18.- Un nuevo hilo en la madeja

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UN NUEVO HILO EN LA MADEJA

Cuando Campion entró en la habitación, el electricista aficionado hizo amago de levantarse, aliviado, pero el terminante gesto de la señorita Palinode lo instó a seguir de rodillas.

—Por favor, siga con lo suyo. Lo está haciendo de maravilla. —Su elegante y cultivada voz estaba preñada de autoridad—. Creo que esa pequeña pieza va ahí, ¿no? No, es posible que no. Pasa usted mucho tiempo fuera —añadió, dirigiéndose a Campion. En su voz había una ligerísima nota de reproche—. Estoy tratando de prepararlo todo para la recepción de mañana, y me he fijado en que este chisme estaba estropeado. ¡Qué engorro! Y me temo que no soy muy avispada con las manos.

Su risa, verdaderamente deliciosa, daba a entender que ese absurdo concepto debía parecerles divertido y, sobre todo, halagador.

—Por eso he venido en su busca. Ustedes, la gente del teatro, siempre tienen muchos recursos. No estaba usted en el cuarto, claro está, pero su compañero de profesión ha tenido la bondad de venir al rescate.

Sir William miró a Campion de reojo. Su boca pequeña y dúctil estaba fruncida por la irritación. Campion era incapaz de pensar en alguien con menos aspecto de actor. Levantó las manos y dijo:

—Si quiere, puedo probar a arreglarla yo mismo.

—Se lo agradecería mucho. —Había sinceridad en su voz; se enderezó y adoptó una postura más digna sobre la alfombra.

La señorita Evadne lo miró con una sonrisa.

—«Pareces francamente conmovido, hijo mío, desalentado, se diría» —citó—. «Anímate, señor; la función ha terminado».[3] —Siguió contemplándolo con una expresión divertida que el otro encontró desconcertante.

—Me temo que estos cacharros no son lo mío —dijo sir William, incómodo. No era pródigo en repartir sonrisas. La señorita Evadne pensó que se trataba de un hombre muy tímido.

—Veo que no es usted shakespeariano —dijo con tranquilidad—. Pensaba que sí lo era. ¿Por qué habré tenido esa impresión? —Lanzó una mirada a la falstaffiana barriga de sir William, y sus ojos brillaron con malicia al comprender—. No importa. Naturalmente, cuento con su presencia mañana. No sé si esta semana tendremos a alguna persona de importancia en la reunión, pero creo que de todas formas será divertida.

Sus ojos buscaron a Campion, que estaba haciendo verdaderos progresos con la tetera eléctrica.

—Siempre invito a venir a algunos de los profesionales del barrio, pues me parece adecuado que mis buenos amigos del teatro Thespis se relacionen con el público, ¿no están de acuerdo?

Una vez reparada la tetera, Campion se levantó.

—Creo que ya no dará más problemas —dijo, jovial. La señorita Evadne sonrió con sorpresa, y también con gratitud.

—Sí, parece que ya funciona. ¡Espléndido! Que pasen una buena tarde. Los veré mañana a partir de las seis en punto. No se retrasen demasiado, me canso muy pronto cuando me pongo a hablar.

Recogió la tetera y con una señal de la cabeza le indicó a Campion que le abriera la puerta. Emprendió una retirada tan digna como la de una princesa real y, una vez en el umbral, se giró y miró a sir William Glossop.

—Gracias por su amable esfuerzo —dijo—. Me temo que ni usted ni yo somos tan listos como el señor Campion.

Campion se dio cuenta de que aquella era la forma en que la señorita Evadne se estaba disculpando por haberles tomado un poco el pelo. Cerró la puerta, sonrió ampliamente y se giró hacia Glossop.

Sir William estaba tan fuera de lugar entre el cuadro de Morris y los demás elementos decorativos como pudiera estarlo una foca del zoológico. Lo miró con aire sombrío.

—Estaba esperándolo cuando esa mujer se ha presentado de repente —indicó—. Creía saber quién era yo, o eso me ha dado a entender. No sé por quién me habrá tomado. ¿Por un policía?

Campion estudió con cierto embarazo sus ojos. Estaban teñidos de tristeza y sabiduría, cualidades que tantas veces corrían parejas con una profunda comprensión del dinero.

—Me temo que no. Sencillamente, esa mujer ha estado fingiendo que cree que los dos somos actores de profesión.

—¡Actor! —Su interlocutor se miró al gran espejo en forma de corazón y estuvo a punto de esbozar la que habría sido su única sonrisa en toda la conversación—. ¡Por Dios! —exclamó, si bien no daba la impresión de sentirse disgustado. De pronto le vino otra idea a la mente—: ¿Esta mujer es el asesino que andan buscando?

—Está entre los principales sospechosos —respondió Campion con desenfado—. Y bien, sir William, su visita me ha pillado por sorpresa. ¿Puedo hacer algo por usted?

Glossop se lo quedó mirando, pensativo.

—Sí —dijo finalmente—. Por eso he venido, naturalmente.

Tomó asiento en la banqueta que momentos antes había ocupado la señorita Evadne; entonces, se sacó una pipa pequeña y brillante del bolsillo, la cargó y la encendió.

—He estado hablando con Stanislaus Oates o, mejor dicho, Oates ha estado hablando conmigo —indicó—. Usted formuló cierta pregunta en una carta al comisario Yeo. ¿Sabe de qué le estoy hablando?

—Ahora mismo no caigo.

—Bueno. —El otro pareció sentirse aliviado—. Estoy hablando de una carta que envió, dirigida personalmente al comisario. Después de recibirla, Yeo fue a hablar con Oates. Y Oates tuvo el buen sentido de contármelo, pues coincidió que en ese momento estábamos trabajando juntos en otro asunto. Somos cuatro personas de fiar, según creo. Pues, bien, Campion, ¿qué sabe usted exactamente sobre las Minerías Brownie?

Los ojos claros del investigador se quedaron desconcertados tras las gafas con montura de carey. Campion suspiró. Había tomado aquella iniciativa por puro instinto. Y, como siempre sucedía en estos casos, se estaba llevando una alegría al ver que había jugado una baza ganadora.

—Casi nada —respondió—. Una mujer que ha sido asesinada tenía un paquete de acciones de la empresa. Se supone que no tienen el menor valor. Pero hace unos meses corrieron ciertos rumores sobre esas acciones, eso es todo lo que sé.

—¿Ah, sí? Ya. Pues mejor así, la verdad. Es necesario que guarde un silencio absoluto respecto a toda esta cuestión, si le parece bien.

—Si puedo, querrá decir —matizó Campion.

Sir William negó con la cabeza.

—Eso no es suficiente, amigo. Es preciso que no se entere nadie. ¿Me explico? Nadie, ni de la prensa ni de donde sea. Nadie en absoluto. ¿Tengo que dejarlo más claro?

—O sea que vamos a hacerle un favor al asesino —indicó Campion.

—¿Perdón? Ah, ya entiendo. Por Dios…, ¿sugiere usted que esa pobre mujer pudo haber sido envenenada porque tenía en su poder…?

—Yo no sugiero, yo me hago preguntas. —La estampa de Campion llevaba a pensar en un búho flaco—. Sé de asesinatos que se han llevado a cabo por poquísimo dinero, para obtener tres libras con diez. Por lo que parece, mi, eh, mi cliente tenía más de ocho mil acciones de esa compañía que acaba de mencionar. Entenderá que la situación sería completamente diferente si existiera la posibilidad de que esos títulos tuvieran algún valor. Y nuestro deber consiste en averiguarlo, ¿no le parece? Porque está claro que la mujer no tenía ninguna otra cosa por la que mereciera la pena matarla.

Sir William se levantó.

—Ya veo por dónde va —repuso con voz pausada—. Pero sin duda usted también entenderá que este asunto es muy importante para mí, o de lo contrario no estaría aquí. Me he asegurado de comprobar que estaba usted siguiendo varias líneas de investigación, pues me daba cuenta de que no era consciente de la importancia del tema, ya que solo se había limitado a hacer una consulta al respecto. Lo primero que pensé fue que debía venir aquí cuanto antes, y conseguir su silencio como fuera.

—Mire. —Campion optó por introducir un discreto elemento de negociación—. Ni al inspector Luke ni a mí nos interesan las altas finanzas, nos vienen muy grandes. Pero hemos dado con una pista, y lo único que queremos saber es si dicha pista es útil para nosotros. La importancia que este asunto pueda tener para usted o para el gobierno de Su Majestad no nos interesa. Por eso mismo, creo que lo mejor sería que me contase cuál es la situación real de esas Minerías Brownie para que podamos seguir investigando sin volver a mencionar el nombre de la compañía.

—Ya veo. Bueno, no voy a comprometerme, porque, sinceramente, cuantas menos personas estén al corriente, mejor. Pero sí que voy a decirle una cosa. Existen tres minas en desuso (naturalmente no voy a decirle dónde están) de las que se sospecha que encierran filones de cierto metal…

—Que tampoco tiene nombre —apuntó Campion.

—Justamente. Un metal concreto que es muy escaso y del que hay demanda para la fabricación de determinados elementos clave en la defensa nacional de nuestro país. —Se detuvo, y Campion bajó los ojos. Sir William soltó un gruñido—. Estamos investigando ese asunto —añadió—. Y el secretismo es verdaderamente esencial. Mi querido amigo, ¡si supiera usted dónde están esas minas de las que le hablo…!

Campion, que no tenía ni idea de si las minas de Brownie estaban en el barrio londinense de Chelsea o en el Perú, se contentó con parecer inteligente. A sir William se le ocurrió una nueva idea.

—Voy a decirle una cosa, Campion: si alguien ha matado a esa mujer para hacerse con sus acciones, entonces es que se trata de un criminal con todas las de la ley. Hemos estado guardando el secreto como si fuéramos una tumba. Y, si se diera ese caso, estaríamos hablando de un criminal profesional y de una filtración muy seria. Por lo que conviene que atrape a ese sujeto a toda costa y cuanto antes.

—Convengo en que estaríamos hablando de un verdadero indeseable —dijo Campion con calma—. Pero la cuestión es que no sabemos nada excepto una cosa que cae por su propio peso: que el criminal tuvo que tener un motivo.

La mirada inteligente de sir William se tornó introspectiva.

—Un buen motivo, desde luego —afirmó—. Lo dejo todo en sus manos. Manténgame informado. No hace falta decir que confío en su discreción —subrayó, con las palabras y con la expresión de su cara.

Campion no tenía tiempo para hacerse el ofendido. Acababa de tener una idea.

—¿Estaba oscuro cuando ha llegado? —preguntó de repente.

—No mucho, me temo. —En el rostro de sir William apareció una expresión culpable—. Sé lo que está pensando. Que alguien puede haberme reconocido. Yo mismo lo he pensado al ver tanta gente en la calle. Ni se me había ocurrido que pudiera haber tantos curiosos junto a la casa. ¡Es increíble lo morbosos que son algunos! —Vaciló un segundo y añadió—: Antes este era un buen barrio, pero ahora está sumido en la decadencia y resulta un poco extraño. He visto que esta es la Apron Street en la que hay una sucursal del Banco Clough. ¡Ese banco ya de por sí constituye una anomalía en el mundo moderno!

—Tengo la impresión de que es una entidad más bien anticuada.

—Arcaica a más no poder. Con buena salud financiera, pero anclada en el pasado. Tan solo quedan dos o tres sucursales más: una en Leamington, otra en Tonbridge y otra en Bath. El Banco Clough prestaba sus servicios a un sector de la clase alta que hoy ya ha desaparecido casi por completo. La entidad paga unos dividendos muy bajos, pero ofrece un buen servicio. —Suspiró—. ¡Estamos viviendo una época extraordinaria! Bueno, Campion, le ofrezco mis disculpas si piensa qué mi visita ha estado fuera de lugar o lo ha molestado. Estaba tan obsesionado por que no nos vieran hablando juntos que tomé la decisión de venir a verlo en persona, en lugar de concertar una reunión en mi despacho o en el club. No creo que nadie me haya reconocido. Y, bueno, mientras no le mencione a nadie cuanto acabamos de hablar, no habrá motivo de inquietud. ¿Quién va a poder sumar dos y dos, aparte de usted mismo?

Campion le ayudó a ponerse el gabán. Como solía sucederle cuando estaba preocupado, su expresión era afable pero vacía.

—Yo mismo —convino—, pero también el otro. El sujeto a quien tanto nos interesa atrapar, ¿no le parece?

El visitante clavó su mirada en él.

—¿El asesino? —quiso saber—. Por Dios, no estará sugiriendo que ese individuo está rondando por la casa, ¿verdad?

Campion esbozó una sonrisa amplia y contestó:

—Bueno, es evidente que dentro se está más caliente y a gusto.

Diez minutos después, una vez que su visitante se hubo marchado de la vivienda con la mayor de las discreciones, Campion se quedó sentado durante unos minutos; ni siquiera se molestó en fumar.

Una idea estaba empezando a tomar forma en su mente. La señorita Evadne no era tan atolondrada como parecía, eso estaba claro, y resultaba curioso que en aquellos momentos insistiera en organizar una reunión como la de mañana. ¿Se trataba de simple obstinación? ¿Por qué estaba tan decidida a celebrar su pequeña recepción?

No se le ocurrió la respuesta, de forma que se puso a pensar en su hermano, Lawrence, y en la curiosa historia que Jas Bowels le había contado sobre él. Parecía que el sepulturero no había reparado en lo más evidente.

La puerta se abrió de pronto, poniendo fin abruptamente a sus especulaciones. Charlie Luke entró con rapidez y sin disculparse, y sacó dos botellas de tres cuartos de litro que llevaba en los bolsillos de la gabardina.

—No es más que cerveza —indicó.

Campion levantó la vista con interés.

—¿Buenas noticias? —preguntó.

—Nada del otro jueves. —El inspector de división se estaba quitando la gabardina, pero parecía que la prenda se le resistía. Su sombrero fue a parar a la cómoda, y extendió su largo brazo para coger el vaso del dentífrico—. Tómesela usted en plan fino, que yo me la bebo a gollete —indicó, llenándole el vaso. Su presencia parecía ocupar la estancia entera—. Sir Doberman no tiene muchas esperanzas. Quería hablar conmigo para preguntarme si no nos habíamos equivocado al exhumar el fiambre. ¡Pobre viejo! Estaba tan decepcionado como un niño al que le hubieran regalado una caja vacía por Navidad.

Se echó otro trago de cerveza al coleto y emitió un suspiro de satisfacción.

—En comisaría han vuelto a preguntarme por lo mucho que estamos tardando en detener a alguien —prosiguió al momento—. Pero me lo han preguntado más bien por cuestión de rutina. Los jefazos no están muy contentos, que digamos. Han visto a Greener en Francia. Es uno de los dos pistoleros que se liaron a tiros en Greek Street, ya sabe. A Paul, su compinche, parece que se lo ha tragado la tierra.

Campion lo miró con seriedad.

—Mala cosa —comentó.

—Exacto —convino Luke, con feroz jocosidad—. Después de diez días de vigilancia constante. Después de haber apostado a varios policías en todos los puertos del país. No es de extrañar que no hayamos podido vigilar Apron Street de forma adecuada. No hay efectivos suficientes. Pero, bueno, qué le vamos hacer. —Dejó la botella en el suelo con cuidado—. Mala suerte. Por lo menos he conseguido que un par de hombres se ocupen de investigar las cuentas bancarias de Papá Wilde. También he ordenado que busquen a Bella. Pero por el momento no tenemos nada de interés, salvo que el viejo boticario no había ganado mucho dinero con su negocio, fuera el que fuera. —Suspiró profundamente, de forma sincera—. ¡Pobre machacapastillas! Habría dejado que me cortaran un brazo para evitar lo que pasó. En fin, tengo algo para usted.

Se llevó la mano a un bolsillo interior.

—Al médico le ha llegado otro anónimo. La misma escritura, el mismo matasellos, el mismo papel. Las calumnias no están a la altura de otras veces. —Con mirada ausente, hizo el gesto de taparse la nariz con los dedos—. Pero está claro que se trata de la misma vieja bruja de siempre. Quien, por cierto, espera que ardamos en el infierno.

Sacó una hoja de papel, y Campion se dijo que aquella cuartilla bien podría haber sido fabricada con el propósito expreso de pasar desapercibida: era delgada, bastante corriente, de un apagado color blanquecino, y no tenía marca de agua. Se podían comprar ingentes cantidades de ese tipo de cuartillas en casi cualquier tienda de la metrópolis. Incluso la escritura resultaba irremediablemente corriente, anodina y poco cultivada.

Sin embargo, cuando se examinaba, la nota no dejaba de tener su interés. Tras desgranar una serie de epítetos que nadie querría reproducir, dispuestos de una forma un tanto alocada pero escogidos con un esmero de lo más desagradable, la autora pasaba a cuestiones más explícitas:

Bueno maldito viejo improperio hasta ahora se ha salido de rositas porque todos los médicos son unos cobardes pero lo cierto es que no ha podido sacarles mucho dinero a esos muertos y voy a decirle por qué para que se entere de una vez viejo improperio. El hermano que es un verdadero improperio y solo piensa en la pasta muy listo y se ha quedado con lo que ella le dejó al improperio del pobre capitán (lo de capitán tiene que ser una broma) que es medio tonto y no se entera de nada. Estoy vigilándolo a usted pues tiene la culpa de todo lo que está pasando y el cristal sabe que no hay que olvidar que los individuos como usted son todos unos improperio los que hacen sufrir a los demás mientras fingen hacer el bien los policías son todavía peores pues lo único que les interesa son sus chanchullos y sobornos. Un día arderán todos en el infierno y espero que con usted a su lado. Porque usted es lo peor de lo peor IMPROPERIO IMPROPERIO IMPROPERIO IMPROPERIO IMPROPERIO.

—Un encanto de mujer, ¿verdad? —Charlie Luke miró por encima del hombro de Campion—. Aunque esta vez no ha estado a la altura. Lo hace mucho mejor cuando no recurre tanto a la repetición. ¿Hay algún detalle que le llame la atención?

Campion puso el papel sobre la mesita de noche y subrayó determinadas palabras con lápiz, hasta que un mensaje conciso terminó por emerger:

«El hermano es muy listo y se ha quedado con lo que ella le dejó al capitán, que es medio tonto».

—Si esto es verdad, debo decir que me resulta verdaderamente fascinante —murmuró.

—¿Cómo es eso? —preguntó Luke a su lado.

—La señorita Ruth le dejó en herencia al capitán, con quien no se llevaba nada bien, un legado de ocho mil acciones preferentes.

Y lo hizo en absoluto secreto. —Su sonrisa era amplia—. Siéntese —lo instó—, voy a romper una promesa.

Sin embargo, antes de revelarlo, su lápiz volvió a recorrer la corta y desagradable misiva y subrayó otras cinco palabras más.