8.- En el meollo

8

EN EL MEOLLO

Se dio cuenta de que el sonido que lo había despertado procedía de la puerta, que acababa de abrirse, y de que alguien, con la mano todavía en el pomo, estaba hablando en el pasillo al otro lado. Era Charlie Luke.

—… hacer esas tonterías en el tejado —decía, con una amabilidad un tanto forzada—. Y también corre el riesgo de romperse el cuello. Es posible que no sea asunto mío y que esté metiéndome donde no me llaman, y en ese caso me disculpo, pero… No se lo tome así. Tan solo estoy diciéndole lo que pienso.

Campion se hizo una composición mental de la escena, más por el tono que por las palabras. Aguzó el oído para escuchar la respuesta, pero aquel débil sonido le resultó indistinguible.

—Lo siento. —El inspector de división parecía estar fuera de su elemento—. No, no voy a decírselo a nadie, claro que no. ¿Por quién me ha tomado? ¿Por el altavoz de una estación de tren? Ah, perdone, señorita White… No me he dado cuenta de que estaba levantando la voz. ¡Buenos días!

Se oyó un movimiento violento al otro lado, y la puerta se abrió unos centímetros más, si bien volvió a cerrarse mientras Luke le decía una última frase a Clitia:

—Tan solo le pido que deje de hacer tonterías.

Finalmente el inspector entró, con una expresión más inquieta que alicaída.

—La niñita mimada… —comentó—. En fin, ahora no podrá decir que no la he avisado. Buenos días, señor. Renee me ha dado esto cuando le he dicho que subía a verlo. —Dejó sobre el aparador una bandeja con dos tazas de té—. Un lugar muy cómodo y agradable para ser asesinado, ¿no le parece? —dijo, mirando a su alrededor—. En el lugar donde yo he pasado la noche no había té ni nada que se le pareciera. Pero, bueno, finalmente hemos sacado al viejo caballero a tomar el fresco y lo hemos enviado a la botica de sir Doberman.

Le pasó una taza de té a Campion y se acomodó en el sillón con forma de trono.

—Oficialmente, estoy entrevistando al sobrino abogado de Renee —indicó—. No creo que ese cuento vaya a sostenerse durante mucho tiempo, pero supongo que vale la pena que nos aferremos a él mientras podamos.

Su imponente cuerpo conjuntaba con el imponente sillón. Sus músculos, cubiertos por la tela de la chaqueta, parecían de piedra, y sus ojos almendrados brillaban de tal modo que nadie diría que se había pasado la noche despierto en un cementerio.

—La señorita Jessica sabe que estoy investigando el caso —informó Campion—. Nos vio en el parque.

—¿Ah, sí? —Luke no parecía sorprendido—. Bueno, pues ya ve que no están locos, ninguno de los tres. Ya se lo dije. Al principio me equivoqué con ellos. Pero no están locos, ¿verdad?

Su interlocutor negó con la cabeza; tenía un aire pensativo.

—No.

Luke bebió un sorbo de su té frío.

—Renee me ha contado una historia demencial sobre el viejo Bowels —indicó—. Algo sobre que el hombre hizo un ataúd a medida para cuando Edward muriese. Una historia de padre y señor mío, de ser verdad.

Campion asintió con la cabeza.

—Sí, y la cosa me escama, aunque no termino de verle el sentido. Lugg está en su casa, por cierto. Deberíamos pedirle que averigüe qué está pasando. Quizá no resulte muy ético, pero ya llevan mucho tiempo enemistados. Me pregunto con qué traficará Bowels… ¿Tabaco? ¿Pieles, quizá?

La ira invadió el rostro del inspector de división.

—¡Maldito sacamantecas! —exclamó—. No tolero este tipo de cosas en mi distrito. Ni por asomo. Eso de esconder la mercancía de contrabando en un ataúd está muy pero que muy visto. Bowels se va a enterar. Y yo que pensaba que no se me escapaba nada de cuanto pasaba en esta zona…

—Es posible que me equivoque —dijo Campion con calma—. Ese hombre parece sentir verdadera pasión por el oficio de enterrador. Es posible que su versión de los hechos sea cierta. Yo no lo descarto.

Luke enarcó una ceja y asintió.

—Ese es el problema que tenemos con los viejos excéntricos de por aquí. Incluso la justificación más inverosímil puede ser cierta. Y, bueno, no digo que Jas no sea un buen profesional, pero no sé si termino de creerme lo de su faceta artística.

—¿Qué piensa hacer? ¿Peinar su negocio a conciencia?

—Sí, por supuesto, sobre todo ahora que sabemos que en ese lugar hay gato encerrado. A no ser que prefiera usted posponerlo un tiempo, hasta que resolvamos este otro asunto. Si Bowels se dedica al contrabando, está claro que no va a dejarlo así como así. Así que quizá sea mejor esperar a pillarlo con un buen alijo entre manos y meterlo en la sombra durante una buena temporada.

Campion reflexionó sobre el señor Bowels.

—Ahora estará esperando su visita —dijo—. Y, además, mi colaborador no me perdonaría si no le diera instrucciones.

—¿Lugg? He oído hablar de él, aunque no lo conozco personalmente. ¿Es verdad que en su momento estuvo en la cárcel, señor?

—Bueno, hace mucho tiempo de eso. Y fue por una tontería sin importancia. Pero, en fin, creo que lo mejor será que se pase usted por el emporio Bowels Padre e Hijo, aunque sea para guardar las apariencias. Si encuentra algo, será que se trata de un truhán muy descuidado.

—Y si no encontramos nada, se mantendrá a la espera hasta creerse fuera de peligro, y entonces lo pillaremos con las manos en la masa.

El inspector de división sacó un papel de su bolsillo interior y lo alisó con cuidado. Campion volvió a sentirse impresionado por lo gráfico de sus movimientos. Las líneas garabateadas adquirieron una expresividad máxima bajo el ojo del policía: esto era una tontería, lo otro no tenía importancia, aquello podía esperar, y así hasta el final; todo el mensaje denotado con sencillez a través de las efímeras luces y sombras que cruzaban un rostro huesudo y vivo.

—Hidrobromuro de escopolamina —anunció de repente—. Y bien, señor, ¿qué piensa de la posibilidad de que Papá Wilde tenga ese producto en sus estantes?

—Lo veo poco probable. —Campion hablaba con la autoridad que el otro esperaba de él—. Me parece que se trata de un producto poco utilizado en la medicina. Hace unos cuarenta años estuvo en boga como tranquilizante para quienes sufrían de los nervios. Se trata de una especie de atropina, pero más fuerte. Empezó a ser conocido como veneno después de que Crippen lo usara para tratar de matar a Belle Elmore.

Charlie Luke no se dio por satisfecho. Sus ojos entrecerrados destacaban sobre sus prominentes pómulos.

—Tiene usted que ver esa botica —dijo.

—Y voy a verla. Pero no pienso importunar al farmacéutico hasta que llegue el momento. Primero hable con el médico.

—Muy bien. Así lo haré. —Luke anotó algo en el papel con un lápiz diminuto—. Hidrobromuro de escopolamina. ¿De qué se trata exactamente? ¿Lo sabe usted, señor?

—Es beleño, me parece.

—¿En serio? ¿La mala hierba, quiere decir?

—Eso creo. Una planta de lo más corriente.

—Claro está, si se trata del beleño. —Con voz ronca, Luke agregó—: En el colegio estaba un poco enamorado de la profesora, y siempre procuraba hacer bien los deberes de Historia natural. «Sí, señorita, como puede ver, me he estado aplicando… Muy amable, señorita, y esa blusa tan ceñida que lleva le sienta de maravilla…». El beleño, sí, me acuerdo. Una florecilla amarillenta. Con un olor apestoso.

—Justamente. —Campion creía encontrarse ante una dinamo parlante.

—Crece por todas partes. —El inspector de división estaba maravillado—. Qué demonios, puede encontrarse beleño hasta en el parque.

Campion guardó silencio durante unos segundos.

—Sí —dijo finalmente—. Supongo que sí.

—Pero luego es preciso hacer el preparado. —El inspector de división meneó los rizos oscuros que le cubrían la cabeza—. Primero voy a hablar con el médico, pero tiene usted que ver a Papá Wilde, aunque solo sea para hacerse una idea. Y luego iré a hacerle unas preguntas al director de la sucursal bancada. ¿Se lo he mencionado ya?

—Sí. Un hombrecillo muy pulcro y elegante. Me crucé con él un momento, cuando salía de la habitación de la señorita Evadne, quien no nos presentó, por cierto.

—De haberlo hecho, la señorita Evadne habría dado al bancario algún nombre de su invención, de forma que tampoco habría servido de mucho. Pero bueno, será cuestión de ir a verlo. «El banco no puede facilitar información de ninguna clase en ausencia de una orden judicial», me dijo textualmente.

—¿Lo dijo con intención?

—No. —Había seriedad en sus ojos almendrados—. Tiene razón, por supuesto, y estoy de acuerdo, al menos en teoría. Cuando estoy en la oficina de correos, prefiero pensar que no todo el mundo está al corriente de que me acaban de enviar dos coronas por giro postal. Aunque no veo por qué no puede decirnos nada desde su punto de vista personal, ¿verdad?

—¿Como amigo de la familia, quiere decir? Sí, ya le preguntaremos. Al fin y al cabo, no podemos obviar que, antes de morir, la señorita Ruth estuvo gastando más dinero de lo que era habitual en ella. Solo he podido llegar hasta ahí. Puede que sea un móvil, o puede que no. Yeo está convencido de que el dinero es la única justificación respetable del asesinato.

Charlie Luke no hizo comentario alguno. Volvía a estar concentrado en sus papelitos.

—Aquí hay otra cosa —dijo finalmente—. Se lo he sacado a Renee, y algo de trabajo me ha costado, la verdad. El señor Edward le pagaba tres libras a la semana, con servicio de lavandería incluido. Actualmente, la señorita Evadne paga lo mismo, a pensión completa. El señor Lawrence paga dos libras, a media pensión, lo que no significa nada en absoluto, pues está claro que Renee no va a permitir que nadie pase hambre en su casa. La señorita Clitia paga veinte chelines, pues es todo cuanto la pobre puede pagar. Sin almuerzo. La señorita Jessica paga cinco chelines.

—¿Cómo?

—Cinco chelines, como lo oye. Le dije a Renee que dejara de tomarme el pelo, pero me contestó que la mujer no come más que ese forraje para caballos que hierve ella misma, que su habitación está en lo más alto de las escaleras, que si esto, que si lo otro… ¿Qué esperaba que fuese a cobrarle? Le dije que estaba mal de la cabeza, que con cinco chelines hoy día no se puede ni alimentar a un perro. Me contestó que la señorita Jessica no tenía nada de perro, sino que estaba hecha toda una gata. Le respondí que haría mejor en dedicarse otra vez al teatro, que lo suyo era el papel del hada buena. Y entonces me dijo la verdad. «Mire, Charlie», dijo. «Supongamos que le subo el alquiler. ¿Qué pasaría entonces? Que el resto de la familia tendría que poner lo que faltase, ¿no es así? Y entonces todos se verían obligados a reducir gastos. ¿Y quién saldría perdiendo, pedazo de animal? Pues yo, está claro». Y tiene toda la razón. Siempre podría echarlos a todos, pero yo creo que le caen bien. Le gusta que sean de buena cuna, distinguidos… Como el que se dedica a criar canguros.

—¿Canguros?

—Armadillos, lo que sea. Animales de compañía interesantes y raros. Algo de lo que una puede hablar con los vecinos. No hay muchas distracciones estos días. Cada uno se entretiene como puede.

Como de costumbre, Luke estaba hablando con las manos, el rostro y el cuerpo, refiriéndose a Renee con el curioso gesto de pellizcar el aire con los dedos índice y pulgar. Campion no estaba muy seguro de la exactitud con la que dicho gesto reflejaba la nariz respingona y la lengua habladora de la mujer, pero se dio cuenta de que le bastaba para visualizarla. Se sentía revigorizado, como si un entumecido rincón de su mente hubiera sido devuelto a la vida.

—¿Y la señorita Ruth? —preguntó, riendo—. ¿Es que pagaba veinte peniques y ya está?

—No. —El inspector de división había reservado lo mejor para el final—. No. Durante el año previo a su muerte, la señorita Ruth estuvo pagando de forma errática. Alguna que otra vez llegó a pagar hasta siete libras, mientras que otras veces pagaba unos pocos peniques, literalmente. Se suponía que Renee llevaba las cuentas con rigor. Según dice, al final murió con una deuda de cinco libras.

—Interesante. ¿Cuánto pagaba Ruth oficialmente?

—Tres libras, igual que los demás. Pero voy a decirle una cosa. Renee es rica.

—Tiene que serlo. A mí me recuerda un poco a lord Shaftesbury.

—Renee tiene dinero, mucho dinero. —Charlie Luke hablaba con voz triste—. Espero que no esté metida en ningún chanchullo con Jas Bowels. Una cosa así terminaría con mi fe en las mujeres, lo digo en serio.

—Lo dudo. Si ese fuera el caso, ¿le parece que me habría hecho bajar en mitad de la noche para pillarlo en plena faena?

—Tiene razón. —El rostro se le iluminó—. Bueno, voy a marcharme, tengo cosas que hacer. ¿Le parece que vayamos a ver a ese fulano del banco? Se llama Henry James, y no sé por qué ese nombre me suena de algo. Me gustaría estar en comisaría hacia las diez.

—¿Qué hora es ahora? —Campion sentía remordimientos por encontrarse en la cama todavía. Su reloj parecía estar parado, pues marcaba las seis menos cuarto.

Luke consultó un pequeño reloj de plata que se sacó del bolsillo de la americana. Le dio varias veces con el pulgar y, finalmente, dijo:

—Su reloj marcha bien. El mío marca casi las seis menos diez. He llegado a la casa poco después de las cinco, pero no quería despertarlo, por si se había acostado tarde.

—Las personas mayores necesitamos nuestras horas de sueño —sentenció Campion, sonriendo ampliamente—. Entiendo que hoy va a tener que dedicarle unas cuantas horas al trabajo de comisaría, ¿no es así?

—Dios sabe que sí. Los delitos no perdonan. Y andamos cortos de personal. Por cierto, me ha llegado esto. —Estudió un papel que estaba algo menos arrugado que los anteriores—. Un simple memorando. El director de la prisión de Charlsfield informa de que hay un preso llamado Looky Jeffreys que está cumpliendo una condena de dos años por robo y allanamiento de morada. El tipo está en la enfermería. Parece que está muriéndose. Un problema relacionado con las tripas. —Hizo una pausa—. Pobre diablo —dijo con seriedad—. En fin, últimamente el hombre se pasa el día delirando y no hace más que murmurar: «Apron Street… No me manden a Apron Street…». Según parece, lo repite una y otra vez. Cuando recupera la conciencia, le preguntan al respecto, pero, claro, entonces no puede o no quiere explicarlo. Dice que ese lugar no le suena de nada. En Londres hay tres calles con el nombre de Apron Street, así que han informado a la policía de los distritos correspondientes. Lo más probable es que no tenga nada que ver con esta calle concreta, aunque la cosa da que pensar.

Campion se sentó en la cama. Un cosquilleo agradable y familiar le recorría la espalda.

—Creo haber entendido que ese hombre parece tener miedo de la calle, ¿no es así? —quiso saber.

—Eso parece, sí. Al final hay una nota: «Los médicos indican que sufre de sudores y que está muy agitado. Pronuncia las demás palabras, todas de naturaleza execrable, a un volumen normal, pero, cuando menciona la calle, su voz se convierte en un murmullo».

Campion echó las sábanas a un lado.

—Voy a levantarme —dijo.