12.- Una infusión de hierbas
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Una infusión de hierbas
La he visto —aseguraba Lugg, con gran convicción—. La he visto con mis propios ojos. Ha vuelto.
—Qué emocionante —le concedió Campion en tono ligero. Acababa de entrar en la salita que la señora Chubb tenía sobre la barra circular del Platelayers Arms, y se había encontrado con que su viejo amigo y sirviente estaba solo; no había ni rastro del inspector de división. Lugg se encontraba mejor. Y también parecía menos indignado. Por encima de las múltiples papadas, su rostro reflejaba cierta animación, además de una expresión extremadamente inquisitiva.
—Admitirá que es algo muy raro —le espetó—. Todo este establecimiento es muy raro, y el viejo que está detrás del mostrador también resulta bastante curioso.
—¿De qué me está hablando? —Campion se sentó al otro lado de la mesa.
—Está hecho todo un investigador, ¿eh? Lo suyo sería escuchar primero y hacer preguntas después —dijo Lugg, desdeñoso—. De la que se ha librado esa isla de la que iba a ser gobernador. ¡Menudo profesional está usted hecho! Lo que le estoy diciendo es que he visto a Bella Musgrave.
—Bella Musgrave —Campion repitió el nombre sin comprender, pero de pronto recordó y abrió mucho los ojos—. Oh, sí, claro… —exclamó—. Sé quién es. Aquella mujercita con cara de niña que siempre iba tan bien vestida.
—Ahora son dos niñas en una, más bien —informó Lugg—. Pero sigue siendo la misma de siempre. El mismo velo negro, la misma cara inocente y vacía, los mismos ojos bonitos e hipócritas. ¿Se acuerda de cuál era su especialidad?
—La muerte, si no recuerdo mal —respondió Campion.
—Justamente. En el plano comercial. —Los ojos negros de Lugg relucían con interés—. Era la mujer que solía ir de casa en casa con aquellas biblias baratas. Miraba las necrológicas en los periódicos y luego visitaba las casas correspondientes. «¿Muerto? ¡Qué terrible noticia!» —remedó Lugg, con una horrorosa voz afeminada y falsamente apenada—. «No saben cuánto lo siento. Yo también le tenía mucho aprecio. Y bueno, resulta que el finado compró una de estas biblias y me dejó una pequeña entrada. Tan solo quedan quince chelines por pagar». Entonces los familiares apoquinaban para librarse de ella, claro, y recibían una de esas biblias que te salen a nueve peniques si las compras al por mayor. Tiene que acordarse, jefe. Una pájara de mucho cuento.
—Sí, me acuerdo. Y había más. ¿No fue ella la que hizo de viuda desconsolada en la estafa a la aseguradora Streatham? Esa mujer se las sabía todas.
—Exacto, es la misma de la que le estaba hablando, y ahora que ya lo ha captado, espero que preste un poco de atención.
Anda suelta de nuevo, y resulta que se mueve por Apron Street. Justo acabo de verla. Me miró de forma rara, pero creo que no terminó de reconocerme.
—¿Dónde la ha visto?
—En la farmacia, ya se lo he dicho, ¿no? —Lugg estaba próximo a la más completa exasperación—. He ido a por un tónico para despejarme después de mi desdichado accidente de anoche, y la pájara ha entrado mientras estaba hablando con el vejestorio ese, el boticario. El viejo la miró, ella lo miró a su vez… y se metió en la trastienda al momento.
—¿De veras? Es realmente extraordinario.
—Pero, bueno, ¿es que no se lo estoy diciendo yo? —El orondo sirviente se revolvió en su asiento con impaciencia—. ¿Es que está en las nubes? A ver si prestamos atención, caramba. Perdóneme, jefe, pero la cosa tiene su miga, ¿no?
—Es extraordinario, sí. Por cierto, he estado hablando con un viejo amigo suyo. ¿Se acuerda de Thos?
El gran rostro blanco se lo quedó mirando, incrédulo.
—Ya ni me acordaba del muy truhán —dijo finalmente—. ¿Cómo está ese bribón? ¿Ya le han echado el guante?
—Al contrario. Se ha casado y lleva una vida respetable. Y va a hacernos un encargo.
—Bueno, resulta que ahora tenemos empleados —dijo Lugg con calma—. Thos puede ser de gran ayuda, siempre que uno lo ate muy pero que muy en corto.
Campion lo miró con disgusto.
—Es usted un cafre, Lugg, y lo digo con conocimiento de causa.
Su orondo sirviente prefirió dejarlo pasar.
—Estoy demasiado mayor como para serlo de verdad. En fin, volvamos a lo nuestro. ¿Qué me dice de ese farmacéutico? ¿Es posible que Bella sea su amiguita? Igual sí, ahora que lo pienso. Ese viejo es muy capaz de eso y más, me lo huelo. Pero la cosa sigue siendo rara. Bella lleva toda su vida ganándose el pan con la muerte, y el hecho de encontrarla en una farmacia no deja de tener su aquel.
—Bueno, hablemos un poco de Jas Bowels —sugirió Campion—. El señor Luke sigue con él, ¿no es así?
—Eso creo. Me lo he encontrado cuando estaba a punto de entrar en esa horripilante funeraria. Me pidió muy amablemente que viniera aquí y le dijera que se iba a retrasar. Parecía que había estado trabajando en algo.
—¿Cómo estaba su cuñado?
Lugg soltó un gruñido.
—Ni lo he visto —dijo—. Ese Charlie va a llegar lejos, ¿no cree?
—Oh, ¿por qué lo piensa?
—Porque no hace otra cosa que investigar. —Los ojos oscuros lo miraron, llenos de un humor un tanto sardónico—. A ese hombre no le basta con la semana de cinco días. Supongo que los domingos se muere de impaciencia por que llegue el lunes.
Unas rápidas pisadas llegaron por las escaleras. La puerta se abrió de golpe, y entró el inspector de división. La salita pareció encogerse al verse invadida por su imponente figura.
—Lo siento, señor. No podía dejar al viejo canalla —dijo, dedicándole una amplia sonrisa a Campion—. Jas y su hijo me recuerdan a una pareja de humoristas de tres al cuarto. Si no estuviéramos tan ocupados, podríamos hacerlos venir para que nos entretuvieran con sus gracietas. Quizá los llame para que actúen en la próxima gala de la policía. «Ese cobertizo lo han alquilado sin que yo me enterase», me dice. «¡Chico!» —Como de costumbre, Charlie Luke se estaba transformando en el objeto visual que tenía más claro, la aparatosa levita de Bowels en este caso. Campion volvía a estar fascinado: casi podía ver la negra tela de seda ante sus ojos—. «La culpa es mía, papá. Un error por mi parte, así que te pido perdón» —prosiguió el inspector, poniendo ante sus espectadores a Rowley, más delgado que su padre—. «Lo hice como una buena obra, papá, como siempre me has enseñado. El muchacho me lo pidió de rodillas, y yo…». Y así sin parar.
Luke se sentó a la mesa y pulsó el timbre que llamaba a la señora Chubb.
—Me podría pasar el día escuchándolos —dijo con el rostro serio—. Jas está furioso, furioso de verdad, con Rowley y con alguien más. Quizá con el joven Dunning, aunque no lo creo.
—¿No cree que uno de los dos podría ser el propietario de la cachiporra?
—Es posible. —Frunció el ceño—. Me gustaría saber en qué demonios andan metidos. Le he asignado el asunto a uno de mis hombres, claro. Un joven con mucha energía y voluntad, pero sin mucha cabeza, la verdad. Es el mejor que tengo en este momento. Andamos cortos de personal, y, para complicar aún más las cosas, el caso del pistolero de Greek Street parece tener prioridad.
Lugg bajó la mirada y suspiró:
—Últimamente se dan demasiados casos de ese estilo. Un fulano que se cuela en una joyería por la ventana y dispara a un policía, a uno que pasaba por allí. Y luego al fulano no le pasa nada.
—Lo único que pasa es que andamos cortos de personal. Pero acabaremos pillando al viejo Jas. Aunque no me lo imagino yendo por ahí envenenando a la gente, ¿verdad, Campion?
La llegada de la camarera con una bandeja de cervezas y emparedados silenció la opinión que el delgado investigador pudiera tener al respecto. Campion se levantó perezosamente y se acercó al ventanuco situado sobre la barra. Se quedó unos minutos contemplando al gentío que había abajo. Pero, de pronto, algo llamó su atención e hizo que acercara el rostro al cristal.
—Fíjese en eso —le dijo a Luke.
Dos hombres habían entrado y se estaban abriendo paso hacia la barra. Estaba claro que venían juntos y se conocían. Uno de ellos era el inconfundible señor Congreve, el del banco, y el otro, Clarrie Grace; iba muy elegante a pesar de la imposible longitud de su gabán azul. Ambos estaban charlando con la naturalidad y la intimidad propias de los viejos amigos.
—Ya los había visto antes. —Charlie Luke estaba pensativo—. Varias veces a lo largo de la semana. Puede que simplemente se conozcan del pub, pero ahora lo veo desde su punto de vista. —Trazó unas gafas en torno a sus ojos con sus grandes y expresivas manos—. Es curioso, sí. La verdad es que aún no he hablado con el viejo. Pero sí, forman una extraña pareja. Lo investigaré.
—Estará de acuerdo conmigo en que ese vecindario es de lo más interesante —terció Lugg con un falso acento refinado—. Por ejemplo, ¿qué me dice de la fulana del farmacéutico?
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato. Luke se giró en redondo, con el interés pintado en el rostro.
—¿Me está diciendo que Papá Wilde tiene una nueva amiga?
—Una amiguita, sí —respondió Lugg, sin dar más detalles—. ¿Suele recibir visitas de mujeres?
—De vez en cuando. —Luke sonreía ampliamente—. La gente de la zona bromea al respecto. Muy de cuando en cuando, una mujer viene y se queda a pasar la noche. Nunca se trata de la misma mujer y todas son muy respetables, en apariencia al menos. Pero, bueno, ¿ha ido usted a verlo, Campion?
—No. Estoy esperando el momento oportuno. Lo que me está diciendo es que no es un tipo corriente en lo referente a estos temas, ¿no?
—¿Y quién lo es? —El inspector de división lo dijo con la melancolía de un hombre de mundo—. Este es el único juego en el que no hay reglas definidas. A Papá Wilde le gustan las señoronas de aspecto triste y fúnebre, y suelen durarle muy poco. Resulta peculiar, pero es que la gente siempre es peculiar en esta clase de asuntos. Y, la verdad sea dicha, el viejo boticario es un tipo de lo más peculiar ya de por sí.
—Discúlpeme —dijo Lugg, levántandose de la silla y utilizando la misma entonación impostada—. ¿Ha dicho «fúnebre»?
—Sí. —El inspector de división parecía estar anonadado por los esfuerzos vocales del sirviente—. Por lo menos siempre van vestidas de negro y tienen aspecto de haber estado llorando, no sé si me explico. Aunque no he visto a esta última mujer.
—Yo sí. Es Bella Musgrave.
Charlie Luke no pareció reconocer el nombre. Una sonrisa de condescendencia apareció en la cara de pan de Lugg.
—Claro, es usted tan joven… —La satisfacción le salía por todos los poros del cuerpo—. Pero, mire, yo y mi patrón…
—… que tiene veinte años menos que usted —lo cortó Campion—, queríamos comunicarle que se trata de una pequeña estafadora a la que enviamos a la cárcel el año de la Gran Exposición, con una condena de dieciocho meses. ¿Cómo se ha tomado el médico los resultados del análisis?
—Bueno, pues con resignación. —Luke parecía comprensivo—. La culpa no fue suya, como me he visto obligado a recordarle. Pero me ha dicho algo muy interesante. Usted ya conoce a la Palinode más joven, la señorita Jessica, la mujer del parque, ¿no es así? El doctor dice que esta mujer ha estado dándole a beber unas infusiones de amapola al viejo de la lechería. El hombre es paciente suyo y tiene problemas de congestión nasal. El doctor dice que un día se lo encontró más bien drogado, pero el lechero le dijo que la cosa no tenía nada que ver con el preparado que la mujer le daba para sus dolores de cabeza, dolores que, por cierto, ya no tenía. El doctor dice que si la señorita Jessica hubiera recogido las amapolas en otro momento del año, el viejo lechero habría consumido una dosis importante de opio en bruto, lo suficiente como para mandarlo al otro barrio.
Titubeó. Parecía inquieto.
—Las sospechas son suficientes para detenerla, pero no estoy convencido. Suena demencial, ¿verdad?
—He estado pensando en ella. —Campion lo dijo como si le costara reconocerlo—. Pero no la creo capaz de preparar escopolamina a partir de beleño recogido en el parque.
—No —convino Luke—. Voy a tener que indagar en el asunto, claro está, pero no me parece probable. Esa anciana es una mujer extraña; me hace pensar en los cuentos infantiles y no sé muy bien por qué. Ella… —De pronto calló y se quedó a la escucha.
Siguieron su mirada hacia la puerta. Esta empezó a abrirse poco a poco.
La señorita Jessica siempre ofrecía una estampa sorprendente cuando iba vestida con sus ropas de calle, pero su aparición en aquel momento resultó francamente desconcertante. Una tímida sonrisa se dibujó en su pequeño rostro afilado cuando vio a Campion sentado a la mesa.
—Aquí está —dijo—. Quería hablar con usted antes de salir a dar mi paseo de siempre. Aún estamos a tiempo, así que vamos.
Charlie Luke se la había quedado mirando con absoluta incredulidad.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí, señora?
La señorita Jessica lo miró por vez primera.
—Bueno, tengo la costumbre de observar, ¿sabe? —dijo—. Abajo no los he visto, y estaba bastante segura de que se encontraban en el pub, de forma que he estado buscándolos hasta encontrarlos. —Se volvió de nuevo hacia Campion—. ¿Nos vamos?
—De acuerdo —respondió él, acercándose—. ¿Adónde me lleva?
El investigador era mucho más alto que ella, y aquella diferencia de estatura no hacía sino realzar el extravagante aspecto de la mujer. La señorita Jessica llevaba el velo de automovilista prendido de forma un poco más cuidadosa que de costumbre. Pero sus multitudinarias faldas seguían asomando con irregularidad por encima de sus zapatos gastados y sus leotardos acanalados. Hoy iba equipada con un bolso, confeccionado con una vieja lona cosida de mala manera. Parecía que su contenido se dividía en papeles y desperdicios de cocina, pues tanto los unos como los otros hacían lo posible por escapar a través de los numerosos descosidos.
Le entregó el bolso a Campion antes de empezar a hablar, en un femenino gesto de confianza.
—Para nuestro abogado, por supuesto —indicó—. No puede haber olvidado que me dijo que tratara de ayudar a la policía. Y que yo le dije que así lo haría.
Campion creyó recordar que efectivamente había dicho algo parecido antes de dejarla sola en la cocina del sótano.
—Entonces, ¿está decidida a hacerlo? —dijo—. Puede sernos de gran ayuda.
—Siempre he tenido la intención de ayudar. Pero he estado hablando con mi hermano y mi hermana, y los dos están de acuerdo en que la persona que puede facilitarle la información que necesita es nuestro abogado, el señor Drudge.
Campion reparó en que Luke ni siquiera había pestañeado al oír aquel extraño apellido; el policía debía de estar familiarizado con su bufete. De hecho, el inspector de división daba la impresión de sentirse un tanto aliviado.
—Eso es lo que necesitamos, señorita —dijo en tono respetuoso—. Un poco de confianza. No es nuestra intención…
—Yo confío en este señor —zanjó ella, sonriendo a Campion con benevolencia.
Campion agarró el bolso.
—Muy bien —dijo—. ¿Nos vamos ahora mismo? ¿O prefiere almorzar antes?
—No, gracias, ya he comido. Quiero hacer esta visita antes de irme a pasear por el parque como cada tarde.
Se hizo a un lado y dejó que Campion la precediera al salir por la puerta.
—Ese pobre muchacho… —suspiró, mientras avanzaban juntos por Edwardes Place, despertando las miradas curiosas de quienes paseaban por la pequeña calle—. Me han dicho que ha tenido un accidente. Supongo que sucedió mientras iba en esa máquina infernal que tiene, ¿no? Son muy peligrosas. Aunque le diré una cosa: siempre he tenido ganas de montar en una.
—¿En una motocicleta?
—Sí. Sé que ofrecería una estampa bastante rara, pero tampoco pasa nada. Hay una gran diferencia entre la ignorancia y la indiferencia. —Se alisó la prenda superior; esta vez se trataba de una chaquetilla veraniega de corte muy anticuado, que hacía las veces de guardapolvo por encima de una segunda prenda gruesa y de lana.
—Efectivamente, hay una enorme diferencia —convino él, con absoluta sinceridad—. Pero no le recomiendo ir en motocicleta, como no sea por razones estéticas.
—Sí —dijo la señorita Jessica, mostrándose sorprendentemente acomodaticia—. Tiene razón. Las motos huelen mal.
Era la primera cosa ilógica que Campion le oía decir, y lo cierto es que se sintió reconfortado.
—¿Dónde está ese bufete? —preguntó—. ¿Quiere que cojamos un taxi?
No, no. Está a la vuelta de la esquina, en Barrow Road. Mi padre era partidario de trabajar con los profesionales locales. Según decía, quizá no fueran los mejores de su gremio, pero terminaban siendo como de la familia. ¿Por qué sonríe de ese modo?
—¿Yo? Supongo que estaba pensando en que Londres es una ciudad muy grande.
—A mí no me lo parece. Londres viene a ser una gran aglomeración de pueblos. Y los Palinode constituimos la nobleza rural de nuestro pueblo. Ni se le ocurra pensar que somos una familia que inspira lástima.
—Más bien pienso que inspiran miedo.
—Eso está mucho mejor —dijo la menor de los hermanos Palinode.