6.- Un cuento para irse a dormir
6
UN CUENTO PARA IRSE A DORMIR
Nada más despertarse, Campion se apoyó sobre el codo y espero.
—Hay un interruptor junto a la cama, querido —le dijo la voz de la señorita Roper con suavidad—. Encienda la luz. Tengo una carta para usted.
Campion dio con el interruptor, se fijó en que el reloj de pulsera que tenía en la mesilla de noche marcaba las tres menos cuarto, levantó la vista y vio a Renee en el centro de la habitación, vestida como si se encontrara en algún escenario de su juventud. Llevaba una alegre bata de colores y un pijama de lana de color rosa, y la cabeza tocada con un gorrito de encaje con cintas. Y eso no era todo: en los brazos portaba un sifón, una botella de whisky medio llena y dos vasos grandes. El sobre color azulado iba sujeto entre sus nudillos. Se trataba de una cuartilla con el escudo oficial de la policía, pero, a juzgar por la letra, parecía que había sido escrita por un colegial apresurado.
Estimado señor:
En referencia al caso de la fallecida Ruth Palinode. Sir Doberman ha entregado su informe a las 0:30 horas de esta madrugada. En los órganos se han hallado 40 miligramos de escopolamina, lo que sugiere una dosis mucho mayor. Probablemente administrada en forma de hidrobromuro de escopolamina, aunque no hay indicios que aclaren si fue administrado por vía oral o subcutánea. La dosis medicinal normal suele oscilar entre medio y un miligramo.
En referencia al caso del fallecido Edward Bon Chretin Palinode. He ordenado rápida exhumación. A las 4 horas de hoy, aproximadamente, en el cementerio Belvedere de Wilswhich. Está usted cordialmente invitado, aunque comprenderíamos su ausencia.
C. Luke, I. D.
Campion leyó el documento otra vez y lo dobló. Volvió a repetirse que le gustaba Charlie Luke. Así que había ordenado la rápida exhumación de Edward. Estaba hecho todo un profesional. Pues bien, que le aprovechara la exhumación.
La señorita Roper le ofreció un vaso medio lleno de oscilante líquido ambarino.
—¿Por qué me ofrece esto? ¿Para calmarme los nervios? Consternado, Campion vio que la mano de la señorita Roper se bamboleaba.
—Ay, amigo mío —dijo ella—. No serán malas noticias, ¿verdad? La ha traído un policía, pensaba que podría ser una especie de licencia, y que quizá la estaba esperando usted con preocupación. —¿Que era una especie de licen…?
Sus ojos amables e ingenuos pestañearon, avergonzados.
—Bueno, no sé —dijo, poniéndose a la defensiva—. Pensaba que igual necesitaría un papel de alguna clase para quedar fuera de sospecha si…, si…
—¿Si alguien me envenenara? —apuntó él con una sonrisa.
—Ah, no se preocupe, este whisky no tiene nada raro —respondió ella, sin darse cuenta de que lo había mal interpretado—. Se lo juro por lo más sagrado. He tenido la botella guardada bajo llave. Pero esto es lo que una tiene que hacer estos días, ¿no? En fin, el hecho es que estaba bajo llave y, mire, yo misma voy a tomarme un vaso.
Se sentó con elegancia en el extremo de la cama y se echó un buen trago. Campion bebió unos sorbos de su vaso, aunque con menos entusiasmo. No acostumbraba a beber whisky y, de hecho, no solía beber nada en absoluto cuando estaba en la cama en mitad de la noche.
—¿La ha despertado el policía? —se interesó—. Si es así, lo siento. Tampoco era tan urgente.
—No, todavía no había llegado a dormirme —explicó ella—. Me gustaría hablar con usted, querido. En primer lugar, ¿seguro que esta carta no trae malas noticias?
—No dice nada que no sospecháramos ya —respondió él, con sinceridad—. Me temo que sencillamente confirma que la señorita Ruth fue envenenada.
—Bueno, naturalmente. Espero que no nos hayan despertado para decirnos solo eso, porque de eso estamos seguros, si no pareceríamos tontos de remate. Ahora bien, Campion, quiero decirle una cosa. No estoy ocultándole nada. Le estoy más que agradecida, y puede confiar plenamente en mí. No voy a esconderle nada en absoluto. Y lo digo de verdad.
Semejantes afirmaciones podrían haber resultado sospechosas en boca de otras personas, pero en aquel momento consiguieron su efecto. Su pequeño y enrojecido rostro de pajarillo mostraba una expresión seria bajo el gorro de noche.
—No pensaba que fuera a esconderme algo.
—Bueno, siempre hay pequeños detalles que una se olvida de mencionar. Pero yo no voy a hacerlo. Lo he hecho venir aquí, así que voy a jugar limpio con usted.
Campion rio con suavidad.
—¿Qué es lo que le carcome la conciencia, tía? ¿Esa joven que se cambia de ropa en el tejado, quizá?
—En el tejado. Conque así es como lo hace. La pequeña monita… —Estaba sorprendida y se diría que aliviada—. Sabía que se cambiaba en algún lugar, porque Clarrie la vio en Bayswater Road la semana pasada, yendo muy arreglada por la calle, y esa misma noche yo la vi regresar vestida con su ropa vieja. Lo que no esperaba era que lo hiciera…, bueno, delante de otras personas. Ella no es de esas, en absoluto, pobrecita mía.
A Campion no le quedó claro si su lástima se debía a aquella deficiencia particular de la señorita White o a alguna debilidad más general.
—¿Le tiene aprecio? —preguntó Campion.
—Es una monada —dijo ella, sonriendo con afecto—. Ha tenido una niñez muy difícil. Esta pobre gente no entiende a las chicas. ¿Cómo van a entenderlas? Y ahora está enamorada y parece una flor que poco a poco se va abriendo. Esta expresión la he leído en alguna parte. No es el tipo de cosa que suelo decir, pero en este caso es la verdad. Lo parece. Tiene sus espinas, pero el color que empieza a asomar es verdaderamente maravilloso. Clarrie dice que el chico la trata muy bien. Yo diría que tiene miedo de tocarla, si quiere saber mi opinión.
—¿Él también es muy joven?
—En realidad es mayor. Diecinueve años. Un muchacho alto y huesudo, acostumbra a llevar unos suéteres de lana de colores tan encogidos que lo hacen parecer un conejo despellejado. Creo que es él quien ha escogido esas ropas nuevas para ella. Y está claro que se las ha pagado. Ella sola no sería capaz ni de comprarse un bañador. Por lo que me ha contado Clarrie, esas ropas han sido iniciativa del chaval.
Renee bebió otro sorbo de whisky y soltó una risita.
—Clarrie me dijo que eran prendas bonitas, pero más bien ceñidas. Por eso digo que la idea ha sido del chico. Se ve que iba de paquete en la motocicleta de él. ¡Muy peligroso!
—¿Cómo se conocieron?
—A saber. Ella nunca habla de él. Se ruboriza cada dos por tres y cree que los demás no se dan cuenta. —Se detuvo—. Recuerdo que a mí también me pasaba —dijo, en tono travieso—. ¿Usted no se acuerda? No, claro, no es lo bastante mayor. Un día se acordará.
Con la bebida en la mano, sentado en la cama mientras iba avanzando la madrugada, Campion se dijo que no quería acordarse. Pero la señorita Roper volvió a la carga enseguida.
—Bueno, querido, como estaba diciendo, hay algo que sucede desde hace algún tiempo y que creo que debe saber, para que no lo pille por sorpresa… ¿Hola?
Esta última palabra estaba dirigida hacia la puerta, que se acababa de abrir en silencio. En el umbral había un hombre delgado, de porte militar, vestido con una bata azul magníficamente cortada y trenzada. El capitán Alastair Seton se mostró vacilante. Tenía una expresión de disculpa en su rostro avergonzado.
—Tendrán que perdonarme —dijo, con el acento propio de su condición, pero con una voz que Campion encontró más profunda de lo esperado—. He pasado junto a la puerta y pensaba que la habitación estaba vacía… Y, bueno, al ver la luz he sentido curiosidad.
—Ya veo que lo ha olido —dijo Renee, riendo—. Entre de una vez. Allí hay un vaso para el cepillo de dientes. Cójalo.
El recién llegado esbozó una sonrisa traviesa que resultó completamente cautivadora. La señorita Roper procedió a servirle el whisky, dos dedos largos, con la habilidad que da la práctica.
—Aquí tiene —indicó—. Es una suerte que haya entrado, pues así va a poder explicarle al señor Campion qué fue lo que le pasó exactamente a la señorita Ruth cuando enfermó. Usted fue el único que la vio, salvo el médico. No levante mucho la voz. Estamos hablando en petit comité, y la botella tampoco va a durar mucho si se presenta algún otro.
Aquella mujer estaba convirtiendo la pequeña reunión en una fiesta, a escondidas, sí, pero haciendo alarde a la vez. Así que este era su secreto. Le pareció muy respetable.
El capitán se acomodó en un sillón de madera de roble ahumada; su forma llevaba a pensar en un trono vikingo.
—Yo no fui el que mató a la señorita —dijo, sonriendo a Campion con timidez, como si quisiera ganarse la estima del investigador.
—Usted no la conocía, Albert —intervino Renee al momento, decidida a mantenerse en el centro de la situación—. La señorita Ruth era una mujer grande e imponente, mucho más corpulenta que sus hermanos, y no era tan despierta como ellos, ni de lejos. Sé lo que piensa Clarrie, pero se equivoca.
—Por sorprendente que parezca —musitó el capitán Seton, mirando su vaso y riendo con cierto desdén, como lo haría un gato.
—Tampoco la mataron por eso —prosiguió Renee, haciendo caso omiso—. Todos los hermanos estaban enfrentados con ella, es verdad, pero no porque fuese estúpida. La pobre mujer estaba enferma. Así me lo dijo el doctor dos meses antes de su muerte. «O se lo toma todo con más calma o va a sufrir una embolia, Renee» fue lo que me dijo. «Lo que supondrá más trabajo para usted. Se morirá igual que murió su hermano».
—El señor Edward murió de una embolia, ¿es eso? —preguntó Campion.
—Eso dijo el doctor. —En la voz de la señorita Roper había cierta sospecha. Tenía la cabeza ladeada como un petirrojo—. Pero, en realidad, aún no sabemos qué fue lo que le pasó, ¿verdad? En fin, el caso es que, el día de su muerte, la señorita Ruth salió temprano con la bolsa de la compra. La noche anterior habían estado discutiendo, yo misma oí cómo sus hermanos le gritaban en la habitación del señor Lawrence. Nadie recuerda haberla visto hasta que volvió a casa a las doce y media. Yo estaba en la cocina y los demás habían salido, pero el capitán se la encontró en el recibidor. Y ahora continúe usted, encanto.
El capitán enarcó una ceja ante aquel apelativo cariñoso. Sus finos labios se contrajeron durante un segundo.
—Pude ver que no se encontraba bien —respondió con lentitud—. Saltaba a la vista. Para empezar, estaba gritando.
—¿Gritando?
—Hablando a voces. —Bajó su propia voz al decirlo—. Tenía la cara colorada a más no poder, gesticulaba con las manos y se tambaleaba cada vez que intentaba dar un solo paso. Ya que estaba allí, hice todo lo que pude, como es natural. —Bebió un sorbo con aire reflexivo—. La llevé a ese matasanos que vive al lado. Menuda pareja hacíamos… Ya se lo puede imaginar. Todo el mundo se asomaba por la ventana a mirar, o eso me parecía. —Lo dijo con aparente despreocupación, pero en sus ojos aún brillaba el resentimiento.
—Muy embarazoso, supongo. Pero fue un gesto muy noble por su parte —lo elogió Campion.
—Eso es justo lo que siempre le digo yo —terció Renee al momento—. Lo que hizo estuvo muy bien. Ni me llamó ni nada. Sencillamente hizo lo que tenía que hacer, sin decirle nada a nadie. Lo que es muy propio de su carácter. Y, bueno, el doctor estaba en la consulta, pero no les ayudó.
—No, querida, no fue eso lo que pasó, no exactamente. —El capitán le dedicó una mirada de disculpa al hombre sentado en la cama y precisó—: Lo mejor es hablar con total honestidad. Lo que pasó fue lo siguiente: mientras montábamos aquel escándalo por la calle, como si fuéramos un policía y una mujer borracha, nos encontramos con que el matasanos estaba cerrando la consulta en aquel mismo instante. A su lado había un individuo robusto, un tipo con pinta de patán que, para colmo, estaba hecho un mar de lágrimas. Por lo que pude entender, se dirigían a oficiar… un parto —se detuvo y agregó—: Un parto de algún tipo.
Al parecer, estaba empezando a acordarse de algunos detalles y lo sucedido le provocaba cierta amarga diversión.
—Allí estábamos los cuatro —continuó—, en la puerta. Yo tenía mi viejo sombrero verde en la mano, y mi estampa debía de resultar ridícula. El médico estaba cansado, y algo preocupado por los síntomas tan específicos que el patán le estaba refiriendo. La señorita, vestida con su ropa de primavera… Un sari con forma de saco sobre unas enaguas de franela, ¿era eso, Renee?
—Está claro que eran dos vestidos, querido, y no unas enaguas. Todos los hermanos llevan ropas de lo más extrañas. Se creen por encima del código de vestimenta.
—Bueno, pues la señorita Ruth iba así vestida —dijo el capitán, en tono sombrío—. Con tanta gesticulación, se le empezaron a soltar los imperdibles, dejando demasiado a la vista. Y, bueno, ella seguía como si nada, gritando todos esos números…
—¿Números? —repitió Campion.
—Sí, números. Era la matemática de la familia. ¿Renee no se lo ha contado? Los de la policía no hacen más que preguntarme «¿Qué era lo que decía?», y lo único que puedo responderles es que a mí me sonaba a números. Lo que pasa es que la mujer no podía articular. Por eso mismo comprendí que estaba enferma y no simplemente enloquecida.
—El doctor tendría que haberla hecho entrar —dijo Renee—. Ya sabemos que es un hombre ocupado, pero…
—Yo entiendo su punto de vista. —El capitán Seton estaba decidido a ser ecuánime—. Es verdad que, en aquel momento, su forma de proceder me chocó, y mucho, pero porque yo mismo también estaba sometido a presión. No, el doctor se dio cuenta de que la señorita Ruth estaba a dos pasos de su propia casa y estimó que no valía la pena, porque pensaba que había sufrido una embolia, como él mismo vaticinara unos meses antes. La miró un momento y me dijo: «Por Dios. Sí, sí, es eso. Llévela a su habitación y métala en la cama. Iré a verla lo antes posible». Ah, y hay más —agregó el capitán, dedicando a Campion otra de sus extrañas sonrisas de disculpa—: ese patán que no hacía más que lloriquear (un sujeto que nos sacaba una cabeza a cada uno y que seguramente tenía treinta años menos) dejó muy pero que muy claro que el doctor se iba a ir con él y no con nosotros. Insistió con mucho ímpetu, me acuerdo bien. Al final cedí y me marché con mi trastornada compañera, que a esas alturas había empezado a echar espumarajos por la boca; me abrí paso a través del gentío que se había apiñado a nuestro alrededor y la acompañé hasta su habitación. Hice que se sentara en el único sillón que no estaba lleno de libros, la envolví en varias ropas viejas y fui a la cocina a por Renee.
—Yo subí a verla, y él se quedó abajo, removiendo lo que estaba preparando en la olla —dijo la señorita Roper, sonriendo al capitán con un profundo afecto—. Es un hombre estupendo.
—A pesar de lo que digan por ahí —terció el capitán, mirándola a los ojos y riendo.
—Usted siga bebiendo y no se pavonee tanto —respondió ella—. Pues bien, Campion, cuando llegué a su cuarto, la señorita Ruth parecía estar dormitando. No me gustó cómo sonaba su respiración, pero sabía que el doctor estaba al llegar y pensé que lo mejor sería que descansara. La cubrí con otra manta y salí.
El capitán terminó de beberse el whisky y suspiró.
—Lo siguiente que supimos fue que había muerto —dijo—. Sin importunar a nadie, menos a mí, claro.
—¡Oh, por favor! —Los lazos rosas del gorro de la señorita Roper temblaron en el aire—. Informé a la señorita Evadne en cuanto llegó a casa, señor Campion, y subimos juntas a la habitación. Creo que eran las dos del mediodía. La señorita Ruth seguía durmiendo, pero hacía un ruido espantoso.
—¿La señorita Evadne fue de ayuda? —inquirió Campion.
Renee lo miró a los ojos.
—No, la verdad —respondió—. No más de lo que podría esperarse de ella. Le habló a su hermana, pero como la pobre no recobraba el conocimiento, miró en derredor, cogió un libro de un estante, se sentó a leer y al cabo de un rato me pidió que llamara al doctor, como si a mí no se me hubiera ocurrido ya.
—¿A qué hora vino el médico?
—Bueno, serían casi las tres. Después del parto tuvo que pasar por su casa, para lavarse un poco, según me dijo… Aunque yo creo que fue para explicarle a su mujer por qué iba tan tarde a comer. Para cuando llegó aquí, la señorita Ruth ya estaba muerta.
Se produjo un momento de silencio, y el capitán dijo:
—El doctor confirmó que había sido una embolia. Justo lo que había predicho. No tuvo culpa de nada.
—Y, sin embargo, hay quienes lo culpan por lo sucedido —observó Campion, quien se sorprendió al ver que sus dos interlocutores se ponían a la defensiva al instante.
—Es inevitable que corran rumores —respondió Renee, como si Campion la hubiera censurado—. Así es la naturaleza humana. Las muertes repentinas sacan lo peor de la gente. «Una muerte muy rápida, ¿no?», dicen algunos. O «Parece que no lo pilló por sorpresa. Será que tiene unos nervios de acero» comentan otros, con la misma mala intención. Hay quien llega a decir: «Supongo que en realidad es todo un alivio». Es repugnante.
El rubor cubría su pequeño rostro, y sus ojos cansados brillaban de indignación. El capitán se levantó y dejó el vaso en la mesita. Él mismo parecía haber enrojecido.
—En cualquier caso, yo no maté a la vieja pelandusca —dijo, incapaz de reprimir la ponzoña de sus palabras—. Reconozco que tuve mis discusiones con ella y sigo pensando que la razón estaba de mi parte, ¡pero yo no la maté!
—¡Shh! —Renee acalló el vozarrón del militar con autoridad—. No hace falta que despierte a la casa entera, querido. Ya sabemos que usted no la mató.
Delgado y muy erguido, ataviado con su bata de corte eduardiano, el capitán le hizo una reverencia a Renee y otra a Campion, de forma más bien teatral.
—Buenas noches —dijo, envarado—. Muchas gracias.
—Ya lo ve. —La anciana señora esperó a que la puerta terminara de cerrarse antes de hablar—. El viejo carcamal… Supongo que tenía que decirlo como fuese. Es un hombre nervioso ya de por sí, y basta una sola copa para hacerlo saltar. —Se detuvo y miró con una expresión ambigua a su sobrino adoptivo—. Y solo es por la habitación —indicó—. Los viejos son como los niños. Sufren ataques de celos. Cuando vinimos a vivir a esta casa, decidí darle una buena habitación al capitán. Pero Ruth quería para ella la habitación que elegí. Decía que había sido su dormitorio en la niñez y, cuando vio que no conseguía hacerme cambiar de opinión, la tomó con el capitán. Eso fue todo, y lo digo en serio. La cosa me parecía demasiado ridícula como para mencionarla.
Su expresión traslucía tanto remordimiento que a Campion le entró la risa.
—¿Durante cuánto tiempo estuvieron enfrentados?
—Durante demasiado tiempo, la verdad —reconoció ella—. Desde que nos mudamos a vivir aquí. La situación estalló, se calmaron un poco y al cabo de un tiempo volvieron a las andadas. Ya me entiende. Pero, en realidad, la cosa no tenía ninguna importancia; aunque el capitán decía cosas muy feas sobre ella, fue el primero en ayudarla cuando vio que estaba mal, ya lo ve. Él es así. Un pedazo de pan, cuando una lo conoce bien. Pondría la mano en el fuego por él.
—No lo dudo —convino Campion—. Otra cosa: ¿el gran secreto que iba a contarme tiene que ver con el capitán y usted?
—¿¡Cómo!? ¿El capitán y yo? —Echó la cabeza hacia atrás y soltó una estruendosa carcajada—. Mi querido amigo —dijo, con alegre despreocupación—, llevamos casi treinta años viviendo bajo el mismo techo. Si escondiéramos algún secreto no haría falta un investigador para descubrirlo…, ¡sino una máquina del tiempo! No, lo que iba a contarle tiene que ver con el armario para los ataúdes.
Aquella frase pilló por sorpresa al soñoliento Campion.
—¿Disculpe? —exclamó.
—Bueno, es verdad, es posible que no se trate de ataúdes. —La señorita Roper vertió un dedo de whisky en su vaso y agregó con desenfado—: Puede tratarse de cualquier otra cosa por el estilo.
—¿Cadáveres? —sugirió Campion.
—Oh, no, cariño, nada de eso. —Su tono era reprobatorio, pero después se rio y pareció diez años más joven—. Puede que se trate de simples maderos o, quizá, de esos horrorosos caballetes que usan en el gremio. Nunca he mirado dentro del armario. Nunca he tenido la ocasión. Es que ellos siempre vienen por la noche, no sé si me entiende…
Campion soltó un resoplido.
—¿Y si se explica con mayor claridad?
—Es lo que estoy intentando hacer —dijo ella con tono quejumbroso—. Le he dejado uno de los sótanos, de los pequeños sótanos que hay en torno a la puerta principal, que no llegan a formar parte de la casa, al viejo señor Bowels, el enterrador. Me lo pidió como un favor especial, y no me atreví a decirle que no, pues nunca está de más llevarse bien con los de su oficio, ¿no le parece?
—¿Por si en algún momento le hace falta un trabajillo rápido? Bueno, usted sabrá. Pero siga, siga. ¿Cuándo sucedió esto?
—Pues hace mucho tiempo. Años. Meses, más bien. El señor Bowels es muy discreto. Nunca hace ruido ni causa problemas. Pero he pensado que, quizá, si usted encontrara dicho sótano cerrado y decidiera abrirlo, pensaría que lo que hay dentro es mío, sea lo que sea. Quiero decir que podría parecer raro. —Hablaba con absoluta seriedad, clavando en él sus redondos ojos grises—. De hecho, se me ha ocurrido que quizá le oyera trabajar con su hijo esta misma noche.
—¿Es que está aquí?
—Si aún no ha llegado, pronto lo hará. Mientras estaba usted con la señorita Evadne, ha venido un momento para decirme que no me inquietara si le oía mover cosas entre las tres y las cuatro. Es un hombre muy considerado, bastante chapado a la antigua.
Campion había dejado de escucharla. Charlie Luke lo había informado de que la exhumación del cuerpo de Edward Palinode iba a tener lugar a las cuatro de la mañana, pero eso sería en el cementerio de Wilswhich. Durante un momento creyó haber entendido mal, hasta que dio con la explicación.
—¡Por supuesto! No fueron ellos los que lo enterraron —exclamó, triunfal.
—No, al señor Edward no lo enterraron Bowels e hijo. —Renee parecía incómoda—. ¡Y menudo barullo se montó! El señor Edward llegó a ponerlo por escrito en su testamento, el muy desconsiderado. Le daba lo mismo herir los sentimientos de los demás. Pero el hecho es que lo dejó muy claro: «Tras haber pasado tantas noches tristes en un sótano abominable, cercado por los amenazadores ecos del enemigo, bajo la atenta mirada de ese individuo, Bowels, siempre midiéndome y cotejándome mentalmente con sus cajones para carroña, declaro que, en caso de morir antes que él, ¡Dios no lo quiera!, no es mi deseo que él o cualquier otro integrante de su insignificante firma entierren mi cuerpo».
El remedo tuvo su gracia, y Renee lo culminó con un amplio gesto de la mano.
—Me lo aprendí de memoria, como si fuera el diálogo de una obra —explicó—. Porque lo encontré verdaderamente diabólico.
Su público parecía sentirse muy divertido.
—Un hombre con carácter —observó Campion.
—Un viejo imbécil y pomposo —cortó ella—. Se creía muy listo, pero nunca tuvo modales, ni siquiera a la hora de morir. Y se las arregló para perder todo el dinero de la familia, de lo listo que era. En fin, esto es lo que quería explicarle, mi querido amigo. Si oye ruidos, que sepa que es el sepulturero.
—No puede dejarme más tranquilo —indicó Campion, levantándose de la cama para ponerse una bata.
—¿Y si vamos a echar un vistazo? —Renee lo dijo con tanta naturalidad que Campion intuyó que ese había sido su propósito desde el principio—. Nunca me he atrevido a espiar al señor Bowels —prosiguió, en un murmullo— porque no tenía ninguna excusa para hacerlo y, en cualquier caso, desde mi habitación no se ve nada. Ya han pasado unos tres o cuatro meses desde la última vez que vino por aquí.
Campion se detuvo en el umbral y preguntó:
—¿Y qué hay de Corkerdale?
—No se preocupe por él. Está dormido en la cocina.
—¿Cómo?
—Mire, Albert —dijo ella, empleando su nombre de pila con cierta osadía, o eso pensó Campion—. Sea razonable y no le cause problemas a ese pobre hombre. La idea ha sido mía. No quería que se tropezara con Bowels. Así que le he dicho que todo el mundo estaba en la casa y que le convenía vigilar el interior… Sentado en un sillón, a cubierto y en un ambiente caldeado. Y claro, ha dicho que sí. No he hecho nada malo, ¿verdad?
—No, tan solo ha desmoralizado a un agente muy profesional —convino Campion con desenfado—. Pero vamos, usted primero.
Sin hacer ruido, salieron al amplio rellano y bajaron a la planta baja, donde imperaba un silencio relativo. Los Palinode dormían como vivían, con una total desconsideración hacia quienes los rodeaban. Les llegaban ronquidos de lo más estrepitosos desde una de las habitaciones, y Campion se dijo que la voz de ganso de Lawrence Palinode probablemente tuviera que ver con una disfunción adenoidea de algún tipo.
De pronto, la señorita Roper se detuvo. Campion hizo otro tanto, pero lo que le había llamado la atención no era un ruido, sino un olor. Un olor que ascendía desde el sótano y resultaba verdaderamente repelente. El investigador olisqueó el aire y tosió.
—Por Dios… ¿Qué es eso?
—Oh, no es nada. Está cocinando, eso es todo —dijo Renee, mostrando una calma deliberada—. ¿Puede oírlos?
Campion oyó un ruido muy distante y apagado, un ruido peculiar que recordaba vagamente a la madera hueca.
El alarmante olor que procedía del sótano no llevaba a pensar en la muerte de ninguna manera, pero cuando se unía a aquel extraño ruido, su efecto resultaba, cuando menos, inquietante. Campion dio un respingo cuando la mano de la señorita Roper se posó en su antebrazo.
—Por aquí —musitó Renee—. Vayamos al salón. Hay una ventana desde la que se ve perfectamente la entrada al sótano. Sígame.
Abrió una puerta en silencio, y se encontraron en una gran sala en penumbra, apenas iluminada por el lejano brillo de una farola solitaria, situada en la esquina de Apron Street.
La gran ventana de guillotina ocupaba más de la mitad de una de las paredes, y la línea recta de una persiana veneciana recortaba la parte superior del cristal. Ahora el ruido parecía estar mucho más cerca, y, de repente, un destello de luz apareció en la parte inferior del panel central de la ventana.
Campion se abrió paso con cautela entre un archipiélago de muebles, y echó una ojeada por encima de la última barrera, una hilera de macetas vacías unidas con alambre sobre un pedestal.
El ataúd apareció de improviso. Osciló verticalmente al otro lado del cristal, mientras alguien lo empujaba por abajo para sacarlo por la puerta abierta del sótano. Renee estuvo a punto de soltar un grito al verlo, y en aquel mismo momento Campion encendió la linterna que hasta ese momento había considerado más prudente dejar apagada.
El ancho haz de luz iluminó el ataúd como lo haría un foco. El féretro, una siniestra forma sin cabeza, resultaba todavía más repelente por lo liso y negro de su madera. Brillaba como un piano, amplio e imponente, con un revestimiento lustroso y reluciente.
La sábana que lo cubría había caído al suelo, de forma que la ancha placa que contenía la inscripción apareció ante sus ojos con nitidez. La leyenda era tan clara y legible que el mensaje bien podría haberles llegado a través de un megáfono.
EDWARD BON CHRETIN PALINODE
4 de septiembre de 1883
2 de marzo de 1946
Los dos se quedaron mirando la placa, inmóviles en aquella sala silenciosa y mal ventilada. Entonces el féretro giró y se perdió de vista, al tiempo que unas cuidadosas pisadas resonaban con claridad en el angosto túnel subterráneo.