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Y lo hizo, me dejó dormir durante unas horas, pero después volvió. Fue creciendo hasta convertirse en una punzada terrible, que me hizo abrir los ojos gritando. «¡Dios!». Y entonces estaba en mi dormitorio. Había una tormenta ahí fuera. Una tormenta que sacudía la casa igual que las otras veces. Y lo supe: supe que había vuelto a aquel lugar.

El dolor retrocedió, como una serpiente se retrae después de haber mordido a su presa. Se instaló en el fondo de mi cabeza, en un nivel moderado. El tictac que ya era como un viejo y molesto compañero de penas. Estaba empapado en sudor, pero me quedé donde estaba, en el centro de mi desordenada cama. No quería moverme, no quería estar allí. Cerré los ojos y traté de volver a mis sueños, pero eso no podría ser. Todo, la tormenta, mi sudor, el dolor en mi cabeza, todo estaba allí para mantenerme despierto.

Incluso los golpes. Abajo en la puerta.

«Esto no está pasando. No otra vez. No pienso levantarme. Es otro maldito sueño».

Los oí. Se sucedieron dos o tres pequeños ruidos, lejanos, mezclados con el viento, pero que claramente provenían de la planta de abajo. Con el corazón ya desbocado afiné el oído, como esas veces que oímos un crujido en la escalera e imaginamos, morbosamente, que pertenece a los pies de un asesino pero deseando que en realidad todo sea producto del viento, o de un ajuste en las viejas maderas. Y se produjo un nuevo golpe, esta vez nítido y fuerte, que atravesó la casa. Aquello fue como un gran sopapo de realidad. E inmediatamente temí que los niños lo oyeran desde su habitación, y que si no me levantaba yo, quizá lo hicieran Jip o Beatrice. Y eso sería peor, definitivamente peor.

Abrí los ojos de par en par.

«¿Qué quieres, Marie?».

Recordé a Judie y recordé nuestra última conversación. ¿Estaba dentro de uno de eso sueños lúcidos de los que me habló? Parecía imposible. Todo a mi alrededor tenía el sabor de la realidad. Sentía el tacto de las sábanas, mi pijama humedecido por el sudor. Me toqué la cabeza, en la oscuridad, y sentí mi cabello revuelto sobre la almohada. Afuera el viento sacudía la casa, pero ¿que tendría eso de raro en Donegal?

«Vamos, duérmete otra vez».

Respiré profundamente, una, dos, tres veces, y me dije a mí mismo que la pesadilla se iría tal y como había venido. Esperé un largo minuto, pero no oí nada. Solo la tormenta continuaba ahí fuera. Viento, agua, el rumor de algún trueno muy lejos de la costa. Ahora duérmete. Una ovejita, dos, tres…

Y entonces sonó de nuevo. Un ruido seco y fuerte. El ruido de una puerta real golpeando contra algo, como si se hubiera abierto.

Me levanté de un salto, ya sin pensamientos ni remilgos. Si aquello era un sueño, pensé recordando a Judie, era la experiencia sensorial más alucinante que había tenido en mi vida. Y entonces recordé el cuaderno.

Puse los pies en la alfombra y mientras caminaba hacia el armario sentí de forma consciente que mis dedos pisaban aquella textura de hilillos de lana azul. Tomé la manilla del armario y aprecié su fría temperatura y el detallado roce de aquel metal gastado entre mis dedos. Debería haberme fumado un buen porro de marihuana, o quizás haber jugueteado con alguna cosa como la mescalina, para percibir todo aquello en semejante detalle. Era real hasta donde uno podía definir la realidad.

Abrí el armario y oí que las viejas bisagras chirriaban, y percibí el aroma de las bolas de naftalina que alguien había repartido por todos los cajones y armarios antes de que yo llegara a la casa. Rebusqué en la oscuridad hasta palpar mi abrigo negro. La pequeña libreta que Judie me había regalado días atrás se encontraba en el mismo bolsillo donde la había dejado caer, junto con un mechero y los restos de un Kleenex arrugado.

«Vamos, hombre, ningún sueño tiene Kleenex arrugados».

Regresé al borde de la cama y encendí la luz de mi mesilla. Posé allí la libreta. Era una 3M, con la tapa roja y anillas de alambre. Me cercioré hasta del precio, que todavía venía impreso en una pegatina en la parte posterior: siete euros cincuenta. En las anillas había un pequeño lapicero ensartado. Un lapicero de color amarillo y negro, con una goma de borrar de color rosa pegada en su extremo. Saqué el lápiz de las anillas, abrí el cuaderno y escribí:

Otra vez una tormenta me ha despertado. Quizá también unos golpes. No estoy seguro. Voy a ir a echar un vistazo. Todo parece real. El tacto de este lapicero. El roce del papel bajo mis dedos… todo es… NOTA: comprobar que el cuaderno costó 7,50 euros.

Justo cuando comenzaba a dudar de lo que había oído, cuando empezaba a pensar que habría sido producto de mi imaginación, volvió a oírse algo escaleras abajo. Me pareció el sonido de algo que se arrastraba. Después oí un portazo, pero casi al mismo tiempo detonó un trueno y no estuve seguro de dónde había sonado. Escribí una cosa más antes de levantarme:

Tengo miedo y mi miedo es real. Voy a echar un vistazo abajo. He oído algo moviéndose.

Jip y Beatrice dormían en su habitación. No encendí la luz, pero distinguí sus cuerpos respirando bajo las mantas, en silencio. Cerré su puerta con cuidado y comencé a bajar las escaleras, descalzo. Una corriente de aire frío subía desde el salón y sentí que la piel se me erizaba bajo el pijama.

Abajo todo estaba en penumbras. Las ventanas dibujaban un cuadro de negros y azules muy oscuros. Los cristales tintineaban sacudidos por el viento y se oían las gotas de lluvia golpear los cristales. Un nuevo golpe atrajo mi atención hacia el recibidor: la puerta estaba abierta.

El viento la empujaba, la abría con una mano invisible y la cerraba, haciéndola golpear contra el marco. Esos eran los ruidos que había oído. Y ese era el origen de la corriente de aire frío.

«Ahora me acercaré y me encontraré a Marie. Viva o muerta».

Respiré hondo y me encaminé hacia allí.

«Bueno, pues si eso es lo que hay que hacer, hazlo ya y termina con todo esto».

Llegué al recibidor temblando, no podría decir si era de frío o de terror, y tomé la puerta con mis manos. El llavero tintineó en la cerradura. La puerta tenía las llaves puestas, aunque yo juraría que esa noche, antes de acostarnos, le había dado las dos vueltas que siempre solía darle.

Estuve tentado de cerrarla y volverme a la cama, pero no lo hice. Si aquello era real, entonces tenía que encontrarle una explicación. Y si era un sueño, quería entender el mensaje de una maldita vez por todas.

Abrí la puerta repentinamente, como si quisiera atrapar a algún fantasma caprichoso que se escondiera tras ella. Pero allí no había nadie. Una ráfaga de viento y lluvia se coló en la casa y me empapó la cara. Si hubiera tenido la libreta entre las manos hubiera escrito: «El agua está fría, el viento es real. Oigo el mar a través de la noche. El aire huele a salitre».

En el armario trastero había un par de viejas botas de plástico. Las saqué y me las calcé en mis pies desnudos. Y también me eché por encima el gordo impermeable amarillo de pescador. Cogí las llaves, que colgaban de aquel sonriente y travieso leprechaun, y me las metí en el bolsillo del impermeable. Después busqué el interruptor que encendía las dos farolas del jardín y lo accioné. Los dos farolillos se despertaron como dos hongos fluorescentes en medio de la noche.

Había dejado de llover, pero el viento seguía soplando con fuerza. La hierba de mi jardín se peinaba hacia un lado y hacia otro. El mar, negro en la lontananza, rugía rompiéndose sobre la playa. Un largo párpado de arena casi fosforescente que se extendía mucho más allá de lo que mi vista podía abarcar.

Y entonces, mientras observaba la lejanía, mis ojos fueron a posarse sobre la valla.

«Rota otra vez. El viento la agita como un sonajero. Rota. Rota. Rota… ¿Por qué?».

Caminé hasta allí y me agaché a su lado, observándola. Había terminado de pintarla días atrás y todavía conservaba un color radiante. Pero algo la había golpeado brutalmente, la había arrancado de la tierra igual que la otra vez. Dos de sus astas estaban partidas y un tramo de aproximadamente dos metros yacía derrumbado en el suelo.

Saber que aquello «no era real» quizás era lo más enloquecedor de todo el asunto. Porque se podía tocar el muñón de madera astillada. Se podía hundir la mano en el hueco de tierra negra que había dejado tras de sí. Me quedé allí, agachado de cuclillas, repartiendo mis ojos entre la valla, la casa y tratando de entender qué pasaba cuando de pronto sentí que algo resplandecía a mis espaldas e iluminaba fugazmente la fachada de la casa. Por un segundo pensé que se trataría de un relámpago, pero al girarme observé una espada de luz aparecer y desaparecer tras el Diente de Bill.

Cuando volvió a surgir, al otro lado de la colina, atravesó la negrura como el brazo plateado de un faro. Pero no era ningún faro. Se movía. Y el movimiento provenía de la casa de Leo y Marie.

Me quedé quieto, helado, notando que el viento azuzaba mi cabello y hacía crujir el plástico de mi impermeable.

«¿Es ahí donde tengo que ir? —pensé—. ¿Es ahí donde encontraré la respuesta?».

El resplandor recorrió el cielo por encima de las nubes y la lluvia creció en intensidad. Creí entender lo que era, pero quería enfrentarme a ello. Comencé a andar hacia el camino, a lo alto de la colina.

El crujir de la gravilla bajo mis botas, el ruido del viento revoloteando en la cavidad de mis orejas, la lluvia, fría, empapando mi cabello. De nuevo, todo era tan real como lo que un hombre puede llamar real. Pero no obstante dudaba. Por esa razón no había cogido mi coche. No me atrevía a meterme en una máquina y morir dentro de ella. Andar era más seguro. Si me despertaba en medio de ese sueño solo parecería un idiota en pijama, botas e impermeable paseando en plena noche.

Había recorrido la mitad del camino entre mi casa y lo alto de la colina, cuando percibí que las luces se acercaban a mí. Como un faro descabezado, aquellos tubos de luz giraron hasta desaparecer tras la negra silueta de la colina. Y al mismo tiempo comencé a oír el lejano rumor de un motor aproximándose.

Gradualmente fui caminando más despacio. El resplandor de aquellos focos volvió a elevarse en el cielo, pero esta vez claramente en mi dirección. El ruido del motor se fue elevando sobre el rumor del océano, y al cabo de un minuto, estando yo completamente parado en medio del camino, vi aparecer frente a mí el frontal iluminado de un gran coche. Un coche que venía muy rápido. Demasiado rápido.

Di por supuesto que se trataba de Leo. Mi mente asoció rápidamente aquellos cuatro focos (dos con las luces de carretera y dos con las antiniebla) con su Land Rover Discovery. De modo que alcé mis brazos y me planté en medio de la carretera con el objetivo de que me viera y frenase, y me contase qué demonios hacía conduciendo como un verdadero loco en mitad de la noche.

Aquel gigante de dos o tres toneladas saltó como un toro embravecido sobre el Diente de Bill levantando una estela de arena y polvo a su paso que parecía un reguero de sangre al ser iluminado por sus focos traseros. Pensé que giraría hacia su izquierda y se internaría en el camino a Clenhburran. Probablemente había ocurrido algo en la casa, una emergencia y… Pero para mi sorpresa, aquella bestia mecánica siguió de frente hacia mí, por el camino que bajaba hacia mi casa.

—¡Eh!

Yo estaba quieto en el centro de la estrecha carretera, con una pared de arena a un lado y un barranco al otro, y tardé unos pocos segundos en darme cuenta de que no le daría tiempo a frenar.

—¡Para! —grité.

El coche saltó sobre el estrecho camino a toda velocidad. Leo debía ir ciego o borracho, porque no hizo ni el más mínimo amago de parar aquella máquina. Miré primero a la pared de arena y después al borde del barranco. «Uno o lo otro», pensé. Terminé arrojándome sobre el borde del barranco justo en el instante en que el coche se me venía encima.

Caí bastante mal, con el pecho, sobre la arena del borde y solté un ahogado quejido de dolor. Al mismo tiempo, aquella bestia pasó rugiendo a pocos centímetros de mi cabeza, lanzándome una nube de arena que tragué por la boca y la nariz, y que me cegó los ojos al mismo tiempo. Y entonces fue cuando noté que mi espalda se giraba sobre el vacío y que comenzaba a caer rodando por la pared de arena y tierra de la colina. Arañándome con raíces y cardos, recibiendo bonitos golpes de alguna que otra piedra, hasta que terminé frenado por un grupo de arbustos, cuyas espinas se me clavaron por todo el cuerpo.

Creo que pensé: «Ya está, esto es todo. Ahora abrirás los ojos y estarás bajo las sábanas. No te preocupes por las heridas, dejarán de dolerte en un momento…».

Pero cuando abrí los ojos los noté llenos de arena, igual que gran parte de mi boca. A la mierda los sueños lúcidos, pensé. Aquello era tan real como pillarse la polla con la cremallera del pantalón. Dolía. Y los sueños no duelen.

Me senté y noté el golpe en mi pecho. Me costaba respirar un poco, pero no me había roto ninguna costilla. Escupí hasta que logré sacarme casi toda la arena de la boca. Después utilicé la manga de mi pijama para restregarme los ojos hasta que conseguí abrirlos y ver con cierta claridad. Estaba al pie del Diente de Bill, y por allí había un par de grandes rocas contra las que podía haberme abierto la cabeza. Aquello había dejado de tener gracia. No era ningún jueguito.

«Seas quien seas te vas a llevar lo tuyo», pensé, apretando los dientes y mirando hacia lo alto.

Mis oídos, una de las partes de mi cuerpo que todavía funcionaban perfectamente, captaron el sonido de aquel coche dando un frenazo. Y aquello solo podía venir de un sitio: aquel coche acababa de frenar frente a mi casa, donde yo acababa de dejar a mis niños solos, dormidos en su habitación. Una razón extra, además de mi magnífico cabreo, para echar a correr y alcanzarlos.

Me apresuré hacia allí todo lo rápido que pude, pese a mi cojera, pese a lo malditamente difícil que es correr sobre la arena. Podía distinguir las luces iluminando la fachada principal. ¿Despertaría a los niños? Quizá no. Su habitación daba al oeste. Pero el ruido del motor…

Corrí en paralelo a la duna y cuando llegué al último tramo del camino me fijé en el coche. Estaba parado fuera de la casa, a la par que el mío, pero no se trataba del coche de Leo.

No, no era el coche de Leo, sino otro.

Una furgoneta grande, tipo California de General Motors, de esas que tienen una puerta corredera. Cuando tenía diecisiete años soñaba con comprarme una de esas, meter la tabla de surf y recorrer el sur de Francia de playa en playa. Color cereza o vino, adiviné por el resplandor de las luces en su chapa, con llantas cromadas y grandes faros traseros que imprimían su luz rojiza en el aire de la noche.

Me fijé en que había varias personas junto a la furgoneta. Conté hasta tres. Acababan de apearse y se acercaban a la casa. ¿Quiénes eran? Desde aquella distancia no reconocí a nadie.

Yo ya estaba muy cerca, a unos veinte metros de ellos, y había dejado de correr. Me acercaba lentamente, tomando aire después de la carrera sobre la arena, y al ver a aquellos tipos que no conocía de nada y que habían estado a punto de atropellarme, la sangre comenzó a hervirme. Estaba a punto de pegarles un buen grito. «¿ESTÁIS LOCOS O QUÉ?». Subir ahí arriba y emprenderla a golpes. Por alguna razón pensé que quizás eran unos turistas que se habrían perdido, o un grupo de surfistas de juerga por la costa de Donegal. Me iban a oír, joder que sí.

Pero entonces, a medida que me acercaba, distinguí mejor a uno de ellos. Un tipo gordo, ancho como un tanque, que carecía de cuello. No era un surfista, ni vestía como un turista. De negro, con una larga gabardina que le llegaba hasta la media pierna, tenía más el aspecto de un funerario, o el de un agente de seguros. Caminó hasta colocarse frente a los focos de la furgoneta. Llevaba una mano a la espalda y vi que algo brillaba. Algo que hizo que inmediatamente frenase mi marcha. Que me tragase el grito. Que me quedase sin respiración.

En su mano portaba un largo cuchillo.

Fueron unos segundos sórdidos, en los que me ardieron los oídos, el corazón.

En cierta ocasión, durante un vuelo Ámsterdam-Roma, sufrimos una pequeña avería y el capitán anunció que deberíamos hacer un aterrizaje de emergencia. Recuerdo aquel momento, al oír sus palabras por el altavoz, y todos los que estábamos en el avión nos mirábamos como diciendo: «¿De verdad ha dicho lo que ha dicho?», mientras sentíamos nuestros corazones bombeando sangre a litros, preparando nuestros cuerpos para el pánico. Esto no puede pasarme a mí. Esto pasa en las noticias. En el cine. En los libros… pero no en la vida. No en la mía.

Pero estaba pasando, en aquel preciso instante, en la playa. Eran criminales. La banda de delincuentes de Europa del Este que Marie (¿o había sido Laura O’Rourke?) había mencionado en aquella cena semanas atrás. Habían venido a mi casa, quizá después de desvalijar la de Leo y Marie. ¿Qué habrían hecho con ellos? ¿Qué estaban a punto de hacer con nosotros?

Me pegué a la pared y traté de pensar, a pesar de que la garganta se me había cerrado, de que mi corazón bombeaba sangre en absurdas cantidades, a punto de estallar. Joder, esto es como toparte con un tiburón en medio de un baño veraniego, puedes nadar, pero nunca serás tan rápido. Lo mejor es ir a por él y darle la primera entre los ojos.

Volví a asomarme, sintiendo que cada centímetro de mi cabeza era perfectamente visible, pero resultó no serlo. El gordo caminaba en esos momentos en dirección a la casa, pero otra de las personas que acababan de bajar de la furgoneta se acercó a él e interrumpió su paso. Comenzó a hablarle. Por lo que podía apreciar desde allí, se trataba de una mujer delgada, vestida con ropa oscura, pero estaba de espaldas y no pude verle el rostro. Por unos instantes quise dudar —a pesar del brillante cuchillo— de mi teoría de los criminales. Quizás estuvieran perdidos, me dije. Quizá no vinieran a hacernos daño. ¿Qué criminal se dejaría ver y anticipar con tanta facilidad? Después pensé que eso era precisamente lo más terrorífico del asunto. Que no les importaba ser vistos. Eran cazadores en una madriguera de conejos indefensos.

El gordo y la mujer hablaban de algo mientras un tercero esperaba junto a la GMC color cereza. Todavía no pude distinguirle bien, pero pude advertir que fumaba. Las oes de humo que expulsaba por la boca se elevaban en el cielo iluminadas por los focos de la furgoneta.

Me fijé que la casa seguía completamente a oscuras. Recé para que Beatrice mirase por la ventana y viera a aquellos tres extraños y fuera a mi dormitorio a buscarme. Y que al no verme por allí se oliese que algo iba mal y llamara a Judie, a la policía, a los bomberos.

«Es una chica lista —me repetía a mí mismo—. Es una chica lista, Pete. Vamos, Beatrice, coge ese precioso iPad que tanto te gusta y dale una utilidad real: ponte a lanzar correos electrónicos, tweets y mensajes de Facebook a todo el mundo. ¡Pide ayuda!».

Caminé pegado a la pared de la duna, avanzando de lado sin dejar de mirar hacia arriba. Ahora estaba a tan solo una decena de metros de ellos. Podía incluso oír el siseo de sus voces, hablando tranquilamente.

«Dadme un minuto más, solo un minuto más», recé.

Si conseguía llegar a las escaleras de madera podría trepar por uno de los lados sin ser visto y llegar a la parte trasera de la casa. ¿Y después qué? Joder, no lo sabía. Coger un cuchillo de la cocina, o el hacha que creía haber visto una vez en el cobertizo. Encerrarme con los niños en su habitación y defender la torre como pudiera.

Seguí avanzando sin respirar, arrastrándome junto a la pared, hasta que me alejé lo suficiente y salí a toda prisa hacia la escalera. Me sitúe al otro lado de la barandilla y comencé a trepar. La furgoneta estaba aparcada de forma que sus faros no podían iluminar el césped delantero de la casa y la zona del comedor, así que en cuanto estuve ahí arriba, en el césped, me eché al suelo y me arrastré hasta la pequeña terraza donde solíamos desayunar cada mañana. Me alegré de que no hubiéramos recogido la mesa y las sillas de verano y me parapeté bajo ellas unos instantes para tomar aire y observar la situación.

El hombre gordo avanzó hacia la casa con la mano en la espalda, escondiendo su cuchillo. Gordo no era en realidad la palabra que mejor definía su físico. Era ancho, como un armario, y de poca estatura. Llevaba las mangas de su gabardina ligeramente recogidas y podían apreciarse dos antebrazos del tamaño de mis bíceps sobresaliendo por ellos. Caminaba dando pequeñas patadas al aire, como si le costase transportar su propio cuerpo. Su rostro era oscuro, de facciones mediterráneas. Gruesas cejas y pelo negro. No podía ver más. Junto a él caminaba el tercer tipo, el fumador, que era más espigado y se movía como una culebra en comparación con su torpe acompañante. Lucía un distintivo en su rostro: unas gafas negras de lente redonda, como una versión maléfica de las de John Lennon. Tenía el pelo recortado como un casco de la Segunda Guerra Mundial, y pegado al cráneo como si acabara de caerle un cubo de agua en la cabeza. Vestía una chaqueta de cuero y unos largos y finos pantalones negros. Y en una de sus manos portaba una larga pistola.

El gordo (llamémosle así) desapareció de mi vista. Seguramente se dirigía a la entrada principal, pero el clon de Lennon (perdón por usar al buen Lennon para describir a un criminal) caminó en mi dirección. Me metí debajo de la mesa. Las sillas estaban alrededor. Me agarré las rodillas y me hice una bola. Una bola sin respiración.

Vi sus piernas pasar frente a mí. Unos zapatos brillantes de color negro, con una gruesa hebilla plateada a un lado, frenaron de pronto, junto a la mesa. Oí otros pasos apresurarse por el césped. Era la mujer. Me fijé en sus piernas, elegantes, bonitas. Al llegar a nuestra altura, habló en voz baja, pero pude escuchar aquello perfectamente.

—Solo la zorra. Los demás se quedan aquí. ¿Entendido?

El fumador dejó escapar una risilla. Siguió caminando hacia la parte trasera de la casa. La mujer se quedó unos segundos quieta sobre el césped y después regresó a la furgoneta.

«Los demás se quedan aquí —había dicho—. Solo la zorra».

En ese instante oí cómo alguien tocaba el timbre de la puerta principal. Era el gordo. El timbre sonó con un volumen atroz. Inundó la casa de ruido. Era imposible que los niños no lo hubieran oído.

Estaba debajo de la mesa, abrazado a mis rodillas, muerto de miedo. El tipo largo estaría en la puerta de la cocina, quizá la hubiera abierto ya. O tan solo quería asegurarse de que nadie salía de allí sin recibir un balazo. ¿Qué podía hacer? Me atravesaría nada más doblar la esquina.

Entonces la idea se abrió paso en mi cabeza como un grito desesperado. La puerta del mirador. Todas las mañanas la abríamos de par en par y muchas noches quedaba mal cerrada por culpa de ese pestillo defectuoso. Esa era mi única oportunidad. Que estuviera abierta y colarme por el salón. Pero incluso eso sería hacer un ruido que en aquellos instantes me parecía como condenarme a muerte.

El timbre volvió a sonar y pensé en mis hijos («que no se levanten, por favor, que vengan a buscarme, que se escondan en el lavabo»); después me giré sobre mi trasero y encaré la puerta. Puse mis dos manos sobre el cristal y empecé a hacer fuerza hacia la derecha. Noté que el cristal se resistía un poco y creí que la suerte no me acompañaría esta vez, pero en mi siguiente intento el cristal se movió un poco hacia la derecha. ¡Se estaba abriendo! Era un cristal grande y la corredera estaba roñosa. La puerta hacía ruido al moverse, pero quizá con el ruido del viento ni el gordo, ni Lennon, ni la mujer lograran oírlo desde donde estuvieran. Volvieron a tocar el timbre y luego lo acompañaron de algunos golpes en la madera. Ya había logrado mover el cristal lo suficiente para colarme a través del hueco, pero una de las patas de la mesa se interponía en mi camino y no quería arriesgarme a hacer más ruido. Así que le di el último par de tirones y por fin me abrí camino.

Entré a gatas en el salón, mientras el timbre sonaba por tercera vez.

—¿Hola? —gritó una voz a través de la puerta—. ¿Hay alguien en la casa? Oiga… tenemos un problema con la furgoneta, ¿hay alguien?

Miré a todos lados con cuidado. No había nadie allí, pero no podía fiarme. El clon de Lennon podía haber entrado por la cocina y estar caminando por el pasillo o por las escaleras con su pistola. Me acerqué a la chimenea y cogí un atizador bastante pesado. El arma perfecta para reventar un cráneo. Con él en las manos caminé hasta la entrada de la cocina y me asomé un poco. La puerta trasera seguía cerrada. Tenía una cerradura que se abría con la misma llave que la principal, además de un pasador que no estaba echado. Pensé que el pistolero seguiría fuera, aunque también podría haber entrado y cerrado la puerta tras de sí. Y no iba a comprobarlo.

Me dirigí al pasillo y eché un vistazo en todas las direcciones. Vacío. Y no se oía ni una pisada. La vieja madera de aquella casa era mi mejor aliada.

Subí las escaleras despacio, una a una, con el atizador preparado, mirando arriba y abajo mientras sentía mi corazón golpeando en el pecho como un motor a punto de reventar. Ignoraba quiénes eran esas personas, por qué habían venido a mi casa a matarnos, pero eso era lo de menos. ¿Te preguntas algo cuando un perro rabioso se lanza sobre ti y tus hijos? No. Sencillamente preparas tus puños para acabar con él tan rápido como seas capaz, sin llevarte demasiados mordiscos. Estaba en mi casa y aunque lo matase sería en legítima defensa (y aunque no lo fuera, la ley me importaba una gran mierda en esos instantes).

El pasillo de la primera planta estaba a oscuras y en silencio. La puerta de la habitación de los niños estaba entreabierta. Podía ver a través de ella y no se percibía ninguna luz, ni siquiera el tenue resplandor de una lamparilla de noche. Aquello me extrañó y me puso en alerta. Los timbrazos y los gritos de aquel hombre deberían haberles despertado o quizá lo hubieran hecho ya y estuvieran escondidos en alguna parte.

Susurré sus nombres «Jip, Beatrice» con urgencia, pero nadie respondió.

Hacía un rato que ya no se oían golpes, ni timbres, ni llamadas. Supuse que el gordo estaría buscando la forma de entrar en la casa sin hacer mucho ruido. O quizá la serpiente de gafas negras había roto la cerradura y pronto pondría sus pies en los peldaños, y la escalera empezaría a crujir. Debía darme prisa.

Empujé la puerta del dormitorio de Jip y Beatrice y sentí el chirrido de aquellas viejas bisagras como si se tratara de una orquesta tocando. En ese momento, mi cerebro primitivo había activado los resortes del cazador. Había enviado un exceso de sangre a los músculos de mis brazos para preparar un golpe mortal. Mis oídos podían captar diez veces más sonido que de costumbre. Mis pupilas se habían dilatado hasta sus límites, listas para detectar la más mínima señal de alarma.

Pero la habitación estaba en paz.

Detecté dos bultos, uno en cada cama. Me acerqué al primero. Jip dormía con su postura de siempre. La manta hasta la barbilla y una manita asomando junto a su cara. Coloqué un dedo junto a su boca y sentí, con alivio, el calor de su aliento emanando de aquel pequeño cuerpo.

Le tomé del hombro y lo agité.

—Hijo mío —susurré—. Despierta.

El pobrecillo abrió los ojos extrañado, estuvo a punto de decir algo, pero le hice un gesto para que callara. Después fui donde Beatrice y la desperté también.

—Hay gente en la casa —les dije—, no hagáis ruido. Beatrice, ¿tienes tu teléfono aquí?

—¿Gente? —respondió Beatrice asustada—. ¿Ladrones?

—Sí —respondí—, han entrado a robar. ¿Tienes el teléfono?

—¿El móvil? Sí… pero está en el salón. En la mochila.

—Joder… vale… está bien. Meteos debajo de la cama y esperad un segundo. Iré a buscar mi teléfono.

—¡No te vayas, papá! —gimió Beatrice.

—Vuelvo ahora. Meteos bajo la cama.

Beatrice cogió a su hermano y se lo llevó debajo de la cama de Jip, que era la que más alejada estaba de la entrada. Yo me dirigí a la puerta. Me pegué a un lado y al otro y traté de avistar algo en el pasillo, pero no vi nada. Ahí fuera no se movía ni una mosca.

Salí y crucé el pasillo hasta el cuarto de baño. Esperé unos segundos para ver si algo reaccionaba a mis movimientos, pero, de nuevo, la casa solo me devolvió un extraño silencio. Después salí de allí y en dos zancadas atravesé el pasillo hasta mi dormitorio.

El dormitorio encaraba la fachada este de la casa, justo encima de la puerta principal. Lancé el atizador sobre el colchón, me eché al suelo y gateé para evitar que alguno de aquellos tipos me viera a través de la ventana. Después traté de recordar dónde demonios había puesto mi teléfono móvil. Pensé que quizás estaba en el otro bolsillo de mi abrigo. Alcancé el armario y lo abrí con cuidado; las bisagras volvieron a chirriar («un momento, ¿he cerrado el armario antes?») al abrirse. Busqué en la oscuridad hasta dar con mi abrigo y tiré de él hasta que se descolgó de su percha y cayó al suelo. Entonces, según introduje mi primera mano en el bolsillo, noté el familiar tacto de unas anillas de alambre en el fondo. Era la libreta que Judie me había regalado.

Me giré y miré hacia la mesilla de noche, donde juraría que la había dejado unos minutos antes, después de escribir en ella.

El lapicero seguía ensartado en las anillas. La abrí. La página sobre la que había escrito estaba en blanco.

Me arrastré hasta la ventana, sintiendo una extraña mezcla de emociones. Por un lado alivio, por el otro una saludable precaución. Observé el exterior a través de las cortinas. Vi las estrellas cayendo en el cielo nocturno. Ni una nube, ni rastro de la tormenta. El mar batiéndose en la playa. El frontal de mi casa, sin coches aparcados, con la valla del jardín entera, firme, de una pieza.

Sentí que las piernas me fallaban.

«Ha pasado otra vez. Dios mío. Ha pasado otra vez».

Ya no temí que nadie fuera a verme. Me puse de pie y abrí las cortinas. No había ninguna furgoneta aparcada frente a mi casa. Ningún asesino rondando mi puerta.