28

El señor Conivent nos aisló del resto de los niños y nos puso a trabajar en una mesa cercana a su escritorio. Cada poco alzaba la vista para comprobar que estábamos haciendo nuestros deberes. Si veía que pasábamos más de un par de minutos sin escribir, carraspeaba. Quizá suponía que era más seguro tenernos atareadas con problemas de álgebra. Quizá pensaba que así nos mantenía ocupadas, que si nuestra cabeza era un galimatías de matrices, divisiones largas y triángulos obtusos, no nos quedaría sitio para pensar en planes de fuga.

Y quizá habría sido una suposición correcta si no hubiéramos sido híbridas. Entre las dos éramos capaces de resolver problemas y, a la vez, tener sitio de sobra para pensar en cosas importantes.

Jackson había expuesto el plan a toda prisa en los últimos momentos pasados en el armario de la limpieza. Los Clandestinos tenían furgonetas, billetes de avión y documentos falsos para quince niños. Tenían todo lo que necesitábamos fuera del hospital, pero primero había que salir de allí.

No nos atrevimos a mirar a Devon de reojo —seguro que Conivent nos habría pillado—, pero cuando entramos lo vimos sentarse y yo sentí su presencia en la sala con la misma fuerza con que sentía el chip del tamaño de una moneda oculto junto al tobillo. En ese momento la luz roja debía de estar encendida con un parpadeo intermitente, pero seguía oculto entre el zapato y el calcetín negro. Nadie podía verlo.

El señor Conivent cambió de postura en su escritorio mientras rellenaba algún papeleo administrativo. La comisión evaluadora no había hecho acto de presencia, y me pregunté si su marcha habría sido para bien.

No se han ido, dijo Addie. Ese hombre, el que seleccionó a Hally y a Lissa. Seguro que se queda.

Se abrió la puerta de la sala de estudio. Se oyó un repiqueteo de tacones que enmudeció cuando pasaron de las baldosas a la moqueta. Alzamos la mirada y vimos a la doctora Lyanne. Se quedó en el umbral, enmarcada por las molduras, con sus zapatos de salón negros, su falda y su blusa perfectas y su inmaculada bata blanca. Bonita, casi hermosa. Una mujer de rasgos angulosos. Se acercó a la mesa de Conivent, cerca de nosotras.

Addie y yo terminamos nuestra hoja de ejercicios mientras con el rabillo del ojo estábamos pendientes de su conversación. Hablaban en voz muy baja y no distinguimos lo que decían, pero sí captamos la tensión de sus voces, cada vez más fuertes hasta que Conivent dejó el bolígrafo encima de la mesa con la misma energía con que un juez da un mazazo para reclamar silencio. Su vista se clavó directamente en nosotras, que le devolvimos la mirada.

—Addie —dijo con un registro peligroso—. Ayer no te hicieron el análisis de sangre. La doctora Lyanne os lo hará ahora. —Addie no se levantó enseguida, y él repitió—: He dicho ahora, Addie.

Dejamos el lápiz y los problemas de matemáticas y nos pusimos en pie. Salimos de la sala detrás de la doctora Lyanne. Ahora necesitábamos algo de ella, una información específica que tenía que pasarnos, y nuestra mente bullía con distintos planes.

—Hola —saludó Addie cuando nos sentamos en la estrecha consulta.

Era la primera palabra que dirigíamos a la doctora Lyanne desde aquella mañana. En ese consultorio casi todo era blanco. Las paredes, el suelo, la pequeña mesa que nos separaba de la doctora. Nosotras éramos una mancha azul derramada sobre una silla. Entre la mujer y nosotras había una máquina gris, un artilugio del tamaño de una máquina de escribir, que contenía unos viales de cristal visibles a través de una especie de malla plateada. Estaban conectados a un tubito de plástico que serpenteaba por encima de la mesa.

Nos dio la sensación de que todo se hacía aún más pequeño cuando la doctora cerró la puerta. Nada del otro mundo después de haber estado encerradas en aquel armario-almacén con Jackson, por supuesto, pero tanto la doctora Lyanne como nosotras parecíamos ocupar demasiado espacio pese a que ella era una mujer muy delgada y nosotras nada altas.

—Extiende el brazo —pidió con voz autoritaria a pesar de la palidez de sus mejillas. Addie obedeció.

Nos habían hecho tantos análisis de sangre cuando éramos pequeñas que ya no nos inmutábamos ante las agujas. Addie ni pestañeó cuando la aguja fría se deslizó bajo la piel ni cuando la sangre penetró en el tubo y empezó a caer en uno de los viales. Durante un rato, ninguna de las dos dijimos nada. La aguja apenas nos molestaba. Primero contemplamos cómo se iba llenando un vial, luego el otro. La doctora estaba sentada frente a nosotras y también contemplaba indiferente la máquina.

—¿Sobre qué estaban discutiendo? —preguntó Addie, con lo cual la doctora centró su atención en nosotras a la velocidad del rayo.

—¿Quiénes? —preguntó a su vez. Como si no supiera a quiénes nos referíamos.

—Usted y el señor Conivent.

La doctora presionó con suavidad nuestro brazo con un trocito de algodón y luego sacó la aguja con delicadeza.

—Sobre nada, Addie. Y, para empezar, no es asunto tuyo.

—¿Era sobre Jaime?

—No, no era sobre Jaime. Sigue apretando el brazo con esto.

Addie lo hizo pero no dejó de mirar a la doctora mientras esta agarraba una maraña de cables que tenía a su espalda. Estaban conectados a un extremo de otra máquina también gris —más grande que la anterior— cuyo extremo opuesto parecía un casquete.

—¿Era sobre Hally? —pregunté yo, y me estremecí. Que yo asumiera el control no era parte del plan y la verdad es que tampoco había tenido intención de hacerlo. Quería haber esperado a que Addie me lo pidiese. Pero estaba tardando demasiado y yo quería saber—. ¿Hally está a salvo? —Y como eso había sido una estupidez (era la pregunta más absurda que podía haber hecho: por supuesto que Hally no estaba a salvo), añadí—: Aún no se lo han hecho, ¿verdad? No, no la han operado todavía.

La cara de la mujer estaba totalmente inexpresiva. Inexpresiva, fría y pálida. Transmitía tanta tranquilidad que me crispó los nervios. ¿Cómo podía estar tan tranquila?

—No —respondió. Y notamos que se nos relajaba todo el cuerpo con un alivio dulce y fresco.

Comencé a dejarme ir, pero entonces Addie me dijo:

No, Eva. Esfuérzate. Esfuérzate por conservar el control. Habla con ella. Tú lo harás mejor que yo. Lo sé.

Pero…, protesté.

Puedes hacerlo, Eva.

—¿Dónde está? —pregunté, sobreponiéndome a la fatiga. La doctora nos miraba fijamente y tuve que tragar saliva y respirar hondo para encontrar mi sitio en nuestro cuerpo compartido antes de poder proseguir—. ¿Dónde la tienen? ¿En el sótano? ¿Con Jaime? ¿Para cuándo está programada la operación?

—Eso no es cosa tuya.

—¿Por qué no? —Nos tembló la voz. La doctora tenía una botella en las manos con un líquido claro en su interior. La tenía agarrada tan fuerte que daba miedo—. Si las cosas salen igual que con Jaime, una de mis amigas va a morir y la otra se va a volver loca… Creo que merezco saber cuándo.

—Lo más probable es que eso no ocurra —siseó. El plástico de la botella cedió bajo la presión de sus dedos—. Jaime tuvo suerte.

Una sensación helada me recorrió el cuerpo. De pies a cabeza. Centímetro a centímetro.

—¿A qué se refiere?

No habló, no nos miró, ni siquiera parecía respirar. Imperturbable como una roca, como el cristal.

—Doctora Lyanne…

—Todos los demás niños que fueron operados se quedaron en la mesa de operaciones. Jaime… Jaime es el único que ha sobrevivido.

Y comenzó a desenroscar el tapón de la botella de forma maquinal. Le temblaban las manos y se le cayó.

De un manotazo, tiré la botella de la mesa.

Repiqueteó contra el suelo de baldosas y su contenido se derramó, formando un enorme charco. El escozor del alcohol invadió el aire, acre e irritante.

—Ayúdenos —dije; ya no se trataba de una súplica.

La doctora permaneció inmóvil, con la mirada fija en sus manos. Intenté pensar en la mujer que había visto en el sótano, sentada en el cuarto de Jaime, en la expresión de su rostro cuando lo abrazó, en cómo lo había acunado.

—Podría liberar a Jaime —dije; y como no respondió, respiré hondo y continué—. Hay gente… Hay gente que podría sacarnos de aquí. Y se lo llevarían también a él. Así estaría a salvo. —Fue lo único que se me ocurrió, la única cosa fuerte e impactante que se me ocurrió decir para lograr que nos mirase, que advirtiese nuestra presencia.

Funcionó. Levantó la cabeza como un rayo con la boca entreabierta y un toque de color en las mejillas. Un extraño cambio en su expresión: no de desconcierto, sino de miedo.

Luego habló, como si estuviese sumida en un sueño:

—¿Has hablado con Peter?

Las extremidades nos flaquearon.

—¿Conoce a Peter…?

Casi la vimos desmoronarse, trozo a trozo. Cuando entramos allí la estancia nos había parecido demasiado pequeña, y que ella y nosotras ocupábamos demasiado espacio. Ahora parecía que la doctora no ocupaba nada de espacio, tan incorpórea como un producto de la imaginación. Transparente.

—Es mi hermano —confesó.

No pude contenerme… Escuchar aquellas palabras y lograr que nuestro corazón siguiera latiendo y nuestros pulmones ensanchándose y… Pero tuve que hacerlo, tuve que hacerlo porque era yo la que estaba al mando de nuestro cuerpo.

—¿Es su hermano? ¿Su hermano es híbrido y usted trabaja aquí?

—Te lo dije —repuso. De nuevo percibimos en su voz un matiz de determinación—. Te dije que quería ayudaros…

—¡Entonces hágalo! —exclamé—. Ayúdenos. Ahora. Ayúdenos a salir de aquí. —Los vapores del alcohol nos escocían los ojos—. Si no nos ayuda a escapar, doctora Lyanne —dije con vehemencia—, les estará ayudando a ellos a matarnos.

La miré, y cuando ella apartó la vista le di la mano:

—¿Hally está en el sótano?

Por fin, por fin, asintió en silencio. Solo una vez.

—Las puertas tienen un código numérico. —Forcé la voz para que sonara firme, exigente y enérgica, aunque apenas podía respirar, apenas era capaz de mantener el cuerpo erguido y hablar con claridad—. Necesito ese código.

Silencio. Respiraciones; de ella y nuestra. Rápido, rápido, rápido. Vacío. La dura mesa de madera. Las sillas incómodas. Las facciones angulosas de la doctora Lyanne. Sus labios finos, las señales de agotamiento en su frente, entre sus ojos de un verde castaño.

Nos reveló el código.