20.- Más líos
20
MÁS LÍOS
—Para que lo sepan, no me gusta nada esta intrusión de ustedes. Nada en absoluto. —Lawrence Palinode movió todo su cuerpo con petulancia, en un gesto que contradecía frontalmente su dulce y tímida sonrisa. Tomó asiento frente a la sección de la mesa que habían reconvertido en escritorio, y derribó un pequeño tintero sin querer. Limpió la mancha con una hoja de papel secante que parecía guardar para tales emergencias y entonces volvió a hablar. Su voz sonaba cada vez más baja, como si tratara de comunicarse a través de un altavoz defectuoso.
—Estaba manteniendo una conversación muy importante con una persona de mi familia. No se pasen de la raya. No es de recibo. —Su cuello flaco y enrojecido apuntaba hacia ellos como una varita con un peso en el extremo—. Tiene usted una carta mía, inspector. Tenga la amabilidad de devolvérmela.
Charlie Luke contempló la misiva malhablada que tenía en la mano.
—¿Me está diciendo que esta carta la escribió usted? —inquirió de sopetón.
Los ojos miopes se abrieron con interés.
—¿Yo? ¿En algún momento anómalo, supongo? Esa teoría suya no deja de tener su gracia, pero no se sostiene. No. Devuélvamela, por favor. Es un documento que en estos momentos cuenta con gran importancia.
—Pienso exactamente lo mismo, señor. —Charlie Luke se llevó la cuartilla al bolsillo interior.
Las flacas mejillas de Lawrence Palinode se encendieron con violencia.
—No tiene ningún derecho —protestó—. Y ya tiene todos los demás anónimos —recordó.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi querido señor, las cosas se saben. Las personas hablan, y algunas incluso leen el periódico.
Luke insistió:
—Y si no ha visto las anteriores, ¿por qué piensa que esta carta la ha escrito la misma persona?
—Bueno, sí que las he visto en realidad. Por lo menos vi la primera, y me fijé bien. El médico me la enseñó nada más recibirla. Y cuando esta ha llegado con el correo esta mañana he vuelto a reconocer la escritura de Madame Pernelle.
—¿Y eso a qué viene? Hace cinco minutos estaba usted acusando a la señorita White…
En su calvo rostro de quijada caída apareció una expresión trágica, tan sincera como efímera. Lawrence se recuperó y emitió un graznido, aparentemente dirigido a sí mismo.
—¡Ay, las mujeres! —exclamó—. Porque quien ha escrito esto es una mujer, ¿lo saben, no? Quizá no lo encuentren tan escandaloso como yo. —Calló un segundo y meneó la cabeza—. Pero, bueno, es posible que tenga usted razón. Lo único que sé es que se trata de Madame Pernelle.
Desde luego, aquella no era una declaración satisfactoria. El inspector de división frunció sus tupidas cejas. Su interlocutor no hacía más que desconcertarlo, y la frustración regresó a él con fuerzas renovadas.
Campion se dijo que había llegado el momento de intervenir.
—No creo que haga falta insistir en el carácter femenino del anónimo —musitó, y, de forma inesperada, añadió—: La policía es demasiado jungiana para ello. Inspector, usted no sabe quién es Madame Pernelle, ¿verdad?
—¡Pues claro que sé quién es! —Luke estaba furioso—. Es la propietaria de ese restaurante que hay en Suffolk Street, justo al lado de la iglesia. ¡Pobre señora! Es tan redonda como un barril; muy buena persona, también, tan buena como la cerveza que sirve. Apenas sabe hablar inglés, y olvídese de que pueda escribirlo. El señor Palinode ya había hecho esta acusación anteriormente, y lo hemos estado investigando.
Lawrence suspiró y encogió sus escuetos hombros. Campion tomó asiento y sacó una cajetilla de cigarrillos.
—Si no recuerdo mal, la Pernelle también es un personaje de Moliere, una mujer muy virulenta y desagradable —comentó.
—Del Tartufo. Cualquiera que tenga un poco de cultura lo sabe —dijo Lawrence, con voz fatigada. Miró al inspector de división, un tanto exasperado—. Es muy difícil hablar con usted.
—¡No me diga! —masculló Luke.
—¿Por qué piensa que su sobrina podría ser la autora de estos anónimos? —preguntó Campion, quitándose las gafas con calma.
—Prefiero no responder a esa pregunta.
Luke soltó un bufido sarcástico. Campion señaló la bandeja que había junto al escritorio.
—¿Todos esos libros son de la biblioteca?
—La mayor parte, por desgracia. Mis recursos no me permiten comprar tantos libros como me gustaría.
—¿Cuándo los sacó de la biblioteca?
—Ah, ya veo por dónde va. Desde que leí esa primera carta anónima. Lo normal es que uno trate de ilustrarse sobre una cuestión antes de pasar a tomar medidas prácticas.
—Naturalmente. —Campion tenía una expresión grave en el rostro—. Perdóneme, pero ¿se ha concentrado usted solo en los anónimos?
—Por supuesto.
—¿Por qué?
El último de los varones Palinode le dedicó una de sus sonrisas inesperadamente cautivadoras.
—Porque, que yo sepa, ese es el único misterio —dijo con desparpajo.
Luke miró a su compañero. Campion daba la impresión de saber muy bien lo que se hacía.
—Ya me lo imaginaba —convino—. Usted lavó todas las tazas y todos los vasos, claro. Si solo hubiera lavado una taza, seguramente habríamos llegado a una conclusión muy distinta. ¿Qué lo llevó a pensar que su hermana se había suicidado?
Lawrence consideró la cuestión con desinterés.
—No tenía pensado opinar al respecto —respondió finalmente—, pero el hecho de que esté tan bien informado nos ahorra muchos problemas. Supongo que el enterrador me vio, ¿no es así? Bueno, el caso es que Ruth era muy extravagante, y había malbaratado su pequeña fuente de ingresos. Mi hermana Evadne y yo quebrantamos nuestra norma de no meternos en sus asuntos y le reprochamos lo sucedido. Ruth se fue a la cama muy alterada. Y al día siguiente murió. Era completamente incapaz de controlar sus gastos.
—¿Quiere decir que le gustaba apostar?
Lawrence enarcó las cejas.
—Si tanto sabe usted, no comprendo cómo aún no se ha dado cuenta de lo que está perfectamente claro.
—¿Cómo consiguió su hermana el veneno?
Lawrence se arrellanó en la silla con tanta desenvoltura que a punto estuvo de perder el equilibrio.
—Eso lo tienen que averiguar ustedes. Yo no conozco ningún detalle.
—¿Por qué lavó los vasos y las tazas en su habitación?
Lawrence titubeó.
—No lo sé —dijo finalmente—. La verdad es que subí porque parecía que la buena mujer que cuida de nosotros estaba esperándolo. Me quedé contemplando a Ruth, diciéndome que era una pena que ella hubiese heredado esa extraña e imperfecta capacidad matemática que existe en nuestra familia. Y en ese momento se me ocurrió que debía de haberse envenenado. Supongo que lo lavé todo allí mismo por miedo a que otra persona pudiera intoxicarse por accidente.
—¡Eso es un cuento chino! —estalló Charlie Luke, incrédulo—. ¿Está diciéndome que pensó que su hermana se había envenenado y no hizo nada al respecto, y que, en cambio, cuando el médico se presentó con una carta anónima, de pronto se sintió consumido por la rabia?
Lawrence ni lo miró.
—Era el primer documento de ese tipo que veía en mi vida —indicó a Campion—. Aquel odio extraordinario que reflejaba la misiva ejerció un extraño efecto psicológico sobre mí. ¡Era extremadamente interesante! Me sentí fascinado, en el sentido más literal de la palabra. No sé si alguna vez habrá experimentado una sensación semejante…
Campion entendía muy bien lo que les estaba diciendo. Formuló la siguiente pregunta con delicadeza.
—Entonces, ¿sus investigaciones lo han llevado a determinar que quien escribió esas cartas fue su sobrina?
Lawrence apartó la mirada.
—Si ha estado escuchando mi conversación con ella, ya tiene la respuesta a esa pregunta —dijo.
—¿Tiene usted alguna prueba?
El anciano se giró hacia él de repente, con el rostro enrojecido.
—Mi querido señor, mis investigaciones son asunto mío y de nadie más. No puede exigirme que se las explique, y menos cuando conciernen a mi propia familia.
Campion guardó un largo silencio.
—¿Ha pensado en que el proceso de descarte no deja de tener sus peligros? —aventuró al fin.
De pronto, a Lawrence se le pasó la indignación, como a un niño sorprendido que de pronto deja de llorar.
—¿Eso cree? —repuso con interés.
Campion mantuvo el rostro serio.
—Los jóvenes siempre son un misterio —afirmó—. Uno puede tener bastantes certezas respecto a todo lo demás, pero los jóvenes siempre son un enigma.
Luke ya no aguantaba más.
—¿Y qué tiene que ver eso con el tema que nos ocupa?
Fue Lawrence quien le respondió.
—Se lo explicaré con palabras sencillas, para que lo entienda usted. Una vez que tuve claro que ninguna otra persona de la casa podría haber escrito esos anónimos, achaqué lo sucedido a la única persona a la que no conocía de verdad. Me fijé en que tenía un secreto. —Su rostro se tornó rígido por el disgusto—. Aunque en ese momento no sabía de qué secreto se trataba.
—¿Y quién le reveló ese secreto tan vergonzoso? —preguntó Luke, con un sarcasmo feroz—. Supongo que fue el capitán, ¿no es cierto?
—Sí, así es. Estaba hablando con él de otras cuestiones, y de pronto me lo dijo. Con verdadera crudeza. No lo creí e hice que me llevara al hospital donde está ingresado ese pobre muchacho. Y al llegar…, resultó que Clitia también estaba allí.
Parecía que el recuerdo le provocaba náuseas. Campion volvió a tomar la iniciativa.
—No entiendo por qué sus sospechas se limitan a los habitantes de la casa —indicó.
—Pero bueno, hombre, si está clarísimo. —Lawrence se levantó y revolvió entre libros y papeles con sus dedos largos y pesados—. Me he estado informando; he leído esto, y esto otro también —declaró, subrayándolo todo con su peculiar entonación—. Lo que siempre hay que tener en cuenta es la evidencia interna. —Se acercó al arca situado junto a la ventana—. Aquí tengo guardada una copia de la primera de esas cartas… —Abrió el cajón con fuerza excesiva, y varios papeles salieron volando, para después posarse en el parquet.
—No hace falta. —Luke empezaba a dar muestras de cansancio—. Me la sé de memoria.
—¿En serio? —Lawrence continuaba revolviendo entre los papeles desparramados.
—Si quiere, se la recito aquí y ahora —aseguró el inspector de división—. El primer anónimo, nada menos. Y no recuerdo ninguna evidencia interna.
—Se trata del comentario sobre las flores. —Lawrence dio un nervioso paso en su dirección—. ¿Se acuerda? Tras un torrente de calumnias contra el médico, «por su ceguera ante un asesinato puro y duro», la carta añadía: «incluso los lirios se cayeron, y cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta de lo sucedido».
La intensidad del disgusto con el que pronunció la cita demostró lo mucho que lo alteraban los anónimos. En su cosmovisión personal, utilizar la sagrada palabra escrita para pecar constituía un acto verdaderamente abominable.
Luke se mostró repentinamente interesado.
—Sí, me acuerdo de esas palabras —convino—. Pero ¿qué es eso de que las flores se cayeron?
—Es algo que pasó en el funeral, y, en aquel momento, solo estábamos las personas de la casa en la sala. No había nadie de fuera. Los propios enterradores estaban aún por llegar.
—¿Los lirios estaban en una corona? —sugirió Campion.
—Naturalmente. —Lawrence parecía ansioso por explicarlo todo—. Verán, alguien trajo una corona… Alguien que no era de la familia, pues los Palinode no somos muy dados a muestras emocionales. Creo que fue el actor el que la envió, Grace, el que se pasa tanto tiempo en compañía de nuestra amable señorita Roper. Según parece, la dejaron apoyada contra la pared que hay en lo alto de las escaleras. Esa mañana, casi todos los de la casa nos encontrábamos en la entrada. Estábamos esperando a que llegaran los sepultureros para dar comienzo al funeral. Yo no iba a asistir; tenía trabajo que hacer. Pero mis hermanas consideraban que debían estar presentes. Estábamos todos en la sala, incluso esa ninfa vieja que trabaja para la señorita Roper… Y, de pronto, algo hizo que la corona de flores se soltara de la pared y se deslizara por el pasamanos del último tramo de las escaleras. La corona cayó rodando, sembrándolo todo de pétalos. Un episodio ridículo, tal vez, pero recuerdo que la mujer de la limpieza soltó un grito. La señorita Roper recogió la corona inmediatamente, la enderezó y la arregló lo mejor que pudo.
—¿Y qué hizo a continuación? —Charlie Luke lo estaba escuchando con la mezcla de sospecha y anticipación de quien se propone pillar en falso al narrador.
—Bueno, pues la dejó en una silla. O eso creo recordar. Estaba un tanto maltrecha, pero al final la usamos para decorar el ataúd; la colocamos justo antes de emprender el cortejo. —Se encogió de hombros—. Un episodio sin importancia, pero que en el anónimo aparecía mencionado con claridad. Y eso fue lo que me horrorizó. Estas cartas obscenas las ha estado escribiendo alguien de la casa. Y en ellas hay trazas de un trastorno mental. —Se estremeció; de repente, sus ojos relucieron, anonadados y vulnerables—. Convendrán conmigo en que se trata de algo realmente terrible.
Luke seguía sin estar impresionado.
—Me parece que no tiene la menor prueba contra la señorita White —dijo—. Creo que nos encontramos ante uno de esos típicos casos en los que la gente le da a la lengua porque sí: alguien que estuvo en la casa se lo contó a alguien que no había estado presente, etcétera. Y eso es todo.
Lawrence se lo quedó mirando con creciente asombro. Su rostro se tornó carmesí de la vergüenza y el asco que sentía.
—¿Me está diciendo que escribieron los anónimos entre los dos? ¿Clitia y ese joven depravado…?
—No, señor, no es eso lo que estoy diciendo. ¿Puede hacer el favor de olvidarse de su sobrina, al menos en lo referente a este caso? No tiene la menor prueba en su contra. Cualquiera de los que vieron rodar la corona por las escaleras pudo contárselo a otra persona. La mujer de la limpieza bien puede tener una prima a la que le guste escribir cartas extravagantes. La propia señorita Roper pudo haber estado hablando de lo sucedido mientras hacía cola para comprar en la carnicería.
—Eso último no me lo creo. La señorita Roper está muy por encima de esas cosas.
Charlie Luke inspiró con fuerza, pero optó por no insistir. Entonces, abruptamente, preguntó:
—¿Por qué estuvo usted observando al capitán Seton en la calle a las dos de la madrugada hace dos noches?
Si esperaba pillar al otro por sorpresa, no consiguió su objetivo.
—Un incidente enojoso —dijo Lawrence plácidamente, con su voz de ganso—. Oí que alguien pasaba a hurtadillas junto a la puerta y pensé que se trataba de Clitia. Habíamos estado discutiendo un par de horas atrás, así que aún la tenía en mente. No me había dado cuenta de que ya había vuelto a casa y, siguiendo la sugerencia de mi hermana, hice lo de Cawnthrope y descubrí que estaba en su habitación. A Clitia no le gustó nada que me metiera en sus asuntos.
—Con eso de Cawnthrope quiere decir que miró, ¿es eso? —apuntó Campion para beneficio de Luke, cuyo rostro empezaba a echar chispas.
—Sí, claro. Disculpen. Se trata de una alusión familiar que por supuesto no pueden conocer, aunque aparece mencionada en la tercera edición de Extractos elegantes. —Se acercó a la librería y volvió con un libro—. Mornington Cawnthrope era pariente del padre de mi madre. Aquí está la referencia: «El archidiácono Cawnthrope creía haber perdido sus gafas» —leyó—. «Su esposa le dijo que si se miraba al espejo las vería… “Ah, eso no puedo hacerlo”, respondió el archidiácono, “porque viendo no veo”, parafraseó. “Ya, pero si no miras”, dijo la señora, “tampoco vas a avistarlas. Y es que sigues llevando las gafas en el puente de la nariz”».
Cerró el libro.
—Siempre nos ha parecido una anécdota muy graciosa.
Campion miró de soslayo a Luke y se alegró de haber venido con él. El policía tenía los ojos clavados en Lawrence y una expresión indescifrable en el rostro.
—Decía usted que esa madrugada creyó oír que la señorita White pasaba a hurtadillas junto a su puerta —repuso por fin.
—Sí, efectivamente. —De mala gana, Lawrence dejó el libro en su lugar—. La seguí e intenté averiguar en qué andaba metida, aunque no conseguí ningún resultado satisfactorio. —Sonrió con modestia—. Verán, en la oscuridad soy prácticamente ciego. En cualquier caso, me di cuenta de que había hecho el ridículo cuando ella volvió y resultó ser el capitán Seton, que había ido a echar una carta al buzón.
Luke suspiró.
—¿Vio si el capitán se encontró con alguien en la calle, junto al buzón?
Lawrence sonrió de nuevo.
—No pude ver nada en absoluto —indicó.
—¿Le dijo él que había ido a echar una carta?
—No, pero lo di por sentado. Cuando finalmente lo alcancé en el vestíbulo, lo único que me dijo fue que él no se llamaba Clitia.
—¿Cuándo le cedió el capitán el legado que le había dejado la señorita Ruth Palinode?
Luke lo preguntó sin levantar la voz, pero el efecto de sus palabras fue sorprendente. Lawrence Palinode dio un paso atrás, y a punto estuvo de trastabillar y caer al suelo.
—¿Quién le ha dado esa información? —quiso saber, con palpable nerviosismo—. Ah, ya entiendo. Lo ha deducido a partir de la carta. Sí, ahí lo menciona. Esa es la razón por la que he ido a hablar con Seton este mediodía, porque pensaba que quizá se lo hubiera dicho a Clitia… en el caso de que fuera ella la autora de esos vergonzosos anónimos, quiero decir.
Su nerviosismo era cada vez más acusado; le temblaban las manos.
—En esa carta se me acusa de haber robado al capitán, lo que es verdaderamente grotesco. Yo le pagué cinco libras, una gran suma de dinero, por algo que no tenía ningún valor.
—Unas cuantas acciones de Sudamérica, ¿verdad? —aventuró el policía.
Lawrence se lo quedó mirando como si creyera que se había vuelto loco.
—No lo creo, la verdad. Lo único que recuerdo es que eran acciones de un yacimiento minero, no sé de dónde, y que no tenían ningún valor. Así se lo dijo nuestro abogado a mi hermana. Ruth se las legó a Seton para gastarle una broma pesada, pues todos sabemos que el capitán tiene serios problemas de dinero. Reconozco que la broma no fue de muy buen gusto. Así que le compré las acciones a Seton unas pocas semanas después, tan pronto como le llegaron. No es de la familia, y consideré que mi deber era evitarle un mal trago. A todos nos gustan las bromas, pero Ruth se pasó de la raya.
Había algo raro en sus prolijas explicaciones. Luke continuaba sin estar convencido.
—¿Dónde están esos títulos ahora?
—Los tengo a buen recaudo.
—¿Volvería a venderlos por cinco libras?
—Por supuesto que no. —Saltaba a la vista que la pregunta lo había incomodado, pero, a pesar de su irritación, respondió—. Son parte del legado familiar.
Campion, que había estado guardando silencio, levantó la vista y preguntó:
—¿Es posible que ya las haya vendido?
—No las he vendido. —Su negativa les pareció inesperadamente obstinada—. Siguen estando en mi posesión. Nunca me prestaré a venderlas. ¿Ha terminado ya con su interrogatorio, inspector?
Luke colocó su mano en el brazo de Campion.
—Muy bien —dijo—. Supongo que va a permanecer usted en la casa, ¿no es así, señor Palinode? Mientras tanto, ¿qué le parece si subimos, señor?
Lawrence se dejó caer de cualquier forma en la silla situada ante el escritorio, y, sin saber muy bien cómo, se las arregló para volcar otro tintero.
—Cierren la puerta al salir, por favor —les dijo por encima del hombro mientras se ponía a secar tinta otra vez—. Supongo que ahora van a ir a atormentar a Seton. ¿Puedo preguntarles por qué?
Charlie Luke le guiñó un ojo a Campion.
—Vamos a darle lo suyo a ese hombre —aseguró, contento.