9

Addie se quitó el uniforme tan deprisa como pudo. Alcanzó unos pantalones cortos al mismo tiempo que nos liberábamos de la falda. Y aun así, Lyle empezó a aporrear la puerta de nuestro cuarto antes de que terminásemos de cambiarnos:

—Dice mamá que te des prisa, Addie. Vamos a llegar tarde.

Había sido yo quien había sugerido no ir a casa de Hally para ir al centro; tomarnos un respiro y descansar un poco de tanta droga inhibidora y sueño inducido. Quizá Addie necesitaba un día libre de todo aquello. Teníamos uno de los mayores secretos que cabía imaginar. Nos estábamos desprendiendo del efecto de años de asesoramiento y consultas médicas, y remando en contra de todo lo que nos habían dicho sobre la cuestión de asentarnos.

Y quizá algún día, no podía evitar pensarlo a veces, llegaríamos a lamentarlo. Había luchado por convencer a Addie de ir a casa de los Mullan por temor a que si no lo hacía, más tarde podría arrepentirme. Pero ese viaje distaba mucho de ser seguro. Incluso en caso de que no llegasen a descubrirnos, ¿cómo íbamos a vivir Addie y yo a medida que yo fuese recuperando más y más fuerza? ¿Nos separaríamos, como aseguraban los médicos? Parecía que a los hermanos Mullan les iba bien, pero… a saber.

Era normal que Addie estuviera algo alterada. Y yo también, pese a que había aprendido de nuevo a sonreír. Así que no me sorprendió nada que Addie le dijese gustosa a Lissa que aquella tarde al salir del colegio íbamos a ir a la ciudad con nuestro hermano pequeño. Sí me sorprendió, sin embargo, que Lissa, con aquella sonrisa ladeada que compartía con Ryan, nos preguntase si podíamos vernos en el centro. Y más todavía cuando Addie le dijo que sí.

—No vamos a llegar tarde —respondió Addie con brusquedad—. Métete en el coche y dile a mamá que bajo en un momento.

Farfulló algo entre dientes, pero oímos sus pasos bajando la escalera. Lyle siempre caminaba como un elefante, aunque por constitución física se parecía más a una grulla. A un bebé grulla con una mata de pelo rubio carente de toda gracia.

Tanto él como nosotras nos parecíamos físicamente a mamá: pelo rubio —aunque teníamos algo del cabello rizado de papá— y ojos castaños. Papá, que tenía el pelo oscuro y los ojos azules, solía decir que le habían engañado en el departamento de genética. Siempre nos reíamos, aunque nuestra risa ocultaba una terrible duda: ¿de dónde venían nuestros defectuosos genes híbridos?

Todo el mundo sabía que la condición de híbrido se debía a un componente genético de algún tipo. Al fin y al cabo, la mayoría de los demás países estaban habitados por híbridos. Ese rasgo se había erradicado aquí solo porque los que salieron victoriosos tras la Revolución eran no híbridos que se habían encargado de crear un país de no-híbridos; habían purgado a los híbridos supervivientes de la larga guerra, habían unido los dos continentes y habían cerrado las fronteras a cal y canto.

Addie terminó de vestirnos y nos cepilló rápidamente el pelo antes de bajar la escalera y atrapar los zapatos al vuelo. Se dirigió al coche medio corriendo, medio saltando. Lyle ya estaba en el asiento trasero con el cinturón de seguridad abrochado y un montoncito de libros a su lado. Siempre insistía en llevar al menos tres cada vez que iba a una de sus sesiones de diálisis, y siempre eran novelas de aventuras. Las devoraba durante las largas horas que pasaba enganchado a la máquina, y después nos las contaba de camino a casa.

Lyle era siempre el primer niño que se fatigaba cuando su clase jugaba al fútbol en el gimnasio, y el último en llegar a la meta en todas las carreras. Me parecía lo más lógico que quisiera sumergirse entre libros y héroes que siempre estaban escapando de encierros y escalando edificios a punto de desmoronarse.

Mamá suspiró cuando subimos al asiento del pasajero y comenzó a dar marcha atrás en el mismo instante en que Addie cerró de un portazo.

—No entiendo por qué no podías dejarte puesto el uniforme, Addie.

Addie no contestó. Estaba demasiado atareada atándonos los zapatos, y además ya le había dicho un millón de veces que nadie quería ser visto con el uniforme fuera del colegio, sobre todo en la ciudad.

—¿Me puedes dejar en el bulevar donde están las tiendas de material artístico? El que está cerca de…

—Sí, sí, ya sé cuál dices, Addie.

Lyle forcejeó con el cinturón y se inclinó hacia delante entre los asientos delanteros.

—¿Puedo ir yo también después de la sesión, mamá? Porfa…

Casi nos saltamos un semáforo en rojo y luego atravesamos el cruce quemando neumáticos en cuanto cambió a verde.

—Si tenemos tiempo sí, Lyle.

Lyle tenía diálisis en una clínica de la ciudad tres días a la semana. Addie y yo solíamos aprovechar el viaje con él y mamá una vez a la semana o así, pero últimamente habíamos estado ocupadas yendo a casa de Hally y Devon. Bessimir era un soplo de aire fresco comparado con las sosas afueras de Lupside. No era ni de lejos tan grande como Wynmick, donde vivíamos antes, pero algo era algo. Aunque la sombra del Museo de Historia lo oscureciese todo.

A lo largo del mes fueron apagándose las conversaciones sobre la inundación del museo, pero el edificio seguía cerrado, precintado con la cinta amarilla de la Policía como escueto recordatorio de lo que había ocurrido. Y casi todas las noches el canal de noticias hablaba de la investigación en curso o ponía vídeos de otros atentados cometidos por los híbridos en el pasado. Siempre terminaban con imágenes de hombres y mujeres atrapados y entregados a la justicia, gente de pelo lacio y enmarañado, ellas con el maquillaje emborronado o corrido, como los payasos. Híbridos que seguían siéndolo en secreto, como nosotras.

Comparados con el bombardeo de San Luis o el pavoroso incendio que había arrasado la Amazonia en América del Sur —del que recientemente se había confirmado su autoría híbrida—, medio palmo de agua y unas cuantas llamas en el museo de Bassimir apenas parecían dignos de mención. Pero hablaban de ello día tras día tras día tras día.

Y cada vez, por más que lo intentara, no podía evitar acordarme de lo que la guía había dicho mientras Addie se levantaba tras caer en el agua sucia: «Son esas cañerías. ¿Cuántas veces habré dicho que había que arreglar esas cañerías?».

Mamá nos dejó en el bulevar y nos recordó que teníamos que estar de vuelta tres horas después. Las dos sabíamos que la sesión de Lyle duraba más de tres horas. Siempre. No obstante, Addie le aseguró que allí estaríamos.

Hally se reunió con nosotras al final de la calle; llevaba un vestido de verano de un amarillo muy vivo por encima de lo que parecían unas mangas blancas abullonadas del siglo pasado. Sin embargo, a ella le quedaban bien. Íbamos tan distraídas con su ropa que casi no reparamos en el chico que se encontraba a unos pasos de distancia hasta que llegamos a la esquina.

—Ya ves, el niño quería venir de compras —dijo Hally y enarcó las cejas, risueña.

—Tenía que venir —precisó Ryan—. Necesito comprar…

—Miente —susurró Hally dándonos un golpecito con el hombro. Ryan hizo como que no había oído nada.

De haber podido, yo habría sonreído.

—Bueno, enséñanos el camino, Addie —dijo Hally y sonrió—. ¿Qué tienes que comprar?

—Material de dibujo —respondió con un tono que me hizo pensar que estaba empezando a arrepentirse de tener compañía.

Hally nos dio la mano como si ella y Addie fuesen amigas normales y estuviesen a salvo, como si la gente no estuviese mirando ya con el rabillo del ojo a Hally y Ryan, al origen extranjero que llevaban impreso en sus rasgos. Pero ambos fingían de maravilla que no se daban cuenta.

—No sabía que dibujaras —comentó Hally mientras comenzaba a andar.

Addie apretó el paso para situarnos a su lado. A Ryan no parecía importarle que caminásemos delante de él.

—Ya, bueno, es que ahora ya no dibujo tan a menudo. Antes sí. Cuando era más pequeña.

—¿Por qué lo dejaste? —preguntó Ryan. Así que después de todo estaba escuchando nuestra conversación. Como Addie le estaba dando la espalda, no podía saber si nos estaba mirando.

Se nos había arrugado un poco el borde de la blusa. Addie lo alisó.

—Por nada en particular. Porque tenía demasiadas cosas que hacer.

En realidad, porque había llegado a dibujar muy bien. Había ganado dos concursos antes de cumplir los doce años, antes de reparar en que ganar suponía atraer cada vez más atención, y llamar la atención era algo que no podíamos permitirnos. Si se presta atención durante mucho tiempo a algo con imperfecciones, las imperfecciones terminan por salir a la superficie, por pequeñas que sean. Y las nuestras distaban mucho de ser pequeñas.

Addie seguía dibujando, pero en privado. Si alguien, incluso nuestros padres, vieran sus dibujos, los alabarían y se los enseñarían a más gente. Y antes o después alguien terminaría por preguntar por qué no nos presentábamos a algún certamen. Lo que sí había dejado era la pintura. Eso era más difícil de esconder. Y de todos modos, los lienzos eran muy caros.

Recorrer el bulevar con Hally nos llevó el doble de tiempo que si hubiésemos ido solas. La mitad de los escaparates le llamaban la atención, se quedaba fascinada con todas las baratijas y todas las piezas de tela, con el brillo de todas las joyas y todos los juguetes medianamente originales. Por cuarta o quinta vez nos pidió que nos detuviésemos. Addie dejó de entrar con ella en todas las tiendas y se quedó fuera con Ryan, que lograba acomodarse a la situación sin hacer ningún comentario. Addie estaba un poco harta y con ganas de ir directamente a la tienda de material artístico y terminar los recados que tenía que hacer.

Tenemos tiempo de sobra, le estaba diciendo para tranquilizarla cuando Ryan metió baza:

—Ya sabrás que Eva puede mover sus manos. ¿No te lo ha dicho?

Sus manos. No vuestras manos, sino sus manos. Mis manos. Desde luego, era más seguro decir sus manos por si había por allí alguien que pudiera oírnos, pero me invadió una sensación de calidez.

—No —respondió Addie.

Él sonrió:

—No siempre, pero a veces sí. Y ahora estamos trabajando para mejorar su capacidad del habla. Es agradable… —Hizo una pausa y soltó una risita antes de continuar—. Me refiero a que estoy seguro de que está harta de oírme hablar a mí todo el tiempo. Y está claro que debe tener mucho que decir…

Estaba mirándonos, mirándome a mí, me pareció, y yo dije Sí antes de darme cuenta de lo que hacía, sin ser consciente de que no estaba en el sofá del salón de su casa y de que Addie no estaba dormida. Ella se puso tensa.

—Y…

—Oye, no deberíamos estar hablando de estas cosas —lo cortó Addie—. No aquí. —Tomó una bocanada de aire corta y rápida—. Y deja de hablar de ella como si fuese un bebé. Como si fuese un milagro que sea capaz de apretar el puño y soltar unas cuantas palabras.

Ryan parpadeó.

—No quería decir eso…

—Y claro que tiene mucho que decir —espetó Addie—. Lo sé porque me lo dice a mí.

Se apartó de su lado y entró en la tienda, donde Hally estaba pidiendo a la dependienta que le bajase de la estantería más alta un reloj con unos adornos estrafalarios.

Sabes que no lo dijo en ese sentido, dije.

Pues que tenga más cuidado con sus palabras.

Hally sonrió al ver acercarse a Addie, luego miró hacia el exterior y su sonrisa se enfrió un poco.

—¿Ha pasado algo? —preguntó, o al menos empezó a preguntar, porque justo en ese momento sus palabras quedaron ahogadas por el estrépito de las sirenas.

El primer coche de policía pasó a toda velocidad antes incluso de que Addie saliera de la tienda, tan rápido que nos despeinó, seguido por un segundo coche. Las conversaciones se fueron apagando en toda la calle a medida que el estrépito de las sirenas lo invadía todo. La gente se detenía, se giraba para mirar. Y nosotros también.

No podíamos oírla, pero leímos los labios de la mujer que se encontraba a unos pasos de Ryan. «Híbridos», dijo con gesto desencajado. Addie se apartó casi de un salto. Pero la mujer estaba hablando con un hombre, no con nosotras, y ambos miraban en otra dirección.

Un par de chicos pasaron corriendo tras la estela de los coches patrulla. Ya se habían alejado y el aullido de las sirenas remitía, aunque seguía resonando en nuestros oídos. Y entonces algo —alguien— nos adelantó como un rayo, corriendo detrás de los chicos.

—¡Hally! —gritó Ryan mientras salía en su persecución—. ¡Hally, para!

El miedo nos petrificó. ¿Era cierto? ¿Alguien se había equivocado? ¿O había mentido solo para provocar un disturbio?

Addie, gemí. No sabía qué quería que hiciera: correr, sí, pero ¿adónde? ¿Detrás de Ryan y Hally? ¿O en sentido contrario? Lo único que acerté a decir fue: ¡Addie, muévete!

Y se movió. Giró sobre los talones, como si nuestras piernas hubieran recobrado la vida, y se alejó corriendo de los coches patrulla, de Ryan, de Hally. De quienquiera que hubieran descubierto. Las calles se llenaron de gente que correteaba como aturdida, entraba y salía en tromba de las tiendas y las casas. Una persona chocó contra nosotras. Y luego otra, y otra. La mitad de la gente intentaba llegar al escenario de los hechos, dominada por el morbo de presenciar algo en directo, la otra mitad intentaba huir.

En cuestión de segundos nos quedamos sin apenas espacio para maniobrar. La noticia había corrido como la pólvora.

Peligro. Habían descubierto a un híbrido y la Policía había venido a llevárselo.

Addie se movía aturdida de un lado a otro tratando de abrirse paso entre la multitud. Los cuerpos chocaban contra nosotras. Eva, gimió antes de tropezar y caer hacia delante. Un codo nos golpeó la mejilla y otro nos impactó en las costillas, robándonos el poco aire que nos quedaba en los pulmones.

La muchedumbre se desplazó como una ola y nos arrastró con ella, una riada de cuerpos en movimiento. Addie avanzaba a trompicones entre la corriente al tiempo que luchaba por mantenerse a flote. Yo estaba tan desorientada que no supe en qué dirección nos movíamos hasta que topamos con un cordón policial formado por fornidos agentes que gritaban «¡Atrás, atrás!». Apenas se oían sus voces sobre la cacofonía de la muchedumbre: los gritos de furia, los quejidos de los que se caían. Zigzagueamos de derecha a izquierda, con ganas de cerrar los ojos pero sin atrevernos a hacerlo.

Eva…, Addie gimió de nuevo en el vacío de nuestra mente. Eva… Oh, Dios mío.

Una pierna se enganchó con la nuestra y perdimos el equilibrio. Nos vimos bruscamente impulsadas hacia delante, directas al suelo, pero en el último instante una mano nos sujetó por un brazo. La mano de un policía. Tiró para incorporarnos y luego nos arrastró a través del gentío —como un pez enganchado a un sedal, o un pájaro atado a un cordel— para depositarnos al otro lado de la calle. Respiramos entre jadeos entrecortados, pero al ver que el agente nos miraba se nos cortó la respiración.

¿Lo sabía? No podía saberlo. ¿O sí?

—¿Estás bien, niña? —preguntó al tiempo que nos soltaba.

Era un hombre corpulento. Podría derribarnos en un segundo, y tenía pinta de ser capaz de hacerlo. Addie asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Volvimos la mirada hacia los exaltados casi contra nuestra voluntad.

—Idiotas —dijo el policía—. No saben lo peligroso que es.

¿Peligroso? ¿Se refería al tumulto o al híbrido que habían capturado, oculto en algún lugar en medio de la turba vociferante, tan apiñada en torno a él que no podíamos verlo?

—Vete a casa, ¿entendido?

Addie asintió de nuevo. Fuimos recobrando el ritmo normal de la respiración y nuestros pulmones se relajaron. El policía volvió al epicentro del tumulto para unirse a sus compañeros en sus esfuerzos por contener la avalancha.

Corrimos desbocadas para alejarnos del griterío, el clamor y los cuerpos sudorosos. Nos olvidamos de la tienda de material artístico y tampoco buscamos a Ryan y Hally, que parecían haber sido engullidos por la marabunta. No dejamos de movernos ni un segundo hasta que pasaron las tres horas y tuvimos que regresar al punto de encuentro para que nos recogieran.

Cuando mamá apareció con casi media hora de retraso ya nos habíamos tranquilizado. Hacía un buen rato que se habían ido los coches patrulla, con su prisionero en el asiento de atrás, y el gentío ya se había dispersado.

—¿No has comprado nada, Addie? —preguntó Lyle cuando nos sentamos en el asiento del pasajero con rostro inexpresivo.

Nuestra única respuesta fue negar con la cabeza.

Aquella noche no pegamos ojo, pero tampoco cuchicheamos como cuando nos desvelábamos. Por el contrario, permanecimos en silencio en la oscuridad. En mi interior aún podía oír los gritos, las sirenas. Las caras furiosas del gentío parecían estampadas en el techo, y también por dentro de los párpados cuando Addie cerró por fin los ojos.

En las noticias de la noche hablaron del incidente, pero de alguna manera lo desnaturalizaron, hicieron ver que se había congregado una multitud que abucheaba al hombre esposado como si fuesen espectadores de un deporte violento, y no ellos mismos quienes luchaban en el ring. No emitieron imágenes de la Policía intentando mantenerlos bajo control.

Si aquel agente no nos hubiera recogido —mejor dicho, rescatado—, habríamos caído bajo aquella misma muchedumbre y nos habrían pisoteado hasta reducirnos a polvo bajo sus pies enfurecidos. Pero ¿nos habría salvado de haber sabido nuestro secreto? ¿De haber sabido lo que hacíamos cada tarde al salir del colegio? Quizá nos habría dejado caer para luego arrastrar nuestro cuerpo maltrecho hasta el asiento trasero de su coche. Y nos habría encerrado.

Durante la cena todos enmudecimos al ver las noticias, incluso Lyle. Estaba sentado, con el tenedor aferrado y los ojos fijos en el pequeño televisor. Tenía siete años cuando los médicos declararon que Addie se había asentado y solo cinco cuando yo perdí casi toda capacidad de movimiento. Aunque por fuerza tenía que recordar el miedo que se respiraba en la casa en aquella época, con todas las visitas a los médicos, todos los días en que mamá lloraba mientras preparaba el desayuno, me preguntaba cuánto se acordaría de mí en realidad.

Los vecinos, aquellos estúpidos vecinos metomentodo, habían advertido a mis padres que mantuvieran a Lyle lo más separado posible de Addie y de mí, especialmente durante la edad de asentarse. Algunos decían que el temor de que un híbrido afectara a niños que aún no se habían asentado no era más que una leyenda urbana, pero con cosas como los híbridos y su momento de asentarse todas las precauciones eran pocas.

Como mostraba en ese momento la televisión: el cordón policial, el tumulto. Todo a causa de un hombre al que ni siquiera habíamos vislumbrado de lejos, pero al que ahora veíamos en aquella grabación medio borrosa. Observamos su rostro. No intentó tapárselo como a veces hacían otros criminales al ver una cámara. Otros criminales…

Porque era un criminal.

Por ser híbrido y libre.

Por poner a los demás en peligro con su sola presencia.

Por la inundación y el incendio que había provocado en el Museo de Historia, pues, según escuchamos medio aturdidas, se había demostrado que había sido obra suya. ¿En un intento por destruir la historia? ¿Por destrozar a los héroes del pasado? ¿O solo consecuencia del vandalismo enloquecido de una mente híbrida en proceso de desintegración?

¿Lo había perpetrado en solitario? A veces, los alumnos más atrevidos del colegio hacían circular historias sobre la existencia de una red secreta de híbridos por todo el país, como una especie de mafia, una teoría de la conspiración. Ellos serían los auténticos culpables de todo lo malo que le pudiese ocurrir al país, desde los ataques de tiburones hasta las recesiones económicas.

Era una idea absurda. Si de verdad los híbridos tuvieran tanto poder aquí, la gente como nosotras no tendría tanto miedo.

Las cámaras de las noticias siguieron al hombre y su escolta policial hasta que lo metieron en el coche patrulla. ¿Tenía pinta de destrozamuseos? Quizá. Aparentaba unos cuarenta años, de pelo castaño, barbita corta y manos fuertes. Pero en algunas imágenes también me recordó a nuestro tío materno. El que había dejado de hablarle a mamá después de que nuestros padres rogaran a las autoridades sanitarias que nos diesen un poco más de tiempo a Addie y a mí antes de llevarnos, como habría sido más correcto, más normal y más propio. Aquel cuyo nombre mamá jamás pronunciaba, como tampoco nadie lo pronunciaba ante ella.

Ni papá ni mamá nos miraron a los ojos aquella noche. Todos nos acostamos temprano, aunque a juzgar por la luz que se filtraba por debajo de las puertas de los dormitorios, nadie durmió.

Addie habló una sola vez, mientras se acurrucaba bajo las sábanas:

Eva… Eva, tenemos que dejarlo. No podemos seguir con esas cosas. Si nos descubren

No contesté. ¿Dejar las sesiones? ¿Renunciar ahora que sabía que algún día iba aprendería a andar de nuevo? ¿Renunciar a escuchar a Ryan hablándome de sus inventos y contándome historias del pasado?

¿Renunciar a la oportunidad de algún día ser yo quien le contara cosas sobre mí?

Mañana se lo diré a Hally, añadió Addie. Tenemos que dejarlo y no se hable más.

Pero al día siguiente, Hally y Lissa no estaban.