17.- Vientos turbulentos
17
VIENTOS TURBULENTOS
—Muy bien. No hace falta que diga una palabra más. Ya me voy. No aguanto más. Está siendo muy injusta conmigo, y no aguanto más.
Campion se detuvo ante el umbral, justo a tiempo de oír aquellas resonantes palabras. Clarrie Grace se hallaba de pie entre la cocina y la puerta, en una postura inconscientemente teatral, vestido con sus ropas de viaje.
Renee estaba junto al fogón, enrojecida y temblorosa, pero sus ojos aún destilaban preocupación y amabilidad.
—Por Dios, Clarrie —dijo—. ¡Cállese de una vez! Márchese si quiere, pero luego no vaya diciendo por ahí que lo he echado de mi casa. No sé si se ha dado cuenta, pero hay un montón de gente en la acera.
Clarrie cerró la boca y volvió a abrirla enseguida. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Campion, en quien vio un nuevo público al que impresionar.
—Mi querida amiga —le dijo a Renee—, mi querida, queridísima amiga… Solo le pido que tenga un poco de sentido común. Tan solo estoy tratando de ayudarla. No quiero verla hacer el ridículo. Si considera que me estoy metiendo donde no me llaman, lo siento mucho. —Y de pronto exclamó—: ¡Pero es que está usted chiflada!
—Hasta aquí hemos llegado —zanjó ella, de forma autoritaria—. Ni una palabra más. Ya ha dicho bastante. No voy a olvidarme de esto, Clarrie. Verá, Albert, Clarrie está montando todo este numerito sencillamente porque le he dicho a la chica que su amigo puede mudarse aquí. ¡Pobre muchacho! En algún sitio tendrá que vivir, ¿no? No tiene casa ni dinero, y no puede quedarse en el hospital para siempre. No es cuestión de darle la espalda a la joven y decirle que se busquen la vida; eso solo la llevaría a cometer un error. ¿No lo ve usted así, Albert?
Campion comprendió que iba a tener que mojarse.
—No termino de entender la situación —dijo con prudencia—. Me está hablando de Clitia y Mike Dunning, ¿no es así?
—Naturalmente, querido. No se haga el tonto. —Su tono áspero restalló en sus oídos como un látigo—. No tengo ninguna intención de montar un orfanato, si es eso en lo que está pensando.
—Pues es justo lo que a mí me parece —murmuró Clarrie. Aquellas palabras enfurecieron a Renne.
—¡Estoy harta de los hombres! Estamos hablando de una muchacha decente y bondadosa (no se me ría, Clarrie, sé lo que me digo), una chica enamorada, preocupada por la suerte de un pobre muchacho enfermo. Si el joven está en la casa, por lo menos podremos ver cómo es de verdad. Si no está a la altura, cosa que no sabremos hasta que lo conozcamos, siempre tendremos tiempo de echarlo. Pero por lo menos habremos hecho lo posible por ayudar.
Clarrie soltó una especie de relincho:
—Así que lo que se propone es vigilar a los pobres chavales, ¿es eso?
—¡Tonterías! Lo único que quiero es cuidar de ellos como si fueran mis propios hijos.
Clarrie se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y hundió entre sus brazos la cabeza, aún cubierta por el sombrero.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—¡Por qué, sí! ¡De eso estamos hablando! Campion, juzgue usted por sí mismo. He estado tratando de hacerle entender a esta vieja tonta (a la que quiero como si fuera mi madre, maldita sea) que no puede hacerse cargo del mundo entero. Lo que tiene su lógica, ¿no? ¿O es que no tiene su lógica?
Renee reaccionó de forma inesperadamente violenta.
—¡El puerco! —exclamó, entrecerrando los ojos en busca de una imagen concreta—. ¡Todo esto era típico del puerco! Y no, no es culpa suya. Su madre era amiga mía y siempre fue una santa. No hubo en el mundo mujer más generosa. ¡Pero su padre…! Puedo ver a esa rata en sus palabras.
Grace no trató de defender a su padre, pero adoptó una expresión decepcionada y abatida. Campion tuvo la impresión de que había sido un golpe bajo. Y era evidente que también Renee lo pensaba, pues, aunque no pidió perdón, hizo lo posible por justificarse.
—En cualquier caso, no puede andar metiendo las narices en lo que hacen los demás, no es de recibo. ¿Y a usted qué le importa si le ofrezco a la familia del piso de arriba un poco más de lo que en realidad pueden pagar? Puedo permitírmelo, y es asunto mío y de nadie más. Y tampoco es que sea propio de un caballero preguntarle al viejo Congreve sobre mi cuenta bancada.
—Eso es mentira —repuso Clarrie, sin mucha convicción—. Y, además, Congreve nunca me cuenta casi nada. Más bien es él quien se empeña en tirarme de la lengua. Ha intentado trabar amistad conmigo por todos los medios, cosa de la que ya la informé en su momento, y usted me dijo, corríjame si no es verdad, que los bancos siempre quieren conseguir la mayor cantidad de información posible sobre sus clientes.
—Es usted de lo que no hay, de verdad. —Miró a Campion y sonrió débilmente—. Sé lo que me hago —dijo.
—Si eso fuera verdad, no me preocuparía —dijo Clarrie con voz cansada—. Tan solo estoy intentando protegerla, vieja idiota. Lo único que digo es que aquí hay unos cuantos carcamales que se están aprovechando de usted. No sé por qué se lo permite, pero bueno, dice usted que puede arreglárselas sola y que no tiene intención de montar un asilo para menesterosos, así que no voy a decir más. Que le aproveche, querida. Por mí como si quiere invitar a mudarse aquí a la calle entera.
La señorita Roper le dio un beso.
—Sé que es su forma de disculparse —afirmó—. Así que no lo estropee. Haga el favor de quitarse el sombrero, que estamos bajo techo. Mire, Albert ya lo ha hecho.
—¡Sí, claro, lo que usted diga! —exclamó el señor Grace. Se quitó el sombrero de fieltro inmediatamente y lo tiró a los fogones, donde rodó entre los cazos y las sartenes que estaban al fuego. No tardó en empezar a oler. La señorita Roper volvió a enfurecerse. Rápida como un lagarto, cogió una espumadera, alcanzó el sombrero y lo acercó a las llamas; el fieltro ardió hasta convertirse en un bulto informe. Entonces, Renee se puso a trastear con los cazos, fingiendo estar muy ocupada.
Clarrie se quedó completamente blanco. Con lágrimas de rabia en sus opacos ojos azules, se levantó y abrió la boca.
Campion se dijo que no tenía sentido seguir allí. Los dejó a solas para que se entendieran entre ellos, por así decirlo, y salió por la puerta en silencio. Al llegar junto a la escaleras posteriores, se tropezó con la señora Love, que estaba arrodillada junto a un cubo con agua y jabón.
—¿Se ha ido ya ese hombre? ¡Digo que si se ha ido ya ese hombre! —preguntó la anciana sirvienta, levantándose de un salto y agarrándolo por la manga de la americana—. Es que no oigo todo lo que dicen. ¡Digo que no oigo todo lo que dicen!
Estaba gritando, y Campion, que siempre había pensado que la señorita Love no oía nada en absoluto, vociferó en respuesta:
—¡Espero que no, la verdad!
—Lo mismo digo —contestó ella, en un murmullo sorprendentemente normal. Luego, inesperadamente, añadió—: Aun así, es curioso. Digo que es curioso.
Campion iba a seguir su camino, pero se dio cuenta de que la señora Love había repetido esas palabras como si esperara una respuesta de algún tipo.
—¿Eso le parece? —preguntó sin comprometerse, dando un paso hacia la escalera.
—Claro que es curioso. —La sirvienta le acercó su anciano rostro sonrosado—. ¿Cómo se explica que ella les haga todos esos favores? Al fin y al cabo, no son más que unos huéspedes. Pero a veces parece que esté en deuda con ellos. Digo que a veces parece que esté en deuda con ellos.
Aquella grosera insinuación se hizo eco en la mente de Campion, que se detuvo al momento.
—¿Va usted a su cuarto? —preguntó la mujer, y de pronto añadió—: ¡Ah, una cosa! ¡No se lo he dicho! Se me ha ido de la cabeza. Con tanto follón en la casa, se me ha ido de la cabeza. En su cuarto le está esperando un caballero que ha venido a verlo hace cosa de media hora. Parece muy respetable. ¡Digo que parece muy respetable! Por eso lo he dejado esperando en la habitación.
—Oh, vaya —dijo Campion, sin esperar respuesta. Empezó a subir las escaleras. La voz de la mujer resonó con jovialidad a sus espaldas.
—Si hubiera sido una persona ordinaria, no le habría dejado quedarse en su habitación. Quién sabe si después no habría echado algo en falta. Hoy en día una no puede fiarse de casi nadie. ¡Digo que una no puede fiarse de casi nadie!
Campion pensó que, probablemente, sus palabras se oirían por toda la casa. Llegó a la puerta de su habitación y se detuvo, sorprendido. Del interior le llegaba el rumor de una conversación. No era posible distinguir las palabras, pero parecía una conversación cortés. Enarcó las cejas, abrió la puerta y entró.
La señorita Evadne estaba sentada en el trono vikingo, dándole la espalda al espejo de la cómoda. Lucía el mismo vestido estampado que llevara la primera vez que hablaron, aunque ahora lo acompañaba con un pañuelo de encaje echado sobre los hombros. En su mano larga y bien torneada brillaba un anillo de oro con diamantes. A sus pies, luchando contra el enchufe de la tetera eléctrica, había un hombre orondo de pelo gris, muy formal, vestido con americana negra y pantalones de raya diplomática.
El hombre alzó la cabeza, y Campion reconoció a sir William Glossop, el experto financiero y asesor del Tesoro. Más que de un amigo, se trataba de un conocido.