14.- Las dos sillas
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LAS DOS SILLAS
Poco más de una hora después, cuando ya casi era de noche y las luces de Apron Street relucían en el tapiz azulado de aquel lluvioso atardecer, Campion se metió en el bolsillo la carta que tan cuidadosamente había escrito para el comisario Yeo y salió sin hacer ruido de la habitación que le habían asignado en el oscuro caserón de Portminster Lodge.
La experiencia le había enseñado lo mucho que valía la palabra escrita a la hora de transmitir una información precisa. Y ahora iba en busca de Lugg, que sería su mensajero.
Pasó de puntillas por el pasillo y se las arregló para salir de la casa sin despertar a Renee. No se dio cuenta de que la verja de hierro estaba mojada hasta que la tocó con la mano; para cuando llegó a la calle, la fina lluvia lo había empapado por completo. No se hallaba lejos de la sobria ventana del establecimiento de Jas Bowels cuando, sin razón aparente, su mirada cruzó la calle y fue a dar con la acera más alegre de Apron Street.
El umbral de la farmacia era un arco opalino de marco multicolor. De pronto, una figura enorme y familiar salió de él. Lugg llegó hasta la carretera, miró a uno y otro lado, y acto seguido volvió a entrar en la botica.
Campion cruzó el grasiento pavimento en su dirección, dejó atrás la calle y se encontró en un espacio pequeño y bien iluminado, circunscrito por una increíble acumulación de cajas de cartón, botellas, cajitas y frascos que llegaba hasta el techo por los cuatro lados.
Al fondo había un mostrador, pero su presencia se veía empequeñecida por aquel masivo y caótico amasijo de productos farmacéuticos. También había un diminuto dispensario de primeros auxilios situado en un recoveco de la derecha y, al lado, un corredor que conducía a las misteriosas regiones que se escondían más allá.
No veía a Lugg por ninguna parte, ni tampoco a nadie más, pero el sonido de sus pasos sobre el gastado linóleo hizo que el rostro sorprendido de Charlie Luke emergiera de la barricada de productos situada ante el dispensario. Iba sin sombrero y llevaba el negro pelo despeinado, como si hubiera estado mesándose sus cortos y fuertes cabellos.
—Esta vez la he hecho buena —espetó—. Tendría que hacérmelo mirar.
Campion olisqueó la atmósfera. Entre el millar de olores que inundaban la farmacia, había uno que resultaba tan perceptible como alarmante; aquel olor se le pegó a la garganta.
—He entrado a mirar, nada más —dijo—. Pero ¿qué es lo que ha hecho? ¿Ha volcado algún tarro con esencia de almendras?
Luke se enderezó. Estaba agitado, y había angustia en sus ojos.
—Esta vez he metido la pata hasta el fondo —afirmó—. Merezco que me peguen un tiro. ¡Dios, me lo pegaría yo mismo! ¡Fíjese en esto!
Campion echó un vistazo al pequeño dispensario y vio unos pantalones a rayas, tendidos de forma horrible en el suelo; dos maltrechos pies asomaban por las perneras.
—¿El boticario?
—Papá Wilde —dijo el inspector de división con voz ronca—. Ni siquiera estaba interrogándolo; no era un interrogatorio de verdad. Apenas le he hecho un par de preguntas. Estaba al otro lado del mostrador, me ha mirado de una forma un tanto rara y… —Abrió los ojos de forma desorbitada, a fin de denotar una expresión de terror—. Entonces se ha metido ahí. Para ser tan viejo, se ha movido con mucha rapidez. «Un momento, señor Luke», me ha dicho, con esa voz suya que parece un graznido. «Un momentito». Me he acercado a él sin sospechar nada y de pronto he visto que se llevaba algo a la boca. Y entonces… ¡Por Dios!
—Cianuro. —Campion dio un paso atrás—. Yo que usted no me acercaría tanto. Es una sustancia muy fuerte, y por aquí no corre el aire. No se acerque, por Dios. ¿Estaban solos?
—Menos mal que no. Por lo menos tengo un testigo. —Luke salió del corredor. Estaba pálido y tenía la espalda encorvada; sus manos jugueteaban ruidosamente con las monedas de los bolsillos—. Su hombre, Lugg, está ahí dentro. Hemos venido juntos. Me he reunido con él en la esquina, según lo acordado. Al salir del pub he ido a ver cómo marchaba la autopsia. Mera formalidad, claro. Los resultados no van a conocerse hasta dentro de veintiún días, pero tenía que ir.
—Si no me equivoco, Bella Musgrave se ha marchado en un camión hace cosa de hora y media —informó Campion.
—Entonces, ¿se ha encontrado usted con Lugg?
—No. Me he encontrado con ella.
—Ah. —Luke lo miró con curiosidad—. Lugg también la ha visto. Le he dicho que vigilara un poco la calle. Soy tan zopenco que no se me ha ocurrido otra cosa que venir a hablar con Papá Wilde yo solo. Lugg iba a esperarme en la puerta del teatro Thespis. Según él, poco después de las cuatro ha llegado un camión y han metido un cajón en la parte de atrás. El cajón pesaba lo suyo, de forma que Wilde les ha echado una mano a los hombres del camión.
—¿Hombres?
—Sí. Dos hombres, iban sentados en la cabina. Tampoco tiene nada de particular. Los farmacéuticos también tienen que devolver sus recipientes vacíos, igual que las cervecerías.
—¿Ha visto Lugg a esos dos hombres?
—Creo que no estaba lo suficientemente cerca para reconocerlos. Pero tampoco me ha dicho mucho. Al principio no le ha parecido sospechoso, pero, al parecer, cuando han terminado de cargar el cajón, la vieja ha salido corriendo de la botica y se ha subido al vehículo. Lugg también se ha precipitado hacia ellos, con la intención de hablar con ella, pero el conductor ha arrancado enseguida y el camión ha salido disparado. Su hombre ha pillado la matrícula, pero me temo que no va a servirnos de mucho.
Campion asintió con la cabeza.
—Eso mismo pienso yo. También anoté la matrícula, pero seguro que es falsa. ¿Le ha dicho algo Lugg sobre la forma de ese cajón?
—No, que yo recuerde. —Luke estaba pensando en otras cosas—. Esta vez he exigido que venga el forense de la policía. Ni por todo el oro del mundo habría permitido que pasara algo así…
Campion sacó su pitillera.
—Mi querido amigo, en realidad no podría habernos dejado las cosas más claras, aunque sea de esta forma tan peculiar —indicó—. Es muy significativo. ¿Se acuerda de qué le ha dicho exactamente?
—Sí, y no es gran cosa. He entrado seguido de Lugg. —Con expresión ausente, trazó un globo en el aire—. «Hola, Papá Wilde. Quería preguntarle por esa novia suya. ¿Sabe usted a lo que se dedica?». Y él ha respondido: «¿Novia, señor Luke? No he tenido ninguna novia desde hace treinta años. A mi edad y, sobre todo, en esta profesión, se tiende a desarrollar una visión más bien negativa de las mujeres; es un hecho». —El inspector de división frunció la nariz—. Siempre repetía eso de «es un hecho». Era una especie de muletilla, pobre viejo. «Vamos a ver, amigo», le he dicho yo. «¿Y qué me dice de Bella, la de las lágrimas?». Entonces ha dejado lo que estaba haciendo, creo que estaba fundiendo un poco de cera para sellados con la ayuda de una lamparita, y me ha mirado por encima de sus antiparras. «No le sigo», me ha dicho. «Lo veo un poco olvidadizo. Estoy hablando de Musgrave, la maestra del luto. No se haga el tonto, Wilde. Acaba de irse de la botica con su cajón». «¿Su cajón, señor Luke?». «Amigo, hablemos claro de una vez. ¿Qué es lo que le ha hecho esa mujer? ¿Le ha dejado por Jas Bowels?».
Estaba reviviendo la escena, y su irreverente humor no admitía medias tintas.
—Entonces ha empezado a temblar —continuó—, y me he dado cuenta de que estaba muy nervioso, pero no le he dado la debida importancia.
Se pasó la mano por el rostro y por el cabello, como si estuviera tratando de borrarlo todo de su mente. Su voz sonaba lúgubre.
—Yo le he dicho: «No niegue lo de esa mujer, amigo. La hemos visto, con su bolsito negro de siempre». Dios sabe por qué se me ha ocurrido ese detalle. Supongo que porque Lugg lo ha mencionado cuando estábamos en la calle. Y, en fin, ha sido eso lo que lo ha desencadenado todo. Como ya le he dicho, después de eso me ha mirado de forma muy extraña. Me ha dicho: «Un minuto, señor Luke», y se ha metido ahí dentro. Podía verle la cabeza entre los frascos de linimento, y entonces me he dado cuenta de que se llevaba eso a la boca, aunque en el momento me ha costado captar lo que estaba ocurriendo. Tampoco había razón para pensarlo, ya me entiende. Pero entonces ha soltado un ruido como de faisán y se ha caído redondo entre las botellas, mientras yo me lo quedaba mirando con la boca abierta como un buzón de correos.
—Tremendo —dijo Campion, comprensivo—. ¿Y qué estaba haciendo nuestro amigo Lugg?
—Estaba observándolo todo con atención, sin darle a la lengua, como hacen otros —resonó una voz desde el corredor—. ¿O es que cree que puedo leer la mente? No había razón para que hiciera una cosa así, jefe. Está claro que la conciencia le pesaba como si fuera de plomo. El caballero no le ha levantado la voz ni una octava, y la mano menos todavía.
Luke se giró hacia Campion.
—No me puedo creer que fuera necesario —dijo—. Quiero decir, nunca me habría imaginado que Papá Wilde fuera capaz de hacer algo así. No tenía agallas. La escopolamina debía de proceder de aquí. —Abarcó con su mano el caótico fárrago que los rodeaba—. Pero nunca lo habría creído capaz de administrarla.
Regresó junto al dispensario y le hizo una seña a Campion para que se acercara. Se quedaron contemplando aquel horrísono cuerpo muerto y retorcido durante unos minutos; parecía más pequeño de lo que habría sido razonable esperar en vida. De pronto, el inspector de división se encogió de hombros con impaciencia.
—No hay manera —dijo—. No encuentro la manera de mostrarle lo que quiero decir. Wilde era un viejo tonto y vanidoso, demasiado insignificante como para hacer algo grande. Mire su cuerpo: no es más que un montón de ropas viejas. ¿Se ha fijado en su bigotito teñido? Era el orgullo de su vida. —Se agachó junto a su rostro, de facciones vulgares; estaba empezando a tornarse violáceo—. Tan insignificante como una mota de polvo.
Campion estaba pensativo.
—Quizá no se trataba de lo que Wilde había hecho, sino de lo que Wilde sabía —sugirió—. Lugg, ¿ha llegado a reconocer a los hombres que se han marchado con Bella en el camión?
—No estoy muy seguro —respondió el gordo sirviente con suavidad—. Me hallaba demasiado lejos. El primer fulano que ha bajado del camión no me suena de nada, eso lo tengo claro. Pero el segundo, el que estaba en el lado del volante, me ha recordado a alguien. A Peter George Jelf, nada menos. Este caso está empezando a llenarse de viejos conocidos, jefe.
—Por Dios —repuso Campion—. No le falta razón. Cada vez más viejos conocidos…
Se giró hacia Luke, con los ojos entrecerrados.
—Supongo que la banda de Fuller no le suena de nada, ¿verdad? Estuvo operando justo antes de que entrara en el cuerpo —murmuró—. Peter George Jelf era el tercero en la cadena de mando, hasta que le cayeron siete años por robo con violencia. Nunca fue un genio, por así decirlo, pero era muy meticuloso y no le faltaban agallas.
—Un maleante de tres al cuarto —intervino Lugg, burlón—. No lo digo yo, lo dijo el juez. El tipejo de antes caminaba de forma parecida. Quizá no fuera él, pero a mí me lo ha parecido.
El inspector de división anotó algo en el ajado paquete de cigarrillos que acababa de sacar del bolsillo.
—Es otra pregunta que voy a tener que plantear en comisaría si es que aún me dejan entrar. Y lo cierto es que no lo tengo claro, después de lo que ha pasado hoy. Yo mismo me despediría… si hubiera alguien que pudiera sustituirme.
—¿Tienen un poco de bicarbonato?
La pregunta, formulada desde el umbral, hizo que ambos dieran un respingo. El señor Congreve se encontraba en equilibrio precario sobre el felpudo de la entrada, con los labios temblorosos. Sus ojos acuosos brillaban con decisión.
Campion había cerrado la puerta, pero no había echado el pestillo. El anciano se movía con tal sigilo que no lo habían oído entrar.
—¿Dónde está el boticario? —Su voz, áspera y hueca, resonó de forma desagradable en la silenciosa farmacia.
Congreve dio un paso al frente con expresión inquisitiva.
Charlie Luke extendió su largo brazo y cogió un frasco con tabletas blancas que había en el mostrador. Lo único que Campion pudo leer de la etiqueta fue «Triple concentración». El policía la observó con aire ausente y le tendió el frasco al anciano.
—Aquí tiene, hombre —dijo—. Cáscara sagrada. Mejor que el bicarbonato. Puede pagarlo la próxima vez.
Congreve no hizo ademán de aceptar el ofrecimiento. Se detuvo, pero estiró su flaco cuello hacia delante. Sus ojos se movían de un lado a otro, inquietos.
—Quiero hablar con el boticario —dijo con una sonrisa confiada—. Él siempre sabe lo que necesito. —Entonces el aroma captó su atención, y olfateó el aire, curioso—. ¿Dónde está?
—Está abajo —respondió el inspector de división al instante—. Vuelva más tarde. —Se acercó al anciano y depositó el frasco en su mano con firmeza—. Cuidado con el escalón al salir, no vaya a tropezar.
Congreve acababa de pisar la acera cuando un grupo de hombretones llegó corriendo a la puerta; procedían de un coche de la policía. Lo último que vieron del anciano fueron sus relucientes ojos excitados y su labio inferior, que temblaba mientras hablaba consigo mismo.
Campion colocó su mano en el brazo de Lugg y ambos se hicieron a un lado para dejar paso a los agentes. Se alejaron discretamente por el corredor, que estaba lleno de cajas de cartón, hasta que alcanzaron una puerta acristalada situada al final de la penumbra. Lugg la abrió de una patada de lo más delicada.
—Aquí es donde vivía —informó—. Vaya una vida, ¿eh? Nunca se alejaba del trabajo.
Campion miró lo que señalaba aquella rechoncha mano y se encontró con lo que parecía ser el taller de un alquimista, recién sacado de una película de terror. Un camastro situado en un rincón constituía el único indicio de vida doméstica de la estancia. El resto era un desastrado amasijo de frascos, sartenes y cazos, apilados de forma descuidada sobre unos pocos muebles de estilo Victoriano.
—No es de extrañar que las novias no le durasen mucho —comentó Lugg, animado—. Hasta la propia Bella debió de quedarse de piedra al ver esta pocilga. No, no hace falta entrar ahí; es la cocina, y también está patas arriba. Lo único que tiene algo de interés está en la planta de arriba. No sé si vamos a tener tiempo de subir antes de que lleguen los polizontes.
—Tiene mucha razón —convino Campion, girándose en la minúscula habitación. Se acercó a una puerta que daba a una escalera sumida en la penumbra.
—Lo he mirado todo, y la mayoría de los cuartos llevan años cerrados. Esto es un criadero de polillas, pero vale la pena echar una ojeada aquí.
Condujo a Campion por un pasillo y abrió una puerta situada a la derecha. El interior estaba totalmente a oscuras, pero encontró el interruptor y una luz inesperadamente cegadora emanó de la solitaria bombilla que pendía del techo. Campion entró en la pequeña habitación; habían tapiado la única ventana de la estancia cuidadosamente, utilizando varios tablones. El cuarto estaba prácticamente vacío. El suelo carecía de alfombra, y una mesa larga y estrecha se extendía junto a la pared más alejada. También había un anticuado sillón de mimbre, cubierto de cojines mugrientos, y, por último, dos sillas de madera con el respaldo alto. Estaban situadas en el centro de la estancia, la una frente a la otra, a unos pasos de distancia.
Campion lo estudió todo concienzudamente.
—Muy interesante —sentenció.
—¿Qué es esto? ¿Una habitación de invitados? —Lugg se mostraba sardónico, pero su curiosidad era evidente—. ¿Acaso se sentaban dos mujeres ahí, a jugar a los hilos, mientras un fulano las miraba desde el sillón? —sugirió.
—No lo creo. ¿Sabe si en la casa hay material de embalaje? ¿Lana de roca o algo por el estilo?
—Detrás de la cocina hay un cuartito lleno de virutas, jefe, pero aquí no hay nada de nada.
Campion se mantuvo callado. Se paseó por la habitación estudiando los tablones del suelo, que estaban relativamente limpios. Lugg tenía el rostro perlado de sudor.
—Voy a decirle una cosa —empezó—. Jas ha estado aquí. De eso estoy seguro.
Campion se giró en redondo.
—¿Cómo lo sabe?
El rubor apareció en las redondas mejillas del sirviente.
—Tampoco es que tenga una prueba concluyente, como una huella dactilar o algo así. Pero fíjese en los cojines que hay en el sillón. El farmacéutico era más bien esmirriado. Ahí se ha sentado alguien que pesa lo suyo, amigo mío.
—Bueno, es una idea. —Los finos labios de Campion se abrieron en una sonrisa—. Una idea que convendría trabajar más. Será mejor que se la explique a Yeo, y a ver qué dice él. De hecho, ahora que lo pienso, no estaría mal que habláramos los dos con él. ¿Alguna otra idea?
—Jas ha estado aquí —se obstinó Lugg—. Siempre está fumando esos puritos que tanto le gustan. Y he captado el olor nada más entrar. Ahora se ha disipado. ¿Es que no cree que haya estado aquí?
Campion se detuvo; se encontraba justo entre las dos sillas, tan curiosamente situadas la una frente a la otra.
—Sí, claro que ha estado aquí —dijo—. Y no por primera vez, supongo. La cuestión es: ¿qué es lo que mete dentro?
—¿Dentro de qué?
—Del cajón —dijo Campion, y dibujó la forma con la mano. Era estrecha y alargada, y cada uno de sus extremos descansaba en una silla.