I.- La tarde de un investigador
I
LA TARDE DE UN INVESTIGADOR
—Una vez me encontré con un fiambre ahí mismo, en la trastienda —dijo Stanislaus Oates, tras detenerse frente al escaparate—. Nunca lo olvidaré, pues, al agacharme, de pronto levantó los brazos y cerró sus frías manos en torno a mi garganta. Por suerte, ya casi no tenía fuerzas. Estaba en las últimas y terminó de palmarla mientras trataba de librarme de él. Pero me metió el miedo en el cuerpo, eso sí. Por aquel entonces era inspector de segunda clase.
Se apartó del escaparate y echó a andar por la acera, que estaba repleta de gente. Su gabardina, de un tono negruzco con motas grises, iba hinchándose a sus espaldas como la bata de un maestro de escuela.
Los dieciocho meses que llevaba como jefe de Scotland Yard apenas habían hecho mella en su aspecto físico. Seguía siendo el de siempre, un hombre algo andrajoso, encorvado, provisto de un estómago que sobresalía de forma inesperada, y su rostro grisáceo, de nariz aguileña, seguía teniendo un aspecto triste e introspectivo bajo el mullido sombrero negro.
—Me gusta caminar por esta calle —agregó, con un afecto algo sombrío—. Durante treinta años, fue el tramo más interesante de mi patrulla diaria.
—Y sigue trayéndole bonitos recuerdos a la memoria, ¿no es así? —apuntó su compañero en tono afable—. ¿Quién era ese muerto? ¿El tendero?
—No. Un pobre desgraciado que había entrado a robar. Se cayó por la claraboya y se rompió la espalda. Ha pasado tanto tiempo que ya casi ni me acuerdo. Hace una tarde estupenda, Campion, ¿no es cierto?
El hombre que caminaba a su lado no respondió. Estaba demasiado ocupado intentando zafarse de un individuo que se había quedado mirando al anciano jefe de Scotland Yard y había terminado dándose de bruces contra él.
La gran mayoría de los transeúntes que habían salido de compras no prestaban atención al viejo inspector, pero, para unos pocos, su avance por la acera venía a ser como la progresión de un gran pez de río ante el que, prudentemente, los experimentados pececillos se dispersan.
El señor Albert Campion tampoco resultaba desconocido para quienes los miraban con interés, pero su campo era más reducido y exclusivo. Era un hombre alto de cuarenta y tantos años, extremadamente delgado; su pelo, antaño rubio, ya estaba casi totalmente blanco. Sus ropas eran lo bastante buenas para resultar poco llamativas, y su rostro ya maduro, oculto tras unas gafas de carey inusitadamente grandes, aún mostraba aquella extraña cualidad de anonimato que había dado tanto de qué hablar en su juventud. Tenía el valioso don de parecerse a una sombra elegante y, como un gran policía dijo de él una vez —con más envidia que otra cosa—, era un hombre que a primera vista no inspiraba miedo a nadie.
Había aceptado con ciertas reservas la inaudita invitación a almorzar de su jefe, y la no menos rara propuesta de salir a dar un paseo por el parque lo había llevado a reafirmarse en su decisión de no dejarse arrastrar a asunto alguno.
Oates, quien por lo general caminaba rápido y hablaba poco, parecía estar remoloneando. De pronto, sus fríos ojos alzaron la vista. El señor Campion siguió su mirada y vio que había ido a posarse en el reloj de la fachada de la joyería, dos puertas más abajo. Eran exactamente las tres y cinco. Oates olisqueó el aire con satisfacción.
—Vayamos a ver las flores —dijo, y cruzó por la calle.
El jefe se dirigía a un objetivo concreto. Se trataba de un grupo de pequeñas sillas de color verde dispuestas al pie de una haya gigantesca; su sombra las cubría por completo. El jefe se acercó y se sentó, cubriéndose las rodillas con los faldones de la gabardina, como si de una falda se tratara.
En aquel momento, el único ser viviente que tenían a la vista era una mujer que se hallaba sentada en uno de los bancos situados junto al camino de gravilla. Los rayos del sol iluminaban con nitidez su espalda encorvada y el cuadrado de periódico doblado que tenía ante sí; lo estaba estudiando con gran atención.
No se encontraba demasiado lejos de ellos. Su pequeña y achaparrada estampa estaba envuelta en una serie de ropajes de longitudes dispares, y, como estaba sentada con las rodillas cruzadas, podía atisbarse un conjunto de dobladillos multicolores sobre un leotardo caído en acordeón. En la distancia, daba la impresión de que el césped había invadido su zapato. Numerosos hierbajos brotaban de cada abertura, incluida la del dedo gordo. Hacía calor al sol, pero la mujer llevaba sobre los hombros lo que en su momento debía de haber sido una estola de piel, y, aunque no se le veía la cara, Campion pudo distinguir las greñas que pendían por debajo de los pliegues amarillentos de un antiguo velo, de los que se usaban para ir en automóvil y se ataban con un botón sobre la frente. Dado que la mujer llevaba el velo sobre un cartón cuadrado colocado sobre la cabeza, el efecto resultante era excéntrico y hasta patético, como a veces lo son las niñas pequeñas disfrazadas con vestidos fantasiosos.
De pronto, una segunda mujer apareció en el camino, de la misma forma en que aparecen las figuras recortadas contra la radiante luz del sol. El señor Campion, que en ese momento no tenía ganas de pensar en ninguna otra cosa, se dijo con morosidad que resultaba gratificante ver a la naturaleza recurrir tan a menudo a los diseños de los artistas más eminentes, y se alegró de ver a aquella hermosa y opulenta señora. Se ajustaba perfectamente al tipo requerido: los pies pequeños, el busto enorme, el sombrero blanco y alto a mitad de camino entre una copa de vino y un ramillete de flores y, por encima de todo, la inefable y coqueta candidez que emanaba de cada una de sus curvas.
El señor Campion se dio cuenta de que, a su lado, el jefe se ponía en tensión en el mismo momento en que la reluciente figura se detenía. El abrigo, fabricado por algún sastre habilidoso para que un torso con el aspecto de un saco de patatas adquiriese los contornos inofensivos de un jarrón, pareció quedar suspendido en el aire. El sombrero blanco se giró brevemente hacia uno y otro lado. Los piececitos flotaron hasta situarse al lado de la mujer sentada en el banco. Un guante diminuto picoteó el aire y la dama se puso en camino de nuevo, avanzando con el mismo aire inocente, aunque un tanto afectado y precario.
—¡Já! —musitó Oates cuando la mujer pasó frente a ellos y vieron la expresión virtuosa de su rostro sonrosado—. ¿Se ha fijado, Campion?
—Sí. ¿Qué es lo que le ha dado?
—Una moneda de seis peniques. De nueve, posiblemente. Quizá fuera un chelín.
El señor Campion miró a su acompañante, que no era muy dado a las frivolidades.
—¿Pura cuestión de caridad?
—Justamente.
—Ya veo. —Campion era el más cortés de los hombres—. Entiendo que resulte extraño —observó, sin querer comprometerse.
—Lo hace casi todos los días, más o menos a esta hora —explicó el jefe, insatisfecho—. Quería verlo con mis propios ojos. Ah, ahí viene el comisario…
Unas fuertes pisadas resonaron en el césped que había a sus espaldas, y el comisario Yeo, el policía más policía de todos los policías, rodeó el árbol para estrecharles las manos.
El señor Campion se alegró de verlo. Eran viejos amigos y se profesaban esa profunda estima que tantas veces se da entre temperamentos opuestos.
Los pálidos ojos de Campion se tornaron especulativos. De una cosa podía estar seguro: si aquello era una broma, por mucho que a Oates se le hubiera metido en su grisácea cabeza tomarle el pelo, Yeo no estaría dispuesto a perder una tarde siguiéndole la corriente.
—Bueno —dijo Yeo con aire malicioso—. Ustedes mismos lo han visto.
—Sí. —El jefe estaba pensativo—. Es curiosa la codicia humana. Supongo que se mencionará la exhumación en ese periódico, si es más o menos reciente, aunque la verdad es que no está leyéndolo…, a no ser que esté intentando aprendérselo de memoria. No ha dejado de mirar la misma página desde que estamos aquí.
Campion alzó su delgada barbilla durante un momento, pero al cabo de un instante volvió a acuclillarse para seguir trazando garabatos con un palo en el polvo del camino.
—¿El caso Palinode?
Los redondos ojos marrones de Yeo se clavaron en el rostro de su jefe por un instante.
—Veo que ha estado intentando despertar su interés —dijo Yeo con desaprobación—. Sí, señor Campion, esa mujer es la señorita Jessica Palinode. Es la menor de los hermanos y pasa todas las tardes sentada en ese banco, haga frío o calor, como una especie de florero.
—¿Y quién era la otra mujer? —Campion seguía con la vista fija en sus jeroglíficos.
—La señora Dawn Bonnington, de Carchester Terrace —intervino Oates—. La señora Bonnington sabe que «no hay que dar dinero a los mendigos», pero cuando ve a «una mujer que lo ha tenido que pasar muy mal en la vida» no puede evitar «hacer algo». No es más que una forma de superstición, claro está. A otras personas les da por tocar madera.
—Vamos, hombre. Tampoco es necesario darle tantas vueltas —gruñó Yeo—. La señora Bonnington viene al parque a pasear al perro todas las tardes, siempre y cuando no llueva. Al ver a la señorita Palinode sentada en ese banco cada día, se formó la idea, a todas luces comprensible, de que la pobre mujer no tenía dónde caerse muerta. En consecuencia, tomó la costumbre de darle algo todos los días, y la señorita Palinode no la ha rechazado nunca. Un día, uno de nuestros muchachos se fijó en que esto sucedía muy a menudo, y se acercó a la señorita Palinode para recordarle que la mendicidad está prohibida. Pero, al llegar a su lado, se fijó en lo que estaba haciendo y…, según él mismo reconoce, se quedó tan sorprendido que no se atrevió a decirle nada.
—¿Qué era lo que estaba haciendo?
—Un crucigrama en latín. —El comisario lo dijo sin alterarse—. Lo publican en una de esas revistas intelectualoides, junto a un par más en inglés, uno para adultos y otro para niños. El pobre agente, que también es uno de esos intelectualoides, suele hacer el crucigrama infantil, y reconoció la página al acercarse. Se quedó con la boca abierta al ver a la señorita Jessica estampando las palabras en el papel tan tranquila, y finalmente pasó de largo.
—Eso sí, al día siguiente solo estaba leyendo un libro, así que el agente decidió cumplir con su deber —agregó Oates con retranca—. Y la señorita Palinode le soltó un buen sermón sobre las normas de cortesía. Y también le dio una moneda de media corona.
—El agente no reconoce lo de la media corona. —La pequeña boca de Yeo estaba fruncida, aunque no podía ocultar que el asunto lo divertía—. Pero, bueno, el agente tuvo el buen sentido de averiguar el nombre y la dirección de la señorita, y le explicó la situación a la señora Bonnington. Ella no le creyó en absoluto (es una de esas mujeres), y desde entonces se ha visto obligada a entregar sus pequeñas dádivas cuando cree que no hay nadie mirando. Lo más curioso es que el muchacho asegura que la señorita Palinode acepta el dinero de buena gana. Dice que se queda esperándolo y se marcha hecha una furia si la señorita Bonnington no se presenta. Y bien, ¿le interesa, señor Campion?
El tercer hombre enderezó la espalda y esbozó una sonrisa a mitad de camino entre la disculpa y el remordimiento.
—La verdad es que no —dijo—. Lo siento.
—Es un caso fascinante —afirmó Oates, como si no lo hubiera oído—. Un caso de los que siempre van a estar en boca de todos. Y es que estamos hablando de una gente tan complicada, tan interesante… Sabe quiénes son, ¿no? De niño yo ya había oído hablar del profesor Palinode, el ensayista, y de su mujer, la poeta. Estos son sus hijos. Tan raros como inteligentes, todos viven de alquiler en la que antes era su propia casa. No es fácil acercarse a ellos, sobre todo desde un punto de vista policial, pero resulta que ahora tienen a un envenenador pululando por la casa. Pensaba que estas cosas eran lo suyo.
—Digamos que hoy en día lo mío son otras cosas —murmuró Campion a modo de disculpa—. ¿Y qué están haciendo sus hombres?
Oates le respondió sin mirarle:
—Bueno, el inspector que lleva el caso es el joven Charlie Luke. El hijo menor de Bill Luke —puntualizó—. Se acordará usted del inspector Luke. El comisario aquí presente y él estuvieron trabajando juntos en la brigada. Y si el joven Charlie tiene lo que hay que tener, cosa de la que estoy convencido, no veo por qué no va a poder resolverlo… con un poco de ayuda. —Posó una mirada esperanzada en Campion—. Le daremos toda la información que tenemos —prosiguió Oates—. Vale la pena escucharla. Lo más curioso es que todos los de esa calle parecen estar implicados, de un modo u otro.
—Discúlpenme, pero debo decirles que estoy al corriente de gran parte de esa información. —El hombre de las gafas de carey miró a sus acompañantes, apesadumbrado—. La propietaria de la casa en la que viven los Palinode es una artista de variedades retirada llamada Renee Roper. La conozco desde hace años. De hecho, me hizo un gran favor hace mucho tiempo, en una época en la que me relacionaba con bailarinas de ballet muy conocidas. Esta mañana ha venido a verme.
—¿Le ha pedido que la represente? —preguntaron los dos al unísono.
Campion se echó a reír.
—No, no —dijo—. Renee no es su asesina. Sencillamente le disgusta tener un asesinato o dos (¿ya son dos, Oates?) en sus bonitas y respetables manos. Me ha invitado a alojarme en su casa, con la idea de que solucione el asunto y le proporcione un poco de tranquilidad. No me he atrevido a decirle que no, de forma que me ha puesto al corriente de toda esta horripilante historia.
—¡Bueno! —El comisario se había erguido en el asiento, como un oso, con la seriedad pintada en sus ojos redondos—. No soy un hombre religioso —dijo—, pero ¿saben lo que pienso? Creo que se trata de un buen augurio. Es una coincidencia significativa, señor Campion, una coincidencia que no podemos ignorar. Es una llamada del destino.
Él se levantó y se quedó observando, más allá del césped iluminado por el sol, la forma sentada en el banco y las flores situadas a su espalda.
—No —repuso con tristeza—. No, dos cuervos no son suficientes para una llamada del destino, comisario. Según el dicho, hacen falta tres cuervos para eso. Tengo que irme.