3.- Chapada a la antigua y muy poco común
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CHAPADA A LA ANTIGUA Y MUY POCO COMÚN
El inspector de división lo estaba esperando en el piso superior del Platelayers Arms, un bar discreto y muy chapado a la antigua, situado en una de las calles más oscuras de su distrito.
Campion se encontró con él unos minutos después de las ocho, según lo convenido con el comisario. Al teléfono, la voz de Yeo había sonado aliviada y satisfecha.
—Sabía que no iba a poder resistirse —le dijo, jovial—. Uno no puede luchar contra su naturaleza. Siempre lo empuja a determinado tipo de situaciones. Lo he visto un montón de veces. A usted lo ha enviado el cielo, no solo la comisaría, para que investigue a la familia Palinode. Voy a hablar con Charlie Luke inmediatamente. Sugiero que se encuentren en ese pub que hay en Edwardes Place. Le caerá bien Charlie, ya lo verá.
Y ahora, al terminar de subir las escaleras de madera y entrar en el reservado situado justo sobre la gran barra circular, los pálidos ojos del señor Campion examinaron al hijo de Bill Luke. El tipo era de los duros. Sentado en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos, el sombrero sobre los ojos y la tela de su gabardina de paisano deformada por los músculos, su aspecto recordaba al de un gángster. Era un hombre grande, pero su maciza estructura ósea tendía a disimular su envergadura. Tenía el rostro moreno y animado, la nariz fuerte y los ojos achinados y atentos; Campion pudo apreciar que en su sonrisa, presta a recibirlo, había cierta ferocidad.
El inspector se levantó al momento y tendió la mano en su dirección.
—Me alegro de verlo, señor —dijo. Su tono dejaba claro que incluso le habría rezado a Dios para que así fuera.
El inspector de división está al cargo de su propio territorio, a no ser que en su zona tenga lugar algo tan inusual que su comisario de área en Scotland Yard se sienta obligado a enviarle ayuda. Y siempre existe la posibilidad de que el inspector de división tenga que limitarse a hacer de segundo de a bordo, a pesar de conocer mejor el distrito. Campion se hacía cargo de la situación.
—Espero que no sea para tanto —dijo, mostrándose encantador—. ¿De cuántos asesinatos relacionados con la familia Palinode estamos hablando?
Los ojos achinados parpadearon al mirarlo, y Campion advirtió que Luke era más joven de lo que había supuesto; debía de tener treinta y cuatro o treinta y cinco años como mucho, una edad extraordinariamente temprana para su rango.
—Lo primero de todo: ¿qué le apetece beber? —Pulsó con el pulgar la joroba del timbre que había en la mesa—. Se lo explicaré todo con detalle una vez que Mamá Chubb nos haya servido y se haya marchado.
Les sirvió la tabernera en persona. Era una mujercita de ojos y movimientos rápidos, con el rostro cortés y serio y el cabello gris recogido intrincadamente bajo una redecilla.
Saludó a Campion con un gesto de la cabeza, sin mirarlo de forma directa, y se alejó al trote con el dinero.
—Bien —dijo Charlie Luke, pestañeando. Su voz, tan fuerte y elástica como sus propios hombros, tenía un deje rural—. No sé qué le habrán explicado, pero voy a contarle la historia tal y como yo mismo me fui enterando. Todo empezó con el pobre doctor Smith.
Campion nunca había oído hablar del tal doctor Smith, pero de pronto el médico apareció junto a ellos en el local. Empezó a cobrar forma como un retrato dibujado a lápiz.
—Un hombre alto y muy mayor, bueno, no tan mayor, de cincuenta y cinco años, casado con una arpía. No hace más que trabajar; concienzudo a más no poder. Por las mañanas sale de casa dándole vueltas al trabajo que le espera en la consulta: un pequeño local con escaparate, como una lavandería. Siempre camina encorvado, su espalda parece la de un camello. Lleva los pantalones muy holgados y con los fondillos abolsados a más no poder. La cabeza echada hacia delante, como un galápago, se le balancea. La mirada siempre inquieta. Buena gente. Amable. No tan prestigioso como otros, no tiene tiempo para lucimientos, pero todo un profesional. Un profesional de la vieja escuela. Un hombre completamente volcado en su trabajo, no conviene olvidarlo. Y de pronto empiezan a llegarle cartas difamatorias, cosa que lo angustia.
Charlie Luke hablaba sin prestar mucha atención a la sintaxis o a la coherencia, pero se expresaba con todo el cuerpo. Al describir la espalda del doctor Smith, encorvaba su propia espalda. Al mencionar el escaparate de la consulta, trazaba con las manos un cuadrado en el aire. Rebosaba de una energía que era más física que nerviosa y que impregnaba todo su discurso, subrayando los hechos con efectividad.
Campion estaba empezando a sentir en sus propias carnes la ansiedad del galeno. Las palabras brotaban de su interlocutor de forma torrencial.
—Luego le enseño las pruebas más asquerosas —dijo—. Por el momento, resumo. —Se disparó de nuevo, bombeando con una boca vigorosa y musculada las palabras que al momento las manos enfatizaban—. Las acostumbradas acusaciones calumniosas. Hice que un psicólogo les echara un vistazo. Dice que, como era de esperar, probablemente estemos ante unos textos de autoría femenina. Al parecer se trata de una mujer sexualmente experimentada y con más estudios de los que uno pensaría en un principio, al ver las faltas de ortografía. Acusa al médico de ser cómplice de un asesinato. Una anciana llamada Ruth Palinode, asesinada y enterrada sin despertar sospechas, al parecer. Se supone que el médico es culpable. El médico empieza a estar cada vez más angustiado. Tiene la impresión de que a sus pacientes les están llegando unos anónimos parecidos. Empieza a otorgarles una importancia exagerada a los comentarios que le hacen. El pobre diablo comienza a darle vueltas a la cabeza. Repasa los síntomas que tenía aquella mujer. Cada vez más asustado. Se lo cuenta a su esposa, quien aprovecha para martirizarlo. El médico empieza a sufrir de los nervios y visita a otro matasanos, que lo obliga a llamarnos. Y entonces me asignan el caso.
Respiró un momento y bebió un trago de whisky con agua.
—«¡Por Dios, muchacho!», me dice. «Es posible que la envenenaran con arsénico. Ni se me ocurrió pensar en veneno». «Bueno, doctor», respondo yo, «puede que no fuera nada en absoluto. Pero hay que investigar el caso. Averiguaremos lo que pasó y todo se aclarará de una vez». Ahora pasamos a Apron Street.
—Le sigo —dijo Campion, esforzándose en no dar ninguna muestra de agotamiento—. La casa de los Palinode, ¿no es así?
—Todavía no. Antes era preciso preguntar por la calle. Esa calle tiene su miga. Una callecita de nada, con pequeñas tiendas a uno y otro lado. En un extremo, el teatro Thespis, donde antes estaba la vieja capilla, un teatro serio y respetable; en el otro, Portminster Lodge, la casa de los Palinode. En los últimos treinta años, el barrio se ha venido abajo como un borracho, y lo mismo les ha pasado a los Palinode. Ahora la casa de la familia es propiedad de una antigua artista de variedades reconvertida en dueña de pensión. A los Palinode no les llegaba para pagar la hipoteca, esta señora cobró una herencia y su propia casa fue bombardeada durante la guerra, así que se mudó a la vivienda con algunos de sus huéspedes y pasó a convertirse en la nueva patrona de los Palinode.
—La señorita Roper es una vieja conocida mía.
—¿En serio? —Los ojos brillantes se abrieron de par en par en el rostro del policía—. Entonces puede decirme una cosa. ¿Es posible que fuera ella quien escribiera esas cartas?
Campion enarcó las cejas.
—No la conozco lo suficiente como para determinarlo —murmuró—. Eso sí, diría que la señorita Roper es completamente incapaz de dejar una carta sin firmar.
—Ah, lo mismo pienso yo. Me encanta esa mujer. —Luke hablaba con convicción—. Pero nunca se sabe, ¿verdad? —Su manaza surcó el aire—. Piénselo. Una mujer sola, que ya ha dejado atrás la mejor etapa de su vida, para la que todo es un fastidio y un aburrimiento, que seguramente detesta a esa vieja y engreída familia de gorrones, quienes seguramente la tratan con condescendencia, por mucho que la condenada casa sea ahora de ella. —Hizo una pausa y agregó—: Yo no se lo echaría en cara, no crea —dijo con repentina sencillez—. Toda mente tiene sus pequeños mecanismos retorcidos, y son las circunstancias las que a veces llevan a que entren en funcionamiento. No quiero ensañarme con esta pobre mujer. Lo único que quiero es saber lo que pasó. Es posible que quisiera quitarse de encima a toda la familia y no supiera muy bien cómo hacerlo. O quizá se encaprichara del médico y quisiera ponerlo en un apuro. Aunque ya está mayor para esos jueguecitos, claro está.
—¿Alguna otra persona?
—¿Que pueda haber escrito las cartas? Unas quinientas. Cualquiera de los pacientes del médico. A veces puede ponerse muy desagradable cuando la bruja de su mujer lo ha estado atosigando, y, por definición, todos esos pacientes suyos están enfermos, ¿no? Y luego está esa calle. No voy a describírsela casa por casa, porque nos llevaría la noche entera. Pero beba, por favor, señor. En fin, le haré un pequeño resumen. En la esquina situada frente al teatro hay un colmado-ferretería. El propietario es un hombre de campo que vino a vivir a Londres hace cincuenta años. Lleva la tienda como si fuera un almacén de pueblo. Siempre tiene problemas; a veces deja el queso demasiado cerca de la parafina. Y no es el mismo desde que murió su esposa. Conoce a los Palinode de toda la vida. El padre de la familia lo ayudó en sus comienzos, y tengo la impresión de que, si no fuera por él, algunos de los de la casa se morirían de hambre antes de fin de mes.
»Junto al colmado está el almacén de carbón, que es nuevo. Y al lado está la consulta del médico. Y al lado está la verdulería. Buena gente. Una familia con muchas hijas. Las caras llenas de pintura y las manos llenas de tierra. Y al lado, señor Campion, está la farmacia.
Charlie Luke había estado hablando en tono quedo, pero su voz resonaba tanto que, incluso al susurrar, hacía vibrar los paneles de madera. Campion se sintió agradecido por el repentino silencio.
—¿La farmacia tiene algún interés? —inquirió su oyente, fascinado por aquella interpretación.
—Papá Wilde es todo un personaje —dijo Luke—. ¡Menuda farmacia la suya! ¡Menudo emporio! ¿Ha oído hablar del «Jarabe Dinamita, antitusivo y regulador de la digestión, de Mamá Appleyard»? No, claro que no, pero seguro que su abuelo lo tomaba. Pues Papá Wilde todavía lo vende, en su envoltorio original y todo. En la farmacia hay decenas de cajoncitos con porquerías de todo tipo; parece el dormitorio de una señora mayor, huele que echa para atrás… Y Papá Wilde lo preside todo, ¡con esas pintas que lleva! El pelo teñido, el cuello de la camisa así —Luke alzó la barbilla y abrió los ojos de forma desorbitada—, una corbatita negra, los pantalones a rayas. Cuando el viejo Joey y Pantaleón Bowels desenterraron a la señorita Ruth Palinode, estuvimos un buen rato helándonos a la intemperie, esperando a que sir Doberman terminara de llenar sus malditos frascos de una vez, y me puse a pensar en Papá Wilde. No digo que fuese él quien administrara el veneno, pero estoy convencido de que el producto procedía de su farmacia.
—¿Cuándo esperan recibir el informe del laboratorio?
—Ya tenemos uno provisional. Esta noche nos entregan el definitivo. A medianoche, o al menos eso nos han prometido. Si se trata de algo que solo pudo haber sido administrado con intención criminal, despertaremos a los sepultureros y exhumaremos al hermano inmediatamente. Ya tengo la orden judicial. Odio esta clase de trabajo. El olor es lo peor.
Meneó la cabeza como lo haría un perrillo mojado por la lluvia, y bebió un trago.
—Estamos hablando del hermano mayor, ¿no? ¿Del mayor de todos?
—Sí. Edward Palinode, de sesenta y siete años de edad en el momento del fallecimiento, en marzo. ¿Cuánto hace? ¿Siete meses? Esperemos que ya no esté. El cementerio es viejo y siempre llueve, así que ya no debería estar.
Campion sonrió.
—Me ha dejado en esa botica tan extravagante —recordó—. ¿Dónde vamos ahora? ¿Directos a casa de los Palinode?
El inspector de división lo pensó un momento.
—Vayamos pues —convino, con inesperada reticencia—. Al otro lado de la calle solo están ese viejo demonio de Bowels, el banco (una pequeña sucursal del Banco Clough), la entrada al callejón lateral y el peor pub del mundo, un local llamado Footmans. Muy bien, señor, finalmente hemos llegado a la casa. Está en la esquina, en la misma acera que la farmacia. Es enorme. Como ya le he dicho, es uno de esos edificios con el sótano a la vista. Está muy pero que muy dejada y a un lado tiene un pequeño jardín desastrado, lleno de malas hierbas y calveros. Hay gatos y bolsas de papel por todas partes.
Se detuvo. Había perdido parte de su entusiasmo y miraba a Campion con ojos sombríos.
—¿Sabe qué? —anunció repentinamente—. Creo que ya puedo mostrarle al capitán.
Había un gran cartel en el centro de la pared; se trataba de un anuncio de whisky irlandés. Charlie Luke se puso en pie sin hacer ruido y, con esa tranquila delicadeza tan propia de los más fuertes, levantó la lámina enmarcada. Detrás de ella había un ventanuco por el que un propietario precavido podría contemplar a toda su clientela. Los reservados se extendían desde la barra central como los radios de una rueda, albergando a distintos grupos de parroquianos. Los dos hombres se mantuvieron a cierta distancia del cristal y, con las cabezas juntas, echaron una ojeada a la abarrotada sala.
—Ahí está. —Los susurros de Charlie Luke recordaban al rumor de una artillería lejana—. En el lateral. El hombre alto que está en el rincón. El del sombrero verde.
—¿El que está hablando con Price-Williams, el del Signal? —Campion había reparado en la cabeza finamente cincelada del más sagaz de todos los periodistas de sucesos.
—El pequeño Price no le ha sacado nada de nada. Está aburrido. Fíjese en cómo se rasca la cabeza —dijo el inspector de división con suavidad. Era la voz del pescador, experimentada, paciente, interesada y apasionada.
El capitán ofrecía una estampa muy militar. Tendría algo menos de sesenta años, y su figura era la de un delgado eduardiano que estaba entrando suavemente en la vejez. Llevaba el pelo y el bigotito tan cortos que parecían ser de un color indeterminado, ni rubio ni gris. Campion no podía oír su voz, pero intuía que era de acento cortés y tono desdeñoso. También intuía que tenía el dorso de las manos moteado, como la piel de una rana, y que probablemente llevara un discreto anillo grabado en el dedo y tarjetas de visita en el bolsillo.
Le resultaba asombroso que un hombre como aquel tuviera una hermana que se cubría la cabeza con un trozo de cartón y un velo de automovilista, y así lo dijo. Luke se disculpó al momento.
—Disculpe. Tendría que habérselo dicho. Él no es uno de los Palinode. Sencillamente vive en la casa. Renee se lo trajo de su vivienda anterior. Es uno de sus inquilinos de siempre, y ahora tiene una de las mejores habitaciones. Se llama Alastair Seton y forma parte del ejército regular, aunque está en la reserva. Por un problema de corazón, creo. Cobra una pensión de cuatro libras y catorce peniques a la semana. Pero es un caballero y hace lo posible por vivir como tal, pobre diablo. Este es el pub al que viene en secreto.
—Ah, claro —convino Campion—. Viene aquí tras mencionar de pasada que tiene una importante cita de trabajo, supongo.
—Exacto. —Luke asintió—. La cita es con Nellie y media pinta de cerveza. En realidad disfruta de estas salidas, muy a su pesar. Por una parte se siente escandalizado por haber entrado en contacto con un ambiente tan sórdido, pero por otra parte le puede la excitación.
Guardaron silencio un momento. Campion estaba examinando la multitud. Se quitó las gafas y dijo, sin volverse:
—Inspector, ¿por qué no quiere hablarme de los Palinode?
Charlie Luke se sirvió otro vaso y levantó la vista. Sus ojos miraron a Campion con una sinceridad repentina.
—Porque, simplemente, no puedo —respondió.
—¿Cómo es eso?
—No los entiendo. —Su voz recordaba a un alumno modélico que de pronto se confesara ignorante.
—¿Qué quiere decir?
—Eso mismo. Que no entiendo lo que dicen. —Volvió a sentarse a la mesa y abrió sus musculosas manos—. Si hablaran en una lengua extranjera, me buscaría un intérprete —dijo—. Pero no es eso. Y el problema tampoco estriba en que no hablen. Les gusta hablar; se pasan horas enteras hablando. Pero cuando salgo de su casa me duele la cabeza, y al leer las transcripciones me veo obligado a llamar al taquígrafo para preguntarle si ha pillado bien lo que decían. Él tampoco está seguro.
Se produjo una pausa.
—Hum… ¿Se expresan con palabras muy largas y complejas? —preguntó Campion, intentando utilizar un tono casual.
—No, no en particular. —Luke no se sentía ofendido. Más bien parecía triste—. Los Palinode son tres —dijo finalmente—. Por lo menos puedo dejarle eso claro. Hay dos muertos, pero tres siguen con vida. El señor Lawrence Palinode, la señorita Evadne Palinode y, la menor, la señorita Jessica Palinode. La señorita Jessica es la del parque, la mujer a la que le dan limosnas. Ninguno de ellos tiene dinero, por lo que Dios sabe por qué a alguien le ha dado por empezar a matarlos. Y no están locos, no. Es un error que cometí al principio. Pero bueno, señor, todo esto no lleva a ninguna parte. Lo mejor es que lo vea todo con sus propios ojos. ¿Cuándo tiene previsto trasladarse?
—Ahora mismo, si le parece bien. He venido con una maleta.
El inspector de división emitió un gruñido.
—La verdad es que me hace un favor —dijo en tono serio—. Tenemos a un hombre vigilando la puerta, pero lo conoce a usted de vista. Su nombre es Corkerdale. Siento no poder decirle nada sobre esta gente, señor Campion, pero son una familia chapada a la antigua y muy poco común. No me gusta esta descripción, pero es la única que puedo darle.
Fijó la mirada en el vaso y se frotó el estómago.
—El asunto ha llegado a tal punto que, cuando pienso en ellos, me siento un poco enfermo. Le comunicaré las conclusiones del informe del analista tan pronto como lo tenga en mis manos.
Campion terminó su bebida y cogió su pequeña maleta. Entonces se acordó de algo.
—Por cierto, ¿quién es la chica? —preguntó—. La joven morena. Apenas pude verle la cara.
—Se llama Clitia White —repuso Luke—. Es una sobrina que tienen. En su momento, los hermanos Palinode fueron seis. Una de las hermanas se fue de casa y se casó con un médico, y ambos se marcharon juntos a Hong Kong. Durante la travesía, el barco se hundió, y los dos estuvieron a punto de morir ahogados. Cuando la niña nació su madre seguía empapada de agua de mar. De ahí el nombre. No me pregunte más detalles. Es lo que me han dicho: «de ahí el nombre».
—Entiendo. ¿Ella también vive con Renee?
—Sí. Sus padres la enviaron a Inglaterra, lo que fue una suerte, pues no tardaron mucho en morir. Ella no era más que una niña pequeña. Ahora tiene dieciocho años y medio. Trabaja en la redacción del Literary Weekly, donde hace un poco de todo, desde poner sellos en los sobres hasta vender los ejemplares sobrantes enviados por las editoriales. Tiene previsto dedicarse a la escritura tan pronto como aprenda a mecanografiar.
—¿Y quién es el chico?
—¿El de la moto? —Luke pronunció las palabras con tanta agresividad que Campion dio un respingo.
—No vi que tuviera una moto. Estaban en el parque…
El final de la frase quedó en el aire. De pronto, el rostro aún juvenil de Charlie Luke se había oscurecido varias tonalidades; sus párpados triangulares ocultaban sus brillantes ojos.
—Un perro sarnoso y una gatita descarriada, eso es lo que son —dijo con el ceño fruncido. Entonces levantó la cabeza, soltó una carcajada repentina y, con una gracia impregnada de autodesprecio, agregó—: Una bonita gatita descarriada… Todavía no ha abierto los ojos.