19
La mañana siguiente nos vistieron de azul. Blusa camisera azul celeste y falda azul marino por la rodilla. Estaban más tiesas que lo que mamá jamás habría logrado en casa, con el cuello duro y de un blanco inmaculado. A diferencia del uniforme del colegio, este no tenía emblema ni adorno alguno. Y tampoco bolsillos: no estaban permitidos.
—Ven conmigo —dijo la enfermera en cuanto Addie terminó de atar los cordones. Al menos nos habían dejado seguir usando los zapatos, así como los calcetines largos negros del colegio. Me pregunté qué iba a pasar con el resto de nuestra ropa.
Addie había sacado del bolsillo el chip de Ryan y lo llevábamos en el tobillo, entre la piel y el calcetín.
—¿Adónde vamos? —preguntó Addie con voz apagada.
Aquella mañana nos habíamos despertado en silencio. Los labios de Addie no habían pronunciado mi nombre cuando los últimos velos del sueño se desvanecieron. O quizá sí, pero se había contenido con amargura, como me había contenido yo sin pronunciar el suyo.
La enfermera sonrió.
—A que conozcas a tu nueva compañera de habitación. Los demás niños duermen en un ala especial. Tú vas a trasladarte allí hoy mismo.
—¿Por qué?
La enfermera no respondió y se limitó a mantener aquella sonrisa leve e insulsa.
Addie quiso recoger nuestra bolsa de viaje, pero la enfermera retuvo nuestra mano.
—Ya se ocuparán de llevártela más tarde.
No eran ni siquiera las ocho y media de la mañana. Sin reloj no podíamos asegurarlo, pero cuando salimos al pasillo vimos el brillo dorado del sol a través de los grandes ventanales de la clínica. Parecíamos las únicas que se fijaban en lo que había más allá del cristal. La mujer que nos guiaba por los pasillos caminaba con la vista fija al frente, y las demás enfermeras y los médicos que pasaban por nuestro lado parecían tener cosas más importantes que hacer que contemplar el exterior.
Finalmente, la enfermera se detuvo ante una puerta sin ningún rótulo. Sacó un manojo de llaves de su bolsillo, separó una y la metió en la cerradura.
—Bienvenida a la sala principal, Addie —dijo.
Dentro todavía estaba oscuro. Había una luminosidad borrosa en el extremo opuesto de la estancia, pero no era suficiente para ver bien, sobre todo después de haber recorrido los luminosos pasillos. Addie parpadeó e intentó acostumbrar los ojos a la penumbra.
Fue un esfuerzo en balde, pues un segundo después la enfermera encendió las luces. Entonces pudimos verlo todo.
La sala principal y la de estudio eran muy parecidas en muchos aspectos. La moqueta era de la misma fibra, las paredes estaban pintadas del mismo azul, solo roto dos veces: una por una puerta gris y la otra por un pequeño entrante en la pared que parecía conducir a los lavabos. En un rincón había una planta de grandes hojas que desbordaba su pequeño tiesto. Había dos mesas redondas de tamaño mediano, unas cuantas sillas y un pequeño armario. Pero no había niños.
—Todos están aún en sus habitaciones —explicó la enfermera, como si me hubiera leído el pensamiento. Hizo un gesto en dirección a la puerta gris—. Vamos a ver la tuya, ¿te parece?
La puerta daba a otro pasillo, más estrecho y más corto que los que conocíamos. El extremo opuesto estaba iluminado por un leve resplandor, pero la enfermera lo neutralizó al encender las luces del techo.
Logré contar ocho puertas antes de que la enfermera abriese una de ellas y nos hiciera pasar.
—¿Kitty? —llamó al tiempo que se adelantaba para encender las luces—. Despiértate y espabila, cariño. Por fin tienes una nueva compañera.
La niña que estaba acostada se incorporó tan de repente que tiró las mantas al suelo. La niña hada. Tenía la melena oscura alborotada y hecha un caos, y hacía que pareciese todavía más larga en comparación con el resto de su cuerpo. Entreabrió los labios y nos miró con unos ojos como platos.
—Esta es Addie —anunció la enfermera con voz jubilosa, como una profesora de infantil el primer día de clase.
Kitty nos miró sin decir nada. Su silencio pesó como una losa sobre nuestros hombros. Finalmente, la enfermera dio una palmada.
—¡Hala, chicas! Voy a despertar a los demás. Vístete, Kitty, y explícale a Addie la rutina de cada mañana.
Kitty salió de la cama y nos echó una ojeada fugaz mientras se apresuraba a recoger su ropa. La tenía ya preparada en la mesilla de noche, doblada en un montoncito azul. La enfermera cerró la puerta al salir.
Addie permaneció inmóvil, con las manos asidas adelante.
—Hola —saludó, y no volvió a decir palabra mientras se vestía.
Apenas había terminado, se oyó una orden procedente de fuera:
—Todo el mundo al pasillo, por favor.
Kitty corrió hacia la puerta. Addie echó una última mirada al dormitorio, a las paredes blancas, al suelo de baldosas, a las camas con cabeceras de metal y las delgadas almohadas. Era obvio que su única ventana no estaba hecha para ser abierta. Traté de imaginarme cómo sería dormir allí. Despertarse allí. ¿Cuánto íbamos a tardar en acostumbrarnos a aquellas frías sábanas blancas de hospital?
No, la enfermera estaba equivocada. Aún no habíamos hablado claramente con nuestros padres. Papá había prometido venir a buscarnos. Aquella no podía ser nuestra habitación.
—¿No vienes, Addie? —preguntó Kitty junto a la puerta.
Durante una fracción de segundo noté una pequeña grieta en el muro que nos separaba a Addie y a mí. Pero por muy breve que hubiera sido, bastó para atisbar las emociones de Addie.
Una señal de miedo.
—Sí —respondió Addie—, ya voy.
La sala principal se llenó de un caos silencioso. Algunos niños estaban aún medio dormidos, desplomados sobre las sillas de madera y con las cabezas apoyadas sobre la mesa. Eli se había hecho un ovillo en un rincón, tan acurrucado que sus rodillas prácticamente le tapaban la cara. Otros estaban hablando en voz baja cerca de la puerta del extremo opuesto.
Hally estaba saliendo del lavabo. Traía las gafas en una mano mientras con la otra se frotaba los ojos, y su boca formaba la O de un bostezo. Un segundo después apareció Ryan. Echó un vistazo rápido a la sala y nuestras miradas se cruzaron. Addie apartó la suya. Pero él se acercó a nosotras al momento.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro más bajo que el murmullo soñoliento de la sala.
—Sí —dijo Addie.
Él vaciló.
—Sí, ella también está bien —añadió Addie, y se apartó de la pared para dirigirse a un rincón de la sala. Acababa de pasar junto a la enfermera cuando la mujer dio unas palmadas.
—Escuchadme todos —dijo—. ¿Eli? ¿Shelly? He traído vuestras medicinas; acercaos, por favor.
Addie se había detenido al oír las palmadas. Cuando echó a andar de nuevo, llamó la atención de la enfermera, que la miró, frunció el ceño y dijo:
—Casi me olvido, Addie. Me han avisado de que tus padres acaban de llamar y quieren hablar contigo.
Nuestros padres. En ese momento ya les habrían comunicado los resultados. Cualquier otro pensamiento voló de mi mente. Nuestros padres estaban al teléfono y esa era la única cosa del mundo que importaba.
—¿Puede llevarme al teléfono? —preguntó Addie. Nuestra voz sonó más alta de lo que yo esperaba—. Por favor. Tengo que…
—Un momento, Addie. —La enfermera levantó la mano y se volvió hacia una niñita que se acababa de acercar—. Toma, Shelly… ¿Dónde está tu taza? Necesitas agua para tomarte esto, ¿no te acuerdas, cariño?
La niña se alejó y Addie intentó que la enfermera volviera a prestarle atención.
—Por favor, ¿me acompaña al teléfono?
La mujer dudó, miró alrededor y luego los frascos con pastillas que tenía en la mano.
—¿Puedes esperar un momento? —Addie negó con ojos suplicantes—. Está bien. Ahora llamo a alguien para que te acompañe.
—Gracias —susurró Addie.
Ryan irguió la cabeza cuando pasamos junto a él, pero no dijo nada.
Era temprano, y el pasillo estaba relativamente vacío; solo vi a un mensajero y a un par de médicos que hablaban en voz baja inclinados sobre una carpeta. Pero poco después apareció otra mujer vestida con el uniforme blanco y gris, y la enfermera le hizo una seña para que se acercara.
—Addie necesita utilizar un teléfono. Yo voy a llevar a los demás niños a desayunar. ¿Puedes llevarla a algún despacho? Es la línea cuatro.
—Claro. —La mujer nos sonrió—. Por aquí.
Tras un breve trecho nos hizo pasar a un pequeño despacho. Un escritorio cubierto de papeles y carpetas de papel manila ocupaba la mayor parte de la estancia. La enfermera señaló una silla giratoria detrás de la mesa.
—Puedes sentarte ahí.
Addie lo hizo y observó cómo descolgaba el auricular y pulsaba un botón encendido de color naranja.
—¿Hola? —dijo. Pausa—. Su hija, señor. ¿Cómo se llama? —Pausa—. De acuerdo. Sí, está aquí mismo. Un segundo, por favor.
Depositó el auricular en nuestra mano extendida. Addie se lo pegó a la oreja.
—¿Hola?
—¿Qué tal, Addie? —saludó papá con tono de alegría forzada—. ¿Cómo te va?
—Bien —contestó Addie. Se giró y el cable del teléfono se nos enredó en la cintura. Tragó saliva y se inclinó como si quisiera evitar a la enfermera, que se había quedado cerca de la mesa—. Te echo de menos. Y a mamá. Y…
Y a Lyle, pero nos falló la voz antes de pronunciar su nombre.
Se produjo una mínima vacilación. Luego papá volvió a hablar; su falsa alegría había desaparecido.
—Nosotros también te echamos de menos. Te queremos mucho. Lo sabes, ¿verdad, cielo?
Addie asintió con la cabeza. Mantuvo el auricular agarrado con fuerza.
—Sí, lo sé —dijo en un susurro. Y como hubo un silencio, preguntó—: ¿Cómo está Lyle?
Pregúntale qué le ha contado.
—Ah, está muy bien —respondió papá—. Un poco triste desde que te has ido.
Addie no contestó.
—Pero anoche recibimos una llamada —agregó papá—. De su médico.
Nos tensamos.
—Lyle va a entrar en la lista de trasplantes. Han dicho… han dicho que le van a dar máxima prioridad. Aunque tengan que traer el órgano de otra ciudad.
Al principio, nada. Luego, frío. Sensación de mareo. Fuego tras nuestros párpados. Y finalmente un largo suspiro. Sabíamos lo que significaba aquello, no solo para Lyle, sino también para nosotras.
Un trasplante significaba el final de las sesiones de diálisis cada semana, el final de aquellos cardenales que le salían sin motivo y el final de los días en que ni siquiera quería abrir los ojos.
Un trasplante significaba un milagro obrado por nuestros padres.
Un trasplante significaba un trato.
—Me alegro por Lyle, pero tú dijiste que no estaría aquí más de dos días, papá. Dijiste… Dijiste que vendrías a buscarme tú mismo si… —Se nos estaba formando un nudo en la garganta. Apretamos el auricular con más fuerza. Addie no fue capaz de terminar la frase.
—Lo sé, Addie, ya lo sé. Pero…
—Me lo prometiste —gimió Addie, y un sollozo nos perforó el pecho. Cerró los ojos con fuerza, pero aun así se nos escaparon las lágrimas, que resbalaron por nuestras mejillas—. Me lo prometiste.
Nuestro hermano. Nuestro maravilloso, terrible y latoso hermanito se iba a curar e iba a quedar como nuevo. Y nosotras no volveríamos a verlo.
—Addie —dijo papá—, por favor, cariño…
El zumbido de nuestros oídos ahogó sus palabras. ¿Qué importaba lo que quisiera decirnos? No iba a venir a buscarnos. No nos iba a llevar a casa.
—Dicen que puedes mejorar, Addie. Estás en un buen hospital, y es el único en esta parte del país especializado en… En este tipo de cosas. Queremos que te cures. Y tú también lo quieres, ¿verdad?
No hubo ninguna mención a lo que la «curación» de Addie significaba para mí, para su otra hija, a quien había asegurado que también quería. Había dicho que me quería. Yo lo había oído.
Addie no respondió. Mantuvo el auricular pegado a la oreja y lloró, consciente de que la enfermera nos estaba vigilando, y rabiosa porque nos viese llorar.
—¿Addie? —dijo papá con voz suave—. Te quiero.
¿Y a mí?
—Nosotras… —dijo Addie con voz entrecortada—. Es decir, yo…
Demasiado tarde. El silencio que se filtró de un lado a otro de la línea lo dijo todo.
—Quiero volver a casa —gimió Addie—. Papá, ven a buscarme, por favor…
—Estás enferma —respondió—. Y yo no puedo curarte. Pero ellos… dicen que tienen todos los medios para hacerlo. Pueden…
—Papá…
—Sé que es duro, Addie —continuó papá, con voz contenida—. Lo sé. Bien sabe Dios que lo sé, pero ahora mismo es lo mejor para ti, ¿de acuerdo? Van a ayudarte a que te cures del todo.
¿Hasta qué punto lo creía de verdad y hasta qué punto lo decía para sentirse mejor por el hecho de habernos abandonado a nuestra suerte?
—Pero no estoy enferma, papá —protestó Addie—. Yo…
—Sí lo estás —dijo él con un tono de derrota que nos cortó la respiración.
—No lo estoy —insistió Addie, pero en voz tan baja que solo la oí yo.
—Esta misma noche volveremos a llamar, e iremos a verte en cuanto podamos. Addie, haz caso de todo lo que te digan, ¿vale? Solo quieren lo mejor para ti. Mamá y yo solo queremos lo mejor para ti. ¿Lo comprendes, cariño?
Addie no dijo nada. Él tampoco. Solo se oyó el sonido del silencio.
—¿Addie? —llamó por fin.
No respondimos.