30

Después de cenar enviaron a la doctora Lyanne a vigilarnos en la sala de estudio, cosa que nuca habían hecho. El señor Conivent no encajaba en el comedor, como tampoco la doctora encajaba en la sala de estudio; al menos, no como vigilante.

Pero tanto Conivent como las enfermeras habían desaparecido no sabíamos dónde, y nos dejaron a cargo de la doctora. Ya no era la mujer que habíamos visto derrumbarse en la consulta. Había recobrado la compostura y se mostraba firme, fría y profesional. Pero su rostro tenía una pátina que no habíamos visto antes, una mirada medio perdida que hizo que los niños se mostraran más atrevidos que con las enfermeras, desde luego bastante más que con el señor Conivent. Se suponía que teníamos que jugar con nuestros manidos juegos de mesa en silencio, pero poco a poco fue aflorando un murmullo de conversación. Cuando vieron que la doctora Lyanne no decía nada, sino que se limitaba a continuar sentada muy tiesa junto a la puerta, se unieron cada vez más niños a la conversación hasta que un parloteo en voz baja se adueñó de la sala.

Addie ni siquiera levantó la vista cuando Devon se acercó y tomó asiento junto a nosotras. Estábamos sentadas en el suelo, medio escondidas detrás de una mesa y unas sillas, a unos dos metros de Cal, la persona que teníamos más cerca.

—Lo tenéis todo —dijo Devon con ese tono suyo tan peculiar que hacía que sus frases sonaran entre afirmación y pregunta.

Addie asintió. Cal tenía una baraja y construía y reconstruía un castillo de naipes, sin desistir cada vez que se le desmoronaba. Sus movimientos eran aún más torpes de lo normal, aunque tenía la mirada alerta. ¿Significaba que le habían quitado la medicación?

Qué más da, dije. Esta noche va a salir de aquí con nosotros.

Entonces, con un poco de suerte, todo iría bien. Se recuperaría. Nadie le haría nada terrible que le causara un daño irreparable.

Addie miró el reloj de pared: las 19.45. Ya no quedaba mucho.

¿Adónde ha ido?

Tardé un segundo en entender a quién se refería. Lo supe al ver la silla vacía.

—¿Addie? —llamó Kitty a nuestra espalda, y se acercó con un juego, con la vieja caja entre sus manos—. ¿Echamos una partida?

Addie logró componer una sonrisa mientras daba unas palmaditas en el suelo junto a nosotras y Devon para que se sentase.

—Claro. ¿Lo vas montando tú?

Kitty asintió. Addie volvió a echar un vistazo a la silla vacía de la doctora Lyanne.

—Allí —nos susurró Devon al oído. Kitty apartó la vista del juego solo un instante—. Junto a la mesa del señor Conivent.

La doctora Lyanne se movía inquieta en torno al escritorio de Conivent. A una persona que no estuviese tan pendiente como nosotros le podría parecer que aquel era su sitio natural. Pero ahora ya sabíamos interpretar a la doctora Lyanne. Y éramos híbridas rodeadas de híbridos. Estábamos más que acostumbrados a percibir cualquier cambio en la voz, en el movimiento, en la expresión. Vimos la tensión de sus manos cuando abrió un cajón del escritorio y sacó una pequeña caja de cartón.

—¿Qué está haciendo? —susurró Addie.

Devon no respondió. Tenía la mirada fija en la doctora, que había dejado la caja en la mesa y levantado la tapa, dejando al descubierto varios recipientes pequeños y blancos. Los sacó y alcanzó lo que había en el fondo: un papel.

—¿Es uno de los paquetes que entregó Jackson? —dijo Devon.

Distinguimos el sello en uno de sus lados. Sin duda era lo que Jackson había traído antes, cuando nos había pasado el destornillador y el plano, cuando le había dado cháchara a la enfermera sobre la necesidad de encontrar al señor Conivent, porque solo el señor Conivent podía firmar aquellas entregas.

¿Por qué solo las podía firmar él?

¿Porque son cosas personales?, dijo Addie mientras apartaba la vista del escritorio.

Entonces ¿por qué se las envían aquí?, pregunté. Si son tan personales, ¿por qué no se las mandan a su casa?

Kitty había terminado de montar el tablero. Agarró una ficha y la colocó en la casilla de salida. Después ofreció un puñado de fichas a Devon, que tomó una y la puso junto a la de Kitty.

La doctora Lyanne permanecía de pie junto al escritorio mientras leía a toda prisa el papel. Addie se volvió hacia Kitty para decirle que comenzase ella la partida, cuando se abrió la puerta. Se puso tensa y sus palabras se nos quedaron atascadas en la garganta. El señor Conivent apareció en el umbral y se volvió para decirle algo al hombre que lo seguía.

Jenson.

Miramos de nuevo a la doctora Lyanne. Ella también había visto a los hombres y en un santiamén se metió el papel en el bolsillo de la bata y se movió para esconder el paquete a su espalda.

Conivent y Jenson la miraron, y el primero le hizo un gesto con la cabeza. Ella se lo devolvió y se apoyó contra el escritorio para simular que estaba descansando mientras vigilaba a los niños.

Pero Conivent frunció el ceño, aunque no interrumpió su conversación con Jenson, y un instante después hizo una seña a otro hombre para que entrara en la sala de estudio. Entraron y, sin dejar de hablar, se acercaron al escritorio, a la doctora Lyanne y a aquel paquete seguramente ilícito. Los seguían dos guardias de seguridad que se quedaron junto a la puerta. Quizá Jenson quería protección contra los niños. O quizá la doctora Lyanne se había metido en un lío.

No importa, Eva, me tranquilizó Addie, y nuestra mirada se dirigió a Conivent y a la doctora alternativamente. A nuestro lado, Devon se había quedado inmóvil.

Pues claro que importa, repliqué. La va a pillar. Y Jenson también. Y van a… No estaba demasiado segura de lo que iban a hacer, pero, para empezar, ninguno de los dos hombres parecía muy contento de verla, y…

No me importa. No nos debe importar, Eva, replicó Addie. Y a continuación le dijo a Kitty:

—Tira tú primero. ¿Tienes el dado?

Kitty formó un hueco con las dos manos y comenzó a agitar el dado en su interior. Devon nos miró de reojo, pero Addie fijó la vista en el tablero con determinación. Solo quedaban unas horas hasta que se apagaran las luces. Hasta que la clínica se quedase vacía, a excepción de nosotros y el personal de guardia. Hasta nuestra huida.

Ya no necesitábamos nada más de la doctora Lyanne. Nos había dado los códigos para abrir las habitaciones del sótano y eso era más que suficiente.

Pero…

Conivent y Jenson habían llegado casi a nuestra altura y nosotros estábamos apoyados contra la pared entre ellos y la doctora Lyanne. Tenía que detenerlos de alguna manera; tenía que darle tiempo para que volviera a guardar todo lo del paquete. Podía levantarme y decirles algo sin más. Pero ¿qué podía decir para entretenerlos y dar tiempo suficiente a la doctora?

Con el rabillo del ojo vimos un estallido de rojo y blanco: el castillo de naipes de Cal había vuelto a derrumbarse.

Cal.

Eva, dijo Addie en tono de advertencia.

No puedo dejar que la descubran, repuse. Nos ha ayudado, Addie. Se lo debemos.

¡No le debemos nada!

—Cal —dije. La palabra salió de nuestros labios con cierta dificultad, pero no tanta como me esperaba. Devon alzó la cabeza. Kitty dejó de agitar el dado y susurró:

—Es Eli.

Cal había levantado la vista al oír su nombre, receloso y ceñudo. Yo no había reparado en la relevancia de lo que acababa de decir. «Cal». ¿Cuándo habría sido la última vez que alguien lo había llamado por su verdadero nombre?

—Pero ahora no es Eli —dije—, ¿verdad?

Kitty desvió la mirada y dejó caer el dado. Una de las horquillas se le había descolocado.

—Es quien los médicos digan que es.

—No —dije—, no, Kitty…

Eva, me advirtió Addie. Lo estás poniendo en peligro. ¿Te das cuenta? Si le preguntas y metemos la pata y alguien averigua que nos ha estado ayudando… Lissa nos ayudó y mira lo que les pasó a ella y a Hally.

Vacilé. Tenía razón. Pero Conivent estaba ya a solo unos pasos del fondo de la sala. Se detuvo para señalar a un niño y decirle algo a Jenson, y vi a la doctora Lyanne aferrada al borde del escritorio.

—Cal —dije—, Cal, ¿me puedes hacer un favor?

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Devon.

Cada vez era más fácil. Necesitaba una concentración específica para cada palabra, pero podía hacerlo.

—Tenemos que distraer al señor Conivent antes de que llegue a la mesa. La doctora Lyanne…

—Ahora no es momento para pensar en ella —respondió Devon.

—Ella nos ayudó —repuse—. Nos dio el código para abrir la habitación de Hally…

Él no supo qué responder y yo no esperé:

—Cal, ¿podrías distraer a todo el mundo? Solo unos minutos.

Entonces me asaltó una idea. Cuando Eli y Cal luchaban, a quien drogaban era a Cal. Quizá ahora volviesen a hacerlo. Justo ahora que sus ojos estaban recuperando la claridad de la mirada…

Cal se agachó sobre las cartas e hizo un puchero con el labio inferior. Solo tenía ocho años. Más pequeño que Lyle, tanto en edad como en tamaño. Solo algo mayor que Lucy. Había sido una imprudencia por mi parte pedirle que hiciera semejante cosa, hacerle correr el riesgo de que le hicieran aún más daño.

Dejamos caer los hombros.

Y entonces Cal se puso a gritar.

Su chillido rasgó la sala; la rasgó de arriba abajo tras la tensa calma y provocó un caos. Me eché hacia atrás mientras Kitty se acurrucaba a nuestro lado en busca de cobijo. Devon alzó las manos como para taparse los oídos.

Una baraja entera se estrelló contra la pared, seguida de un juego abandonado. Cal volvió a gritar. Las cartas salieron volando en todas direcciones. Blanco. Rojo. Blanco. Los niños que se encontraban más cerca se apartaron atropelladamente. Los guardias de seguridad observaron la escena sin moverse. Quizá no supieran cómo vérselas con un niño pequeño y escandaloso.

Conivent se acercó a Cal con gesto adusto.

Agarré a Kitty de la mano y corrí hacia la pared opuesta. Jenson se quedó donde estaba. Me atreví a echar un vistazo a la doctora Lyanne. Estaba medio vuelta de espaldas, metiendo los recipientes blancos dentro de la caja de cartón.

Cal dejó de gritar justo cuando Conivent trató de atraparlo, lo esquivó y se puso fuera de su alcance. El repentino silencio resultó casi doloroso. La mandíbula de Conivent se tensó. Hizo otro intento por atrapar a Cal, y este se escabulló de nuevo. Ambos, hombre y niño, se observaron sin decir palabra.

Entonces Conivent suspiró, como si aquello hubiese sido el mayor contratiempo del mundo. Se volvió y miró a Jenson como diciendo: «¡Niños! ¿Qué se puede esperar?».

Para entonces la doctora Lyanne se había situado junto a la estantería con las manos pegadas a los costados. El paquete ya no estaba encima del escritorio.

Tomé una larga y temblorosa bocanada de aire y miré a Devon. Él se apoyó despacio contra la pared y apoyó las manos sobre las piernas. Luego Kitty nos apretó la mano. Como no bajé la vista inmediatamente, nos tiró del brazo.

—¿Qué? —pregunté en su susurro, y seguí la dirección de su mirada. No hizo falta preguntar nada más.

Conivent avanzaba hacia nosotras.

Y vio el pequeño destornillador amarillo tirado en el suelo al mismo tiempo que yo.