10.- El chico de la motocicleta

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EL CHICO DE LA MOTOCICLETA

Le sienta como un guante —afirmó Jas Bowels con satisfacción—, y no hay nada más que decir. Al caballero le sienta como un guante, y la cosa no tiene vuelta de hoja.

Estaba de pie sobre el adoquinado del callejón, y su figura vestida de negro resultaba aparatosamente espléndida. Su levita era un poco más larga de lo habitual, y en el cuerpo de cualquier otra persona habría rozado lo absurdo, pero a Bowels le sentaba de maravilla gracias al ondulado pelo blanco que tanta dignidad aportaba a su estampa. Acarició con delicadeza su sombrero de seda; era un sombrero de los buenos, no demasiado brillante ni nuevo, pero sólido, de aspecto severo.

—Veo que no deja usted de mirarme, señor Luke —dijo, sonriendo a Charlie con tolerancia paternal—. Es mi traje para el más allá, por llamarlo de alguna manera. A los familiares siempre les resulta reconfortante… este tipo de ropa, quiero decir.

Todos se habían reunido en torno a la imponente carroza funeraria que acababan de sacar de la cochera. El agente de paisano, que parecía estar más abatido que cualquiera de los demás, rio con amargura.

—Usted a mí no me reconforta lo más mínimo —le espetó, aunque se trataba de una observación innecesaria—. Vamos, cuénteselo al inspector. ¿Dónde está el féretro que anoche sacó del sótano de Portminster Lodge?

—En el número 59 de Lansbury Terrace, adonde vamos a dirigirnos en un momento. —El tono triunfal de su voz era inequívoco; había emergido de su anterior conmiseración como un aceite volátil—. De haber sabido que quería usted verlo, señor Luke, no lo habría usado de ninguna manera, ni aunque me hubieran ofrecido una millonada. Lo digo en serio.

Charlie esbozó un remedo de sonrisa.

—Es usted muy amable, Bowels —dijo—. Imagino que el cuerpo ya está en el ataúd, ¿no es así? Que todos los familiares se encuentran de pie en torno al féretro en este mismo instante, ¿me equivoco?

—De rodillas. —En sus inocentes ojos no había el menor rastro de ironía—. Es una familia muy religiosa. El hijo es abogado —agregó de pasada.

Los opacos ojos del agente de paisano se cruzaron con los de su superior. La cosa estaba clara. Por el momento, Jas había ganado la partida.

—Resulta que el hombre lo ha necesitado esta misma mañana. Y resulta que era del tamaño indicado. Y que el que Bowels había fabricado para el cliente ha sufrido ciertos desperfectos. Y, qué casualidad, no tenía ni idea de que nos interesaba echarle una ojeada —dijo el agente con voz sombría.

—Me ha quitado las palabras de la boca, señor Dice —aseguró Jas, mostrándose sorprendido y complacido—. Es curioso, no iba a mencionarlo porque me deja en mal lugar, pero el féretro que había hecho para el caballero se combaba. Es por esa madera de olmo que nos traen hoy en día. Un verdadero escándalo, se lo digo yo. Hay filtraciones. Ya se lo dije a mi chico: «Increíble, Rowley. Vamos a encontrarnos con goteras en el fondo antes de llegar a la casa». «Peor que eso, papá», respondió él. «Las goteras van a aparecer en medio de la iglesia». Lo que no nos interesa porque luego la gente habla y ya se sabe. No nos interesa y punto. «Rowley, si nos pasa algo así, no voy a ser capaz de seguir mirando a la gente a los ojos», le dije. «Y con razón», dijo él. «Con mucha razón», dije yo. «¿Qué podemos hacer?». «Ahí está tu obra maestra, papá», señaló él. «Justo acabamos de traerla del otro lado de la calle». Y, bueno…

—Déjelo ya, ¿quiere? —le indicó Charlie Luke con afabilidad—. Guárdeselo para sus memorias. Y si no le importa, vamos a echarle otro vistazo a su establecimiento.

Jas Bowels se sacó de un bolsillo que tenía junto al estómago un bonito reloj de oro, acaso demasiado grande.

—Es una pena —dijo—, pero me temo que no voy a tener tiempo, señor Luke, o de lo contrario tendremos que ir a Lansbury Terrace con el caballo al galope, cosa que puede malinterpretarse y traernos problemas. Pero, bueno, hoy están de suerte. Mi cuñado está en la cocina, sentado junto al fuego con un poco de resaca. Estará encantado de enseñárselo todo y obrar como testigo. —Se detuvo, y su pequeña boca se contrajo en un rictus avisado—. No es que no me fíe de ustedes, ni ustedes de mí, pero sé que a los caballeros de la policía siempre les interesa que alguien de la casa los acompañe en este tipo de visitas. Así que no tienen más que decirle al señor Lugg que vienen de parte de Jas Bowels, y mi cuñado les mostrará hasta el último recoveco. Será un placer para él —añadió con naturalidad.

—Muy bien. Es lo que vamos a hacer. —Luke no escondía su satisfacción—. Nos veremos después de la fiesta, Bowels.

El interpelado meneó con tristeza su cabeza, sobre la que se alzaba su elegante sombrero de copa.

—No debería bromear, señor Luke, no con este tipo de cosas —dijo, con aparente sinceridad—. Es mi oficio, y me lo tomo de la mejor manera posible, pero para el caballero en cuestión no tiene ninguna gracia. En este momento no se está riendo.

—¿Ah, no? —dijo Charlie Luke. Se llevó las manos al rostro y se estiró la piel con los dedos hasta que sus altos pómulos recordaron a los de una calavera.

Jas dio un respingo. Su expresión se tornó vacía.

—No lo encuentro gracioso —dijo, muy envarado, antes de dar media vuelta y marcharse.

Encontraron al señor Lugg en la cocina, pero resultó que no estaba solo. Campion estaba sentado frente a él en una silla de respaldo alto, y se levantó al verlos llegar, con intención de disculparse.

—Vi que estaban hablando con esos paleadores de gusanos, de forma que di un rodeo y entré por la puerta trasera —explicó—. Lugg dice que anoche le echaron algo en su cerveza.

Apoltronado en una silla de mimbre, Lugg miró a los recién llegados con el resentimiento pintado en sus opacos ojos claros. Iba vestido con su traje y sus polainas de gala, pero tenía la camisa desabotonada, y no había ni rastro del cuello de celuloide. Estaba verdaderamente furioso.

—Tan solo me bebí una Guinness y un par de cervecitas de las flojas. ¡Eso para mí no es nada! —espetó con rencor—. Pero caí redondo, como si fuera uno de los clientes de mi cuñado. Una jugada así es típica de Jas, muy pero que muy típica de él. Primero se pone a hablar de tu hermana muerta, hasta que todos estamos llorando, y luego te echa unos polvos mágicos en el vaso. ¡Y en su misma casa, nada menos! Ni la mujerzuela más ruin haría una cosa así.

Sorprendentemente, fue el sargento Dice el que respondió de la forma más satisfactoria posible al estallido de Lugg.

—Encantado de conocerle —dijo, tendiendo su mano.

A pesar de sus problemas, Lugg se sintió agradecido.

—Encantado de conocerle —respondió, estrechando sus dedos de salchicha con los de su nuevo amigo. Campion le dirigió una mirada aprensiva a Charlie Luke y vio que el policía parecía estar divirtiéndose. Se apresuró a presentárselo a Lugg, y este estrechó su mano con naturalidad—. Aquí no hay nada de nada —le dijo a Dice—. He estado un buen rato dando vueltas por este nido de ratas, pero no he visto ni una flor de cera fuera de su sitio. No sé que estará tramando ese viejo diablo (porque seguro que está tramando algo), pero, sea lo que sea, se trata de algo extra…

—¿Extraordinario? —sugirió Campion.

Lugg le miró con acusado reproche.

—No —dijo—. Yo hablo inglés, o eso espero. ¡Extra! Extra, en el sentido de «otra cosa». En el sentido de que no tiene nada que ver con este negocio para pájaros de mal agüero. Y hagan el favor de sentarse y estarse quietecitos mientras hablo. Esta mañana lo estoy oyendo todo por triplicado.

Tomaron asiento, y Lugg procedió a explicáselo todo con sumo cuidado:

—Jas está metido en algo extra, en algo que no tiene nada que ver con palas y gusanos, ni tampoco con los Palinode. Cosa que quedó clara (o eso espero) cuando nos llegó aquella carta suya. Jas quiere que las cosas se calmen de una vez en la casa de los señoritos, para que la bofia (perdónenme por la vulgaridad, señor Dice y señor Luke), para que la policía se largue y se ocupe de otros asuntos, a fin de poder concentrarse de nuevo en sus propios tejemanejes, sean lo que sean. Por eso nos mandó la carta, el muy cafre. —Hizo amago de dar un puñetazo en la mesa, pero se lo pensó mejor—. Lo que Jas no esperaba es que mi señorito fuera a ocuparse del caso en serio y, menos aun, que yo fuera a acercarme a su casa para quedarme una temporadita, como el hermano político suyo que soy. Cuando llamé al timbre con la maleta en la mano y se me quedó mirando de aquella forma, se lo dije bien claro: «O cierras de una vez esa bocaza o vas a tener que cosértela. Cómo se nota que te alegras de verme». Se recuperó al momento, claro está, y dio comienzo la comedia. Jas piensa que soy el tío rico del joven Rowley. Está claro que este traje de franela que llevo tiene pinta de ser de los caros.

Estaba recuperándose con rapidez. Sus ojillos negros empezaban a relucir, y Campion se alegró al ver que Charlie Luke estaba escuchándolo con atención y simpatía.

—¡Nos lanzó el anzuelo! —prosiguió Lugg al punto—. Nos lanzó el anzuelo, dando a entender que podía contarnos algo. Sí que me dijo algo, pero no mucho. Se lo saqué volando, antes incluso de que me llevara al salón para enseñarme las fotografías de la lápida de mi pobre hermanita Beattie. Se lo saqué lo que se dice al trote…

—¿Se refiere a lo de las apuestas? —preguntó Campion de pronto. Los tres se giraron hacia él, sorprendidos.

—Veo que el joven Sherlock ya lo ha averiguado. —Lugg seguía estando lo bastante alterado para olvidar que no estaban solos. Pero se recobró al instante, de forma un tanto acrobática—. No se lo tome a mal, señor —agregó, y sus pesados párpados se cerraron con modestia sobre los ojos inyectados en sangre—. Estaba hablando para mis adentros. Pero, bueno, eso fue todo lo que Jas pudo contarme después de haber estado haciéndose el interesante. La señorita Ruth Palinode acostumbraba a apostar unos pocos chelines a las carreras. Jas lo consideraba interesante porque la mujer lo llevaba en secreto. Es un error que los ignorantes suelen cometer.

La mirada de Luke pasó del sirviente a su señor, impregnada de una curiosidad perceptible.

—¿Y cómo se ha enterado usted, señor Campion?

Sus ojos claros lo miraron como pidiéndole disculpas a través de las gafas de carey.

—Una simple corazonada —dijo con modestia—. Todo el mundo me daba a entender que esa mujer tenía un vicio. Pero no era alcohólica, y el hecho de que se le dieran bien las matemáticas me llevó a pensar en un sistema de alguna clase. Eso es todo. Supongo que era Rowley quien se encargaba de ir a la casa de apuestas con su dinero y apostar en su nombre.

—Tan solo apostaba un chelín o dos al día, de forma que Rowley ni siquiera se dio cuenta hasta un mes después de su muerte. En eso, Rowley ha salido a su madre: es un poco lento de entendederas. Eso sí, le hacía el favor de forma completamente desinteresada. Lo que también era muy propio de Beattie. Pero supongo que le sisaba los cuartos a la vieja señora; eso es herencia de Jas.

—Muy interesante. ¿Ganaba la señora alguna vez?

—De vez en cuando. Aunque a la larga siempre terminaba perdiendo dinero, como les pasa a casi todas las mujeres.

—Es un hecho —secundó el sargento Dice con fervor.

—Ya. Bueno, esto explica muchas cosas. —Los ojos almendrados de Charlie Luke parpadearon—. El dinero siempre es importante. Si un miembro de la familia se queda sin blanca, las consecuencias las sufren todos. Así que no decían ni pío. Y ella seguía perdiendo dinero una semana tras otra, lo que seguramente provocaba angustia, desesperación. Es posible que alguien decidiera tomar cartas en el asunto para poner fin a la situación… —Se detuvo en seco y miró a Campion—. ¿Le parece que podría ser un móvil? ¿No? No lo ve claro.

—No hay ningún motivo de primera clase para el asesinato —dijo Campion con desenvoltura—. Hay asesinos expertos que han llevado a cabo sus mayores crímenes solo por unas pocas monedas. ¿En qué anda metido Jas, Lugg? ¿Tiene alguna idea al respecto?

—Todavía no, jefe. Deme un tiempo —pidió Lugg—. Apenas he estado consciente un rato desde mi llegada. Y no me gustan las suposiciones. Prefiero usar la inteligencia. Vino alguien anoche, poco después de mi llegada; Jas estuvo hablando con esa persona en la puerta de la casa. No llegué a verla. Luego, Jas volvió la mar de sonriente. Esas dos pequeñas lápidas que tiene en su fea boca relucían en la penumbra. Me dijo que se trataba de un asunto de negocios, de otra muerte. Pero se lo veía nervioso. Sonreía, pero sudaba. El pajarraco está metido en algo raro, en el contrabando de licor, quizá.

—¿Por qué piensa eso? —Charlie Luke pilló la sugerencia al vuelo.

Lugg siguió mostrándose enigmático.

—Es algo que se me pasó por la mente, nada más. Tiene que tratarse de algo que pesa lo suyo y que hay que transportar con cuidado. Y, por cierto, luego estuvo contándome una de esas historietas suyas. Según dice, le pasa de todo en su trabajo. Esta en concreto tenía que ver con uno de esos hoteles finolis. Al parecer, en el hotel no quieren que los huéspedes se encuentren con sorpresas desagradables. Y cuando alguien la palma en una de sus habitaciones, hacen lo posible por que nadie se lleve el susto de ver cómo bajan un ataúd por la escalera. De forma que llaman a Jas e Hijo, quienes se encargan de bajar el fiambre metido dentro de un piano de cola.

—Ya había oído eso antes —dijo Campion—. ¿Y qué tiene que ver con el posible contrabando de licor?

—Ya se sabe que en los hoteles hay de todo —gruñó Lugg—. Y tampoco les estoy diciendo nada seguro. Lo único de lo que estoy convencido es de que Jas anda metido en algo raro, y que esas muertes que están sucediendo al otro lado de la calle no tienen nada que ver.

Justo en el momento en que se apagó su resonante voz, la puerta que había a sus espaldas se abrió de golpe, y un rostro pequeño y mugriento apareció en el umbral.

—Ustedes son de la policía, ¿no? —Era un niño pequeño, de nueve años como mucho; tenía la boca de un angelote y los ojos de un pekinés—. Vengan conmigo y serán los primeros en llegar. Han ido a buscar a un polizonte, pero yo sabía que estaban ustedes aquí. ¡Vengan de una vez! Hay un hombre muerto.

La respuesta fue tan inmediata como absoluta. Todos se levantaron de golpe, incluido Lugg, que no pudo evitar trastabillar.

—¿Dónde ha sido, hijo? —Charlie Luke pareció gigantesco cuando miró al chaval desde lo alto.

El niño lo agarró por el faldón de la chaqueta. Entusiasmado como estaba por su importancia recién adquirida, hablaba atropelladamente y resultaba difícil entender lo que decía.

—¡Por allí, por allí! ¡En el callejón! ¡Vamos, vamos! ¿Llevan sus placas?

El niño echó a correr por la calle adoquinada, arrastrando consigo a Charlie Luke. Un pequeño grupo de personas se había arremolinado en torno a una ajada puerta gris; estaba entreabierta. El resto del callejón parecía desierto. Bowels y su hijo se habían desvanecido, junto con todo rastro de su negocio.

La gente dejó pasar a Luke, que se detuvo y dejó a su guía en manos de una mujer situada frente al umbral. Campion y él entraron en el pequeño cobertizo; estaba sumido en la penumbra. Al principio pensaron que no había nadie dentro, pero entonces repararon en una escalera apoyada en el rincón; llevaba a una pequeña buhardilla, y de pronto pudieron oír unos sollozos que provenían de allí.

La pequeña multitud que había a sus espadas guardaba silencio, como suele pasar en ese tipo de situaciones. Campion fue el primero en llegar a la escalera. Subió lentamente por los peldaños polvorientos y se topó con una escena de lo más inesperada. Un acuoso haz de luz londinense irrumpía en la habitación a través de una ventana cubierta de telarañas, situada en lo alto de la pared enjalbegada; su resplandor iluminaba un suéter multicolor. Una desastrada figura de pelo negroazulado se encontraba arrodillada junto al cuerpo, sobre un impermeable manchado de aceite. La señorita Clitia White lloraba desconsolada.