26.- Almacenes El Manejo

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ALMACENES EL MANEJO

El sepulturero tiró de las riendas nada más ver el peligro. La calle era demasiado angosta como para girar, de forma que trató de disimular. Dejó que la yegua descansara, agradecida, mientras el vapor que salía de sus flancos se mezclaba con la lluvia. Los miró con expresión inquisitiva desde el alto pescante mientras el agua caía en regueros por el ala de su rígido sombrero.

—Vaya, vaya, pero si es el señor Luke. —Su tono amistoso estaba teñido de sorpresa—. Menuda nochecita, señor. Espero que no se les haya averiado el coche.

Luke tomó entre sus manos la cabeza de la yegua.

—Baje ahora mismo, Bowels. Ahora mismo, le digo.

—¿Cómo? Por supuesto, señor, como usted ordene.

El enterrador se las arregló para esbozar una expresión de absoluta confusión, y procedió a quitarse las numerosas capas de tela impermeable en las que estaba envuelto.

Campion, que se había acercado sin hacer ruido, aprovechó para hacerse con la pesada fusta situada a un lado del pescante. El viejo sepulturero se lo quedó mirando con aire divertido.

—Señor Luke —dijo, bajando con cuidado a la calzada húmeda—. Creo que ya lo entiendo, señor Luke. Supongo que alguno de sus agentes le habrá dicho algo…

—Podrá hablar en comisaría —dijo el inspector de división con una inexpresiva voz oficial.

—Pero me gustaría explicarle lo que ha sucedido, señor. Tampoco es que seamos unos desconocidos —apuntó, intentando ser razonable y mostrándose digno—. Es verdad que un agente se me ha echado encima hace un rato. El hombre estaba como loco, y no es que quiera meter a nadie en problemas, pero al principio no he visto el uniforme, por culpa de la lluvia. Me he puesto nervioso y me temo que lo he golpeado. Pero lo he hecho para salvarle la vida, y lo digo en serio. La yegua estaba muy asustada, y no he conseguido calmarla hasta hace un momento. De hecho, me ha estado llevando por otro camino durante casi un kilómetro. Esa es la razón por la que estoy aquí. Tendría que encontrarme en la calle que hay más abajo, pero la yegua me ha traído por donde ha querido.

—Podrá hablar en comisaría.

—Muy bien, señor. Pero lo veo un poco raro. Por Dios, ¿qué es eso?

Se había sobresaltado por un sonido procedente de la parte trasera del remolque. Campion estaba terminando de cerrar la caja, que se aseguraba con pernos de hierro y se abría hacia arriba, como un piano de cola. El investigador se acercó a ellos. Jas sonrió y dijo:

—Señor, como acaba de ver, estoy ocupándome de un encargo perfectamente legal. Un caballero ha muerto en un asilo, y es preciso llevarlo a casa de su hijo antes del entierro. La funeraria habitual no estaba en situación de cumplir con el encargo, y el cuerpo no podía quedarse en el asilo. De forma que el encargado me ha llamado. Y yo he respondido como tiene que ser. En mi negocio siempre es conveniente hacer nuevos clientes.

—Muévase de una vez, hombre. —Yeo surgió de la oscuridad y sujetó la cabeza del caballo—. Lléveselo al coche, Charlie.

—Sí, señor. Ya voy, señor. —Jas parecía sentirse más dolido que molesto—. ¿Alguno de ustedes sabe llevar un carruaje, caballeros? Una yegua no es lo mismo que un motor de gasolina. Perdonen que se lo pregunte, pero es que está muy asustada y cuando está alterada no es de fiar.

—No se preocupe por eso. Yo mismo me llevaré al caballo. Suba al coche. —La autoritaria voz del inspector sonaba comprensiva, y el enterrador no dejó de advertir que sus palabras habían tenido su efecto.

—Muy bien, señor —convino en tono jovial—. Estoy en sus manos. ¿Le parece que suba yo primero, señor Luke?

Subió al automóvil en silencio y se hundió en el asiento que Yeo había dejado libre. Al quitarse el sombrero mojado, su rostro tropezó con el de Lugg. Se sorprendió, pero no dijo nada. Su cabeza, grande y hermosa, coronada por rizos blancos, se mantuvo erguida. Pero su piel ya no exhibía el saludable rubor de hacía un momento, y sus ojos estaban pensativos.

La comitiva se puso en marcha de inmediato. Yeo y Campion iban al frente, sentados en el pescante del carricoche. El viento, que ahora llegaba directamente desde atrás, hinchaba las telas impermeables que se habían puesto sobre los hombros, convirtiéndolas en unas largas alas negras. Relucían y ondeaban como las velas de un barco a la luz de los faros del automóvil, aportando al remolque la ilusión de una velocidad poco natural.

La ciudad medio sumergida iba pasando a su lado, e hicieron todo el trayecto de regresó sumidos en un silencio preñado de urgencia, hasta que por fin se detuvieron frente a la comisaría de Barrow Road.

Con cierta brusquedad, Luke dejó a su detenido en manos del sorprendido agente que había salido a recibirlos. Se acercó al carruaje que se había detenido unos metros más allá seguido de Lugg.

—Se está comportando con una tranquilidad del carajo —comentó sin más preámbulos.

—Como era de esperar —zanjó Yeo, receloso.

Los dos policías le dirigieron una mirada confundida a su delgado acompañante; la capa de tela impermeable oscurecía intensamente su figura.

Campion no dijo palabra. Bajó del pescante con calma y se acercó a la parte trasera del remolque. En ese momento, un agente se hizo cargo de la yegua, y los otros dos se acercaron a ver lo que hacía el investigador. Campion abrió la tapa e iluminó con su linterna el féretro que había en el interior. Era negro y lustroso, de un tamaño poco usual, y tenía unos adornos dorados que tampoco resultaban ordinarios.

—Este es, jefe. Este es —anunció Lugg con su voz rasposa, mientras acariciaba la madera con la mano—. Creo que las bisagras están en este lado, por aquí y por aquí. ¿No las ven, verdad? Hay que reconocer que ese bellaco de Jas es todo un artista en lo suyo. ¡Menos mal que en el coche se ha abstenido de mencionar a Beattie!

Yeo empuñó su propia linterna.

—A mí me parece un ataúd normal —indicó finalmente—. Esto no me gusta, Campion, pero quien tiene que decidir es Luke.

El inspector de división titubeó y miró de soslayo a Campion, con una duda casi palpable en sus ojos almendrados. El investigador se mostraba impertérrito, como siempre le sucedía en los momentos de excitación.

—Bueno, yo creo que sí —dijo, sin levantar la voz—. Yo creo que sí. Llévenlo al interior y ábranlo.

En el despacho del inspector, Campion y Lugg situaron dos sillas frente a frente, igual que las que habían visto en la habitación del farmacéutico.

Luke, Dice y dos agentes más entraron con lentitud, portando el ataúd. Colocaron los dos extremos del féretro sobre una y otra silla cuidadosamente. Yeo, que había venido detrás, se puso a silbar una tonadilla deslavazada, con las manos en los bolsillos.

—Parece que pesa lo normal —le indicó a Luke.

El inspector lo miró con tristeza, sabedor de que su superior estaba en lo cierto. Pero se había comprometido, y no estaba dispuesto a echarse atrás. Hizo una seña con la cabeza y le ordenó al sargento:

—Háganlo entrar.

Al cabo de un momento oyeron que el sepulturero llegaba acompañado de su vigilante por el corredor. Bowels caminaba con un paso tan firme como el del agente y, cuando entró en la estancia, descubierto y sin su pesada capa de conductor, mostraba un aspecto verdaderamente respetable.

Todos lo estaban observando cuando sus ojos se posaron en el féretro, pero tan solo uno de los presentes comprendió hasta dónde llegaba el dominio sobre sus emociones. El enterrador se detuvo en seco, y empezó a correrle el sudor por debajo del pelo rizado; más que asustado, parecía estar escandalizado. Siguiendo un instinto certero, se giró hacia Yeo inmediatamente.

—Esto no me lo esperaba, señor —dijo sin alzar la voz—. Siento tener que decirlo, pero esto no es muy bonito, que digamos.

—Sus palabras venían a incidir en lo sórdido de la habitación, el manejo sacrílego de quien había muerto de forma decente, los derechos del individuo y lo despótico del funcionariado en general. Él, en cambio, no era más que un honrado comerciante escandalizado.

Luke clavó la vista en él, y Campion creyó advertir que hacía lo posible por no desafiarlo con la mirada.

—Ábralo, Bowels.

—¿Que lo abra, señor?

—Ahora mismo. Si no lo hace usted, lo haremos nosotros.

—No, no. Ya lo abro yo, señor Luke. Pero no tiene usted ni idea de lo que me está pidiendo. —Su buena disposición resultó más chocante que cualquiera de sus protestas—. Voy a abrirlo. Estoy obligado a hacer cuanto me digan. Sé cuál es mi deber. Pero estoy sorprendido, vaya si lo estoy. Es lo único que les puedo decir. —Se detuvo y miró en derredor con disgusto—. Entiendo que quiere que lo haga aquí mismo, ¿no es así, señor?

Yeo estaba silbando entre dientes de nuevo. Al parecer, no se daba cuenta, y su mirada no se apartaba de aquel ancho rostro sonrosado, con sus ojillos despiertos y su boca pequeña y desagradable.

—Aquí y ahora —insistió Luke—. ¿Tiene destornillador?

Jas ni siquiera protestó. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y asintió con la cabeza.

—Sí, señor. Siempre hay que llevar encima las herramientas del oficio. Con su permiso, voy a quitarme la chaqueta.

Mantuvieron los ojos puestos en él mientras se desvestía; se quedó con su camisa blanca de siempre, que tenía unos anticuados puños rígidos. Se quitó los gemelos de oro con cuidado y los dejó cerca del borde del escritorio. A continuación se arremangó la camisa, dejando al descubierto unos antebrazos de marinero.

—Bien, señor, ya estoy listo, pero hay una cosa…

—Díganos de qué se trata, hombre —intervino Yeo al momento—. Tiene todo el derecho a decir lo que quiera. ¿Qué ocurre?

—Bueno, señor, me pregunto si podrían traerme un cubo de agua con una gota de desinfectante, para limpiarme un poco las manos.

Un agente fue a por ello. Jas sacó un gran pañuelo, tan blanco como su camisa, y lo dobló en un triángulo.

—El caballero murió de mala manera —les dijo en tono de disculpa a los presentes—. Así que les pido que se mantengan apartados durante un par de minutos. Lo digo por su bien. Sé que tienen que hacer su trabajo, pero no hay necesidad de que corran riesgos innecesarios. Si me permiten…

Se puso el pañuelo a modo de máscara, anudándoselo en la nuca, y hundió las manos en el sencillo cubo blanco que el agente sostenía en alto. Sacudió las manos, y una lluvia olorosa se cernió sobre los tablones desnudos del suelo. Entonces se puso a trabajar.

Sus robustas manos empezaron a desatornillar los pernos. Cedían con facilidad, pero había muchos, por lo que le llevó cierto tiempo quitarlos todos; según avanzaba, los iba colocando en una fila ordenada junto a los gemelos de oro.

Cuando por fin terminó, se detuvo y miró a su alrededor. Hizo una seña a Yeo y a Luke para que se acercasen un poco. Con un gesto, les ordenó que se detuvieran a metro y medio del ataúd; después los miró alternativamente, y asintió para indicarles que había llegado el momento.

Mientras los policías contemplaban la escena con la fascinación que provoca lo verdaderamente abominable, Bowels abrió la tapa de golpe.

Todos los presentes vieron el cuerpo. La forma estaba envuelta en una tela blanca, parecida a la gasa, pero las manos unidas sobre la cintura eran reales e indiscutiblemente humanas.

Una nota de la melodía que Yeo estaba silbando se quedó suspendida en el silencio de la habitación, y Luke se encorvó ligeramente para mirar; de pronto sus hombros no parecían tan cuadrados.

Entonces, una mano aferró su muñeca con fuerza, pillándolo por sorpresa, y Campion tiró de él hacia el féretro.

Jas Bowels se disponía a cerrar la tapa, pero se la arrebataron de un empellón y cayó al suelo. La mano de Luke, guiada por la de Campion, fue a posarse en los dedos que yacían entrelazados sobre el sudario. El inspector de división dio un paso atrás, intentando recuperar el equilibrio, pero volvió a inclinarse sobre el féretro al tiempo que Yeo, cuyos reflejos eran más lentos, se acercaba a su lado. Luke tomó las manos dobladas y les dio la vuelta. Un momento después apartó la gasa y dejó al descubierto el blanco rostro empolvado. Todos se quedaron asombrados al ver aquella estampa tan extraordinaria.

Un hombre envuelto en ropa interior de lana gruesa yacía atado a un artilugio que estaba a medio camino entre un armatoste propio de un hospital y un columpio antiguo. Un corsé de redecilla lo mantenía sujeto de forma segura, y un pequeño tabique de madera discurría por encima de su cuerpo y en sentido horizontal, justo por encima de sus manos, partiendo su jaula en dos mitades diferenciadas. La cabeza y la parte superior de su cuerpo estaban sueltas, y unas ranuras ocultas, invisibles desde el exterior, permitían que el aire circulara sin dificultad. Respiraba pesadamente, aunque sin hacer mucho ruido, y tenía las manos sujetas por unas correas de cuero que no le proporcionaban gran movilidad, aunque sí le permitían aporrear el techo de su prisión.

Yeo fue el primero en hablar. Estaba blanco como el papel, pero su voz seguía rebosando autoridad.

—Drogado —dijo con voz ronca—. Pero vivo.

—Sí, claro que está vivo. —Campion tenía la voz cansada, pero su expresión denotaba alivio—. Todos estaban vivos. Ahí está precisamente la gracia.

—¿Todos?

La mirada de Yeo fue a parar al sepulturero, que estaba rígido, flanqueado dos agentes. El pañuelo pendía inerte sobre su cuello, como si fuera la soga de un verdugo.

Campion suspiró.

—El anterior fue Greener, ese individuo al que andan buscando por el golpe de Greek Street —informó con calma—. Y antes de eso, Jackson, el pistolero de Brighton, o eso creo. Y antes de él, Ed Geddy, el que mató a la chica del kiosco. Todavía no conozco los nombres de los demás. Así es como se los llevan a Irlanda, y desde allí los transportan adonde quieran, por medios más convencionales. Normalmente suele haber una plañidera esperando en la aduana; sus lloros facilitan los trámites, y siempre lleva un certificado del forense en su gastado bolso negro.

—Vivir para ver. ¡Una jugada magistral! La verdad es que lo tenían todo planeado a la perfección.

—¡Por Dios! —Yeo contempló la rizada, venerable cabeza de Jas Bowels—. ¿Quién hacía todo eso? ¿Él?

—No. El jefe es este otro elemento. —Con un gesto de la cabeza, Campion señaló la forma dormida del féretro—. Un genio a su manera, aunque bastante negado para el asesinato. No sé cómo se las arregló para acabar con la señorita Ruth. Pero todo lo demás le ha salido mal.

Yeo guardó silencio. La irritación había teñido sus mejillas de rubor.

—¡Campion! —estalló por fin—. Esta no es forma de presentar los hechos. Un novato lo haría mucho mejor. ¿Qué es lo primero que hay que decir, amigo mío? ¿Qué es lo primero que hay que saber?

Luke dio un respingo y salió de su trance.

—Lo siento, señor —dijo al punto—. Este caballero se llama Henry James. Es el director de la sucursal que el Banco Clough tiene en Apron Street.

—Ah —repuso Yeo, visiblemente satisfecho—. Así es como se hacen las cosas. Empezamos a entendernos.