7.- Un sepulturero muy práctico
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UN SEPULTURERO MUY PRÁCTICO
Un rostro tan ancho y sonrosado como una loncha de jamón asado escudriñó a Campion desde abajo. A la luz de la linterna, aquel hombre le pareció fuerte y corpulento, con sus anchos hombros y un pecho y un vientre dignos de un buey. Su pelo blanco y rizado asomaba por debajo de su rígido sombrero negro, y sus robustas mandíbulas descansaban sobre un cuello de camisa almidonado y reluciente. El efecto general era tan imponente como el de una lápida de mármol, nueva y cincelada con esmero.
—Buenas noches, señor. —Su tono era brusco, pero sutilmente deferente y cauteloso a la vez—. Espero que no los hayamos molestado.
—En absoluto —murmuró magnánimamente el hombre de la linterna—. ¿Qué es lo que están haciendo? ¿El inventario?
La boca, redonda, mostró dos grandes dientes frontales en un destello blanco y amigable.
—No exactamente, señor, aunque pudiera parecerlo. Todo va bien. Todo está en…
—¿Enterrado? —sugirió el delgado investigador.
—No, señor. Todo está en orden, iba a decir. Creo que es usted el señor Campion, ¿no es así? Yo soy Jas Bowels, a su servicio a cualquier hora del día o de la noche, y este es mi chico, Rowley.
—Estoy aquí, papá.
Un nuevo rostro apareció en el círculo de luz. Bowels júnior tenía el pelo negro y una expresión más atenta que la de su padre, pero por lo demás era uno de los hijos más indiscutiblemente legítimos que Campion había visto en su vida. Unos cuantos años más y ambos serían idénticos, se dijo el investigador.
Se produjo un incómodo silencio. Por primera vez en años, Campion no sabía muy bien qué decir.
—Estoy llevándolo al otro lado de la calle —indicó Bowels sénior de pronto—. Tenemos alquilado este sótano, señor, y hemos estado almacenándolo aquí durante el último mes o así, pues al otro lado de la calle ya no cabía ni un alfiler. Y, bueno, entre una cosa y otra (la policía, por ejemplo), he pensado que lo mejor sería devolverlo a su lugar. Causa una mejor impresión. Ya me entiende usted, que por algo es un caballero y está acostumbrado a este tipo de cosas.
—Tiene pinta de ser de muy buena calidad —observó Campion, prudente.
—Ya lo creo. —En la voz de Jas había una nota de orgullo—. Se trata de un trabajo muy especial. Uno de nuestros modelos de lujo. Entre nosotros, el chico y yo lo llamamos «el Queen Mary». Está claro que un caballero, un caballero de los de verdad —subrayó—, estaría encantado de descansar en él para siempre. Este modelo es como un carruaje al más allá. Cuando me piden opinión, yo siempre digo lo mismo: se trata de lo último que uno va a hacer en este mundo, así que lo mejor es hacerlo bien.
Sus ojos azules sonrieron con inocencia.
—Es una pena que las personas sean tan ignorantes. Lo lógico sería que estuvieran encantados de ver un modelo tan magnífico en su calle, pero no, resulta que no les gusta nada. Les resulta inquietante, y por eso tengo que moverlo de sitio por la noche, cuando no hay nadie.
Campion estaba empezando a sentir frío.
—Sin embargo, parece que el hombre cuyo nombre aparece en la placa tenía una idea distinta… —aventuró.
Los ojillos de su interlocutor no pestañearon, pero el rosa de su rostro se intensificó; su boca fea y pequeña se contrajo en una sonrisa juguetona y confiada.
—Así que ya está al corriente —dijo—. Me ha pillado, y más me vale reconocerlo. Me ha pillado con las manos en la masa. Ha visto la placa que pusiste, Rowley. A este señor Campion no se le escapa una. Tendría que habérmelo imaginado, después de haber oído lo que su tío Magers dice de usted.
La idea de que el señor Lugg pudiera ser el tío de alguien ya le parecía bastante inquietante de por sí, pero aquellos halagos, acompañados de su abundante pestañeo, resultaban verdaderamente desagradables. Campion se mantuvo a la espera.
El enterrador dejó que el silencio se prolongara unos segundos de más. Suspiró y dijo con énfasis:
—La vanidad. La soberbia. Ya pueden sermonearme todo lo que quieran en la iglesia, que no parece que me dé por enterado. La vanidad, señor Campion, eso es lo que indica esa placa que ha visto. La vanidad de Jas Bowels.
Aquellas palabras pillaron a Campion por sorpresa, pero no se sintió del todo desconcertado. Se abstuvo de hacer comentario alguno y puso la mano en el brazo de la señorita Roper, que guardaba silencio.
Jas continuó con expresión entristecida:
—Le digo la verdad. Antaño vivió en esta casa un caballero por el que mi chico y yo sentíamos una gran fijación. ¿No es verdad, Rowley?
—Así es, papá. —Bowels júnior lo confirmó con convicción, pero sus francos ojos no mostraban otra cosa que curiosidad.
—El señor Edward Palinode. —Jas pronunció cada letra con sincero deleite—. Un nombre formidable para inscribir en una lápida. Un hombre con una figura envidiable, además, un poco como yo mismo. Ancho de hombros, fuerte. Lo que siempre redunda en un ataúd hermoso.
Sus ojos claros miraron a Campion, más meditabundos que especulativos.
—Ese hombre me tenía fascinado, desde el punto de vista profesional, claro. No sé si me entiende usted, señor.
—Vagamente —murmuró Campion, y se maldijo al instante. Su tono lo había delatado. El sepulturero adoptó una actitud más recelosa.
—No es fácil comprender lo que el orgullo profesional puede suponer para otro. El orgullo artístico, más bien —precisó, poniéndose digno—. Cuando las bombas de los alemanes caían sobre Londres, me pasaba las horas sentado en la cocina de la señora y hacía lo posible por tranquilizarme pensando en el trabajo. Miraba al señor Edward Palinode y me decía: «Si se marcha de este mundo antes que yo, le haré un trabajo que esté a su altura». Y me lo decía en serio.
—Papá se lo decía en serio —terció Rowley de improviso, como si el silencio de Campion lo pusiera nervioso—. Papá es todo un artista, eso es lo que es.
—Ya está bien, chico. —Jas aceptó el halago y pasó a otra cosa—: Hay personas que lo entienden y hay personas que no. Pero lo que quiero decirle, señor Campion, es algo que sí va a entender. Me equivoqué, y al hacerlo quedé en ridículo. Por pura vanidad, y nada más.
—Lo que usted diga —repuso Campion, que ya estaba tiritando—. Está tratando de decirme que fabricó el ataúd basándose en sus propias especulaciones, ¿es eso?
Una sonrisa de felicidad iluminó la cara del señor Bowels, cuyos ojos brillaron sinceros y vivos por primera vez en toda la conversación.
—Veo que usted y yo nos entendemos, señor —dijo, librándose de su interpretación cómica como quien se despoja de una capa—. He estado toda la tarde con el viejo Magers y no paraba de pensar que cualquiera que lo contratara debía de tener olfato. Pero no estaba seguro, claro está. Y sí, efectivamente, el ataúd lo hice especialmente para el señor Palinode. Cuando murió, di por supuesto que el encargo sería para nosotros. De hecho, me puse a trabajar en mi obra maestra al poco de que se pusiera enfermo. «Ha llegado el momento», me decía, «pero si finalmente resulta que no, siempre puedo guardar el ataúd para más adelante». No me daba cuenta de lo mucho que iba a tener que esperar. —Soltó una risa sincera—. La vanidad, la vanidad… Le hice el ataúd a medida, pero el viejo demonio no tenía ninguna intención de que lo enterraran en él. La cosa tiene su miga. Y es que se había fijado en que llevaba tiempo observándolo, ¿comprende?
Su respuesta resultaba plausible, pero Campion creyó necesario aventurarse:
—Pensaba que los ataúdes siempre se hacían a medida.
Jas no se dejó amedrentar.
—Muy cierto, señor, muy cierto —convino sin vacilar—. Pero a los expertos nos basta con un poco de observación para conocer la medida. De hecho, este ataúd es exactamente de mi medida. Llegué a la conclusión de que el señor Palinode no parecía ser más corpulento que yo mismo, y que si lo era, tendríamos que encajar el cuerpo un poquito. El trabajo es de primerísima calidad. Roble macizo, ébano veteado… Señor, si mañana quiere acercarse a nuestro establecimiento, se lo enseñaré a la luz del día.
—Voy a mirarlo ahora mismo.
—No, señor. —Su negativa fue cortés pero inflexible—. Ni la luz de la linterna ni este reducido espacio van a hacerle justicia. Tendrá que perdonarme, señor, pero nunca podría permitirlo, ni aunque fuera usted el rey de Inglaterra. Tampoco puedo llevarlo al interior de la casa, pues cabe la posibilidad de que alguno de los viejos señores baje en cualquier momento, y no es cuestión de darles un susto. No. Tendrá que disculparnos, pero se lo enseñaré por la mañana, reluciente como los chorros del oro. Y cuando lo vea, no solo me dirá «Un trabajo espléndido, Bowels», que me lo dirá, no lo dude, sino que no me sorprendería que añadiese: «Resérvemelo, Bowels. Un día de estos podría serme de utilidad. Quizá no para mí, pero sí para algún amigo».
El rostro sonreía y los ojos parecían joviales, pero bajo la rígida ala del sombrero negro brillaban diminutas perlas de sudor. Campion contemplaba al sepulturero con interés.
—No me costaría nada bajar a verlo ahora —insistió—. Y créame, soy mucho más propenso a realizar compras a esta hora de la noche.
—Entonces no trataremos de vendérselo —dijo Jas al punto—. Vamos, chico, cógelo y marchémonos. Tenemos que llevarlo al otro lado de la calle antes de que se haga de día. Si nos disculpa, señor…
Estaba respondiendo de forma admirable. No traslucía señales de pánico ni mostraba prisas exageradas. Tan solo el sudor lo delataba.
—¿Está Lugg con ustedes?
—Está en la cama, señor. —Sus ojos azules volvían a tener un brillo infantil—. Hemos estado charlando y bebiendo, señor, brindando por su santa hermana, mi esposa fallecida, pero el pobre Magers se ha empezado a sentir un poco mareado, así que lo hemos metido en la cama, para que descanse un poco.
Campion sabía que la capacidad alcohólica del señor Lugg era tan considerable como limitado su abanico emocional, por lo que se sorprendió al oír estas palabras. Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto.
—Uno de mis hombres está en la casa —empezó—. Se supone que está de guardia. Por lo menos déjenme decirle que les eche una mano.
El enterrador demostró su valía. Titubeó.
—No, señor —respondió, finalmente—. Es muy amable por su parte, de verdad. Pero no, señor. El chico y yo estamos acostumbrados a manejarnos solos, ya me entiende. Si no estuviera vacío, el asunto sería otra cosa. Pero lo único que hay que transportar es el armazón de madera. Buenas noches, señor. Es un honor haberlo conocido. Espero verlo por la mañana. Y perdóneme si me meto donde no me llaman, pero si sigue usted plantado ante la ventana con ese fino batín, me temo que yo volveré a verlo, pero usted a mí no, ya me entiende. Buenas noches, señor.
Cuando terminó de hablar, el enterrador se internó silenciosamente en la oscuridad.
—Es un buen hombre —susurró la señorita Roper al cerrar la ventana, mientras las dos figuras subían con cuidado por la pequeña escalera de acceso al sótano—. Lo apreciamos mucho por aquí, aunque nunca he podido evitar preguntarme qué pasa dentro de su cabeza.
—Ya —murmuró Campion, en tono ausente—. Y yo me pregunto qué tiene dentro del Queen Mary.
—Pero, Albert, se trata de un féretro. No había ningún cuerpo dentro.
—¿Ah, no? Podría tratarse de un cuerpo de otro tipo —apuntó Campion con desenvoltura—. Pero bueno, tía, ya que estamos en confianza, está claro que no podemos seguir ignorando el olor que salía del sótano de la casa. Así que, querida, dígame: ¿qué es lo que están cocinando?
—Está bien eso de hablar con claridad —convino Renee, con su habitual afabilidad—. Se trata de la vieja señorita Jessica. Le gusta cocinar, se distrae y no hace daño a nadie. Aunque no le permito que lo haga durante el día, porque es un estorbo en la cocina y el olor resulta francamente horroroso. Esta noche huele peor que de costumbre.
Campion la miró con aprensión. Si no recordaba mal, la señorita Jessica era la anciana del sombrero de cartón que solía ir al parque, y al rememorar la descripción de Yeo sobre sus costumbres más íntimas, su mente empezó a llenarse de posibilidades verdaderamente desagradables.
—Tiene usted unos inquilinos que son de lo que no hay —comentó—. ¿Y qué está preparando?
—Sus porquerías de siempre —dijo la señorita Roper en tono casual—. No creo que tengan mucho de medicinal. Pero no consume otra cosa.
—¿Eh?
—No sea tonto, querido. Ya no sé ni lo que me digo, me está usted empezando a poner nerviosa. Esta noche ha sido de aúpa. Me he quedado helada al ver ese nombre en el ataúd, menos mal que el señor Bowels lo ha explicado todo. Es una pena que el señor Edward lo decepcionara de esa forma. Y la verdad es que el otro féretro tampoco era muy bueno, pero he preferido no decir nada. No hay razón para herir los sentimientos ajenos, y lo hecho hecho está.
—Volviendo a la señorita Jessica —repuso Campion—, ¿me está diciendo que se dedica a destilar licor?
—No, de eso nada. ¡No en mi casa! —contestó indignada—. Eso es ilegal. Es posible que en mi casa se haya producido un asesinato, pero no por ello voy a dedicarme a quebrantar las leyes. —La irritación que destilaba su voz desgastada era palpable—. La pobre mujer está un poco chiflada, eso es todo. Suele seguir esas nuevas teorías dietéticas. Yo la dejo hacer, aunque a veces me enfurece cuando insiste en comer hierba y enviar sus raciones a las personas que trataron de matarla hace dos o tres años. «Usted haga como guste», le digo, «pero si tiene tanto interés por alimentar a los hambrientos, fíjese en su propio hermano, que está ahí abajo. Al pobre se le marcan las costillas. Déselo todo a él y se ahorrará los sellos». Ella siempre me contesta que a este paso voy a quedarme sola en la vida.
—¿Dónde está? ¿Puedo ir a verla?
—Puede usted hacer lo que quiera, mi querido amigo. Ya se lo he dicho. Pero en estos momentos la señorita Jessica está enfadada conmigo porque piensa que soy una inculta, y es posible que no ande desencaminada. Así que no voy a acompañarlo. Es una mujer inofensiva, y la más espabilada de los tres. Por lo menos sabe cuidar de sí misma. Baje, baje. Su olfato le dirá dónde encontrarla.
Campion esbozó una amplia sonrisa e iluminó a la señorita Roper con la linterna.
—Muy bien. Y usted vaya a entregarse a su sueño de belleza.
La señorita Roper se llevó una mano al gorro de noche inmediatamente.
—Me hace falta, ¿verdad? Oh, no se ría de mí, que lo conozco. Lo dejo con los locos, cariño. La verdad es que me tienen harta. Nos veremos por la mañana. Si se porta bien, le traeré el té a la cama.
Se marchó al trote, como el espectro de un mundo más cálido, dejándolo solo en la estancia atiborrada de muebles. Su nariz lo condujo hasta las escaleras que llevaban al sótano de la vivienda, donde tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para seguir adelante. El hedor era tal que la señorita Jessica bien podría estar curtiendo pieles. Empezó a bajar hacia la pestilente oscuridad.
Las escaleras terminaban ante una serie de puertas, una de las cuales estaba abierta. Campion recordó que conducía a la cocina principal, donde había estado conversando con Clarrie Grace unas horas antes. Ahora la cocina estaba sumida en la más completa oscuridad, aunque los ronquidos que llegaban regularmente desde una silla emplazada junto a los fogones indicaban que el agente Corkerdale era inmune tanto al sentido del deber como a la asfixia parcial.
El aire estaba espeso, y el olor que dominaba el ambiente era tan extraño como desagradable, acaso reminiscente del que pudiera impregnar la cueva de un dragón.
Un sonido procedente de la puerta que quedaba a su derecha lo hizo decidirse de una vez. La abrió con cuidado. La sala era inesperadamente grande, como una cocina de las antiguas; tenía el suelo de piedra y las paredes enjalbegadas, y no contaba con más mobiliario que una sencilla mesa de madera colocada contra la pared. Sobre su gran superficie había un quemador de gas, dos fogones de cocina económica y una sorprendente variedad de frascos metálicos de melazas, al parecer utilizados como recipientes para cocinar.
Envuelta en un delantal de carnicero, la señorita Jessica Palinode estaba metida en faena. Le habló sin volverse, antes incluso de que Campion advirtiera que lo había oído entrar.
—Pase y cierre la puerta, por favor. No me diga nada durante un momento. Ya casi estoy.
Tenía una voz clara y educada, más incisiva que la de su hermana mayor. De nuevo, Campion no pudo evitar sorprenderse ante la autoridad que emanaba de aquella familia. También reparó en que volvía a sentirse un tanto inquieto, como había sucedido cuando la miró a través del pequeño telescopio. Aquella mujer era la viva imagen de una bruja de cuento.
Sin el sombrero de cartón, sus rizos caían en libertad, dándole un aspecto bastante atractivo. El investigador esperó en silencio mientras la señorita Jessica se ocupaba de remover la mezcla que bullía en el frasco de melaza que tenía sobre el quemador de gas. No sin cierto alivio, comprendió que aquella mujer no era omnisciente, sino que sencillamente lo había confundido con el agente Corkerdale.
—Bueno, quiero que sepa que sé perfectamente que usted debería estar montando guardia en el jardín —indicó—. La señorita Roper se ha compadecido y le ha dejado quedarse en la cocina. Pero no voy a delatarlo, y espero que usted no me delate a mí. No estoy haciendo nada malo, así que su alma inmortal no corre peligro, y sus posibles esperanzas de ascender en el escalafón tampoco. Simplemente estoy preparándome la comida para mañana y pasado mañana. ¿Me explico?
—No del todo —dijo Campion.
La mujer se giró en redondo y lo miró; una aguda inteligencia latía en sus ojos, cosa que Campion ya había advertido la vez anterior. Luego volvió a concentrarse en el frasco de latón.
—¿Y usted quién es?
—Uno de los inquilinos. He olido algo y he bajado a ver.
—Supongo que nadie le ha dicho nada, ¿verdad? En esta casa impera un caos extraordinario. Pero bueno, no importa. Siento haberlo molestado. Ahora que sabe de qué se trata, puede irse a la cama otra vez.
—Me parece que ya no tengo sueño —comentó Campion, sincero—. ¿Puedo ayudarla en algo?
La señorita Jessica consideró el ofrecimiento con seriedad.
—No, creo que no. Ya he hecho lo más importante. Siempre lo hago primero, luego basta con lavarlo todo. Luego puede secar los utensilios, si quiere.
Campion apeló al recurso más habitual de los niños y, sencillamente, se quedó a la espera. Cuando la mujer se dio por satisfecha con la cocción del recipiente, lo apartó del fuego y cerró el gas.
—No es muy difícil de preparar, y hasta resulta divertido —comentó—. La gente se alimenta de forma verdaderamente penosa. Y si no, consideran que comer constituye un rito sagrado que tiene precedencia sobre todas las cosas. Lo cual resulta ridículo. Yo cocino para distraerme, y ya está.
—Me he fijado —dijo él—. Presta mucha atención a lo que está haciendo, así que lo que cocina debe de estar muy bueno.
La mujer le miró y sonrió, del mismo modo inefablemente dulce y cautivador con que su hermano le sonriera unas pocas horas antes. En aquella sonrisa había cierta gracia, así como una genuina inteligencia. A Campion le pareció que, de pronto y sin saber muy bien cómo, aquella mujer se había convertido en una amiga.
—Tiene mucha razón —dijo la señorita Jessica—. Lo invitaría a sentarse, pero no veo ninguna silla libre. Vivimos en tiempos espartanos. Aunque siempre puede darle la vuelta a ese cubo de ahí, ¿no le parece?
Habría sido maleducado rehusar, por mucho que, con la fina tela del batín, el afilado borde del cubo supusiera una nueva y refinada tortura. Campion terminó de acomodarse como pudo, y la mujer le sonrió de nuevo.
—¿Le apetece una infusión de ortigas? —preguntó—. Estará lista en un minuto. Está tan rica como la yerba mate, y también es muy buena para el organismo.
—Gracias. —Campion lo dijo con un optimismo mayor del que sentía en realidad—. Pero hay algo que no entiendo: ¿qué es lo que está haciendo, exactamente?
—Cocinar. —Su risa era como la de una muchacha—. Quizá le parezca extraño que tenga que hacerlo en mitad de la noche, cuando estoy en mi propia casa, pero todo tiene su explicación. ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Herbert Boon?
—No.
—Normal. Casi nadie ha oído hablar de él. De hecho, yo no sabía nada de él hasta que un día vi un libro suyo en una librería. Lo compré, lo leí, y mi vida ha cambiado. ¿No le parece increíble?
Ya que parecía estar esperando una respuesta, Campion emitió el ruidito cortés de rigor.
Los ojos de Jessica, que eran de un raro color verde amarronado, con los iris muy marcados, lo miraron con renovado entusiasmo.
—Yo lo encuentro fascinante —dijo—. Verá, el título del libro es tan basto y tan grosero que al principio nadie se fija en él. Se llama Cómo vivir con 18 peniques al día. Lo escribió en 1917, de forma que la cifra es algo superior hoy en día. Pero sigue pareciendo un milagro, ¿verdad?
—Casi increíble.
—Lo que yo digo. Y lo más divertido es que el título solo parece absurdo porque hace una referencia directa a lo práctico.
—¿Perdón?
—Que el título va al grano, en el plano material. Basta con pensar en Alegría para siempre, en Evolución creativa o en La civilización y sus descontentos… ¿Es que estos títulos no resultan igual de absurdos que Cómo vivir con 18 peniques al día si uno piensa en su sentido literal? Por supuesto que sí. Lo que pasa es que un día me planteé cómo vivir con muy poco dinero. Está muy bien ser inteligente y aplicar esas capacidades a la vida, pero, antes de nada, una tiene que asegurarse de aportar suficiente combustible a la máquina.
Campion se revolvió en la silla, incómodo. Tenía la sensación de que, en el plano intelectual, estaba conversando con una persona situada en el otro extremo de un túnel circular, de forma que en realidad se encontraban espalda contra espalda. Aunque también era posible que él mismo se hubiera convertido en la Alicia del País de las Maravillas.
—Tiene toda la razón —dijo con prudencia—. ¿Y se las arregla para vivir así?
—No del todo. Boon vivía en un entorno más bien rural. Y también tenía gustos más sencillos, claro está. Venía a ser un esteta, cosa que yo no soy. En ese aspecto, me temo que he salido a mi madre.
Campion, sorprendido, se acordó de Teophila Palinode, una celebrada poeta de los años sesenta del siglo anterior. Fue entonces cuando reparó en el parecido físico. Aquel rostro expresivo y bronceado, inmerso en su vivida búsqueda de una quimera inalcanzable, le había sonreído una vez desde la cubierta de un librito rojo que descansaba sobre la cómoda de su abuela. La señorita Jessica era idéntica a ella, con la pequeña salvedad del cabello rizado.
Su voz clara interrumpió el hilo de los pensamientos de Campion.
—Pero casi me las arreglo —matizó—. Voy a dejarle el libro. Ofrece respuestas a muchos de los problemas de la gente.
—Es muy posible —repuso él, con sinceridad—. Sí, me lo puedo imaginar. Pero, si puedo preguntarle, ¿qué es eso que hay ahí?
—¿En este recipiente? Lo que huele un poco fuerte está en ese otro frasco y es un linimento para la rodilla del tendero del colmado. Esto que tengo aquí es un caldo preparado con mandíbula de oveja; no con la cabeza entera, pues sale muy cara. Boon habla de «dos mandíbulas por medio penique», pero, claro, él vivía en el campo, y eran otros tiempos. Los carniceros de hoy no son tan desprendidos.
Campion, sentado en el cubo, la miraba asombrado.
—Pero —dijo— ¿todo esto resulta necesario de veras?
El rostro de la mujer se endureció, y Campion comprendió que su pregunta la había decepcionado.
—¿Quiere saber si soy tan pobre que tengo que vivir así? ¿O sencillamente está preguntándome si estoy loca?
Este diagnóstico exacto de sus pensamientos lo desconcertó. La rauda inteligencia de la señorita Jessica resultaba tan inquietante como atractiva. Se dio cuenta de que la sinceridad era, no ya su mejor arma, sino la única a la que podía recurrir.
—Lo siento —dijo con humildad—. La verdad es que no termino de entenderlo. Tendrá que dejarme el libro.
—Se lo dejaré. Pero tiene que comprender que, como sucede con todos los libros que son verdaderamente instructivos, su auténtico valor radica en una llamada a las emociones. A ver si me explico. De la misma forma que para comprender bien El Banquete de Platón se tiene que aspirar a comprender cierto tipo de amor, para comprender bien a Herbet Boon hay que estar interesado en vivir con muy pocos medios. De lo contrario, Boon puede resultar horriblemente tedioso y hasta un poco repelente. ¿Me explico?
—Creo que sí —contestó él con seriedad.
Su mirada se paseó por la deprimente exhibición dispuesta sobre la mesa antes de posarse otra vez en el rostro despierto y orgulloso de la señorita Palinode. Debía de ser la hermana menor por cuestión de unos diez o quince años.
—¿La idea de cocinar en frascos de melaza también es de Boon? —preguntó.
—Sí, claro. No soy una persona práctica, así que me limito a seguir sus instrucciones al pie de la letra. Será por eso que todo me sale bien, más o menos.
—Eso espero. —La expresión de preocupación de Campion era tal que la señorita Jessica se echó a reír, lo que le quitó aún más años a sus facciones.
—Tengo menos dinero que los demás, no porque sea la hija menor, sino porque le confié a mi hermano Edward la labor de invertir gran parte de mi herencia. —De pronto, su tono se volvió un tanto melindroso—. Edward tenía sus propias ideas y, a su modo, era más parecido a mi madre y a mí que Lawrence o mi hermana Evadne, pero no era verdaderamente práctico. Así que despilfarró casi todo nuestro dinero. Pobrecito… Lo siento mucho por él. No voy a decirle cuáles son mis ingresos exactos a día de hoy, pero sí le diré que los cuento en chelines, y no en libras. Y, sin embargo, con la ayuda de Dios y gracias a la perspicacia de Herbert Boon, no soy una mujer pobre, en absoluto. Puede que mi forma de vida le parezca extraña, pero es la mía, y no le hago daño a nadie. Bien, ¿sigue usted pensando que estoy chiflada?
La pregunta había sido formulada a bote pronto, y la señorita Jessica esperaba una respuesta.
Campion también era un hombre con recursos. Sonrió de forma cautivadora y dijo:
—No. Simplemente es una persona muy racional. Cosa que se me había escapado, por cierto. Esta es la infusión, ¿no? ¿De dónde saca las ortigas?
—De Hyde Park —respondió ella por encima del hombro—. En ese parque hay muchas malas hierbas (hierbas a secas, quiero decir), y basta con ponerse a buscarlas. Al principio me equivoqué un par de veces. Hay que elegir las plantas con gran exactitud, ya sabe, y me puse enferma en varias ocasiones, pero ahora sé bien lo que me hago, o eso creo.
Sentado en el cubo volcado, el joven investigador miró con aprensión el brebaje grisáceo que hervía en el pequeño bote de confitura que la mujer acababa de entregarle.
—No se preocupe —dijo ella—. Me he pasado el verano entero bebiendo esta infusión. Pruébela, y si no le gusta el sabor, tampoco pasa nada. Pero tiene que leer el libro. Me gustaría pensar que he conseguido convertir a alguien.
Campion hizo lo que se le pedía. Aquello sabía a rayos.
—A Lawrence tampoco le gusta —confesó ella, riendo—, pero se la bebe. También se toma la infusión de aquilea. Todo este asunto le interesa mucho, pero Lawrence es más convencional que yo. No le gusta mucho eso de que el dinero me dé lo mismo, aunque no sé qué haría si el dinero me importara, pues él no tiene ni un centavo.
—Y, sin embargo, no hace ascos a que le entreguen una moneda de seis peniques —musitó Campion. Lo dijo de forma premeditada, pero no pudo evitar sentirse como si hubiera actuado a su pesar, como si su interlocutora le hubiera arrancado la verdad con un hechizo. En el rostro de la señorita Jessica apareció una expresión de triunfo, y Campion comprendió con asombro que efectivamente lo había vencido.
—Por fin he conseguido que lo diga —dijo ella—. Sé quién es usted. Lo he visto esta mañana, plantado debajo del árbol. Es un investigador. Por eso le estoy hablando con tanta franqueza. Usted me gusta. Es inteligente. Resulta interesante la forma en que se puede obligar a los demás a decir lo que piensan, ¿verdad? ¿A qué cree que se debe?
—A una especie de telepatía dictatorial. —Campion se sentía lo bastante anonadado para beber un sorbo de la infusión—. ¿También ordena mentalmente a esa robusta señora que le entregue los seis peniques? —preguntó.
—No, pero tampoco los rechazo. A ella le gusta dármelos y a mí siempre me vienen bien, lo que también es bastante racional, ¿no le parece?
—Desde luego. Volviendo a la cuestión de sus poderes mágicos, ¿también es capaz de ver quién se encuentra a sus espaldas?
Pensó que la pregunta la desconcertaría, pero la señorita Jessica lo meditó un momento y respondió:
—Se refiere a Clitia y a ese amigo suyo que huele a gasolina. Bueno, hoy sabía que andaban por allí. Les he oído hablar en susurros. Pero no me he girado para mirar. Se han debido de escapar de sus respectivos trabajos, o quizá estaban fingiendo ocuparse de algunos recados. Acabarán por despedirlos. —Miró a Campion con un aire travieso y muy humano—. Quizá debería prestarles mi libro. Aunque Boon no explica cómo alimentar a un bebé, lo que puede constituir una dificultad.
—Es usted una mujer muy extraña —observó Campion—. ¿Por qué se comporta de esta forma? ¿Para hacerse notar?
—A saber —dijo ella—. No lo había pensado, pero es posible. En cualquier caso, Clitia me cae muy bien. Yo misma estuve enamorada una vez… Una vez nada más. De forma platónica, y tenía mis razones, aunque no resultó ser un banquete, si entiende usted lo que quiero decir. La cosa apenas llegó a un picnic. Me animó a efectuar mis pequeños avances intelectuales, y entonces descubrí que aquel hombre agradable e inteligente estaba utilizándome para atormentar a su esposa, de la que sin duda estaba enamorado en el plano físico, pues, de lo contrario, la cosa no tenía explicación. Soy racional, pero no generosa hasta el suicidio, de forma que me retiré del juego. Sin embargo, sigo siendo lo bastante femenina como para disfrutar viendo a Clitia enamorada. ¿Le parece que algo de esto puede servirle para averiguar quién envenenó a mi hermana Ruth?
Campion no levantó la vista; mantuvo los ojos fijos en el suelo.
—Y bien —dijo ella—. ¿Se lo parece?
Finalmente, el investigador levantó la mirada y contempló el rostro de su interlocutora, un rostro lleno de belleza e inteligencia, ambas desperdiciadas.
—Usted sabrá —respondió con morosidad.
—Resulta que no lo sé. —Dio la impresión de sentirse sorprendida ante aquella confesión—. No lo sé. Mis poderes mágicos no son tan formidables. Toda persona que vive sola, como yo misma, desarrolla una gran sensibilidad en lo referente a los comportamientos ajenos. Pero le aseguro que no tengo ni la más remota idea de quién envenenó a Ruth. Aunque quizá sea mejor reconocer que no le guardo excesivo rencor a esa persona. Se iba a enterar usted de cualquier otra forma, así que es mejor que se lo diga ahora mismo.
—Su hermana era una persona difícil, ¿verdad? —preguntó él.
—A mí no me resultaba tan difícil. Pero apenas la veía. Teníamos muy poco en común. Era más parecida al hermano de mi padre, un genio de las matemáticas que terminó por volverse medio loco, o eso tengo entendido.
—Y, sin embargo, ¿se alegra usted de que esté muerta? —Lo preguntó de aquella forma tan deliberadamente brutal porque aquella mujer le daba miedo. Era muy amable en el trato, pero había algo aterrador en ella, algo que parecía constituir un terrible error.
—Tenía mis motivos para temer lo que pudiera hacer —contestó—. Verá, la familia Palinode viene a ser como la tripulación de un bote que navega a la deriva tras un naufragio. Si uno de los tripulantes se bebe toda el agua que le corresponde (y mi hermana no era alcohólica, dicho sea de paso), los demás tienen dos alternativas: contemplar cómo esa persona muere de sed o compartir sus reservas con ella; y no era mucho lo que teníamos para compartir, incluso con la ayuda de Herbert Boon.
—¿Eso es todo lo que va a decirme?
—Sí. Lo demás puede averiguarlo por su cuenta. Tampoco es tan interesante.
Campion, ataviado con su batín, se levantó, dejó el bote de confitura en la mesa y se cernió sobre la mujer. Era muy pequeña, y los restos de su belleza rodeaban su rostro como pétalos muertos. Él tenía una expresión de apasionada gravedad pintada en la cara, y, de pronto, la cuestión que asaeteaba su mente le parecía mucho más importante que la simple resolución de un misterioso asesinato.
—¿Por qué? —estalló de forma incontrolable—. ¿Por qué?
La señorita Jessica lo entendió al momento. Sus oscuras mejillas se ruborizaron.
—No tengo ningún don particular —repuso con suavidad—. Soy tonta, como dicen los americanos con su acostumbrada sutileza. No sé crear, no sé escribir, ni siquiera sé relatar. —Campion parpadeó, tratando de comprender las dimensiones de cuanto estaba escuchando—. La poesía de mi madre era muy mala, en términos generales —continuó ella—. He heredado parte de la inteligencia de mi padre, y por eso soy capaz de darme cuenta. Sin embargo, mi madre escribió un poema en particular que siempre me ha parecido bastante elocuente, aunque creo que muchos lo tomarían por una tontería. Es este poema:
Construiré una casa con juncos,
Intrincada, entretejida como un cesto. Entre los tallos se cuela el viento,
Inquisitivo, amigo de lo ajeno. Su aliento todo lo aplasta.
Ni me fijaré. Estaré atareada.
«Supongo que no querrá tomar más de esta infusión, ¿verdad?
Media hora después, Campion volvió a su habitación y se acostó, tembloroso. Sobre la colcha descansaba el libro que le había prestado la señorita Jessica. Además de mal impreso, estaba manoseado y desgastado a más no poder. Tenía una cubierta bastante tosca, y en las páginas finales había una gran profusión de anuncios publicitarios obsoletos. Campion lo había abierto al azar, y los pasajes que había leído seguían rondando su mente cuando cerró los ojos.
REQUESÓN (el residuo de la leche cortada que las amas de casa ignorantes suelen dejar en la botella o lata): el requesón resulta más agradable al paladar mediante la adición de salvia o cebolleta troceada o, como un lujo mayor, berros. Yo mismo —no soy dado a atiborrarme— he salido adelante en alguna ocasión alimentándome durante varios días de este tipo de mezclas acompañadas con un poco de pan, variando la composición a diario mediante la adición de una hierba o verdura distinta.
ENERGÍA: es preciso conservar la energía. Los científicos —así llamados— insisten en que la energía no es más que calor. En consecuencia, no debe utilizar más energía de la que es estrictamente necesaria en cada momento. Según mis cálculos, una hora de sueño equivale a medio kilo de alimento sólido. Sea humilde. Acepte aquello que le den, incluso cuando el regalo sea ofrecido de forma desdeñosa. Quien da se siente recompensado en el alma, trátese de una persona virtuosa o simplemente ostentosa. Mantenga la calma. La angustia y la autoconmiseración consumen tanta energía —o sea, calor— como la más profunda de las reflexiones. De esta forma es posible sentirse libre y no resultar una carga para los familiares y la comunidad en general. Su mente también estará más descansada y presta a la contemplación y disfrute de las bellezas de la naturaleza y las artimañas del hombre, dos lujos sin coste que el individuo inteligente puede permitirse.
HUESOS: un penique basta para comprar una nutritiva tibia de buey. Al volver a casa desde la carnicería, la persona avisada quizá pueda encontrar en un seto algún diente de león y, si tiene suerte, incluso ajo…
Campion se revolvió hasta quedar boca abajo en el lecho.
—Oh, por Dios… —dijo.