11.- El momento de la verdad

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El momento de la verdad

Un alargado manchurrón de sangre cubría el pelo rubio del muchacho; tenía un aspecto horrible. Justo debajo, su rostro patéticamente joven lucía un color inquietante, pero aún había vida en él.

Campion colocó una mano sobre la temblorosa espalda de Clitia.

—Va a salir de esta —le dijo con calma—. Y ahora, explíqueme cómo lo ha encontrado.

Charlie Luke, acuclillado al otro lado del cuerpo despatarrado, asintió con la cabeza, animándola a responder.

—El médico vendrá en un minuto. Al muchacho le han soltado un porrazo profesional, pero es joven y duro de pelar. Vamos, señorita, cuéntenoslo.

Clitia no levantó la cabeza. Su sedoso cabello negro formaba cortinas que ocultaban sus mejillas.

—No quería que se enterara nadie. —Su voz parecía exhausta de tanto dolor—. No quería que se enterara nadie… Pero pensaba que estaba muerto. Pensaba que estaba muerto. He tenido que gritar pidiendo ayuda. Pensaba que estaba muerto.

Su dolor era infantil, absoluto. Toda la dignidad de la más joven de los Palinode se había rendido a las lágrimas. Su ropa de trabajo, informe y más bien rara, enfatizaba la tristeza de su cuerpo, que descansaba hecho un ovillo.

—Ay… Pensaba que estaba muerto…

—Bueno, pues no lo está —masculló Charlie Luke—. ¿Cómo lo ha encontrado? ¿Sabía que iba a estar aquí?

—No. —Alzó un rostro lloroso y reluciente y miró a Campion—. No, pero sabía que tenía permiso para guardar la motocicleta en este cobertizo. Cerró el acuerdo ayer mismo. Anoche nos dijimos adiós un poco tarde, después de las diez. Ya me vio usted llegar a casa. Pero esta mañana, en la oficina, he estado esperando a que me telefoneara.

Se debatió con las palabras hasta que finalmente se vio obligada a rendirse. Las lágrimas se deslizaban llenas de tristeza por su corta nariz. Campion le pasó un pañuelo.

—¿Habían discutido, quizá? —preguntó.

—¡No, nada de eso! —Lo dijo como si un horror semejante fuera impensable—. No. Él siempre me llama… Un poco por negocios, pues es quien nos vende las fotografías… Quiero decir, que nos las vende la empresa en la que trabaja. Pero no ha llamado. Esta mañana no ha llamado. La señorita Ferraby, la que trabaja conmigo en el despacho de abajo, estaba a punto de llegar. Así que, nada más llegar, he ido a…, a…

—Ha ido usted a llamarlo, por supuesto —dijo Campion, contemplándola con simpatía a través de las redondas lentes de sus gafas.

—Resulta que no estaba —repuso ella—. El señor Cooling, que trabaja con él, me ha dicho que no se había presentado y que más le valía estar enfermo.

—Y entonces le ha telefoneado a su casa —dijo Campion.

—No, porque no tiene casa propia. He llamado a su casera. Y ella…, ella… ¡No puedo repetir lo que me ha soltado!

—«¡Menuda fresca está usted hecha! ¡No pienso pasárselo!» —Charlie Luke puso una voz estridente y curiosamente telefónica—. «¡De eso nada! Y aprovecho para decirle que tendría que darle vergüenza. ¿Qué es eso de pasarse media noche fuera…? ¡Tirando el dinero de esa forma! Lo que una tiene que aguantar… Una pobre mujer como yo…». ¿Qué es lo que había hecho la vieja bruja? ¿Echarlo de su casa?

—¿Cómo lo sabe?

El inspector de división seguía siendo joven, e incluso apuesto, a su manera. Ambas cualidades quedaron muy a la vista en aquel momento.

—Lo he visto otras veces —dijo, tras lo cual agregó, con una gentileza inesperada y exquisita—: Vamos, encanto, son cosas que pasan. Esa vieja arpía estaba esperándolo y lo puso de patitas en la calle con lo puesto. Es eso, ¿verdad?

Clitia White suspiró profundamente.

—Y entonces ha pensado que quizá estuviera en el cobertizo de la motocicleta, ¿no es cierto?

—Bueno, era lo único que tenía en la vida. Además de a mí.

El inspector de división cruzó su mirada con la de Campion y apartó la vista.

—Todavía no es usted lo bastante viejo como para olvidarse de estas cosas —musitó Campion.

—Pero uno va haciéndose mayor —dijo Luke en tono ausente. Se agachó para volver a examinar la herida de la cabeza rubia—. Tiene el pelo muy espeso —comentó—. Es posible que sea eso lo que lo ha salvado. Eso sí, el agresor era todo un especialista. Y tenía mala intención. Iba muy en serio. —Se giró hacia Clitia—. Por lo que he podido entender, se ha marchado usted de la oficina y ha venido aquí en su busca. ¿La puerta estaba abierta?

—Sí. El señor Bowels iba a ponerle una cerradura hoy. Como ya les he explicado, alquilamos el cobertizo ayer mismo.

—Entonces…, ¿este cobertizo es propiedad de los Bowels?

—Es propiedad del padre, pero nos lo ha alquilado el hijo. Según tengo entendido, no pensaba decirle nada a su padre por el momento.

—Ya veo. Así que se ha marchado corriendo de la oficina, ha venido y ha mirado en el cobertizo. ¿Por qué ha subido a la buhardilla?

La señorita White lo pensó un momento, con una expresión franca en el rostro.

—Porque no sabía en qué otro sitio mirar —dijo finalmente—. Si no estaba aquí…, entonces habría desaparecido. Tenía miedo, supongo. ¿Saben ustedes lo que se siente cuando una persona querida ha desaparecido?

—Sí que lo sabemos —respondió Campion con voz neutra—. Naturalmente. Entonces, ha seguido usted mirando, ha visto la escalera y, eh, ha subido. En ese orden, ¿no, inspector?

Charlie Luke emitió un gruñido.

—Así lo recuerda la señorita. ¿Y qué ha pasado entonces?

El intenso rubor de unos minutos antes se había esfumado de las mejillas de Clitia; ahora estaba verdaderamente pálida.

—Lo he visto —respondió—. Y lo primero que he pensado es que estaba muerto.

La muchacha giró el rostro hacia la puerta. El sonido de unas pisadas les anunció la llegada de los refuerzos.

—Una cosa, Luke —dijo Campion en tono despreocupado—. ¿Cómo se llama el muchacho?

—Howard Edgar Wyndham Dunning, o eso pone en su carnet de conducir —respondió Luke, con una ligerísima nota de irritación en la voz.

—Yo lo llamo Mike —señaló Clitia White.

El sargento Dice fue el primero en subir las escaleras y se giró para ayudar al médico, que no pareció sentirse muy cómodo con su ofrecimiento. Campion reconoció inmediatamente al doctor Smith, a pesar de que su identificación se basara exclusivamente en la descripción que le había facilitado el inspector de división. Se sorprendió al darse cuenta de que todavía no había hablado con él.

—Buenos días, Luke. ¿Qué es lo que tenemos aquí? Más problemas, por lo que veo. Vaya, vaya. Pobre muchacho. —Tenía la voz queda y suave, y hablaba con rapidez. Se acercó al paciente con la desenvoltura absoluta de quien se aproxima a un objeto de su propiedad—. Su hombre no ha conseguido localizar al médico de la policía, por eso me ha llamado. —Se arrodilló junto al cuerpo—. Apártese de la luz, señorita. Ah, es usted, Clitia. ¿Qué está haciendo aquí? No importa, puede quedarse. Vamos a ver…

Se produjo un largo silencio. Campion advirtió que, a su lado, Clitia estaba temblando. Luke se encontraba de pie detrás del médico, con las manos en los bolsillos y los anchos hombros encorvados. En aquel momento, su figura llevaba a pensar en una gigantesca cachiporra.

—Sí, sí… No está muerto, lo que es un pequeño milagro. Debe de tener un cráneo de hierro. —Su tono era frío—. Estamos hablando de un golpe verdaderamente brutal, salvaje. Está claro que quien se lo ha propinado pretendía matarlo. Este muchacho es muy joven. Telefoneen al hospital Saint Bede. Díganles de mi parte que es urgente.

Dice desapareció escaleras abajo. Luke colocó la mano sobre el hombro del médico.

—¿Con qué lo han golpeado? ¿Cree que puede decírnoslo?

—No, a no ser que antes me muestren el arma. No soy adivino. Aunque yo diría que han usado algo diseñado específicamente para este propósito.

—¿Quiere decir que le pegaron con una porra? ¿No con una palanca de neumático, por ejemplo?

—No creo que le dieran con una palanca de ese tipo. Me corregiré si me muestra una palanca cubierta de pelos y sangre. Pero, en ese caso, el agresor debería tener una fuerza sobrehumana.

—¿Y si no es así?

—Entonces seguramente lo golpeó con un arma diseñada para ello. Esto es todo por el momento, Luke. Tengo que acostar al muchacho. Está muy frío. ¿No tienen nada para cubrirlo, aparte de este asqueroso impermeable?

Clitia tomó la prenda entre sus manos; era demasiado larga y demasiado ancha, pero se la entregó al médico sin mediar palabra. El galeno vaciló un momento, examinó su rostro y, después, la cogió sin rechistar. Volvió a tomarle el pulso al joven y asintió con la cabeza mientras devolvía el reloj al bolsillo, sin comprometerse.

—¿Cuándo ha sucedido, doctor? —inquirió Luke.

—Eso es lo que me estaba preguntando. Su cuerpo está bastante frío. No puedo darle una respuesta precisa. A última hora de la noche… o a primera de la mañana. Pero vámonos de una vez.

Campion tomó a la señorita White por el codo.

—Mike está fuera de peligro —dijo—. Yo en su lugar iría a casa y cogería otro impermeable.

—No. —Su brazo estaba tan rígido como la piedra—. No, voy a ir con él.

En aquel momento parecía estar totalmente tranquila, pero había algo alarmante en su expresión. Su calmada obstinación le recordó a la señorita Evadne.

El doctor se giró hacia Campion.

—No se moleste —murmuró—. Lo último que nos hace falta es que se pongan a discutir. La señorita puede esperar en el hospital. Este muchacho va a tener que guardar cama durante unos cuantos días.

—¿Doctor Smith…? —empezó Clitia con voz dubitativa.

—¿Sí?

—Espero que no mencione nada de todo esto a mis tías… o al tío Lawrence.

—No se preocupe —respondió con voz ausente—. Descuide, querida, no pienso ir contándolo por ahí. ¿Cuánto tiempo llevan saliendo juntos?

—Siete meses.

El médico se levantó, no sin cierta dificultad, del polvoriento suelo de tablones, y se limpió las perneras con la mano.

—Bueno, tiene usted dieciocho años y medio, ¿no? —dijo, e inclinó su pequeña cabeza para examinarla mejor—. Está usted en la edad. Ahora le toca hacer tonterías. Es cosa del ser humano. Y además no supone una novedad en su familia, si permite que se lo diga. ¿Estaba usted con él cuando le hicieron esto?

—No, no. Acabo de encontrarlo. No sé quién lo hizo, ni cómo. Al principio he pensado que estaba muerto.

El médico se la quedó mirando un momento, con la clara intención de detectar una posible mentira, y se volvió hacia Campion, que como de costumbre se había mantenido en segundo plano.

—Se trata de otro misterio, ¿verdad?

—Eso parece. —La despreocupación de su voz era tan solo aparente—. A no ser que estemos hablando del mismo misterio.

—¡Por todos los santos! —El médico abrió mucho los ojos, y su espalda jorobada pareció más encorvada que nunca—. Esto es horroroso. ¡Inquietante a más no poder! No quiero ni pensar en las posibilidades… Uno llega a pensar en lo peor y…

Clitia lo interrumpió de inmediato:

—¡No, por favor! No es momento para estas cosas. Estamos con un asunto mucho más urgente. ¿Se va a recuperar?

—Mi querida señorita. —De pronto, la voz del galeno había adquirido un amable tono de disculpa—. No creo que haya problema. No, no creo que haya ningún problema. —Levantó la cabeza al oír la sirena de la ambulancia; su voz, estridente y asustada, se imponía al profundo rumor del tráfico que circulaba en la distancia.

Charlie Luke seguía plantado donde estaba, con el ceño fruncido; sus manos jugueteaban con las monedas que tenía en el bolsillo.

—Quiero hablar un momento con usted, doctor —dijo—. Ya me ha llegado el informe del forense.

—Ah. —El anciano médico volvió a encorvarse, como si hubiera aumentado el peso que llevaba sobre los hombros.

Campion aprovechó para disculparse. Abandonó Apron Street caminando a paso rápido y enfiló el laberinto de callejuelas que se extendía por el norte.

Le llevó cierto tiempo dar con Lansbury Terrace. Resultó ser una calle ancha situada cerca del canal, allí donde las antiguas casas de estilo Regencia estaban siendo reemplazadas por viviendas más modernas y pequeñas con ventanas y tejados de un falso estilo Tudor.

El número 59 correspondía a una casa tan agradablemente anónima como todas las demás. La puerta, de un color rojo apagado, estaba cerrada, al igual que las cortinas de red que se veían en las ventanas.

Campion subió por los anchos escalones de piedra y llamó al timbre. Se sintió inmensamente aliviado al ver que quien le abría la puerta era una mujer de mediana edad.

—Me temo que llego tarde —dijo, con una creíble expresión avergonzada en el rostro.

—Así es, señor. Hace más de media hora que se han ido.

Se mostró abiertamente indeciso, actitud que siempre resulta idónea para conseguir que una mujer práctica asuma el control de la situación.

—¿Por dónde se va? —preguntó finalmente—. Es por allí, ¿no? —señaló vagamente a sus espaldas.

—Señor, está un poco lejos. Será mejor que coja un taxi.

—Sí, sí, claro. Claro… Pero lo encontraré, ¿no? Ya se sabe lo que pasa en estos cementerios tan grandes… Siempre hay dos o tres entierros a la vez… No es cuestión de confundirse de cortejo, ¿verdad…? No tengo perdón; ¡mire que llegar tarde! Dígame, el cortejo es de limusinas, ¿no?

La artimaña fue todo un éxito. La sirvienta se compadeció de él y explicó:

—No, es de coches de caballos, al estilo tradicional. Muy bonito, la verdad. Llevaba muchas flores y mucha gente. Y el señor John iba bien a la vista.

—Sí, claro, claro. —Campion dirigió una mirada a su espalda—. Bueno, será mejor que me dé prisa. Creo que lo reconoceré… ¿Un ataúd negro y reluciente, cubierto de flores, me ha dicho?

—No, señor, el ataúd es de madera de roble. De color claro, más bien. No tiene pérdida, ya lo verá.

La mujer se lo quedó mirando de forma un poco rara (cosa lógica, por otra parte), pero Campion ya se estaba despidiendo con el sombrero en alto.

—Voy a coger un taxi —dijo, echando a correr en la dirección errónea y sin molestarse en volver el rostro—. Muchísimas gracias. ¡Ahora mismo cojo un taxi!

La sirvienta regresó al interior convencida de que no encontraría el cortejo. Campion, por su parte, se puso a buscar una cabina telefónica. Su andar era más rápido y decidido a cada paso que daba.

Encontró uno de aquellos pequeños templos rojos en una esquina polvorienta de la calle y examinó el listín que estaba atado al teléfono con una cadenita.

«Knapp, Thos. Piezas para aparatos de radio».

Las palabras se le clavaron en los ojos. El número era de Dulwich. Lo marcó con muy pocas esperanzas.

—Hola —respondió una voz aflautada y suspicaz. El corazón le dio un vuelco.

—¿Thos?

—¿Quién llama?

Campion esbozó una amplia sonrisa.

—Una voz del pasado —dijo—. Creo que me conocía usted como Bertie, si no recuerdo mal, y mire que preferiría no acordarme.

—¡Dios!

—Tampoco es cuestión de exagerar.

—A ver. —La voz sonó un punto más aguda y vacilante—. Cuénteme más.

—Se está volviendo más prudente con los años, Thos. Lo que nunca viene mal, claro, aunque me sorprende usted. Vamos a ver si me acuerdo. Hace diecisiete años, érase que se era un joven muy avispado que vivía con su madre en Pedigree Place. Este muchacho tan despierto tenía una afición muy peculiar: los teléfonos. Siempre se enteraba de cosas de lo más interesantes. Y se llamaba Thos C. Knapp. Si no recuerdo mal, la C correspondía a «confite».

—¡Ya sé quién es! —dijo la voz del otro lado—. ¿Desde dónde llama? ¿Desde el infierno? Porque estaba convencido de que la había palmado; hice cuanto pude para conseguirlo. ¿Cómo está usted?

—No me quejo —respondió Campion, siguiéndole la corriente—. ¿A qué se dedica ahora? Por lo que veo, está usted hecho todo un emprendedor.

—Bueno… —La voz sonaba afable—. Es lo que soy, a mi manera. En cierto modo. Mi madre murió, ¿sabe?

—No, no lo sabía. —Campion se apresuró a expresar sus condolencias, rememorando con claridad la imagen de aquella imponente giganta, siempre vestida con ropajes estrafalarios.

—Déjelo. —Knapp era contrario a los excesos sentimentales—. Se fue de este mundo sin sufrir y sin rechistar, como tiene que ser. Bueno, ¿le apetece que vayamos a tomar algo? Me pilla en buen momento, y hasta puedo ofrecerle un trato que es un verdadero chollo: cien mil bombillas eléctricas, sin preguntas ni recibos de ninguna clase.

—Ahora mismo no me interesa, pero gracias, muy amable. Lo tendré presente, pero ahora estoy ocupado con otro asunto. Thos, ¿ha oído hablar de Apron Street?

Se produjo un largo silencio, y Campion pudo ver ante sí el pequeño rostro de comadreja de su interlocutor. Se horrorizó al comprender que ahora habría un bigote debajo de su larga nariz prensil.

—¿Y bien? —murmuró.

—No. —Knapp no resultó muy convincente en su respuesta, circunstancia que él mismo pareció entender, pues casi de inmediato añadió—: Voy a decirle una cosa, Bert, y solo porque es un viejo amigo. Entre nosotros, es mejor que se mantenga apartado de ese asunto. ¿Lo pilla?

—No muy bien.

—Trae mala suerte.

—¿El qué? ¿Ese lugar?

—Nunca he estado en esa calle, pero no le interesa que lo manden allí. No si oyera lo que yo he oído.

Campion frunció el ceño.

—No termino de entenderlo —dijo por fin.

—Yo tampoco. —La irritación que traslucía la voz aflautada sí que resultaba convincente—. Ya no estoy tan al corriente de algunas cosas. Lo digo en serio. Estoy casado, y la parienta no me pierde de vista ni un segundo. Pero de vez en cuando oigo alguna cosa que otra, y últimamente he oído eso que le acabo de decir. Que no conviene acercarse a Apron Street. Eso es lo que dicen.

—¿Le importaría preguntar por ahí? ¿Pedir más detalles?

—Pues no le digo yo que no. —En la voz quedaba algo de su viejo entusiasmo.

—La información vale cinco libras.

—Se lo dejo gratis, siempre que no tenga que poner pasta de mi bolsillo —contestó Knapp con generosidad—. De acuerdo. ¿Su dirección es la de siempre?