27.- Adiós a Apron Street

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ADIÓS A APRON STREET

Lo hice por compasión. —El enterrador lo dijo en un tono casi obstinado—. Pónganlo por escrito, no vayan a olvidarlo. Yo los veía como unos pobres animales a los que intentaban dar caza, y al final también he llegado a pensar en él de esa forma.

—Y, sin embargo, reconoce que James los obligó tanto a usted como al boticario Wilde (tras haberlos presionado económicamente) a tomar parte en este, eh, tráfico atroz.

La solemnidad con la que hablaba Yeo dejaba entrever que se estaba divirtiendo, y mucho.

Jas Bowels suspiró. Su fuerza de voluntad estaba empezando a dejar paso a la resignación.

—Es verdad que tanto Wilde como yo empezamos a retrasarnos en los pagos —reconoció—. En los pagos al banco y, luego, en los pagos que le hacíamos a él personalmente. Pero no entenderán a James hasta que entiendan Apron Street. La calle estaba cambiando, y James no pensaba permitirlo. Pretendía detener el tiempo.

—Pues para no estar empeñado más que en preservar el pasado, tenía el riñón bien forrado —indicó Luke, señalando con su larga mano el impresionante despliegue de paquetes que habían encontrado en el féretro. Estaban alineados sobre el escritorio, y entre ellos se contaban bonos del tesoro, valores de bolsa, incluso zurrones llenos de monedas.

Jas apartó la mirada, en aras del decoro, sin duda.

—Esa idea se le ocurrió más tarde —reconoció con tranquilidad—. Yo estoy hablando del principio, de cuando todo empezó, hace cuatro años. Por aquel entonces, James solo quería que las cosas siguieran como siempre, como en la época de su padre y de su abuelo. Era una especie de obsesión. Digamos que más tarde se dejó llevar por la tentación de enriquecerse. Para detener el tiempo hace falta mucho dinero. —Se detuvo y meneó su imponente cabeza—. No tendría que haber recurrido al asesinato. Eso fue excesivo. Al principio me costó lo mío creer que fuera capaz de hacer algo así.

—Pero luego terminó por convencerse —terció Campion, sin levantar la voz—. Y después de haber cometido el error de pedirle a su cuñado que me hiciera venir para investigar el caso, le entró el pánico ante la posibilidad de que James se enterase de su intervención.

Los ojos claros de Bowels se clavaron en su rostro.

—Vaya, se dio cuenta de que el viejo Congreve estaba en mi cocina esa noche, ¿no es así? Me lo estuve preguntando. Es usted muy listo, señor Campion. Hay que reconocerlo. Congreve se presentó haciendo preguntas raras, y yo no tenía muy claro si estaba husmeando por cuenta propia o por orden de James. Y esto es lo que hay, como decimos en el gremio.

Campion se arrellanó en la silla. Los últimos hilos de la madeja estaban terminando de desenredarse.

—¿Por qué le dio ese porrazo al joven Dunning? —inquirió de repente—. ¿O fue su hijo quien lo hizo?

—No fuimos ninguno de los dos, señor. Y usted ya lo sabe. —Su diminuta boca se convirtió en un círculo perfecto; sus dos grandes dientes frontales, de pronto muy visibles, le daban el aspecto de un gigantesco pez loro—. Fue cosa de Greener, señor Campion. Le dio con la culata de su pistola, porque no quería hacer ruido.

La explicación resultaba plausible, y los presentes la aceptaron con alivio. El viejo sepulturero prosiguió:

—Greener se presentó en mi puerta justo después del anochecer, según lo convenido. Iba a esconderlo hasta que Wilde, que estaba bastante nervioso, lo tuviera todo a punto. El viejo Wilde estaba muerto de miedo, se le notaba a la legua. Pero no dejé que Greener entrara en mi casa, pues Magers se había presentado de forma inesperada y estaba husmeándolo todo a conciencia. Razón por la que envié a Greener al cobertizo, sin saber que Rowley, mi chico, se lo había alquilado a ese chaval, Dunning; cosas de la juventud, supongo. No sé qué fue lo que pasó exactamente, pero puedo imaginármelo. Greener era un asesino, y la policía andaba buscándolo. —Se pasó la lengua por los dientes, con expresión pensativa—. A veces teníamos unos clientes de lo más extraño.

Yeo le dijo algo a Luke, y este se volvió hacia Dice.

—¿Dice usted que en los bolsillos de James han encontrado notas enviadas por Raymond y por quién más?

—Steiner, señor. El contrabandista al que estuvimos investigando el año pasado.

—¿Raymond? —dijo Yeo con satisfacción—. Si conseguimos pillarlo de una vez, todo este caso habrá valido la pena solo por eso. Esa idea que tuvo James de operar con los peces gordos del contrabando fue brillante, la verdad. Es un hombrecillo muy habilidoso para los negocios, de eso no hay duda. —Se enderezó en la silla y encendió un nuevo cigarrillo—. Bueno, ya es muy tarde, inspector. ¿Necesitamos seguir haciéndole preguntas a Bowels ahora?

Luke miró a Campion, que tenía un aspecto un tanto apesadumbrado.

—Está el asunto de Ed Geddy —dijo el delgado investigador.

De pronto, Jas Bowels se puso rígido en su asiento.

—Ed Geddy —repitió Yeo con desdén—. El asesino de una pobre chica, inofensiva a más no poder. Bueno, se las arregló para escapar en un cajón como este, ¿no es así? Otro delito por el que tendrá que responder.

Campion titubeó.

—Se las arregló para escapar, pero no llegó a su destino —musitó finalmente—. Ed Geddy fue el motivo por el que los maleantes empezaron a temer Apron Street. O bien la droga fue excesiva, o bien el ataúd demasiado estrecho, o bien el viaje demasiado largo. Ed murió dentro del cajón. A juzgar por su reacción cuando creyó que Luke iba a interrogarlo sobre el caso, me parece evidente que fue Papá Wilde quien le administró la droga.

Se hizo un largo silencio y, cuando todas las miradas se concentraron en él, Jas Bowels emitió un profundo suspiro. Sus ojillos, resabiados pero valerosos, se cruzaron con los de Yeo. Estaba pálido y sudoroso, pero no pensaba venirse abajo. Finalmente habló en el tono tranquilo y deferente de siempre:

—En tal caso, al final todo dependerá de las pruebas que se puedan aportar, ¿no es así, señor?

Su pregunta quedó sin respuesta. Hicieron que se lo llevaran al calabozo, sin acusarlo del crimen más grave de todos.

—Me pregunto cuánto del botín solía robar antes de cerrar bien el ataúd —observó el comisario en tono casi jovial, al tiempo que sus pisadas se alejaban por el pasillo—. Supongo que el hecho de que esta vez no se lo quedara todo dice algo de él. Sus hombres están registrando su vivienda de palmo a palmo, ¿no es así, Charlie? Me ha dicho que han encontrado esas acciones que tanto preocupaban a Campion, ¿no? ¿Cómo? ¿Que las llevaba encima?

—Sí, y están todas. —Luke alargó la mano hacia un sobre alargado que descansaba sobre el escritorio.

En ese momento se presentó un agente uniformado y reclamó su atención.

—Un mensaje del doctor, señor. Me ha encargado que le diga que probablemente se trate de hidrato de doral.

—¿Alguna cosa más?

—Bueno, están los periodistas… En la entrada no somos muchos, señor, y la prensa se muestra muy insistente.

—¿Dónde está el inspector Bowden?

—En el banco, señor. Parece que han venido los directivos de la oficina central. En la vida he visto a unos caballeros tan compungidos.

—Me lo puedo imaginar. ¿Han venido en taxi?

—No, señor. En un Rolls de alquiler, con chófer.

—¿Y el inspector Gage? ¿No tenía que venir de Fowler Street?

—Está en la funeraria. Acaban de detener y acusar al joven Bowels. El señor Pollit se ha marchado a por Jelf en compañía de dos hombres, y el sargento Glover ha ido a ver si puede acelerar las cosas en el departamento forense.

Luke se echó a reír.

—Dígales a los periodistas que no vamos a hacerles esperar mucho más. Y que el comisario Yeo hará una declaración.

—¿Qué es lo que oigo? —apuntó Yeo con buen humor—. ¿Es que ahora se fía de mí, Charlie?

—Claro que me fío de usted, jefe —convino Luke, sonriendo ampliamente.

Yeo se giró en la silla.

—Campion, siempre lo he tenido por un hombre muy despierto —afirmó, con cierto brillo en la mirada—. Por lo que he podido entender, el hombre del ataúd mató a la vieja señora por el dinero. Es la teoría más convincente de cuantas le he oído en la vida. Pero dígame una cosa: le ha llevado su tiempo descubrirlo, ¿no? Imagino que al principio no estaría convencido, al tratarse de un móvil tan vulgar.

Campion lo miró con afecto.

—Páseme un cigarrillo y le contaré lo poco que sé.

Aceptó el fuego que le ofrecía Luke y se arrellanó en el asiento.

—En este caso va a seguir habiendo incógnitas hasta que ustedes las aclaren, y la primera es esta: las Minerías Brownie están a punto de producir grandes cantidades de una materia prima de vital importancia, y no sabemos cómo se enteró James de ello. Estamos hablando de uno de esos supuestos secretos absolutos que hoy en día tienden a filtrarse inexplicablemente. Pero, bueno, la cosa es que James se enteró, y el asunto le interesó, y mucho, pues resulta que la señorita Ruth, la jugadora, la díscola de la familia, no solo tenía ocho mil acciones preferentes de dicha compañía minera, sino que además pensaba que carecían de valor y se las había legado al hacer el testamento.

Luke puso los pies sobre la mesa.

—Si lo dice así suena verdaderamente tentador —observó con el rostro serio.

—De hecho, lo fue. Y hay más. La oportunidad de matarla se le presentaba casi a diario. La pobre mujer siempre se pasaba por su despacho con cualquier pretexto y (ahora viene lo bueno), cuando hablaban con el director del banco, los Palinode tenían por costumbre tomar una copita de jerez con él, ya fuera en su casa o en la sucursal.

—¡Vamos, por favor! —protestó Yeo, sorprendido—. Hace cincuenta años que los bancos abandonaron la costumbre de agasajar a sus clientes con una copa de jerez.

—Excepto este banco. El Banco Clough es un banco chapado a la antigua. Arcaico, si lo prefiere. Por eso no he terminado de comprenderlo hasta esta misma mañana.

—Ah, de ahí que se interesara usted por esa copa de jerez de color verde… —observó Luke.

Campion asintió con la cabeza.

—Me lo pusieron todo en bandeja, literalmente, la primera vez que hablé con la señorita Evadne. James y ella estaban hablando cuando llegué a su habitación, y al entrar, la mujer camufló las copas y escondió la botella vacía, precisamente por eso mismo: porque estaba vacía. Me había olvidado del asunto hasta esta misma mañana, cuando nuestra querida señorita del sombrero de cartón me ha hablado de esas copas verdes. He ido a hablar con Lawrence y le he preguntado si la familia toma alguna cosa en el banco cuando van de visita. Sencillamente me ha dicho que sí, sin pensar que la cosa pudiera tener algo de extraño. Era lo normal en la época de su padre. Y en la época del padre del director de la sucursal. De forma que los hijos siguen con la costumbre. Los Palinode son así. El mundo puede cambiar, pero ellos prefieren esconder la cabeza tras las páginas de un libro.

—Madre mía… —Yeo parecía estar más impresionado por los elegantes fastos del ayer que por el crimen en sí—. Y, entonces, ¿una mañana puso una dosis de veneno en la copa de la mujer y listo? No sabía que había heredado las acciones.

—Y no lo ha hecho. La señorita Ruth había modificado el testamento desde la última vez que hablaron, y se las legó a su última bestia negra, el capitán Seton, con quien estaba enfrentada por un asunto relacionado con una habitación. La noticia no se supo de inmediato y, poco después de que empezaran a llegar esas cartas anónimas, la policía se presentó en la calle y empezó a ponerlo todo patas arriba.

Yeo se permitió soltar una risita de anciano.

—Está claro que la aparición de usted y su sirviente no le vino nada bien al negocio clandestino de los Bowels.

—Cierto. Por eso Jas tenía que andarse con mucho ojo. Porque estábamos complicándole la vida. Se vieron obligados a esconder el ataúd en el sótano de Portminster Lodge para que Lugg no lo viera. Tuvieron que esperar hasta el último momento para llevarse a Greener; el ataúd iba metido en un cajón, de forma que Bella se vio obligada a ir con él en el camión para prestar sus servicios de plañidera.

—¿Cómo se las arreglaba Jas, exactamente? —inquirió Luke—. ¿Falsificaba los certificados de defunción para que el forense firmara las autorizaciones de los traslados?

—Mejor que eso. Sencillamente daba los nombres de sus anteriores clientes. Me he pasado casi todo el día visitando las direcciones que me dio el forense. Durante los últimos tres años, Bowels ha solicitado la autorización para transportar un cadáver en diez ocasiones. Y, sin embargo, en siete de esos diez casos los familiares no estaban al corriente, pues en realidad el muerto había sido enterrado en el vecindario. Los pistoleros salieron del país uno detrás del otro, en el mismo ataúd, pero con una placa correspondiente a un muerto real en cada caso. Por lo que entiendo, el hecho de que los Bowels hicieran una placa con el nombre de Edward Palinode se debió a un simple error, pues Jas estaba sinceramente convencido de que encargarían ese entierro a su funeraria. Al final no fue eso lo que pasó. Además, entre Jackson y Greener hubo un periodo de calma. Supongo que durante ese lapso de tiempo no se produjo ningún fallecimiento real. La gente no va muriéndose a conveniencia personal de los demás.

—Muy bonito —comentó Yeo—. Muy elegante, incluso. Es curioso que James fuera tan cuidadoso para algunas cosas y tan descuidado para otras. Yo siempre digo que un asesino no es lo mismo que un estafador, salvo cuando las dos cosas coinciden. Y, en este caso, James trató de hacerse con las acciones.

—Sí, claro. Hizo que Lawrence las comprara y las aceptó como garantía parcial de un pequeño préstamo personal. Eso es lo que sospecho, al menos. Es lo que entendí cuando Lawrence me habló sobre las acciones que tenía en su poder. Y, bueno, yo diría que el asesinato de Ruth fue más bien accidental, pues de lo contrario no tendría sentido que no hubiera tratado de envenenarla al principio del todo. Hay que tener presente que James ha estado implicado en dos operaciones paralelas en todo momento. Finalmente, el follón que hemos montado ha podido con sus nervios y lo ha llevado a planear esta última jugada de hoy, con la que pretendía eliminar a Lawrence y aclarar el misterio para devolver la tranquilidad a la calle, incriminando a la señorita Jessica. Un plan absurdo, puramente teórico, sin pies ni cabeza.

—No esté tan seguro, amigo mío —dijo Yeo con expresión sombría—. Nos habría costado Dios y ayuda descubrir el pastel si de pronto no se hubiera asustado y hubiera decidido largarse de aquí. Y ya puestos, ¿por qué lo ha hecho?

—Porque en mitad de la recepción, tras haberle dado a Lawrence el brebaje, la señorita Evadne le ha contado que Glossop se había presentado en la casa. James sumó dos y dos y comprendió que la visita tenía que ver con las Minerías Brownie. El rumor de que la policía iba a detener a alguien lo llevó a esperarse lo peor… Razón por la que decidió «ir a Apron Street».

—Sin embargo, lo que nosotros nos proponíamos era detener al viejo Leporino, claro está —dijo Luke—. Ese vejestorio estaba escondido en el banco. Ni se nos pasó por la cabeza hacer un registro; no se puede registrar un banco así como así.

—Ahora que lo menciona, el Leporino tenía previsto chantajearlos —continuó Campion—. Sin embargo, parece que no se había decidido a dar ese paso hasta hoy mismo, después de la recepción, momento en que se ha llevado lo que estaba pidiendo a gritos: un porrazo en la cabeza. Diría que se ha pasado la mayor parte del tiempo husmeando por todas partes, tratando de reunir información. No sé qué lo llevó a planear el chantaje, la verdad.

Una tos discreta hizo que todos se volvieran hacia Dice, cuya expresión era más animada de lo habitual.

—Dice usted, señor, que James tuvo que sacar la escopolamina de algún lugar. Pero no fue ese el caso. Ya la tenía. Eso era lo que Congreve sabía. Se lo he sacado en el hospital. Y aparece en mi informe.

Yeo se giró hacia el sargento; lo miró como a un perrito faldero al que de pronto le hubieran crecido unos grandes colmillos.

—¿Qué quiere decir con eso de que ya tenía la escopolamina? ¿Dónde la tenía?

—En el armario que hay en un rincón de su despacho del banco, junto al decantador con el jerez, las copas y demás.

—¿La escopolamina? —insistió Yeo con incredulidad.

—Sí, señor. Eso es lo que dice Congreve. Un día reparó en que había desaparecido, y su hermana y él investigaron un poco en el historial médico de la familia, y se acordaron de los síntomas de la señorita Ruth, unos síntomas que el capitán le había descrito en detalle a la hermana.

El subsiguiente silencio fue tan absoluto que Dice se apresuró a ampliar la información:

—Congreve lleva toda su vida trabajando en el banco, desde los tiempos en que lo dirigía el padre del detenido. Parece que el padre guardaba un poco de escopolamina en un frasco de cristal con lacre para impresionar a las visitas. El frasco estaba etiquetado e incluía la leyenda «Veneno». Una costumbre curiosa, desde luego.

—Asombrosa —dijo Campion con sequedad—. ¿Y cómo se explica una cosa así?

El sargento se aclaró la garganta. En sus ojos opacos apareció un brillo repentino.

—La conservaba como una curiosidad porque se trataba del veneno que se había utilizado en el famoso caso del doctor Crippen.

—¡Tiene razón, por Dios! —exclamó Yeo, dando un respingo—. Me acuerdo de que durante un tiempo todo el mundo estuvo fascinado por la escopolamina, que era una sustancia más bien novedosa. Es una explicación plausible, cualquier juez la aceptará. Muy bien, Dice, muy bien.

Luke seguía sintiéndose incrédulo, por lo que se apresuró a objetar:

—¿Es que nunca llegaron a vaciar ese armario? Han pasado dos guerras mundiales desde que colgaron a Crippen.

—Lo limpiaban regularmente, pero nunca llegaron a vaciarlo —contestó Dice con cierta altanería—. Cuando uno abre la puerta, se encuentra con un montón de antiguallas. Por lo demás, todos los papeles relevantes han aparecido en una antigua cubitera para el vino que James tenía en su dormitorio. De forma que sabremos quiénes eran sus cómplices.

—Excelente, sargento. Buen trabajo, y muy bien explicado también. —Yeo se levantó y tiró de su chaleco—. Bueno —dijo, girándose hacia los demás—, ha llegado el momento de hacerles frente a los chicos de la prensa, sin falsas modestias. Vaya a avisarlos, sargento, haga el favor.

Había dejado de llover, y Luke y Campion se encontraron con un amanecer límpido cuando salieron de comisaría. Echaron a caminar en dirección a Apron Street. El inspector estaba exultante. Campion no pudo evitar comparar sus andares con los de un gato henchido de orgullo. Más que de agradecimiento, su expresión era de afecto, lo que resultaba encantador; se echó a reír cuando se detuvieron en la esquina situada frente a la mansión, tan vetusta y descuidada como siempre.

—Me estaba diciendo que si el director de mi banco un día me ofrece una copa de jerez en su despacho, me lo pensaré tres veces antes de aceptar. Bueno, pues adiós. Buena suerte. Hasta la próxima vez que me vea metido en un apuro. Porque eso sucederá, seguro. —Titubeó, contempló la casa un instante y preguntó con expresión especulativa—: ¿Cree usted que se casarán?

—¿Clitia y Mike? —inquirió Campion con sorpresa—. No lo sé. No serían los primeros.

Charlie Luke se echó el sombrero tres centímetros hacia atrás y arqueó su magro estómago.

—Supongo que se casarán —indicó—. Algo me dice que lo harán, sí. El pobre chaval no lo sabe, por supuesto, pero tengo la impresión de que ella lo tiene más que claro.

Campion se quedó mirando su delgada figura, hasta que torció la esquina y se despidió con un último, vago gesto de la mano. El investigador aún estaba dándole vueltas a la cabeza.

Pero sonrió ampliamente al avanzar por el sendero del jardín. La señorita White iba a pasarlo bien, eso estaba claro.

Estaba cruzando el recibidor cuando se dio cuenta de que había subestimado a Renee. Allí estaba, fresca como una rosa, sentada en el último peldaño de la escalera.

—Ya era hora de que volviese —dijo, levantándose y rodeando su cuello con los brazos, con un abandono reservado solo para los momentos más especiales—. ¡Ah! ¡Es usted un hombre maravilloso!

Campion se dijo que nunca le habían rendido un mejor homenaje espontáneo. Renee lo cogió por el brazo y lo invitó a avanzar por el pasillo.

—Vamos a tomar un café. ¡Vaya nochecita hemos pasado! ¡La prensa no nos ha dejado en paz! Como en los viejos tiempos del teatro. No tengo ni idea de qué van a poner en los periódicos de hoy. Jessica ha estado preparándole uno de esos brebajes suyos, pero lo he tirado por el fregadero. Cuando la vea, le diré que se lo ha bebido y le ha gustado mucho. Y, bueno, Clarrie ha estado atendiendo al señor Lugg… Un hombre muy especial… Ha estado sirviéndole una botella muy especial que yo tenía reservada. No se enfade con ellos. Haga como que no se ha fijado. Los pobres estaban tan sedientos después de todos estos problemas…

Campion soltó una carcajada. Por el momento, aquella mujer no le había dejado decir palabra, y parecía seguir empeñada en no hacerlo.

—Ah, se me olvidaba, otra vez. Hay una carta para usted. Llegó ayer por la mañana, pero nadie se acordó de entregársela. Ahí está, querido, en esa bandeja. La escritura es de mujer, así que será una carta personal. Mejor que la lea. Voy a hacer el café. No tarde, que se enfría.

Se marchó revoloteando como una mariposa ajada pero valiente. Campion cogió la carta y se acercó a la lámpara del recibidor para leerla. La característica letra de su esposa le sonrió desde la única cuartilla.

Querido Albert:

Gracias por hacerme saber que al final no vas a ser gobernador de esa isla, cosa de la que me alegro mucho. El nuevo avión a reacción del modelo Querubim pronto entrará en la fase de pruebas, de forma que voy a seguir aquí con Alan y Val, por si me necesitas. El joven Sexton Blake se pasa el día dibujando. Hongos, todo el tiempo. Lo que me parecía muy bonito e inocente, hasta que el otro día vi lo que pone debajo de todos los dibujos: «¡BUM!», en todos los casos.

He estado siguiendo en los periódicos este caso en el que andas metido, pero me temo que la información es muy incompleta, de forma que no voy a hacer sugerencias que puedan ser desatinadas. Espero verte muy pronto.

Con todo mi amor,

Amanda

Posdata: No puedo evitarlo. ¿Has pensado en ese director de la sucursal bancaria? Da la impresión de ser muy retorcido.

Campion releyó la nota y miró el matasellos cinco veces. Estaba doblando con cuidado la cuartilla para metérsela en un bolsillo interior cuando oyó un curioso gemido sordo. Alguien estaba intentando cantar. Lugg, seguramente, a juzgar por aquel horrendo sonido.