23.- Vive la Bagatelle!

23

VIVE LA BAGATELLE!

Lugg se detuvo en medio del rellano con la bandeja en la mano.

—¿Le apetece un bocado? —preguntó, mostrándole un plato de porcelana fina con cinco galletitas saladas. Señaló la habitación de la señorita Evadne con la cabeza—. La asociación de envenenadores se ha reunido para tomar unos vinos. ¡Lo nunca visto! ¡A las ocho no quedará uno con vida!

Campion se lo quedó mirando con interés.

—¿Qué es lo que está haciendo usted, exactamente?

—Pues echando una mano, jefe. He venido a buscarlo, y esa vieja señora con voz de pito me ha pedido que ayudara un poco. Se ha dado cuenta enseguida de que estas cosas se me dan bien. Los brebajes que me obligan a servir no tienen muy buena pinta, pero la mujer me ha caído en gracia.

—¿A quién se refiere? ¿A la señorita Evadne?

—A la mayor de las Palinode. No me ha dicho su nombre. Es una de esas que se cree mejor que tú, pero que al mismo tiempo reconoce que puedes serle útil.

Lugg parecía un poco avergonzado.

—Y no sé por qué se da tantos aires, pues está claro que no tiene ni para el autobús. Pero qué le vamos a hacer. Será eso que llaman encanto personal.

—Será. ¿Ha sabido algo de Thos?

—No mucho. Entremos aquí un momento. Esta es su habitación, ¿no? He reconocido ese peine suyo que está en el tocador. —Cerró la puerta a sus espaldas—. Thos no me ha dicho mucho. Apenas se dedica al negocio ya. Ahora es casi respetable. Casi trabaja y todo.

—Lo sé. Vivimos en una época verdaderamente decadente. ¿Ha podido enterarse de lo que significa eso de «ir a Apron Street»?

—Algo he oído. Hasta hace un año o así, lo de ir a Apron Street era una especie de chiste que hacía la gente. Pero de pronto dejó de ser una broma.

—¿Dejaron de utilizar la expresión?

—No exactamente. —Lugg hablaba con desusada seriedad, y había un brillo de sorpresa en sus ojillos negros—. Desde hace un año, la gente tiene miedo de mencionar esta calle. No hay nadie en todo Londres que hable de Apron Street. La última persona que dijo algo de irse a Apron Street fue un soplón llamado Ed Geddy; estaba relacionado con la banda de West Street. Thos dice que una noche lo vieron borracho en el bar Garter, en Pauls Lane, y que Geddy se fue de la lengua delante de todo el mundo. Se burlaron de él, pero lo cierto es que desde entonces nadie lo ha vuelto a ver. No sé si está al corriente, jefe, pero la banda de West Street se dedica al contrabando de cigarrillos. ¿Se acuerda de aquel golpe tan sonado, cuando la policía encontró a una chica muerta en un kiosco? Pobre moza. Pues bien, los de West Street estuvieron metidos en el asunto. ¿Eso le dice algo?

—No mucho —reconoció Campion, pensativo—. Ya hace un año del atraco al kiosco que acabó con la muerte de esa muchacha. Pero no termino de ver Apron Street como la calle del tabaco. ¿Alguna cosa más?

—He indagado sobre Peter George Jelf y su camioncito. El tipejo tiene un pequeño negocio con dos empleados en Fletchers Town. Dice ser transportista y ahora se hace llamar P. Jack. Está claro que era él el de la farmacia, el otro día. Parece que su negocio marcha bien, y no ha dado ningún motivo de sospecha; va de señoritingo respetable por la vida. No es mucho, lo reconozco, pero aquí tiene la dirección, por si a los polizontes les interesa charlar con él. Y creo que esto es todo…, salvo por el plato fuerte que le he estado guardando para el final. El ataúd ha reaparecido.

—¡¿Cómo?!

—Vaya susto se acaba de llevar —comentó Lugg, intensamente satisfecho—. Yo también me quedé con la boca abierta. Al ver que no estaba usted aquí esta tarde, me he acercado a saludar a mi cuñado Jas. Como soy de la familia, no me he molestado en llamar, sino que he entrado por la puerta trasera y, de paso, he aprovechado para echar una ojeadita. El taller de carpintería se encuentra en un patio pequeño, donde antes estaban los cubos de la basura. Un lugar muy recogido y discreto. El cobertizo que utiliza como taller tiene un ventanuco, y como la puerta estaba cerrada, me he tomado la libertad de echar un vistazo. Los dos estaban dentro, metidos en faena con ese féretro. Me ha parecido que lo estaban desembalando. Era el mismo; estoy seguro. Negro como un piano. Y con adornos dorados por todas partes. Pero voy a decirle una cosa: dentro no había nada.

—¿Qué? —Campion estaba verdaderamente sorprendido; Lugg se quedó satisfecho—. ¿Está seguro?

—Segurísimo. Estaba abierto de par en par, como una ventana. Lo he visto, y después me he marchado sin hacer ruido.

—¿Quiere decir que el ataúd tenía bisagras?

—Es posible. No me he fijado. Había muchos sacos alrededor, y un alargado cajón de transporte, para meter el ataúd, seguramente. No le echado más que un vistazo. Cuando uno ha de vérselas con Jas, lo mejor es ir armado con una orden judicial y un tridente. Y, bueno, tampoco he querido meterme en problemas. Pero, en cualquier caso, llego tarde, ¿no? Vale, no hace falta que apoquine si no quiere. —La voz de Lugg reflejaba su resentimiento—. Ya me han dicho que el caso está a punto de resolverse.

—¿En serio?

—Oh, así que no lo sabía, ¿eh? —dijo Lugg, recuperando la alegría—. Pues sí, eso he oído. Nuestros queridos polizontes, que están desplegados por todo el barrio como una red en alta mar, están terminando de cerrar el cerco. Saben a quién tienen que detener y están a punto de montar su numerito de siempre.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Toda la gente con la que he estado hablando, salvo los propios polizontes. Tan listo como es usted, y aún no se había enterado. Está perdiendo facultades. Pero, bueno, volvamos al lío. Igual escucha usted alguna cosa. Le conviene hablar con la gente, jefe. —Con el rostro serio, añadió—: Estas bebidas que se están tomando son de lo más raro: que si yerba mate, que si infusión de ortigas… Hay otro brebaje más, algo que huele como si lo hubieran preparado con las flores del vestíbulo. Pero la mayoría no quiere probarlo.

Se detuvo con la mano en la puerta. Parecía divertido, pero solo en parte.

—Échele un vistazo a la vieja esa —indicó—. Vale la pena. Lleva un leotardo medio bajado, y en el armario no tiene más que una botella vacía de jerez. Se han cargado a su hermana, y la mayoría de los invitados tan solo han venido para cotillear. Y ella va y no se le ocurre nada mejor que ofrecerles brebajes y galletitas a unas personas que no hacen más que pensar en el envenenamiento. ¡Solo nos falta que se presente Su Graciosa Majestad! Esta gente es de lo que no hay. Pero, bueno, ¿quiere que anuncie su llegada o se las apaña solo?

Campion le respondió que no se molestara.

La recepción de la señorita Evadne era muy formal. Aunque la sala estaba abarrotada de gente y las bebidas resultaban cuando menos peculiares, los variopintos invitados contaban con cierto aire de elegancia, muy propio de las sonadas fiestas que se celebraban en Portminster Lodge a finales de siglo.

Los invitados se agrupaban en corros entre el voluminoso mobiliario de la estancia, y conversaban en tono resuelto, pero sin levantar la voz. Era evidente que había muchas más personas que en reuniones anteriores. Y que, esta vez, el contingente teatral no era el dominante.

Por ejemplo, uno de los primeros rostros que Campion reconoció fue el de Harold Lines, el principal redactor de sucesos del Sunday Utterance. Los ojos melancólicos del periodista estudiaron pensativamente al delgado investigador, mirándolo por encima del vaso lleno que tenía en la mano; nunca antes se lo había visto beber en público.

La anfitriona estaba de pie junto al hogar, a dos pasos de su sillón de respaldo alto. Aún iba ataviada con el vestido rojo estampado que tan mal le quedaba, pero lo cierto es que el conjunto mejoraba gracias al pañuelo y a los diamantes engarzados en oro que llevaba puestos con ocasión de la velada. Distaba de ser una mujer hermosa, pero su presencia causaba verdadera impresión; era mucho más alta que sus dos acompañantes del momento, el señor Henry James —el director de la sucursal bancada— y un joven pequeño, de aspecto mediterráneo, que tan solo podía ser el director del teatro Thespis.

Campion tuvo que abrirse paso por aquel nutrido gentío, y fueron muchos los rostros que lo miraron con expresión inquisitiva. De pronto se encontró frente a frente con el propietario de un bigote que le resultaba familiar.

Clot Drudge le saludó en tono amistoso en medio del runrún de las conversaciones.

—¡Hola, señor! ¡Qué alegría verlo por aquí! La recepción está siendo estupenda. —En su rostro había cierta decepción—. ¿Y qué me dice de eso? No parece el mejor momento para algo así. —No llegó a señalar a la anfitriona porque no había espacio para hacerlo—. Afectación pura y dura, aunque quizá lo peor es que proviene de la más absoluta inocencia —comentó, como acaso hubiera hecho su abuelo en tiempos—. Manzanas —agregó.

Esta última referencia le resultó oscura a Campion, pero al momento reparó en que la señorita Evadne llevaba en el brazo derecho un pequeño y curioso cesto de la compra, confeccionado con alambre y cordel verde. Estaba medio lleno de manzanas relucientes, aunque tenían un aspecto algo ácido; muchos de los invitados sujetaban una manzana en sus manos enguantadas, con cierto aire artificioso. A Campion le vino la inspiración.

—¿Ese cesto era de la señorita Ruth?

—La vieja señora siempre lo llevaba consigo. —Parecía que Clot se había quedado atónito ante la ignorancia de Campion—. Siempre iba con esa cestita, allá donde fuera. Tenía la costumbre de regalar una manzana a todas las personas con las que se tropezaba. «Cómase una y olvídese de visitar al médico», decía, mientras te la ponía en la mano. Supongo que Evadne se ha acordado de esa costumbre suya, y de ahí que haya montado este pequeño numerito. De bastante mal gusto, si me permite decirlo.

Esta respuesta —simple pero decepcionante— hizo que Campion guardara silencio. Se estaba reprochando su despiste, pues no había comprendido que la señorita Evadne estaba jugando a los detectives por su cuenta. Pensó que probablemente estuviera intentando conseguir que alguien se delatase. Estaba claro que llevaba el teatro en la sangre.

Clot lo pilló por sorpresa cuando le musitó:

—¿Es verdad eso de que la cosa está a punto de caramelo? ¿Que la policía está a punto de asestar el golpe definitivo?

—A mí nadie me ha dicho nada de forma oficial.

El rubor asomó en torno a los mostachos de su interlocutor.

—Lo siento. No tendría que haberle preguntado —murmuró en tono de disculpa—. Ha sido muy indiscreto por mi parte. Disculpe. Bueno, cambiando de tema, entre usted y yo, será mejor que no pruebe ese brebaje amarillento.

Campion le dio las gracias por el consejo y continuó su camino.

El siguiente obstáculo con el que se encontró llevaba un sombrero de cartón en la cabeza. La señorita Jessica, todavía vestida con sus ropas de calle —sin duda venía de dar su paseo diario—, estaba charlando con el médico. Su voz aguda decía con entusiasmo:

—Entonces, ¿reconoce usted que a él le ha ido bien? Es realmente interesante, pues Herbert Boon asegura que se trata de un antiquísimo remedio sajón para la hinchazón. Hay que recoger los capullos de aquilea cuando Venus está en ascenso…, aunque la verdad es que he hecho caso omiso de esto último. Luego se machacan con mantequilla (bueno, yo he usado margarina), y ya está, basta con aplicar el emplaste y listo. ¿Quiere usted probarlo también? ¡Me sentiría muy honrada!

—Bueno, no lo sé… —Los finos labios del médico se fruncieron en una sonrisa—. Primero me gustaría saber cuál es la causa de la hinchazón, ¿sabe?

—Ah, ¿tan importante le parece? —Su decepción era evidente, y, de pronto, el médico se irritó.

—¡Pues claro que sí! ¡Es fundamental! Hay que tener mucho cuidado con estas cosas. Si no hay rasguños en la piel, supongo que su mejunje será más o menos inofensivo. Pero por todos los santos… Oh. —Su mirada acababa de reparar en Campion—. Buenas tardes. Es estupendo verlo por aquí. ¿Ha venido con su colega?

—No, no lo he visto —dijo Campion.

Una mano vino a posarse en su brazo.

—Ah, es usted —dijo la señorita Jessica, con complacida timidez—. ¿Verdad que todo esto es estupendo? Le he puesto una cataplasma en la rodilla al tendero, y le ha venido de maravilla. Y el doctor lo reconoce. También he hecho la infusión de ortigas y otra de hierba de Santa María. Es lo que hay en los vasos. La reconocerá porque es de color amarillento. ¡Tiene que probarla! Mire, es esa de allí. —Señaló con su horrible y extraño sombrero hacia el otro extremo de la sala, donde había una mesa cubierta con un bonito mantel de encaje. En su superficie había varias tazas y vasos llenos, así como un par de enormes jarrones de esmalte—. Estoy segura de que nunca volverá a probar algo así.

Su tono no era del todo inocente. Parecía estar riéndose de algo.

—La probaré tras saludar a su hermana —indicó Campion.

—Sí —convino ella—. Estoy segura de que lo hará. Es usted muy amable.

Antes de que pudiera escapar, el doctor Smith lo acorraló de nuevo. Aún parecía irritado.

—He oído que la policía está esperando a que llegue el momento oportuno para hacer la detención —murmuró—. Para asegurarse de que hay pruebas. ¿Puede usted confirmármelo?

—Lo siento. —Campion estaba empezando a cansarse de repetir siempre lo mismo—. Me temo que no.

Dio un paso atrás al decirlo, para evitar que Lawrence Palinode chocara contra él. El anciano iba avanzando atropelladamente por la sala, copa en mano, y varios invitados habían tenido que apartarse de su camino. No se detuvo ni se disculpó al pasar, sino que salió por el umbral y se perdió de vista.

—Lawrence es un poco torpe —observó la señorita Jessica, que se vio empujada hacia Campion por el flujo de la multitud—. Ya lo era de niño. El problema es que no ve nada, por supuesto. Lo que le complica mucho la vida. ¿Sabe usted…? —agregó, bajando la voz—. ¿Sabe que Clitia tiene un visitante? —preguntó con retintín.

A Campion le gustó ver que el asunto la complacía.

—¿El señor Dunning? —apuntó.

—Así que ya lo sabía. —La anciana mujer estaba encantada, saltaba a la vista—. Sí. Se encuentra en la buhardilla, y Clitia está cuidando de él. ¡Cómo ha cambiado esa chica! Hasta hace muy poco tenía un aspecto totalmente anodino, pero ahora es otra. Esta mañana casi no la he reconocido. Ahora parece mucho más despierta y femenina.

Campion comprendió que la señora Jessica no había observado cambio alguno en el atavío de su sobrina, y que achacaba su transformación a causas puramente espirituales. Seguía estando perplejo por este descubrimiento y por todo lo que implicaba cuando finalmente llegó ante la señorita Evadne. La anciana mujer liberó a su invitado de honor y le tendió la mano errónea a Campion.

—Es que tengo la mano derecha agotada —explicó, sonriendo con condescendencia de princesa real—. ¡Ha venido tantísima gente!

—Es verdad, hay más personas que en otras ocasiones —observó el señor James a su lado; su acostumbrada enunciación precisa aportaba peso a sus palabras. Durante un instante, estuvo tentando de mencionar la razón, que era más que evidente, pero se lo pensó mejor y se limitó a añadir—: Muchísimas más.

Su mirada preocupada se cruzó con la de Campion y le planteó la pregunta que todos le estaban haciendo. Sin embargo, se percató de que el momento no era el oportuno y se contentó con guardar un silencio compungido mientras la anfitriona presentaba al recién llegado al actor, que le dedicó una fatigada sonrisa histriónica y le preguntó si iba a tomarse una manzana.

—Mucho me temo que no —dijo la señorita Evadne, divertida; su risa daba a entender que su acompañante sabía muy bien lo que estaba haciendo, y que se trataba de una especie de secreto profesional compartido por aquel par de sabuesos—. Me temo que esas manzanas no… ¿Cómo decirlo?

—¿No son dignas de Guillermo Tell? —propuso tontamente Campion, cuyas palabras fueron recibidas con el silencio que se merecían.

Su mirada descendió y se posó en la mesita, que estaba a su lado. Su superficie contaba con el desorden habitual, y hasta el frasco de confitura seguía más o menos como cuando lo vio por primera vez, con una capa de polvo más gruesa, quizá. Pero se fijó en que, en esta ocasión, no había más que un cuenco de flores perennes. Estaba reflexionando sobre esta pequeña diferencia cuando la señorita Evadne hizo un comentario que lo pilló completamente desprevenido.

—Bueno, ¿así que finalmente no ha venido con su simpático amigo sir William Glossop?

Se quedó tan atónito que en su fuero interno se preguntó si efectivamente había oído esas palabras. Levantó la mirada y vio la figura de su anfitriona enmarcada por la multitud, con una expresión de diversión y jactancia en el rostro.

Se produjo un silencio, y Henry James —que estaba demostrando que sabía desenvolverse en situaciones sociales— acudió en su ayuda.

—¿Se refieren al Glossop de la compañía PAEO? —apuntó, debidamente impresionado—. Es un caballero muy brillante.

—Sí que lo es, ¿verdad? —repuso la señorita Evadne, satisfecha—. Su carrera profesional es muy interesante. Esta mañana he estado investigando sobre su persona en la biblioteca y he visto que estudió en Cambridge. Tenía la idea de que había ido a la Universidad de Bristol, no sé por qué. La fotografía que aparece en los libros es de cuando era mucho más joven. Los hombres son más vanidosos que las mujeres en este tipo de cuestiones. ¿Por qué sera?

—¿Glossop ha estado en la casa? —Henry James seguía estando impresionado.

—No creo que… —empezó Campion.

—Sí, efectivamente —lo cortó la señorita Evadne—. Anoche. Estaba esperando a este muchacho tan listo, y yo también, de forma que nos pusimos a hablar. Olvidó decirme quién era, pero —se giró hacia Campion con una clara expresión triunfal— leí su nombre en la etiqueta interior de su sombrero. Lo había dejado en una silla, delante de mí. Tengo muy buena vista. Me pareció un hombre despierto, pero tampoco nada del otro jueves. —Soltó una risita y se dirigió al actor que estaba a su lado—: Adrián, ¿va a recitarnos esos poemas al final?

Su forma de cambiar de tema fue perfecta. El joven actor puso cara de asombro, al tiempo que el señor James consultaba su reloj como por acto reflejo.

—Pensaba que el recital iba a tener lugar la semana próxima —dijo con rapidez—. Espero que así sea, pues la verdad es que ahora tengo que irme. ¡Demonios! No me había dado cuenta de lo tarde que es. Es usted la anfitriona perfecta, señora Palinode.

La recepción ha sido espléndida. ¿Piensa venir a verme mañana? ¿O prefiere que venga yo a verla?

—Oh, por favor, venga usted… Ya sabe que soy una mujer muy perezosa —dijo, agitando su mano en una despedida graciosa y femenina. El banquero se abrió paso entre el gentío, saludando con la cabeza y haciendo guiños a diestro y siniestro.

—Todo un caballero —comentó la vieja señora distraídamente—. Pero, bueno, Adrián, no irá usted a dejarlo porque se haya marchado, ¿verdad? Como si tuviera la menor importancia. ¿Qué le parece? ¿Vamos con ello? Hay demasiada gente para recitar a Ibsen, diría yo, pero siempre puede recurrir a Romeo y Julieta. A no ser que prefiera algo más moderno.

Campion echó una mirada a su alrededor en busca de una vía de escape, y se sorprendió al encontrarse con que el médico estaba a su lado.

—Tengo entendido que fue usted quien descubrió a la persona que había estado mandándome esas cartas —dijo con voz queda, mirando a Campion a los ojos—. Me gustaría hablar con usted del asunto. Hay algo que quiero dejar claro: esa mujer no era paciente mía. Es decir, no llegué a tratarla. No estaba enferma. Como no fuera mentalmente, cosa que quizá llegué a decirle.

Siguió hablando en un murmullo que traslucía el agotamiento nervioso de quien ha estado pasándolo mal. Campion estaba a punto de apartarse cortésmente de su lado cuando Lugg apareció de improviso. No dijo palabra, sino que enarcó las cejas e hizo un gesto casi imperceptible con su grueso mentón, invitando a los dos a seguirlo. Así lo hicieron, y los tres salieron de la estancia con total discreción. Resultó que Renee los estaba esperando en el rellano. Estaba muy pálida y, nada más verlos, se les acercó y pasó los brazos por los hombros del uno y del otro, para luego conducirlos hacia las escaleras.

—Miren —dijo, haciendo lo posible por mantener un tono neutro—. Se trata de Lawrence. Ha tomado algo ahí dentro. No sé el qué, ni quién se lo ha dado… O incluso si todos los demás también lo han tomado, cosa que no quiero ni pensar. Pero será mejor que vayan ahora mismo. Yo… Oh, Albert, creo que se está muriendo.