he movido las fotos de sitio. Todo está donde tu madre lo dejó. Y yo también. Paso las tardes sentado en este sofá. A veces voy al pub, me atonto la cabeza con unas pintas, logro incluso reírme de alguna buena ocurrencia. Luego vuelvo a casa y abro la puerta… a veces sueño que hay luz adentro y por un momento pienso que Ma’ está aquí. La imagino oyéndome llegar y llamándome con esa voz que parecía música. Sueño que me abraza con una sonrisa, porque ella siempre estaba de buen humor, y que espanta los demonios de mi cabeza. Me la imagino sentada a mi lado, en silencio, tejiendo una bufanda mientras yo veo la televisión, en una de las mil tardes aburridas y felices que tuvimos juntos. ¿Quieres saber cómo me va? Me arrancaría el maldito corazón si tuviese agallas. Saltaría a las vías del tren. Metería la cabeza en el horno. Pero no puedo. Ella me dijo que siguiera adelante, pero tampoco puedo. Así que vivo en mi agujero, esperando mi fecha de caducidad. ¿Te queda un poco más claro?».

Se hizo un pequeño silencio y la televisión seguía sonando de fondo. Un programa sobre los Chieftains en RTE 1.

—Hace dos semanas tuve un accidente —comencé a decir—, nada grave. Pero me alcanzó un rayo cerca de la casa de la playa.

Logré que papá apartara la cabeza del televisor por un segundo.

—Joder… ¿Estás…?

—Estoy bien. Solo tengo un pequeño dolor de cabeza, pero la doctora ha dicho que es normal. Tuve suerte. Debió entrar y salir, como las balas.

—Vaya, Pete, me alegro de que no fuera nada más —dijo mi padre dándome dos collejas, gesto que agradecí tremendamente—. Puedes ir a comprarte un billete de lotería.

—Sí, eso dicen —sonreí mientras apuraba mi té—, pero ¿sabes algo curioso? Esa noche, justo antes de salir de casa, tuve una especie de mal augurio. Una especie de premonición. Como si algo dentro de mí me dijera «No salgas esta noche»… y todo eso.

Mis palabras se apagaron en el aire y la flauta de Paddy Moloney, en la tele, se encargó de llenar el silencio. Mi padre se quedó mirando el televisor, rígido, pero con los ojos mirando a ninguna parte.

—Papá… ¿me has oído?

—Sí —terminó diciendo sin apartar su mirada del televisor—. Una premonición. Quieres decir como las que tenía tu madre, ¿verdad?

—Pues… sí —respondí—. Creo que sí. Aunque claro, ya sé que tú no lo creías.

—Era cierto —dijo entonces, interrumpiéndome—. Ma’ lo tenía. Supongo que tú también. El sexto sentido, o como se llame.

Parpadeé incrédulo, todavía, ante lo que acababa de escuchar. Miré a mi padre y detecté una capa de brillantes lágrimas en sus ojos. Yo también sentí que mis mejillas y mi garganta empezaban a arder. Era el precio por recordar a mamá.

—Yo siempre hacía un chiste sobre esas cosas, ¿sabes? Cuando ella me contaba lo de tu tío Vincent y el botón. Me hacía el arisco. Alguien tenía que ser el realista de la familia, el contrapeso a toda esa locura… Y reconozco que al principio no la creía, pero cuando pasó aquello del vuelo de Cork, el accidente… ¿sabes de lo que hablo?

—Sí —respondí.

—Ocurrió tal y como mamá lo contaba. Esa mañana se despertó llorando y me abrazó. Me dijo lo que había visto. Esos funerales. Y al mediodía dieron la noticia por la radio. Yo estaba en la estación, trabajando, y tuve que salir a la calle a tomar aire. Me daba miedo, ¿lo entiendes? Miedo de que tu madre tuviera alguna… enfermedad o algo. Por eso evitaba ese tema. Pero era cierto. Y ahora que me cuentas eso, supongo que tú también lo tienes. Ese «don». Al fin y al cabo su madre lo tuvo, y ella también. Es algo que viene de esa familia. Que pasa de padres a hijos.

Sus palabras resonaron en mis oídos. Noté un escalofrío recorriéndome el cuerpo. De padres a hijos. ¿Y si Jip, o Beatrice…?

Papá siguió viendo la televisión en silencio, como si quisiera dar el capítulo por terminado. En realidad, no creo que estuviera prestando mucha atención, pero posiblemente no había mucho más que decir. Escuchamos a los Chieftains, y después una aburrida entrevista a un lutier de Galway hablando de sus violines. Media hora más tarde, Pat Harper se levantó, apagó la tele y anunció que se iba a la cama.

—Te he dejado dos mantas —dijo, señalando el largo sofá que había frente a la chimenea—. Si tienes frío aquí abajo enciende la chimenea, o ven a pedirme otra manta. Ya sabes la afición que tenía tu madre por ellas. Todavía tengo veinte kilos cogiendo polilla en la habitación.

—Buenas noches, papá. Que descanses.

Mi padre pasó junto a mí y me revolvió el pelo.

—Tú también, hijo, y… da de comer a los peluqueros de vez en cuando, ¿eh?

«¿Eso… ha sido un chiste?».

Me eché en el sofá del salón, al abrigo de una manta de lana y cerré los ojos. Pensé que después de un largo día de viaje en carretera me dormiría ipso facto, pero mi cuerpo se resistía a la rendición. Además, pese a que había tomado mis nuevas pastillas tras la cena, el dolor de cabeza seguía allí. Era uno de esos días frustrantes en los que estaba a punto de perder los nervios y empezar a darme golpes contra una pared. La doctora Ryan era incapaz de hacer nada más por mí. Ni siquiera recetándome el veneno más fuerte de la farmacia era capaz de sacarme aquel clavo del cerebro. ¿Qué era lo siguiente que debía hacer? El nombre de aquel doctor de Belfast, Kauffman, volvió a mí por cuarta o quinta vez en los últimos días. Pero no quería joder las vacaciones de los niños con aquello. Dios. Aguantaría.

Saqué el paquete de cigarrillos de mi abrigo y, con la manta sobre los hombros, salí a nuestro pequeño jardín trasero a fumar. Era una noche clara de luna llena y fumé mirando las viejas casas dublinesas, con sus tejados y chimeneas torcidas recortándose bajo las estrellas. Después, de vuelta al salón, pasé junto a mi viejo piano de pared. Me senté en el taburete y abrí la tapa del teclado. Un viejo aroma a marfil y madera me llegó a la nariz trayéndome viejos recuerdos.

«¿Músico? ¡Quítate esos pájaros de la cabeza, Peter Harper! Eres el hijo de una costurera y un ferroviario, ¿entiendes? No hay nada principesco en esta familia. Llevas sangre de un obrero en las venas… ¡no intentes escapar a tu destino! Aprende una profesión y déjate de sueños imposibles. Es todo culpa tuya, Ma’, por meterle esas locas ideas en la cabeza».

Encontré un viejo cuaderno de partituras en el hueco del taburete. Viejas melodías garabateadas con prisa. Ideas al vuelo.

«Sí, mamá —respondí acariciando una de aquellas primeras composiciones y sintiendo que mis ojos producían una fugaz lágrima—, la culpa fue tuya. Toda tuya».

El cigarrillo o quizá la distracción me aliviaron de aquel dolor. Me eché en el sofá y después de un par de vueltas sobre los viejos muelles conseguí que mis ojos se cerraran finalmente.

Algo volvió a despertarme un rato después. La luna llena iluminaba tenuemente el salón, y sentí un fuerte olor a tabaco flotando en el aire. Aquel olor, fuerte, penetrando en mi nariz me alertó.

Alcé la vista y vi un cenicero lleno de colillas, todavía humeante sobre la mesa del comedor. Yo había apagado mi colilla en uno de los yermos maceteros del jardín trasero, así que solo podía ser papá. «Pero, papá, ¿no habías dicho que…?».

Me recosté en el sofá y divisé algo más junto al cenicero. Aquello hizo que me levantara y caminara hacia allí. Había una botella de whisky y un vaso medio vacío a su lado. Y cuando llegué a la mesa, en el centro, vi un periódico abierto.

Eso, definitivamente, me preocupó. ¿Se habría levantado papá en medio de la noche para echarse un lingotazo y no se había acordado de que yo dormía en el salón?

Pero, lentamente, mis ojos se fueron centrando en aquel periódico. Era el Irish Times, el que compraba papá, y estaba abierto por la mitad. Allí había un gran titular. La tenue luz de la luna me permitió distinguir las palabras más grandes:

TRAGEDIA EN DONEGAL

Un violento crimen acaba con la vida de cuatro personas en el pacífico pueblo de Clenhburran.

Un cigarro seguía humeando en el cenicero, lanzando una sinuosa y fina columna de humo hacia el oscuro vacío de la habitación. Entonces me fijé en que aquella botella estaba completamente vacía.

«Dime que esto es un sueño», pensé.

La fotografía que ocupaba dos tercios de la portada estaba muy oscura, pero aun así pude distinguir la figura de un policía montando guardia. Era un lugar en la costa. Un lugar que podría ser cualquiera y aún más con aquella oscuridad. Lo que sí se distinguía claramente a los pies del garda eran cuatro cuerpos tapados con una sábana blanca, como si fueran cuatro gigantescas larvas, y en un primerísimo plano, una de esas bandas de plástico que la policía utiliza para cercar la zona de un crimen.

Acerqué mi vista todo lo que pude, pero no acerté a distinguir lo que decía el pie de foto. Lo mismo con el resto del artículo. Las letras eran demasiado pequeñas y borrosas a la luz del fuego agonizante. Volví a mirar aquella foto y algo me resultó tremendamente familiar en ella. ¿Era el tejado de la casa de Leo? Sentía que mi garganta estaba a punto de gritar, de soltar un tremendo alarido que atravesaría paredes y ventanas y despertaría a toda la ciudad. Corrí hasta la puerta en busca del interruptor de la luz. Quería leer aquello. Sabía (temía) lo que iba a encontrarme allí. Leo, Marie y… ¿Judie tal vez?

Pero ¿por qué papá no me había dicho ni una palabra? ¿Es que no sabía que yo vivía allí? ¿Habría ocurrido esa misma tarde? ¿Cuándo?

Di con el interruptor y la luz inundó el salón. Por un momento aquella luminosidad me desconcertó, y sentí que mi cabeza se quejaba con un agudo pinchazo procedente del Centro Peter Harper de las cefaleas crónicas. Me quedé junto a la pared hasta que pude abrir los ojos de nuevo.

Entonces, según vi la habitación iluminada, noté que algo era diferente.

Me acerqué de nuevo a la mesa, en busca del periódico. Pero la mesa estaba vacía. No había periódico, ni whisky, ni cigarrillos. Tan solo el viejo mantelito de punto y el servilletero de porcelana decorado con una falsa flor que siempre habían estado allí.