9.- Cuestión de dinero

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CUESTIÓN DE DINERO

Para ser el despacho del director de una sucursal bancaria, la estancia parecía demasiado anticuada, tanto como un sello de correos con la efigie de la reina Victoria. Era pequeña y tenía las paredes empapeladas en oro y rojo intenso; el mobiliario se componía de una alfombra turca, un pequeño hogar encendido y un armarito situado en el rincón, donde posiblemente se guardaran el jerez y los puros. El escritorio era de caoba y tenía la forma de una ostentosa cámara acorazada, y, emplazado frente a él, había un sillón de cuero verde destinado a los clientes, con el respaldo alto y los lados festoneados con tachones de latón.

Sobre la repisa de la chimenea pendía un óleo bastante pasable de la época victoriana. Se trataba del retrato de un caballero vestido con un chaleco de fantasía; el cuello de su camisa era tan alto e imponente que casi llegaba a ocultarle la parte inferior del rostro.

Campion le echó una ojeada a la sala y pensó en que, antaño, la palabra «bancarrota» se solía escribir «b-ta», como si fuera algo obsceno.

En semejante entorno, el señor Henry James ofrecía una estampa moderna e incómoda. Estaba de pie tras el escritorio, mirando a sus visitantes con aspecto de no tenerlas todas consigo. Era exageradamente atildado, y su pelo castaño claro, cepillado a conciencia, parecía estar adherido al cráneo. Su camisa era tan blanca como el azúcar glas, y la pequeña pajarita que llevaba al cuello tenía un dibujo lo bastante discreto como para resultar invisible.

—Señores, todo esto es muy extraño para mí. No recuerdo haberme encontrado en una situación parecida en todos los años que llevo en esta profesión. —Su voz era tan pulcra como él mismo; las vocales resonaban con pureza, las consonantes con precisión—. Ya se lo he dicho, inspector. El Banco —lo dijo con B mayúscula, como si se tratara de una deidad— no puede proporcionar ningún tipo de información en ausencia de una orden judicial, y espero sinceramente que las cosas no tengan que llegar hasta ese punto.

En aquel entorno, Charlie Luke tenía más pinta de gángster que nunca. Mostraba una sonrisa ancha, casi de maleante. Miró a su acompañante como un perro amable que ofreciera el primer bocado a un recién llegado.

Campion contempló a su presa con interés a través de las gafas.

—Se trata de una visita de tipo social —indicó—. O casi.

—¿Perdón?

—Lo siento. Voy a explicarme. ¿Puede usted dejar de pensar en el banco durante unos minutos?

Una sonrisa fina y débil apareció en el rostro redondo.

—Me temo que no.

Acaso por casualidad, los dos recién llegados se giraron y miraron el retrato situado sobre la repisa de la chimenea.

—¿El fundador? —inquirió Campion.

—El nieto del fundador. El señor Jefferson Clough, a los treinta y siete años de edad.

—¿Está muerto?

—Sí, claro, por supuesto. Ese cuadro lo pintaron en 1863.

—¿Diría que la suya es una entidad excepcional?

—No particularmente. —El tono venía a ser de reproche—. Si me permite la opinión, son precisamente los mejores bancos los que suelen carecer de dicha cualidad.

La sonrisa de Campion lo pilló por sorpresa.

—Usted conoce personalmente a la familia Palinode, ¿no es verdad?

El bancario se pasó la mano por la frente.

—Qué demonios… —dijo inesperadamente—. Sí, supongo que sí. Los conozco desde que era niño. Y también son antiguos clientes del banco.

—En tal caso no haremos mención a la cuestión del dinero. ¿Le parece bien?

—Tendrá que ser así. ¿Qué es lo que quieren saber?

El inspector de división suspiró y echó mano a una de las sillas.

—Solo serán unas simples preguntas rutinarias —explicó—. La señorita Ruth Palinode fue asesinada…

—¿Ya es oficial?

—Sí, por supuesto, aunque no lo divulgaremos hasta que hayamos terminado con la investigación. Somos de la policía, ya sabe.

Los ojos redondos e inquietos del banquero pestañearon, impresionados.

—Quieren saber hasta qué punto la conocía y cuándo la vi por última vez, ¿es eso? Pues bien, la conocía desde que era un niño y la vi por última vez una mañana de la semana en que murió. He estado tratando de acordarme y creo que fue la mañana anterior a que se pusiera enferma. Vino aquí.

—¿Por asuntos de negocios?

—Sí.

—Entonces, ¿ella tenía cuenta en esta sucursal?

—En ese momento no.

—Entonces, ¿su cuenta había sido cancelada recientemente?

—¿Cómo quiere que responda a esa pregunta? —exclamó, enrojecido de indignación—. Ya le he dejado claro que no puedo decir nada sobre los asuntos monetarios de mis clientes.

—Mensaje captado —dijo Campion desde el sillón de cuero verde—. Volvamos a su niñez. ¿Dónde vivía por aquel entonces?

—Aquí.

—¿En esta casa?

—Sí, claro. Quizá tendría que haberme explicado. Hay una vivienda encima de esta sucursal. En aquella época mi padre era el director. Yo entré a trabajar en la oficina central de la City y finalmente, tras la muerte de mi padre, me nombraron director de esta sucursal. No es un banco muy grande, y estamos especializados en ofrecer nuestros servicios a particulares. La mayoría de nuestros clientes lo son desde hace generaciones.

—¿Cuántas sucursales hay en total?

—Nada más que cinco. La oficina central está en Buttermarket.

—Supongo que se acordará de la época de esplendor de la familia Palinode.

—¡Sí, claro! —El entusiasmo que destilaron sus palabras los pilló desprevenidos—. En los establos de la parte posterior tenían unos caballos magníficos. Los sirvientes se afanaban en sus labores. Los comerciantes de la calle tenían una vida próspera. Había recepciones, cenas, fiestas… Con cubertería de plata, ya me entienden, y copas de cristal tallado, y… —Las palabras le fallaron y agitó las manos en el aire.

—¿Candelabros? —sugirió Luke.

—Exacto. —Henry James pareció agradecido—. El profesor Palinode y mi padre eran prácticamente amigos. Me acuerdo muy bien del viejo señor. Llevaba barba, y un sombrero de copa, y tenía unas cejas imponentes, imponentes de verdad… Tenía por costumbre sentarse en ese sillón verde y hacerle perder el tiempo a mi padre, pero no importaba. El barrio entero giraba en torno a los Palinode. Sé que no termino de explicarme bien, pues me faltan las palabras, pero aquella fue una época magnífica, y es que estamos hablando de personas magníficas. ¡Las pieles que lucían en la iglesia! ¡Los diamantes que la señora Palinode llevaba al teatro! ¡Las fiestas de Navidad a las que teníamos el privilegio de asistir! Pues bien, cuando volví aquí y me los encontré tal y como están ahora, me llevé una sorpresa verdaderamente desagradable.

—Siguen siendo personas muy agradables —aventuró Campion.

—Sí, claro, y uno siente cierta obligación para con ellos. ¡Pero tendrían que haberlos visto entonces!

—¿Es posible que Edward Palinode no tuviera tanto talento para los negocios como su padre?

—No lo tenía —dijo James—. No.

Se produjo un silencio frustrante.

—La señorita Jessica me dice que su pensión semanal no pasa de unos pocos chelines… —dijo Campion.

—¡La señorita Jessica! —El banquero abrió los brazos en el aire, pero al momento su rostro volvió a sumirse en la inexpresividad—. De eso no puedo hablar —dijo.

—Claro que no. Pero, según nos ha explicado, vio usted a la señorita Ruth por última vez el día previo a su muerte, ¿no es cierto?

—Mire, la verdad es que no termino de estar seguro. Tan solo estuvo un rato en la sucursal. Pero voy a intentar aclararlo. Un momento.

Salió del despacho y volvió poco después en compañía de un personaje que bien podría haber sido la mano derecha del primer Jefferson Clough. Era alto, flaco y tan viejo que la piel de la cabeza se le adhería con tersura al cráneo desnudo. Unos pocos pelos blancos surgían inesperadamente de distintos puntos de su rostro hundido, y su característica más llamativa consistía en un labio inferior desagradablemente tembloroso que brotaba de su mandíbula como una masa informe. Sin embargo, sus ojos acuosos denotaban agudeza, y no mostró ningún signo de sorpresa cuando James los presentó.

—La señorita vino o bien la tarde del día previo a su muerte o bien la tarde de ese mismo día. —Su voz era áspera y tenía un tono didáctico—. A primera hora de la tarde.

—¿Sabe una cosa, señor Congreve? Creo que se equivoca usted. —Los investigadores se fijaron en que James levantaba la voz al hablar con el viejo empleado—. Más bien tengo la impresión de que se presentó aquí la mañana del día anterior.

—No. —El señor Congreve lo dijo con la seguridad absoluta propia de los ancianos y de los obstinados—. Fue a primera hora de la tarde.

—La fallecida enfermó justo antes de la hora del almuerzo y murió a las dos del mediodía —indicó Charlie Luke con voz pausada.

El anciano se lo quedó mirando con un rostro inexpresivo. Henry James le repitió la información alzando la voz.

—Habladurías —dijo Congreve, con seguridad—. Sé que fue a primera hora de la tarde porque miré a la señora y me dio por pensar en lo mucho que cambian las modas. Estoy hablando de la tarde del día en que murió. En ese momento estaba perfectamente bien de salud.

James miró a Campion con una expresión de disculpa.

—Vino una mañana de esa semana. Estoy seguro —dijo—. Completamente seguro.

Los labios temblorosos de su empleado se cerraron en una indulgente sonrisa de superioridad.

—Como usted quiera, señor James —dijo con una risita—. Como usted quiera. De lo que no hay duda es de que la pobre mujer está muerta. Y vino por la tarde. Bien, caballeros, si no me necesitan para nada más, voy a volver a mi puesto de trabajo.

El inspector de división se quedó mirando al anciano mientras este salía del despacho y se frotó el labio con vigor.

—Bueno, está claro que no vamos a llamarlo a declarar —afirmó—. ¿Hay alguna otra persona en la sucursal que pueda ser de ayuda, señor James?

El atildado hombrecillo parecía sentirse extremadamente incómodo.

—Lo siento, pero no —respondió finalmente—. Le he dado un par de vueltas, como es lógico, pero durante esa semana la señorita Webb estuvo de baja por gripe, de forma que Congreve y yo tuvimos que arreglárnoslas solos. —Se ruborizó un poco—. Quizá les parezca que en esta oficina andamos cortos de personal. Y en efecto, así es. Pero hubo un tiempo en que las cosas eran muy diferentes. Esta sucursal llegó a tener catorce empleados en su momento. Se trataba de una sucursal muy importante.

Campion tuvo la incómoda impresión de que el Banco Clough se iba empequeñeciendo ante sus propios ojos.

—¿Le parece que nos atengamos a lo que pasó la mañana previa a la muerte de la señorita Ruth? —sugirió—. En ese momento le pareció que estaba bien de salud, ¿no es así?

—Al contrario. —Henry James parecía ligeramente indignado—. Lo primero que pensé fue que no se encontraba bien. Estaba muy alterada; se comportaba de forma autoritaria y me exigía cosas de lo más extravagantes. De hecho, cuando al día siguiente supe que había tenido una embolia (sí, ahora estoy seguro de que fue al día siguiente), no me extrañó en absoluto.

—¿No dudó del diagnóstico en ningún momento?

—No, para nada. El doctor Smith es un hombre concienzudo y tiene muy buena fama. Cuando me enteré, no pude evitarlo y pensé que, realmente, no era de extrañar. Pero, bueno, al menos esa pobre gente ya no tendría que preocuparse por ella. —Tan pronto como dijo esas palabras, hizo amago de corregirlas. Se puso pálido y, finalmente, añadió—: No tendría que haber accedido a hablar con ustedes. Lo sabía.

—No sé —murmuró Campion—. Casi todo el mundo coincide en que la señorita Ruth tenía un carácter difícil. Es frecuente que los familiares discutan, pero no es tan habitual que los familiares lleguen a tomar medidas tan extremas, por así decirlo.

El hombrecillo le miró con gratitud.

—Sí —convino, mendaz—. Eso es lo que quería decir, claro está. Durante un segundo he temido que me pudieran malinterpretar.

Charlie Luke ya se estaba levantando de la silla cuando la puerta se abrió y el señor Congreve entró de nuevo.

—Hay una persona que quiere ver al inspector —murmuró, con una voz ronca—. No nos interesa que se quede en la sala principal, señor James. Creo que lo mejor es que pase al despacho. —Señaló a Luke con la cabeza—. No le he dicho que se fuera —aclaró.

Aquella irrupción insultante se vio atemperada por una condescendencia formidable. El anciano no esperó a oír una respuesta, sino que se apartó a un lado e hizo un gesto a alguien que estaba junto a la puerta.

Un agente vestido de paisano, con el rostro sombrío y arrugado, entró al instante. Sus ojos no parecieron ver a nadie más que a Luke.

—¿Puede acompañarme al establecimiento de al lado, señor?

El inspector de división asintió, y ambos salieron sin más. Congreve cerró la puerta y se acercó renqueando hasta la ventana que daba a la calle. Abrió la cortina de red dos centímetros y pegó un ojo al cristal. Al momento rompió a reír, con la risa floja y aguda propia de los ancianos.

—Es nuestro vecino de la derecha, el señor Bowels —informó—. A saber qué habrá hecho esta vez.

—Igual se ha ido a Apron Street —apuntó Campion, sin saber muy bien por qué. Sus ojos claros observaban perezosamente al viejo, cuya cabeza seguía inmóvil. Después de un rato, Congreve irguió la espalda.

—Eso que ha dicho no tiene sentido, señor, porque esta calle es Apron Street, precisamente —lo reprendió con severidad—. Si no lo sabe, es que no es usted de por aquí.

—Debo decirle que la sordera del señor Congreve no siempre es absoluta, me temo —se disculpó Henry James. Acompañó a su visitante a la puerta, y añadió—: El pobre hombre lleva muchos años con nosotros y tiene ciertos privilegios, o eso piensa él. —Se detuvo, emitió un suspiro y parpadeó—. Solo voy a decirle una cosa —añadió, mostrando una rabia repentina—. Ni siquiera el mismísimo Dinero es lo que era. Lo que acabo de decir es una herejía absoluta, pero a veces pienso que esa es la verdad. Buenos días.