5.- Un episodio más bien desagradable
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UN EPISODIO MÁS BIEN DESAGRADABLE
Mientras subía por aquella escalera con la que no estaba familiarizado, Campion se dijo que, incluso suponiendo que fuera una envenenadora, la señorita Evadne Palinode tenía por costumbre beber cosas de lo más raras a la hora de acostarse. En la pequeña bandeja le llevaba una taza con un producto lácteo de color achocolatado, un vaso de agua caliente, un segundo vaso de agua fría, un azucarero con azúcar glas o tal vez sal, un vasito con algo de aspecto horrible, parecido a un huevo en polvo reconstituido, una lata con la leyenda «Sales de Epsom» y las palabras «de Epsom» tachadas y una botellita con el cristal grasiento y una etiqueta sorprendente: «Parafina para uso casero».
Lo poco que pudo ver del interior de la casa también constituyó una sorpresa.
La escalera, de madera de pino, había sido diseñada por alguien que buscaba la simplicidad, aunque no del todo, pues estaba ornamentada con discretas agrupaciones de corazones, o picas, quizá, dispuestas a intervalos regulares. Los peldaños carecían de alfombra y ascendían a lo largo de dos pisos en torno a un hueco cuadrado, débilmente iluminados por una única bombilla que pendía del techo allí donde tendría que haber un candelabro. Cada rellano contaba con varias puertas dobles, sólidas, de dos metros y medio de altura.
Campion sabía perfectamente dónde debía ir, pues las tres nerviosas personas de la planta baja se lo habían explicado con todo lujo de detalles.
Caminando con cuidado, se acercó a la única ventana que había en el primer descansillo. Se detuvo para mirar fuera. Los contornos del amplio caserón se recortaban contra el luminoso telón que les proporcionaba una farola distante. La mirada de Campion se fijó en una forma, más prominente y próxima, que se movió ligeramente.
El hombre se quedó completamente inmóvil mientras sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Un momento después, una figura apareció casi a su mismo nivel, mucho más cerca de lo esperado; Campion dedujo que debía de haber una plataforma de alguna clase justo bajo la ventana, el tejado saledizo de otra ventana tal vez.
Se trataba de una mujer. La vio de forma breve pero clara cuando pasó a través del haz de luz. Asombrado, reparó en que iba vestida con cierta elegancia, ataviada con un sombrero blanco ornado con un lazo enorme y una bufanda de color llamativo en torno a la delgada garganta. Las prendas eran de estilo Regencia. No llegó a verle el rostro.
Contuvo el aliento mientras la oía moverse; se preguntó qué demonios estaría haciendo. Si su propósito era el de llevar a cabo un robo, se estaba tomando su tiempo, eso desde luego. Campion estuvo a punto de dar otro paso hacia la ventana, pero entonces una tela pasó junto al cristal. No volvió a suceder, pero se siguió oyendo el frufrú de la tela. Finalmente, tras una larga pausa, la ventana de guillotina empezó a abrirse.
Campion se escondió como pudo, acuclillándose en el penúltimo escalón del tramo inferior; se colocó tras el ángulo muerto de la barandilla, con la bandeja bien sujeta entre las manos. Desde su escondrijo, pudo ver cómo la ventana iba abriéndose en silencio.
Lo primero que apareció fueron un par de zapatos nuevos, con mucho tacón. Una mano pequeña y delgada, no demasiado limpia, los depositó con cuidado en la repisa de la ventana. Luego hizo otro tanto con el sombrero blanco y, justo después, con el vestido floreado, que estaba doblado con esmero, convertido en un bulto anudado por la bufanda. Finalmente, las manos depositaron un par de medias enrolladas sobre el montón de ropa.
Campion esperó, muy interesado en aquel desarrollo de los acontecimientos. La experiencia le había demostrado que las razones por las que las personas entraban en las casas por una ventana podían ser tantas y tan diversas como las que las llevaban a enamorarse, pero esta era la primera vez que veía a alguien desvestirse antes de hacerlo.
Finalmente, la propietaria de todas aquellas prendas entró. Una pierna delgada, con el tobillo envuelto en un calcetín grueso y parduzco, asomó cautelosamente por el alféizar, y, con el sigilo adquirido gracias a la práctica, una muchacha se deslizó en el interior. Tenía un aspecto extraño y desaliñado, pues iba vestida con unas ropas que los mal informados acaso hubieran tildado de «prácticas». Una falda puesta de cualquier forma, grisácea e informe, pendía de su estrecha cintura, y una feísima rebeca de lana color caqui escondía a duras penas una blusa de color azafrán, metida por dentro de la falda, que bien habría podido llevar una mujer cuatro veces mayor y más corpulenta. Campion la reconoció gracias a su sedoso pelo negro, que le caía en un flequillo liso sobre la frente. No lo llevaba arreglado y le oscurecía casi todo el rostro.
La señorita Clitia White otra vez, cambiándose de ropa en el tejado en esta ocasión. Campion cogió la bandeja y se levantó.
—¿De paseo? —preguntó en tono afable.
Campion suponía que la muchacha se sobresaltaría un poco, pero no esperaba el efecto que provocó su repentina aparición. La joven se quedó petrificada allí donde estaba, y un estremecimiento recorrió su cuerpo de arriba abajo, como si hubiera recibido un disparo. Había algo horrible en aquella súbita inmovilidad, y el investigador pensó que iba a desmayarse.
—Tranquila —dijo al momento—. Cálmese. Todo está en orden, no se preocupe.
La joven soltó un profundo suspiro y miró nerviosamente hacia las puertas cerradas que los rodeaban. Su angustia alcanzó a Campion y lo aprisionó durante un segundo. La muchacha se llevó un dedo a los labios y, entonces, echó mano de sus ropas, enrollándolas en un bulto informe.
—Lo siento mucho —dijo él en voz baja—. Me hago cargo de que se trata de algo importante.
La chica dejó caer el bulto tras las cortinas y apretó la espalda contra ellas antes de enfrentarse a Campion, mirándolo muy fijamente con sus grandes ojos oscuros.
—Es más que importante —dijo ella—. ¿Qué piensa hacer al respecto?
A Campion no le pasó inadvertido su atractivo. Charlie Luke ya lo había mencionado. Y, puestos a pensar, el propio Clarrie también. Era un atractivo real, un haz de magnetismo animal comparable al haz de una linterna en las inexpertas manos de un niño. Lo cual resultaba extraño, pues no parecía hermosa en absoluto, vestida con aquellas horripilantes prendas, pero todo en ella exudaba una vitalidad completamente femenina. Y su inteligencia resultaba evidente.
—Tampoco es asunto mío, eso está claro —observó Campion, hablándole como si se tratara de una persona mayor—. Aquí no ha pasado nada, ¿le parece? Simplemente me he cruzado con usted en las escaleras.
El alivio de la muchacha fue tan evidente que le recordó a Campion lo joven que era en realidad.
—Tengo que llevarle esta bandeja a la señorita Evadne —explicó—. Su habitación está en este piso, ¿no es así?
—Sí. El tío Lawrence está en el estudio, junto a la puerta de la entrada. Por eso… —titubeó—. Por eso no quería molestarlo —explicó, mendaz—. Usted es el sobrino de la señorita Roper, ¿no es así? Me dijo que quizá vendría.
Tenía una voz bonita, muy clara, con un deje pedante que no llegaba a resultar desagradable; por mucho que en ese momento sonara vacilante, el nerviosismo de su voz no dejaba de tener su atractivo.
De pronto, el sombrero blanco, situado en lo alto del bulto delator, terminó por ladearse y caer rodando desde el otro lado de las cortinas, hasta detenerse junto a su pie. La joven lo recogió de inmediato, reparó en la sonrisa que apareció en el rostro de Campion y enrojeció violentamente.
—Es un sombrero muy bonito —la elogió él.
—Ah, ¿eso le parece? —Clitia le dirigió una de las miradas más patéticas que Campion había visto en su vida. En sus ojos había melancolía, así como cierto asombro entremezclado con una sincera incertidumbre—. Me lo he estado preguntando un buen rato… —dijo—. Si me quedaba bien, no sé si me explico. La gente se me quedaba mirando. Era imposible no fijarse.
—Es un sombrero de mujer adulta —observó Campion, intentando evitar el paternalismo a base de reforzar la deferencia de su tono.
—Sí —convino ella al punto—. Sí que lo es. Quizá se trate de eso. —Vaciló, y Campion intuyó que sentía el impulso de decirle muchas otras cosas, pero en ese momento una puerta se cerró en algún otro punto de la casa. Estaban a una distancia considerable, pero el sonido pareció ejercer un efecto también considerable en su interlocutora. Perdió cierta vivacidad, y su rostro se tornó serio, al tiempo que escondía el sombrero blanco tras la espalda. Ambos se mantuvieron a la escucha.
Campion fue el primero en hablar.
—No voy a decir nada —insistió, preguntándose por qué estaba tan seguro de que Clitia necesitaba que se lo repitiera—. Puede confiar en mí. Hablo en serio.
—Si dice algo, me muero —respondió ella, con tal sencillez que Campion se sobresaltó. En sus palabras había cierta fatalidad como de princesa encantada, pero no resultaba histriónica. Y en ellas también se advertía un gran vigor, una fuerza que resultaba inquietante.
De pronto, mientras él seguía mirándola, Clitia se giró y, con una elegancia inesperada en una persona tan joven e inexperta, recogió el bulto comprometedor y salió corriendo sin hacer ruido, para después desaparecer tras una de las altas puertas dobles.
Con la bandeja en las manos, Campion retomó su camino. Su interés por la familia Palinode crecía por momentos. Dio un golpecito en la puerta situada junto al siguiente tramo de escaleras. Era sólida y muy digna, del tipo que en un colegio daría paso al despacho del director.
Mientras esperaba a que le respondieran desde el interior, la puerta se abrió con brusquedad, y Campion se encontró frente a la mirada inquieta de un hombre de unos cuarenta años, vestido con un elegante traje oscuro. El desconocido lo saludó con un nervioso gesto de la cabeza y se hizo a un lado.
—Pase —dijo—. Entre, por favor. Yo ya me iba. Me marcho, señorita Palinode. Que le vaya bien —murmuró en dirección al recién llegado; parecía una simple fórmula educada, pero resultó más bien misteriosa. El desconocido salió, cerrando la puerta a sus espaldas y dejando a Campion en el interior de la habitación, un paso más allá del umbral.
El investigador vaciló un momento y miró a su alrededor, tratando de localizar a la mujer, que no le había respondido. Lo primero que pensó fue que no estaba. La habitación era rectangular y por lo menos tres veces más grande que un dormitorio corriente. El techo era verdaderamente imponente y en la pared situada frente a la puerta había tres altas ventanas, pero, en términos generales, la estancia parecía más bien lúgubre. El mobiliario era voluminoso, oscuro y tan abundante que apenas dejaba espacio para moverse. Campion reparó en una cama con dosel que estaba emplazada en el lado derecho de la estancia, y también vio que había un gran piano de cola entre él y las ventanas; y, sin embargo, la nota dominante era de austeridad. Había muy pocos elementos decorativos y una sola alfombra junto al hogar. En las paredes, de colores planos, tan solo había unas pocas reproducciones, en tonos sepia, muy similares a las del exterior. Por la gran estancia se repartían tres librerías con puertas acristaladas, una mesa de biblioteca y un gigantesco escritorio en cuya atestada superficie se erguía una lámpara de lectura, la única fuente de luz en toda la habitación. Sin embargo, no había nadie sentado al otro lado, y el investigador empezaba a preguntarse dónde debería dejar la bandeja cuando una voz relativamente próxima le indicó con claridad:
—Déjela aquí.
La vio inmediatamente y se sorprendió al darse cuenta de que, en la penumbra, la había confundido con una manta de colores tirada sobre un sillón. Era una mujer corpulenta e iba ataviada con un largo vestido estampado; tenía la cabeza cubierta por un pequeño chal rojo apagado. Su rostro, de un color no muy distinto, estaba arrugado y moteado, hasta el punto de que podía llegar a confundirse con el terciopelo rojizo y marrón del propio sillón.
No se movió un ápice. Campion nunca había visto a un ser vivo tan inmóvil, con la excepción de un cocodrilo. Pero sus ojos, de un blanco opaco, eran brillantes e inteligentes, y en ese momento lo miraban directamente.
—En esta mesita —dijo, aunque se abstuvo de señalar o de instarlo a que se acercara. Tenía una voz clara y autoritaria, briosa y educada. Campion obedeció al instante.
La mesita era tan bonita como delicada y se sostenía sobre una pata de tres pies. Lo que había en ella resultaba lo suficientemente peculiar como para quedarse en la memoria, pero en aquel momento Campion no le dio mayor importancia. Se trataba de un cuenco cuadrado lleno de siemprevivas secas, muy sucias y algo polvorientas, así como de dos pequeñas copas de color verde manzana que contenían más flores. Junto a ellos yacía un plato cubierto por un molde para tartas invertido y una vieja taza sin asa con una minúscula porción de confitura de fresas. Todo estaba cubierto por una pátina grasienta.
La mujer le dejó revolver todo aquello y colocar la bandeja en la mesita, pero no hizo ademán de ayudarlo ni dijo palabra alguna; se quedó allí sentada, contemplándolo con divertido interés. Campion sonrió, pues le pareció lo más apropiado, y entonces se quedó de piedra ante la respuesta de la mujer:
Pastor, ¿por qué tu gaita resuena tan fuerte?
¿A qué esa expresión sonriente y orgullosa?
Diríase, sencillo Piers, que tu risueño semblante
Desmiente los golpes de tan mala fortuna.
Los claros ojos de Campion pestañearon. No porque le molestase que lo llamara «pastor», sino porque en los últimos días se había versado en la obra de George Peele, a quien había estado leyendo la noche anterior en busca del apellido que tanto le interesaba.
—«Quien me golpeó fue el destino, mi buen Palinode» —respondió, citando de memoria—, «pues el pobre Piers ya nació desafortunado».[1]
—Infortunado… —corrigió ella con aire ausente, pero su sorpresa y su placer eran tan evidentes que, de pronto, se trocó en una criatura más humana y muchísimo más femenina. Dejó que el chal rojizo se deslizara hacia atrás, dejando al descubierto una cabeza ancha y bien cincelada, con el cabello gris recogido.
—Entonces, ¿es usted actor? —preguntó—. Pues claro. Tendría que haberlo supuesto. La señorita Roper tiene tantos amigos de los escenarios… Pero —agregó, con una ambigüedad no exenta de gracia— esos amigos suyos no siempre se corresponden con el tipo de actor con el que yo estoy familiarizada. Mis propios amigos son más bien de su estilo, señor. Pero, dígame, ¿es que últimamente está sin «currele»?
Empleó aquella expresión coloquial como si se tratara de un ornamento que encontrara elegante.
—Me temo que llevo cierto tiempo sin actuar —respondió él, con cautela.
—Bueno, pues uno tiene que hacer lo que pueda. —Habló sin mirarlo. Aunque seguía estando sorprendentemente inmóvil en el sillón, acababa de recoger del suelo una libretita llena de anotaciones realizadas con una letra minúscula y bonita—. Y bien —añadió, mirando una de las páginas interiores—. Veamos qué es lo que me ha traído. ¿Una taza de preparado tranquilizante? Sí. ¿El huevo? Sí. ¿El agua caliente? Sí. ¿El agua fría? Sí. Las sales, el azúcar y…, ah, sí, la parafina. Excelente. Ahora meta el huevo en el preparado tranquilizante. Eso mismo, así, remueva un poco con la cucharilla, no manche el platillo. Detesto que el platillo esté sucio. ¿Ya está? Muy bien.
Nadie le había hablado a Campion con tanta autoridad desde su niñez. Hizo lo que se le ordenaba y se sorprendió un tanto al ver que la mano le temblaba. La bebida de color achocolatado adquirió una tonalidad sospechosa, al tiempo que una espuma bastante repelente afloraba a la superficie.
—Y ahora el azúcar —lo instó la señorita Palinode—. Muy bien. Ahora páseme la taza y no me dé la cucharilla, pues no va a hacerme falta si lo ha mezclado todo como es debido. Meta la cucharilla en el agua fría, que para eso está. Déjela donde está, junto al agua caliente, y meta la parafina en el fuego de la chimenea. Es para mis sabañones.
—¿Sabañones? —murmuró él. El tiempo estaba siendo bastante cálido.
—Me empezarán a salir dentro de un par de meses —explicó la señorita Palinode, con calma—. Llevar a cabo el tratamiento adecuado ahora evitará que me salgan sabañones en diciembre. Lo ha preparado todo muy bien. Creo que voy a invitarlo a la sesión teatral del próximo martes. Sin duda estará encantado de asistir.
No se trataba de una pregunta, y la mujer no le dejó el tiempo suficiente para que se convirtiera en una.
—Es posible que le sirva de ayuda en lo profesional, pero no puedo prometérselo. En el teatro de repertorio de esta temporada sobran actores, aunque me temo que eso usted ya lo sabe. —Su sonrisa era muy amable.
Campion, que era el más plácido de los hombres, estaba empezando a sentir una curiosa necesidad de reafirmarse ante ella, pero se las arregló para seguir actuando con prudencia.
—Creo que por aquí cerca hay un pequeño teatro, ¿no es así? —aventuró.
—Sí, en efecto. El Thespis. Es una compañía teatral pequeña, pero van muy en serio. Algunos de los actores tienen mucho talento. Siempre veo todas sus obras, con la salvedad de los disparates sin interés que a veces estrenan para atraer al público. Y una vez al mes vienen todos aquí para charlar y distraernos un poco. —Se detuvo, y una sombra se posó en su viejo rostro agraciado—. Me pregunto si no sería mejor posponer la reunión de la semana que viene. En la casa hay cierto mar de fondo. Supongo que se habrá enterado. De todas formas, creo que lo mejor es que todos sigamos con nuestra vida como siempre. Lo único que me molesta son esos malditos señores de la prensa, aunque me temo que, en realidad, están molestando a mi hermano mucho más que a mí.
Se estaba tomando aquella temible bebida a sorbos muy ruidosos, de forma casi impertinente, se dijo Campion, como si se creyera dotada de ciertos privilegios en lo referente a las buenas maneras. Y, sin embargo, seguía siendo una mujer atractiva y verdaderamente imponente.
—Creo que he visto a su hermano al entrar… —empezó el investigador, pero se detuvo en el acto. La señorita Palinode parecía estar completamente horrorizada. Sin embargo, consiguió domeñar su alteración enseguida; sonrió y dijo:
—No, ese no es Lawrence. Lawrence es… una persona muy distinta. Sí, una de las cosas más agradables de esta casa es que una no necesita bajar a la calle. Es la calle la que sube a verla a una. Y es que llevamos mucho tiempo aquí, no sé si me explico.
—Eso he oído —musitó Campion—. Según me dicen, todos los proveedores vienen en persona.
—Los proveedores vienen al piso de abajo —lo corrigió ella, sonriente—. Los que suben son los profesionales. Una circunstancia interesante, ¿no le parece? Siempre he pensado que la estratificación social constituiría un buen tema sobre el que reflexionar, si no estuviera siempre tan ocupada. Ese hombrecillo de antes era el señor James, el director de nuestra sucursal bancada. Siempre lo hago venir cuando me surgen ese tipo de asuntos. Para él no supone ningún problema; vive encima de la sucursal, que está al otro lado de la calle.
Continuaba allí sentada, rubicunda y gentil, con sus ojos inteligentes fijos en el rostro de Campion. Este, a su vez, la contemplaba con un respeto cada vez mayor. Si Charlie Luke estaba en lo cierto y su interlocutora apenas tenía dinero, debía admitir que, al menos, su capacidad para obtener servicios resultaba notable.
—Cuando ha entrado usted —prosiguió ella—, me preguntaba si sería uno de esos periodistas. A veces hacen cosas de lo más extrañas. Pero cuando he visto que me respondía con versos de Peele, he comprendido que estaba equivocada.
Campion encontró su argumentación de lo más dudosa, pero no dijo nada.
—Este pequeño y desagradable asunto que nos trae de cabeza estos días me ha llevado a pensar en la extraordinaria curiosidad del vulgo. He estado pensando en escribir un ensayo al respecto. Verá, para mí, la cuestión más interesante es el hecho de que cuanto más cultivado o más elevado es el individuo, menor es su curiosidad. Lo que en un principio parece una paradoja, ¿no le parece? ¿Estamos hablando de una cuestión de tabúes paralelos o de un fenómeno real? ¿Qué piensa usted?
De entre todos los aspectos posibles del caso Palinode, este era el último en el que Campion habría pensado. Afortunadamente, la puerta se abrió en ese mismo instante y lo salvó de tener que contestar. La hoja se volvió a cerrar de golpe, y un hombre alto y cojeante, con unas gruesas gafas en el rostro, apareció en la habitación. Era evidente que se trataba del hermano. Alto y corpulento como ella, tenía su misma cabeza ancha, pero sus facciones delataban un mayor nerviosismo, y su mandíbula era más fina y débil. Tanto sus ropas como sus cabellos, inusitadamente oscuros, tenían un aspecto desastrado, mal cuidado; y su flaca garganta —de un color más rojizo que el de su cara, sorprendentemente— emergía de un ancho cuello de camisa y se inclinaba hacia delante, en un marcado ángulo agudo. Sus manos sujetaban un grueso libro ante él, como si lo hubiera utilizado para abrirse paso entre la multitud; se trataba de un aparatoso volumen con las páginas erizadas a base de puntos de lectura. Miró a Campion un momento, como si el investigador fuera un desconocido cuyo rostro le resultara familiar, pero, al descubrir que no era el caso, pasó por su lado con andares decididos, se situó frente a la señorita Evadne y le habló con una extraña voz abocinada, que recordaba a un ganso y sonaba poco fiable, como si no estuviera muy acostumbrado a emplearla:
—El heliotropo no ha vuelto a casa todavía. ¿Lo sabías?
Lo dijo con un disgusto más que palpable, y Campion podría haberlo malinterpretado si no hubiera recordado que Clitia White había nacido, o casi, en el mar. El nombre era de origen clásico, y supuso que la Clitia original debía de haber sido hija de Océano. Creyó recordar que una de las hijas del dios marino había sido transformada —como solía pasar con las ninfas— en un heliotropo. No estaba seguro, pero era muy probable que en la casa usaran lo de «heliotropo» para referirse a Clitia White. Parecía más bien literario, pero no imposible.
Estaba felicitándose por su agudeza cuando la señorita Evadne respondió, sin alterarse:
—No, no lo sabía. ¿Es que tiene alguna importancia?
—Pues claro que la tiene. —Lawrence estaba irritado—. ¿O es que te has olvidado de las margaritas que nunca se abren?
Campion se sintió exultante. Había vuelto a reconocer la referencia. La cita acudió a su mente desde algún oscuro recoveco interior:
Y hasta hoy no ha crecido ni una brizna
de hierba en el lugar donde ella yace,
yo planté margaritas hace un año
en su tumba, más nunca florecieron;
así pues, nunca vayas sola al bosque.[2]
El mercado de los duendes, de Christina Rossetti. La hermana sabia que previene a la hermana tontuela sobre los peligros de quedarse en dudosa compañía cuando cae la noche.
Lawrence Palinode parecía estar hablando de asuntos prácticos, aunque con un estilo cuando menos peculiar. Campion compadeció a Charlie Luke por haberse visto obligado a tomar declaración en aquella jerga tan particular, pero en realidad se sintió aliviado. Si el lenguaje familiar de los Palinode se basaba en constantes referencias a los clásicos, una buena memoria y un diccionario de citas le bastarían para llevar a cabo la investigación.
La señorita Evadne se encargó de desilusionarlo.
—Sí, claro —dijo—. Pero ¿has hecho lo del primo Cawnthrope?
Campion se sintió abatido. La pregunta contaba con el único código indescifrable para el hombre: la alusión familiar.
El efecto que estas palabras tuvieron sobre Lawrence resultó sorprendente. Su rostro se sumió en la más absoluta confusión.
—No, no… Pero voy a hacerlo —dijo, y al momento se fue de la habitación, dejando la puerta abierta.
La señorita Evadne entregó a Campion la taza vacía, sin duda porque así se ahorraba el esfuerzo de moverse un poco para dejarla en la bandeja ella misma. No había cambiado de postura desde que él entrara en la estancia, y Campion llegó a pensar que quizá estuviera escondiendo algo tras la espalda. A la anciana mujer no se le ocurrió darle las gracias de forma alguna ni invitarlo a sentarse.
—Mi hermano es extremadamente inteligente —dijo, acariciando las palabras con su voz clara y pausada—. En su tiempo libre elabora crucigramas para el Literary Weekly, pero su verdadero trabajo consiste en la escritura de una obra sobre los orígenes de Arturo. La terminará dentro de un año o dos.
Campion enarcó las cejas. Conque de eso se trataba. Estaba claro: el hermano hablaba utilizando referencias propias de los crucigramas, con alguna ocasional alusión de tipo familiar. Se preguntó si todos hablarían de la misma forma y con cuánta frecuencia.
—Lawrence está especializado en muchas materias —prosiguió la señorita Palinode—. Sus intereses abarcan mucho más que los nuestros.
—Y entre ellos sin duda se encuentra la horticultura —dijo Campion con intención.
—¿La horticultura? Ah, sí. —Soltó una risita al recordar la mención del heliotropo y las margaritas—. También la horticultura, aunque solo en el papel, me temo.
De pronto, Campion comprendió. La oscuridad de todas aquellas alusiones había sido deliberada. La familia Palinode hacía muy pocas cosas que no fueran deliberadas, se dijo. Mientras tanto, en el pasillo habían surgido voces, no muy amigables. Una puerta se cerró de golpe, y Lawrence reapareció. Tenía un aspecto verdaderamente alicaído.
—Tenías razón —dijo—. Tendría que haber hecho lo del primo Cawnthrope. Por cierto, tengo algo para ti. Al final he encontrado la solución. Está claro que se trata de la cosecha extranjera.
Dejó el libro en el regazo de su hermana mientras hablaba, pero no llegó a mirarla a los ojos. La señorita Palinode lo tomó en sus grandes y suaves manos, aunque su rostro mostraba cierta irritación.
—¿Acaso importa ahora? —le reprochó con calma; al momento sonrió y comentó con cierta jocosa amargura—: Es cosa del trigal ajeno, por supuesto que sí.
¿Cosecha extranjera? ¿Trigal ajeno? Campion se acordó del poema de Keats, que a su vez hacía una referencia al Libro de Ruth, y de pronto lo tuvo claro: estaban hablando de su hermana. Pero bueno, la señorita Ruth Palinode, o lo que quedaba de la pobre mujer, se encontraba en aquel momento en el laboratorio de sir Doberman. Oyó resoplar a Lawrence.
—Bueno, pues tenía que probarlo. ¡Si me lo permites, claro! —le reprochaba este a su hermana, irritado.
Al girarse, las gruesas lentes de sus gafas se toparon con Campion, que se encontraba a pocos pasos de él, y, de pronto, como si quisiera disculparse por haber estado ignorándolo durante todo aquel tiempo, le dedicó la más dulce y tímida de las sonrisas. Y luego se marchó, en silencio, cerrando la puerta a sus espaldas.
Campion recogió la bandeja y, al hacerlo, atisbo el título del libro que descansaba sobre las rodillas de la señorita Palinode, cubiertas por la tela estampada de su vestido. Los puntos de lectura emergían de las páginas como púas.
Se trataba de La guía Ruff de las carreras de caballos.