13.- El punto de vista legal

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El punto de vista legal

El anciano empleado que los recibió no pudo evitarlo y comentó que se acordaba muy bien del padre de la señorita Palinode, quizá en un intento de explicar la inesperada deferencia con que la estaba tratando.

Mientras lo seguían a través de un amplio despacho exterior, en el que tan solo estaban él y dos jóvenes secretarias, Campion fue preparándose para hacerle frente a un patriarca muy formal, tan convencional y lleno de prejuicios como un jardinero de edad provecta. En consecuencia, el señor Drudge lo pilló por sorpresa. El abogado se levantó inmediatamente de su escritorio, un magnífico mueble de formas elegantes. A primera vista parecía tener menos de treinta años. Su chaleco de pelo de camello resultaba bastante alegre, y sus zapatos de ante tenían un dibujo exquisito. En su rostro juvenil había tanto color como inocencia; un tremendo bigote de cepillo subrayaba ambas características hasta rayar lo absurdo.

—Hola, señorita Palinode. Qué bien que haya venido de visita. He oído que tienen algunos problemillas en casa. Siéntese, por favor. Y hola, señor, creo que no nos han presentado.

Su voz sonaba despreocupada y cordial.

—Tengo todo el tiempo que necesiten. Está siendo un día tranquilo. ¿En qué puedo ayudarlos?

La señorita Jessica hizo las presentaciones de rigor. Campion se sorprendió al descubrir que aquella mujer sabía exactamente quién era él y qué papel desempeñaba en el caso. Contaba con una información tan correcta y certera que parecía sacada de un libro de texto. De pronto, Campion se dio cuenta de que lo estaba mirando, con las comisuras de los labios alzados en una mueca divertida.

—Por supuesto, el señor Drudge aquí presente es el nieto del señor Drudge que se ocupó de los asuntos de mi padre —prosiguió plácidamente—. Su padre murió al final de la guerra, y el bufete quedó en manos de este señor Drudge. Por cierto, antes de doctorarse en Derecho, el señor Drudge aquí presente fue piloto de aviación en la guerra, y lo condecoraron en varias ocasiones.

—¡Oh, vamos, por favor! —protestó el otro.

—Y se llama Oliver —continuó la señorita Jessica, como si no lo hubiera oído—. Aunque hay quienes lo llaman Clot —añadió inesperadamente.

Los dos se la quedaron mirando un tanto sorprendidos. Ella sonrió mostrando sus pequeños dientes, y se explicó:

—Un apodo de sus tiempos de aviador. Bueno, señor Drudge, tiene que leer estas cartas; una es de Evadne y la otra de Lawrence. Después, podrá facilitarle al señor Campion toda la información que precise.

Le entregó dos minúsculos papelitos; al señor Drudge no le resultó fácil desdoblarlos, ya que eran demasiado pequeños para sus gruesos dedos.

—Bueno, pues todo está claro —dijo finalmente, mirando a la mujer con sus grandes ojos azul claro—. Señor, en estas cartas se me indica que se lo cuente absolutamente todo. Sin omitir ningún detalle.

—Exacto. —La señorita Jessica parecía muy satisfecha—. He estado hablando con mi hermana y mi hermano, y hemos decidido confiar en el señor Campion.

—No sé si es lo más aconsejable. Este caballero tendrá sus propias lealtades, sin duda. —El señor Drudge le dirigió a Campion una sonrisa encantadora—. Aunque tampoco es que haya mucho que contar, ¿verdad?

—No, y lo mejor es que se entere de lo poco que hay. —La señorita Jessica se alisó la falda de muselina—. En mi familia no somos tontos —le comentó a Campion—. Lo que pasa es que vivimos en nuestro mundo…

—Lo que está muy bien si uno puede permitírselo —comentó el abogado con aparente envidia.

—Cierto. Pero, como digo, tampoco es que carezcamos de sentido práctico. Al principio no hubo más que unas pocas sospechas vulgares en torno a la muerte de mi hermana Ruth, de modo que optamos por hacer caso omiso. Es sorprendente la cantidad de preocupaciones innecesarias que puede ahorrarse una si se limita a cultivar una cortés indiferencia. Sin embargo, dado que ahora la cuestión parece ser más seria de lo esperado, hemos decidido protegernos de posibles errores policiales, y está claro que la mejor forma de hacerlo estriba en darles todas las facilidades, como el señor Campion acaba de observar.

Su tono era muy digno, y, tras observarla con atención durante un momento, Clot Drudge suspiró, aliviado.

—Me parece bien —dijo con el rostro serio—. Me parece muy bien. ¿Está usted de acuerdo, señor?

Campion tomó asiento.

—No quisiera entrometerme en cuestiones que no vayan a sernos de ayuda…

—Pues claro que no —lo cortó la señorita Palinode—. Pero sin duda quiere saber si alguien ha podido tener una motivación económica y también si se han dado otros posibles motivos, supongo. Siempre puede examinar el testamento de mi hermana Ruth en Somerset House, pero el hecho es que no sabe lo que estipula el mío, el de Lawrence o el de Evadne, ¿verdad?

—Un momento, por favor —intervino Clot Drudge—. No creo que sea necesario ir tan lejos.

—No estoy de acuerdo —dijo ella—. Si no le damos todos los detalles a la policía, es posible que se imaginen cosas que no son ciertas. Para ser caritativos, creo que lo mejor sería comenzar por Edward.

—Es cierto que Edward fue el que lo empezó todo —concedió Clot Drudge, acariciándose el bigote como si pretendiera tranquilizarlo—. Un momento, por favor. Voy a buscar la información.

El hombre salió del despacho, y la señorita Jessica le habló a Campion en tono confidencial:

—Creo que ha ido a hablarlo con su socio.

—Ah, ¿así que tiene un socio? —Campion pareció aliviado.

—Sí. El señor Wheeler. Me temo que nuestro señor Drudge no tiene muchos clientes por el momento, a pesar de su gran capacidad. No se deje engañar por esa pinta que tiene ni por su forma de hablar. Tampoco es tan raro en comparación con otros abogados.

—Supongo que no —dijo Campion, riéndose—. Se está usted divirtiendo mucho, ¿verdad?

—Hago lo posible por usar el sentido común. Pero, bueno, voy a hablarle de Edward. Para resumir: llevaba los negocios como si jugara a la ruleta. Tenía ideas y era osado, pero le fallaba el buen juicio.

—Mala combinación.

—Eso creo yo. Pero —agregó, con un brillo inesperado en sus ojos inteligentes— no tiene usted idea de lo emocionante que resultaba todo. Tomemos lo sucedido con Resinas Industriales, por ejemplo. Un día nos encontramos con que teníamos centenares de miles de libras. Lawrence tenía el proyecto de patrocinar una biblioteca pública. Pero al día siguiente, cuando ya nos habíamos acostumbrado a la riqueza, de pronto no nos quedaba casi nada. El viejo señor Drudge se llevaba unos disgustos… Es posible que todas esas tensiones contribuyeran a llevarlo a la tumba, la verdad. Pero Edward no se dejaba arredrar. Más tarde volvió a invertirlo todo, esta vez en los almacenes Dengies. Y luego en Tejidos de Filipinas.

—¡Caramba! —exclamó Campion, asombrado—. ¡No me diga que llegó a poner dinero en Lácteos Bulimias!

—Sí, me suena ese nombre —respondió ella—. Y también recuerdo que invirtió en Deportes Nosequé. Y en Oro General; me acuerdo porque me parecía un nombre curioso. Ah, y en Minerías Brownie. ¿Qué es lo que pasa? Se ha puesto usted pálido.

—Un pequeño mareo sin importancia —dijo Campion, recuperándose—. Diría que su hermano tenía la costumbre de invertir ateniéndose a los folletos publicitarios, ¿no es así?

—No, nada de eso. Siempre estaba muy bien informado. Y trabajaba duro. Lo que pasa es que escogía los valores menos adecuados. Evadne y Lawrence perdieron la fe en él y retiraron sus fondos, quedándose con siete mil libras cada uno. Yo seguí ayudándolo durante más tiempo. Cuando murió, Edward tenía setenta y cinco libras en metálico y cien mil repartidas en acciones de distintas empresas.

—¿Me está hablando de su valor nominal?

—Sí.

—¿Dónde están esas acciones?

—Bueno, las dejó en manos de varias personas. Y me temo que en estos momentos ya no tienen el menor valor.

El hombre de gafas tomó asiento y contempló durante un instante a su interlocutora.

—Bueno, pues parece que su hermano la hizo buena —dijo finalmente—. ¿Él seguía teniendo fe en esas empresas? ¿Pensaba que las acciones recuperarían su valor algún día?

—No lo sé —respondió ella con calma—. Siempre me pregunté si se daba cuenta de que no valían nada o si continuaba pensando en ellas como si se tratara de dinero en efectivo. El problema es que estaba acostumbrado a ser rico. Los seres humanos somos animales de costumbres, ya se sabe. Me temo que se murió en el mejor momento posible. —Tras unos segundos de silencio, de pronto añadió—: El testamento de Edward puede llevar a pensar a quienes no están al corriente que mi hermano murió rico. Por eso he querido que viniera aquí y supiera la verdad.

—Entiendo —dijo él—. Regalaron millares de acciones de Oro General y demás a sus amigos de toda la vida, es eso, ¿verdad?

—Queríamos dejarles claro que no nos olvidábamos de los nuestros —repuso ella con rigidez.

—Por Dios. ¿Y hay alguna esperanza de que alguna de esas acciones vaya a ganar en valor?

La señorita Jessica parecía sentirse un tanto herida.

—Aún quedan compañías que no han quebrado —indicó—. El señor Drudge se encarga de seguir los cambios de mercado y dice que Edward siempre era muy riguroso, lo que es una broma, claro está.

Campion prefirió no hacer ningún comentario. Por lo visto, el señor Edward Palinode había sido todo un genio de las finanzas a la inversa.

El reloj de la pared marcó la media hora, y la señorita Jessica se levantó.

—No quiero perderme el paseo por el parque —dijo, un tanto inexpresiva—. Me gusta estar sentada en el banco que hay junto al sendero a las tres y unos minutos. Si no le importa, dejo todos los documentos en sus manos.

Campion fue a abrirle la puerta, y al devolverle el bolso, unas cuantas hojas marchitas cayeron de su interior. Lo que le recordó una cosa.

—Hágame un favor —dijo, con delicadeza—. No trate de sanar a sus vecinos. No vuelva a darles infusiones de amapola.

La mujer no lo miró, pero la mano le tembló al coger el bolso.

—Bueno, es verdad que he estado reflexionando al respecto —confesó—. Pero yo siempre sigo una norma, y es la de probarlo todo yo misma primero. —Levantó la vista y clavó sus ojos en él—. No estará pensando que fui yo quien lo mató, aunque fuera por error, ¿verdad?

—No —dijo él con gran firmeza—. No es eso lo que estoy pensando.

—Yo tampoco lo creo —dijo ella, con un inesperado tono de alivio.

El señor Drudge volvió con una carpeta al cabo de unos minutos. Iba canturreando una melodía, pero no parecía darse cuenta.

—Aquí está —dijo—. Ah, la señorita se ha marchado, ¿verdad? No ha sido mala idea. Así uno se siente un poco más libre. Bien, he estado hablando con mi viejo socio, y dice que ya era hora de que los hermanos hicieran algo sensato, para variar. Voy a darle los datos esenciales. Tanto a Evadne como a Lawrence les corresponde una renta anual de doscientas diez libras al año, el tres por ciento de las acciones cuyo valor sigue siendo seguro. A la pobre señorita Jessica tan solo le corresponden cuarenta y ocho libras. En el momento de morir, la señorita Ruth era propietaria de unos activos negociables de diecisiete chelines y nueve peniques, una biblia Breechen y un collar de granates que empeñamos para costear su funeral. Está claro que nadie va a matarlos por una suma así. Eso es lo que quería saber, ¿verdad?

—En parte. Las restantes acciones no tienen el menor valor, ¿no es así?

—No valen ni el papel en que están impresas, amigo… Perdone la familiaridad. Pero bueno, como digo, no valen nada en absoluto.

Cada vez más animado, Clot Drudge prosiguió:

—Y, bueno, no crea que no hemos hecho lo posible por arreglarlo. Mi socio, el viejo, lo ha estado mirando todo con lupa. Y lo mismo he hecho yo. Pero la cosa es asombrosa. El señor Edward siempre se las arreglaba para perder enormes sumas de dinero, incluso cuando se compraba un bocadillo de salchichón, o eso es lo que parece. No es de extrañar que a mi padre le diera un infarto.

—¿Y cómo se lo explica?

—Edward se negaba a razonar. Era muy obstinado y no había quien le parase los pies. Siempre iba a lo suyo y nunca aprendía.

—¿Tengo que entender que estas acciones sin valor están repartidas entre todos los miembros de la familia?

—Ojalá fuera así. Están repartidas por todo el país. —Los ojos redondos y grises del abogado mostraban una gran seriedad—. Mi pobre padre, que llevaba las finanzas de la familia desde el año catapún, no pudo más y reventó poco antes de que el mismo Edward Palinode se fuera de este mundo.

Campion asintió con la cabeza, mostrando su comprensión.

—Pero la cosa no termina ahí —dijo Clot Drudge—. Mi socio, el viejo, ni siquiera sabía que Edward había hecho testamento. Se enteró cuando esos buitres del fisco tomaron cartas en el asunto. El viejo tuvo que vérselas con ellos, y fue entonces cuando tuvo la posibilidad de hablar largo y tendido con los Palinode. Yo entré a trabajar en el bufete en aquella época, y el viejo me puso al corriente de todo el follón. Me puse manos a la obra y, entre otras cosas, conseguí que la vieja Ruth, que a veces entendía las cosas, comprendiera que haría mejor en darles cinco libras a sus amigos que regalarles diez mil en acciones de Bulimias o Tejidos de Filipinas. Entonces, la mujer rehízo su testamento… Pero, para cuando murió, aquella vieja loca se había gastado hasta los billetes de cinco libras.

—Entiendo —respondió Campion, haciéndose cargo de la situación—. ¿Podría proporcionarme un listado de las personas que iban a recibir acciones y que en ese momento tenían o no tenían dinero en efectivo?

—Por supuesto. Aquí tiene todo lo que necesita. Lo hemos repasado todo a conciencia. Llévese los papeles a casa y úselos a su conveniencia. El problema de la señorita Ruth era que la pobre mujer quería a todo el mundo. Los incluyó a todos en su testamento: al del colmado, al farmacéutico, al médico, al director del banco, a la patrona, al hijo del enterrador… Y hasta a su hermano y su hermana. En esa familia están todos como un cencerro, oiga.

Campion cogió la carpeta con las copias al carbón y vaciló un momento.

—Antes de irse, la señorita Jessica ha mencionado las Minerías Brownie —recordó—. ¿No se decía hace unos pocos meses que las acciones de la compañía podrían revalorizarse?

—¡A usted no se le pasa una! —exclamó Clot Drudge, admirado—. Veo que ha estado haciendo los deberes. Y sí, eso es lo que se decía, justo después de su muerte, de hecho. La señorita Ruth tenía un buen paquete de acciones de Brownie, y en ese momento me sentí como un verdadero zopenco, pues yo no había parado hasta convencerla de que todas esas acciones venían a tener el valor del papel higiénico. De hecho, insistí tanto que la pobre mujer acabó por legárselas todas al tipo que se había quedado con su habitación en la casa. Uno de los inquilinos. Beaton, ¿no?

—Seton.

—El mismo. Lo hizo para fastidiarlo. Me enteré de todos los detalles poco después de que el rumor hubiera dejado de correr… Y ya lo ve, al final el asunto ha quedado en nada.

—Una broma pesada por parte de la señorita Ruth —comentó Campion pausadamente.

—¡Ya lo creo! Y así se lo dije. Se lo tengo dicho a todos, pero no me hacen ni caso. Sé cómo son este tipo de personas. En la guerra conocí a unas cuantas. Siempre están dándole vueltas a la cabeza. Se lo piensan todo mucho, pero les falta sensibilidad. Son demasiado cerebrales. Esto que le estoy diciendo es un poco profundo, pero no deja de ser verdad. Las personas de esta clase tienen claro lo que pensarían si les hicieran una jugarreta como esta, pero son incapaces de entender lo que los demás pueden sentir porque eso de los sentimientos les viene grande. ¿Me explico?

—Sí, más o menos. —Campion observaba al abogado con curiosidad—. ¿Han pensado su socio y usted en el asunto de las Minerías Brownie?

—Claro que sí, y mucho —respondió el otro con solemnidad—. Hemos pensando en todas las posibilidades. Incluso llegamos a considerar la de que ese otro inquilino se la cargara con la intención de hacerse con su fortuna en el futuro. Pero terminamos por desechar la idea. El pobre hombre tendría que haber estado al corriente de lo que ponía en el testamento, y no había motivo para pensar que fuera así. Eso para empezar. Y también habría sido preciso que ese rumor sobre Brownie tuviera credibilidad. En cualquier caso, el viejo opina que habría sido más propio de ese individuo darle con una botella en la cabeza que recurrir a brebajes envenenados. ¿Qué piensa usted?

Campion estaba pensando en el capitán Seton, y cuanto más pensaba en él más improbable le parecía la teoría.

—No lo sé —respondió—. Le daré mi opinión una vez que haya mirado todos estos papeles.

—Me parece perfecto. No dude en llamarnos para lo que haga falta. Sabemos que nuestros clientes están un poco mal de la azotea, pero no creemos que sean unos asesinos. Y no nos gusta eso de que se los vayan cargando uno a uno. Si alguien tiene razones para liquidarlos, ese alguien somos nosotros y nadie más. Eso es lo que pensamos.

El abogado siguió hablando con afabilidad mientras conducía a Campion por el despacho exterior hacia la puerta de la calle. El investigador estaba pensativo.

—Ustedes no tienen relación alguna con un joven llamado Dunning, ¿verdad? —preguntó mientras se estrechaban las manos.

—Me temo que no. ¿Por qué?

—Por ninguna razón en particular, salvo que a Dunning le han dado en la cabeza con una botella o algo parecido.

—¡Por Dios! ¿Y está relacionado con el asunto que nos concierne?

—Eso parece.

Clot Drudge se frotó el bigote.

—No termino de entenderlo, la verdad —indicó.

—Yo tampoco —repuso Campion con sinceridad. Y se marchó.

La lluvia caía sobre Barrow Road de forma imperceptible, como era tan propio de Londres. Los peatones caminaban a paso rápido y parecían tener manchas de sudor en la ropa. Y, sin embargo, no se veían gotas en el aire.

Campion echó a andar. Hasta entonces, no había tenido ocasión de atender mentalmente a las coloridas piezas que conformaban aquel rompecabezas. Siguió caminando durante largo rato, concentrado en cada una de las piezas, examinándolas desde todos los ángulos posibles. Aún estaba lejos de encontrar una solución cuando torció la esquina para enfilar la red de callejuelas que conducían a Portminster Lodge. Cuando se disponía a cruzar un pequeño callejón lateral, vio que un camión desvencijado con una capota negra y temblorosa venía en su dirección por la arteria desierta, así que se detuvo para cederle el paso.

Se quedó atónito cuando el camión giró en su dirección con una intención claramente homicida, pero dio un salto instintivo que le salvó la vida. Estaba claro que el volantazo había sido premeditado. Campion se quedó helado, como si efectivamente el vetusto vehículo hubiera pasado por encima de su cuerpo. El conductor no hizo el menor amago de detenerse. Tras aquella intentona fallida, se alejó con rapidez, haciendo oscilar las cortinas entreabiertas de la parte trasera.

Un segundo antes de que aquella enorme forma desapareciera, Campion pudo atisbar lo que había en su interior. Un cajón solitario, muy largo e inusualmente estrecho, descansaba sobre unos inestables tablones de madera, y sobre él, sumido en la semioscuridad, había un rechoncho rostro femenino que lo observaba.

Era Bella Musgrave. Iba sentada en el cajón, y su grueso cuerpo osciló cuando el camión tomó la curva. Después se perdió de vista.

Campion se estremeció, no tanto por haber estado a punto de morir, sino más bien por la imagen de aquella mujer gorda y siniestra. En vista de la especialización profesional de Bella Musgrave, el conductor podría haber sido perfectamente un esqueleto, se dijo, sombrío; un esqueleto con calavera y todo. De pronto se le ocurrió que podía tratarse de Rowley. Parecía extrañamente factible que aquel muchacho hubiera cedido a la repentina tentación de atropellarlo.

Estaba tan convencido que se quedó atónito al tropezarse con los dos Bowels, padre e hijo, caminando juntos, sin prisa aparente, por Apron Street. La cosa no hizo más que exacerbar su curiosidad, pues, fuera quien fuera, el conductor de aquel camión lo había reconocido, lo que indicaba que se trataba de un antiguo enemigo, lo que a su vez sugería que era un profesional. Hasta aquel momento, el elemento del crimen profesional había estado ausente en Apron Street. Campion se alegró de volver a encontrarlo por fin.