16.- En la funeraria

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EN LA FUNERARIA

La puerta de cristal de la funeraria Bowels estaba cerrada, pero había luz en el interior cuando Campion tocó el timbre. Objetivamente hablando, el escaparate no dejaba de tener su interés. En él se exponían una urna de mármol negro —que habría resultado bochornosa en cualquier otro entorno— y dos coronas de flores de cera, protegidas por una lámina de cristal.

También había un caballete en miniatura que sujetaba una tarjeta con rebordes negros; en ella podía leerse, escrito en una letra pequeña pero florida, el siguiente mensaje: «Fiabilidad en el tránsito al más allá. Buen gusto, eficiencia, economía, respeto».

Campion se estaba diciendo que un tránsito al más allá que fuera poco fiable resultaba difícil de imaginar cuando vio que Bowels sénior ascendía por la escalera apenas visible del otro lado de la puerta. Parecía estar comiendo algo mientras luchaba con su levita, pero llegó con rapidez y acercó el rostro al cristal.

—¡Señor Campion! —exclamó, entusiasmado—. Qué sorpresa tan agradable. —Su sonrisa se evaporó al momento y fue reemplazada por una expresión de cauta inquietud—. Perdóneme si le hago una pregunta personal, pero espero que su visita no se deba a cuestiones profesionales…

Campion respondió con afabilidad:

—Eso depende de en quién de los dos esté pensando. ¿Podríamos bajar un momento a la cocina?

El ancho rostro del enterrador perdió su expresión durante un segundo, y Campion apenas tuvo tiempo de reparar en ello antes de que su interlocutor volviera a ofrecerle una amplia sonrisa.

—Será un placer, señor Campion. Por aquí. Deje que le muestre el camino. —Rodeó a su visitante para guiarlo al interior, y su voz resonó entre las paredes como si se tratara de un gong.

Campion lo siguió escaleras abajo hasta enfilar un angosto pasillo que olía a cerrado y a calor, sobre todo si se comparaba con la refinada diafanidad de la planta baja del negocio. El enterrador iba por delante, dando pasos muy cortos y sin dejar de hablar en ningún momento.

—La cocina es humilde pero cómoda —dijo—. El chico y yo vemos la ostentación todos los días, y por eso nos gusta que nuestra vida privada sea sencilla. Pero se me había olvidado: usted ya nos honró con una visita el otro día, después de que el pobre Magers le diera tanto a la botella.

Se detuvo con la mano apoyada en el pomo de una puerta angosta. Estaba sonriendo, y sus grandes dientes frontales casi ocultaban el pequeño labio inferior.

—Si le parece, entraré el primero —dijo.

Entró. Y su alegría fue inmediata.

—Parece que estamos solos —dijo, mientras se movía por el apartamento, que estaba lleno de cosas y escasamente iluminado. Colocó una silla junto a la mesa para su visitante, y dijo—: Pensaba que el chico andaría por aquí, pero ha debido de volver al trabajo. Es un artesano excelente. Pero tome asiento, señor, siéntese a mi derecha, que voy a escucharlo con atención.

Campion obedeció mientras Jas ocupaba su propia silla, presidiendo la mesa. Sus rizos blancos brillaban en la agradable penumbra, y había cierta dignidad en la postura de sus anchos hombros. Su figura había cobrado una nueva autoridad en aquel lugar, imponiéndose a su falso tono servil. Sentado como estaba, resultaba imponente y anacrónico, como un antiguo coche de caballos de la nobleza.

—Magers se ha marchado —comentó, con un brillo de astucia y curiosidad en sus ojillos azules—. Tan pronto como tuvo lugar esa tragedia del otro lado de la calle, vino corriendo para despedirse, y no hemos vuelto a verlo. Pero me imagino que usted ya lo sabía, ¿verdad, señor?

Campion asintió con la cabeza, pero no dio ninguna explicación. Jas hizo una pequeña reverencia, en una elegante señal de aquiescencia.

Campion volvió a intentarlo, de otra forma esta vez.

—Una verdadera lástima, lo del pobre Wilde. No es que fuéramos grandes amigos, pero nos saludábamos a diario, por así decirlo. Ambos llevábamos muchos años trabajando en esta calle. No fui a la vista preliminar, pero le dije a Rowley que asistiera, como muestra de respeto. «Suicidio motivado por trastorno mental transitorio», eso es lo que establecieron.

Juntó las manos sobre el mantel a cuadros y bajó sus inquisitivos ojos.

—Lo enterraremos mañana por la mañana. No creo que lleguemos a cobrar un penique, pero llevaremos a cabo un trabajo tan fino y cumplido como si el cliente fuera usted mismo. En parte por compasión, señor Campion, y en parte por cuestión de negocios. Por triste que pueda parecerle, pues nunca lo habrá visto de este modo, una tragedia nos ofrece la mejor publicidad posible. Los curiosos acuden a centenares, y luego siempre se acuerdan del cortejo fúnebre, de forma que nos empleamos a fondo por el bien de la empresa.

Esta nueva nota de formalidad sorprendió un poco a Campion. Le pareció detectar cierta artificiosidad en las palabras de su interlocutor, como si realmente no estuvieran solos. Decidió ir al grano y preguntó de sopetón:

—¿Qué era lo que llevaba bajo el brazo a las dos de la madrugada de hace dos días, cuando fue a ver a ese conocido al que saludaba a diario?

El anciano sepulturero no mostró sorpresa alguna, sino que dedicó a Campion una mirada de desaprobación y reproche.

—Esa es la clase de pregunta que uno espera oír de la policía, señor Campion —dijo con severidad—. Y, si me permite decirlo, es probable que la policía me la hubiera hecho con mayor delicadeza. Cada uno tiene su forma de trabajar, supongo.

—Sin duda —convino Campion—, y por eso me interesa lo que sucedió hace dos noches a las dos de la madrugada.

Jas se echó a reír. Su amplia sonrisa, divertida y tímida a la vez, resultaba desconcertante.

—Qué humana es la naturaleza humana, ¿eh? —sentenció, intentando abarcar todos los pecados del mundo—. Supongo que quien me vio fue ese señor Corkerdale que está de guardia en el jardín, ¿no?

El delgado investigador hizo caso omiso de sus palabras. La sonrisa se ensanchó aún más en el rostro del enterrador.

—No era consciente de que fuera tan tarde —dijo—, pero es posible que tenga razón. Magers estaba con nosotros por primera vez en treinta años. Habíamos estado hablando de nuestra queridísima fallecida, y Magers terminó sumiéndose en un sueño que más que sueño parecía estupor. ¡Pobre hombre! —Se detuvo, y sus ojillos buscaron una reacción en el rostro de su interlocutor. No la encontraron, y prosiguió sin alterarse—: Señor Campion, se acordará usted de que cuando nos vimos en la casa le dije que tenía problemas con cierto ataúd.

—¿En serio? Más bien me pareció que estaba tratando de venderme el féretro.

—No, señor Campion, eso lo decía en broma. Necesitábamos un ataúd con urgencia para el funeral de Lansbury Terrace. Rowley se acordó del que teníamos guardado en el sótano de la casa. «Muy bien, hijo», le dije, «pero antes de ir a recogerlo voy a pasar un momento por casa del señor Wilde, para darle lo que le prometí».

Se produjo otra pausa infructuosa, durante la cual Campion se mantuvo callado y atento. Jas adoptó un tono más confidencial.

—Es usted un hombre de mundo, igual que yo. Así que entenderá lo que voy a decirle. El pobre Wilde era un caballero muy pulcro; el desorden lo molestaba sobremanera. Y en la habitación que queda encima de la farmacia, cuya ventana da a la calle, tenía unas cortinas que estaban hechas un desastre. Así que le hice una sugerencia. Y, bueno… —bajó la voz—. En nuestro negocio usamos ese tipo de sábanas de algodón, son de muy buena calidad… Así que le prometí regalarle un par de metros, para que la ventana de arriba no estuviese tan fea. Al fin y al cabo, a todos nos conviene que la calle siga teniendo buen aspecto. Fui a verlo por la noche para no despertar la envidia de los vecinos. Y después, cuando llevé su cuerpo a la morgue, me di cuenta de que al final no había utilizado las sábanas, así que las recogí. Puedo enseñárselas ahora mismo, si quiere. Y, bueno, esto es todo. —Terminó de mentir con esa rúbrica verbal y se arrellanó en el asiento, muy complacido consigo mismo.

—Sí —dijo Campion, sin que la palabra denotara aceptación ni rechazo—. Y la otra cosa que quería preguntarle es por qué me hizo venir aquí cuando empezó todo este asunto.

Jas Bowels se quedó petrificado. La alarma se extendió por su cara como una marea incontenible. Su ancho rostro fue perdiendo su sonrosada coloración hasta palidecer por completo, al tiempo que su pequeña boca formaba un círculo de protesta. Era la primera vez que Campion lo veía nervioso.

—¿Que yo lo hice venir? —protestó con voz estridente—. Ahí se equivoca usted. Yo no lo hice venir, nada de eso. No quiero decir que el chico y yo no estemos contentos de verlo en nuestra calle. Es más, su presencia nos enorgullece. Pero ¿que lo hice venir? ¡Por favor! Eso estaría completamente fuera de lugar, señor. Incluso suponiendo que yo tuviese alguna razón para hacerlo. —Calló, y su gruesa mano tembló sobre el mantel a cuadros—. Es cierto que le escribí una carta a mi cuñado después de ver mi nombre en los periódicos —agregó—. Pero si él interpretó otra cosa, es que es aún más zoquete de lo que yo pensaba. Que quede claro que me alegro de que esté por aquí, señor Campion, pues quiero que todo este asunto se resuelva de una vez, pero no, señor, yo no lo hice venir.

Campion estaba atónito. Podía entender que Bowels tratara de negar su responsabilidad, pero le extrañaba que tuviera tanto miedo al respecto.

—Soy consciente de que una investigación policial no sería muy beneficiosa para su negocio —aventuró con prudencia—. AI fin y al cabo, sería publicidad negativa. Y también sé que usted estaba al corriente de que la señorita Ruth Palinode solía apostar unos pocos chelines a los caballos. Pero no me parecen razones suficientes para hacerme venir.

Bowels se sonó la nariz con un gran pañuelo blanco para ganar tiempo, o eso le pareció a Campion.

—Yo no lo hice venir —insistió—, pero el negocio es el negocio, y la policía suele olvidarlo. En mi negocio es fundamental la discreción, la discreción más absoluta. Nadie va a contratar a un enterrador que sea un metomentodo y no haga más que darle a la lengua. Pero, bueno, ya que usted y yo somos amigos y confío en que no va a hacerme comparecer como testigo en un juicio, hay algo que quizá le interese saber. Cuando la señorita Palinode murió, un detalle llamó mi atención. Un pequeño detalle, acaso sin importancia, pero que en ese momento me hizo pensar. Vi al señor Lawrence Palinode lavando vasos y tazas.

La imagen de aquel hombre, desgarbado y miope, de dulce sonrisa y conversación incomprensible, acudió a la mente de Campion.

—¿Dónde lo vio? —quiso saber.

Bowels seguía pálido, pero adoptó una expresión avisada.

—No en la cocina, desde luego —repuso en tono sombrío—. La pobre mujer murió a primera hora de la tarde, lo que es muy infrecuente. Quizá no lo sepa usted, pero la mortalidad, llamémosla así, raras veces se presenta al mediodía o a primera hora de la tarde.

—¿A qué hora llegó usted a la casa?

—A la hora del té. Casi a las cinco. La señorita Roper mandó al señor Grace a buscarme. Los familiares no movieron ni un solo dedo, y no por maldad, ojo. Los Palinode son humanos, pero un poco inútiles, con el agravante de que los asuntos prácticos les parecen de mal gusto, o casi.

Estaba empezando a dejar atrás el miedo, recuperando su arrojo habitual. Las diferencias que existían entre esta versión de los hechos y la anterior eran sutiles, pero insoslayables. En su voz ya no se advertía la desenvoltura propia de quien está improvisando. Campion tuvo la impresión de que le estaba ofreciendo un testimonio muy próximo a la verdad.

—Estaba a punto de sentarme a comer cuando el señor Grace llamó a la puerta. Como conocía a la familia, me levanté de inmediato, me puse la levita, cogí la cinta de medir y me marché con él —explicó—. El señor Grace me dijo que prefería no subir a la habitación, lo que tampoco tiene nada de sorprendente. Hay personas a las que no les gusta acompañarme, incluso aunque conocieran bien al difunto en cuestión. Pero también hay quienes disfrutan del momento. Todo depende del carácter. Pero, bueno, no me sorprendió que prefiriera quedarse al pie de las escaleras. «Déjelo de mi cuenta, señor», le dije, «no creo que vaya a cometer un error de identificación». Era una pequeña broma, pero no terminó de pillarla. Bueno, el caso es que subí solo, caminando con cuidado y guardando un silencio respetuoso, como siempre hacemos. Me detuve un momento ante el umbral, para mayor seguridad, y fue entonces cuando lo vi.

—¿Al señor Lawrence Palinode?

—Sí.

—¿En la habitación de la señorita Ruth?

—Sí. La finada estaba cubierta por una sábana, y a su lado estaba el hermano, tranquilo pero nervioso, no sé si me entiende. Había metido todos los vasos, tazas y cucharas que había en la habitación en una jofaina anticuada. Estaba terminando de sacar del agua el último vaso cuando entré, y al oír la puerta se giró como un ladrón al que hubieran sorprendido con las manos en la masa. Se mostró muy amable y cortés, claro está, pero yo ya lo había visto. Tan pronto como me quedé a solas examiné lo que había estado haciendo. Las tazas y los vasos estaban todos bien limpios y alineados sobre el mármol. La cosa estaba clara.

Su voz sonó ligeramente indignada.

—¿Eso es todo?

—Toda la verdad, señor. Me pareció significativo.

—¿Se lo ha contado a alguien más?

—A nadie. Es algo que mi padre me inculcó desde mi niñez: un enterrador no debe hablar más que con sus clientes. Era su divisa personal. Como es natural, cuando el juez ordenó exhumar el cadáver, me acordé de lo sucedido, pero no se lo dije a nadie. Ha pasado algún tiempo desde entonces, y sería mi palabra contra la del señor Lawrence, ¿no?

Era muy cierto. Campion todavía estaba considerando aquella información y su posible valor cuando Jas se levantó.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? El señor Luke dice que yo solo bebo líquido de embalsamar, pero no hay que hacerle caso. Tiene un sentido del humor muy peculiar.

—No, gracias. Ya me voy.

Campion se levantó con cierta precipitación. Su repentino movimiento hizo que el otro diera un respingo y echara una rápida ojeada hacia algo que se encontraba más allá de la espalda del investigador.

Campion era demasiado astuto como para mirar directamente, pero, antes de encaminarse hacia la puerta acompañado de su silencioso anfitrión, colocó la silla debajo de la mesa, miró de soslayo y se llevó el susto del día.

Había un hombre escondido en el pequeño hueco entre el reloj de pared y la gran estufa de hierro. Estaba pegado a la pared, a menos de un par de metros de la silla, y se mantenía completamente inmóvil, oculto entre las sombras; seguramente había estado escondido allí durante toda la conversación.

Campion salió por la puerta que el sepulturero acababa de abrirle. Salió andando a paso ligero, con un rostro falsamente inexpresivo. El enterrador parecía bastante seguro de que su invitado no había reparado en nada extraño.

El investigador se sumió en sus pensamientos mientras avanzaba por la acera; saludó al señor James, el atildado director del banco, y este le respondió con un gesto elegante, alzando el paraguas cerrado que llevaba en la mano. Aún ensimismado, Campion se abrió paso entre los curiosos que habían empezado a congregarse frente a la puerta principal de Portminster Lodge.

El cráneo reluciente y el tembloroso labio inferior eran inconfundibles. Lo que llevó a Campion a preguntarse sobre algo que hasta entonces no le había llamado la atención: la curiosa ubicuidad del señor Congreve.